Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía
¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía
¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía
Libro electrónico404 páginas5 horas

¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En este análisis vertiginoso y rigurosamente argumentado de los eventos que siguieron a la muerte de Jesús en la cruz, se analizan las afirmaciones que hacen los escépticos para negar la resurrección cuando intentan explicar esos eventos. ¿Sería correcto suponer que creer en la resurrección de Jesús es, dada la evidencia, por lejos la explicación más racional y sensata de los eventos?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2023
ISBN9789877987836
¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía

Lee más de Clifford Goldstein

Relacionado con ¡Ha resucitado!

Libros electrónicos relacionados

Cristianismo para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para ¡Ha resucitado!

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    ¡Ha resucitado! - Clifford Goldstein

    Prefacio

    En 1971, el estadounidense Tom Robbins escribió un libro ridículo y simplón que a muchos de nosotros nos encantó, a pesar de su tontería y su estupidez. Llamado Another ­Roadside ­Attraction [Otra atracción en la carretera], hizo desfilar a lo largo de sus páginas a personajes inverosímiles que hacían cosas inverosímiles, como ­Plucky Purcell, que se infiltra en una orden de monjes asesinos y es asignado al Vaticano. Allí, luego de saquear todo el oro que puede meter en sus codiciosos bolsillos dentro de las catacumbas, después de que un terremoto golpeara Roma, Plucky se cruza con el cadáver de Jesucristo en una cámara sellada abierta por el terremoto.

    No se parecía, sin duda, en nada a los retratos lechosos que nos habían mostrado en la escuela dominical, no se parecía para nada al apuesto caballero con el perfil ario y el resplandor de quinientos vatios que nos arrojaban de los calendarios en los salones protestantes de toda Dixie.¹

    (Al menos esa descripción es mejor que todas las pinturas que colorean a Jesús como un chico blanco protestante anglosajón, mientras que el único personaje de aspecto judío es un Judas de nariz aguileña que mira con desdén su bolsa de dinero).

    Plucky roba el cuerpo y lo mete de contrabando a Estados Unidos. Sin embargo, cuando los grandes y elevados altaneros temen lo que puede suceder si la gente se da cuenta de que Jesús realmente no ha resucitado, intentan rastrear a Plucky y al cuerpo antes de que se corra la voz, y la civilización occidental se derrumbe.

    Es difícil imaginar a Tom Robbins tomándose en serio a sus personajes o a su trama, incluso si quisiera hacer preguntas serias sobre las creencias y las suposiciones de nuestra sociedad -que estaban siendo golpeadas, atropelladas y pisoteadas en ese momento- por causa de que, entre otras cosas, los estadounidenses estaban golpeando, atropellando y pisoteando a los vietnamitas del norte.

    No obstante, incluso si la civilización occidental pudiera sobrevivir a la desacreditación de la resurrección de ­Cristo, el cristianismo ciertamente no podría.

    O, al menos, ese era el miedo.

    Sin embargo, a lo largo de los años, la resurrección de Jesucristo ha sido objeto de un ataque sostenido, pero no por parte de los sospechosos habituales, como los nuevos ateos que hacen tanta alharaca: Richard Dawkins, Daniel Dennett o Sam Harris. Más bien, los eruditos bíblicos (muchos cristianos profesos) han estado escribiendo libros y artículos y patrocinando seminarios que ponen la resurrección de Jesucristo en el mismo nivel que Orfeo cuando desciende al inframundo.

    Por ejemplo, uno de los eruditos más conocidos del Nuevo Testamento, especialista en la resurrección de Cristo, es John ­Dominic ­Crossan, autor de más de 28 libros sobre Jesús, Pablo y el Nuevo Testamento. También es un divulgador popular que, entre numerosas presentaciones académicas, ha aparecido en transmisiones de televisión y radio en todo el mundo. En 2020, fue profesor emérito de Estudios Religiosos en la Universidad DePaul, en Chicago.

    Y ¿qué dice este eminente erudito acerca de la resurrección de Cristo? La tumba vacía podría explicarse, argumenta, no porque Jesucristo se haya levantado de la tumba de José como Conquistador de la muerte (y el acto en el que tantas almas heridas depositan sus esperanzas) sino porque Jesús nunca llegó a la tumba de José, para empezar.

    En cambio, el renombrado Dr. Crossan declara que el cadáver de Cristo muy probablemente haya sido arrojado a una tumba poco profunda y, más tarde, comido por animales carroñeros.²

    No tan dramático como las aventuras de Plucky Purcell en el ­Vaticano, pero sí igual de inverosímil.

    El amor puede hacerlo todo,

    excepto levantar a los muertos.

    Emily Dickinson

    Pero los que mueren en el Señor vivirán;

    ¡sus cuerpos se levantarán otra vez!

    Los que duermen en la tierra

    se levantarán y cantarán de alegría.

    Pues tu luz que da vida descenderá como el rocío

    sobre tu pueblo, en el lugar de los muertos.

    Isaías 26:19


    ¹ Tom Robbins, Another Roadside Attraction (Nueva York: Bantam Books, 1971), p. 259.

    ² John Dominic Crossan, Jesus: A Revolutionary Biography [Jesús: una biografía revolucionaria] (Nueva York: HarperOne, 1994), p. 180.

    Capítulo 1

    Exigir un milagro

    En el 216 a.C., en la tristemente célebre batalla de Cannas, el general cartaginés Aníbal Barca (que condujo a su ejército a través de Europa y por medio de los Alpes) llegó a Italia. Él derrotó a los romanos, matando entre 55.000 y 75.000 hombres, y perdiendo cerca de 6.000 de los suyos. Más soldados murieron en Cannas que en cualquier otro día de batalla en la historia occidental.³

    Sin embargo, hoy nuestros ojos pueden flotar sobre los apacibles campos de Cannas que hacen brotan silenciosamente vida donde decenas de miles habían muerto. ¿Quiénes eran esos padres, hijos, hermanos cuyos sueños, esperanzas y pasiones desaparecieron en un grito o un gemido hace miles de años, sino el residuo de un sueño, una esperanza, una pasión que persiste en sus restos químicos?

    Y estamos hablando de solo una batalla. ¿Quién puede hacer un seguimiento de todas las guerras (no batallas, guerras) desde el 216 a.C.? ¿Y los desastres naturales? ¿Cuántos de nosotros sabemos, por ejemplo, que una hambruna en Vietnam del Norte mató a un millón de personas en 1945? ¿Qué clase de mundo es este en el que un millón de personas mueren de hambre, y otros no lo saben? Y de esos millones de hombres, mujeres, niños y bebés, que lentamente se marchitaron para volver al suelo que los traicionó tanto, ¿conocemos un solo nombre?

    E incluso si algunos los conocen ahora, ¿pronto quién lo hará?

    Escribió Louis-Ferdinand Céline:

    Mira, Lola, ¿recuerdas un solo nombre, por ejemplo, de cualquiera de los soldados muertos en la Guerra de los Cien Años? [...] ¿Alguna vez trataste de averiguar quiénes eran? [...] ¡No! [...] ¿Te das cuenta? Nunca lo intentaste. En lo que a ti respecta, son tan anónimos, tan indiferentes, como el último átomo de ese pisa­papeles.

    Mientras tanto, piense en lo cerca, lo inmediato y lo esencial que es nuestro sentido del yo. Conocemos la existencia solo mediante nuestra propia conciencia. Todo comienza por la conciencia –­escribió Albert Camus–, y nada vale sino por ella.

    La conciencia es el conocimiento de la vida; es cómo se nos presenta la vida, cómo la experimentamos y la conocemos, y por esto nos aferramos a ella con tanto fervor, como lo hicieron los miles de millones de muertos que nos precedieron, cuya conciencia era igual de real, inmediata y preciosa para cada uno de ellos como lo es la nuestra para nosotros. Sin embargo, cada una de las conciencias de esas personas se ha evaporado en lo que puede ser mejor descrito por la tabla periódica de elementos, nada más. Y cada una de nuestras conciencias también lo hará; un pensamiento que nos aterroriza.

    En muchas lápidas romanas antiguas se leía: "No fui, no soy, no me importa". Pero ahora sí nos importa. Nos importa, y mucho. Somos, y la comprensión de que un día no seremos es como ácido sobre el alma. ¿Quién, después de haber tenido momentos en los que pensaba que estaba a punto de morir, no quedó petrificado, horrorizado, asustado? Todo lo demás desaparece, excepto la muerte dura y fría; tu muerte dura y fría.

    Y el espectro de la muerte es, en realidad, el espectro de la insignificancia, el temor de que todo lo que sufrimos por haber pasado por la existencia será olvidado como si nunca hubiera existido.⁶ La muerte no nos deja nada; es decir, nos deja como nada y sin nada.

    Nikolái Gógol escribió sobre los muertos:

    Solo son cenizas. Cualquier cosa, aunque sea inservible, un pedazo de trapo simplemente, pues incluso el trapo tiene su precio. Cuando menos lo adquieren para fabricar papel, pero esto no sirve absolutamente para nada.

    Por mucho que intelectualicemos la muerte, filosofemos sobre ella, memoricemos lindas y concisas máximas con respecto a ella, la odiamos y le tememos como a casi ninguna otra cosa. "La muerte es parte de la vida", decimos. Esa es una de esas máximas concisas, y resulta que es una de esas máximas concisas que están equivocadas también. La muerte no es parte de la vida; es la ruina de la vida, la negación de la vida y lo opuesto a la vida. Es lo único que puede hacer que la vida sea tan sin sentido como la muerte en una carretera.

    Un mapache muerto al lado de la carretera ya es algo malo; un ser humano muerto al lado de la carretera es peor, pero en mil años (o incluso en 150), ¿cuál es la diferencia, especialmente cuando nadie sabe ni le importa?

    ***

    Cal era un estudiante de 17 años en el último año de la escuela secundaria cerca de Miami Beach, en la década de 1970. Corría de aquí para allá, estacionando autos en hoteles y restaurantes que bordeaban la isla como teclas rotas en un piano. Kilómetro tras kilómetro de hormigón, acero y vidrio pulsaban con bultos de carne racional que clamaban por algo, sin saber por qué, y seguramente no lo encontraban en Miami Beach, sin importar las buenas ofertas turísticas que los llevaron allí, para empezar.

    Una tarde, antes de comenzar el turno de las cuatro, Cal llegó al Newport Beach Hotel (ahora el Newport Beachside Hotel and Resort) de la calle 163. Las luces de la policía, parpadeando en azul y rojo sobre los cruceros verdes y blancos, acordonaban la calle a la salida del hotel. Una ambulancia, con una luz roja que latía silenciosamente, facilitaba el paso de los coches de policía.

    –¿Qué sucedió? –preguntó Cal.

    Aproximadamente a media cuadra del hotel había un pequeño descampado desde donde se partía para hacer paseos turísticos en helicóptero. Al aterrizar, el helicóptero se había inclinado demasiado, y su hélice le voló la cabeza a un descuidado peatón que caminaba por allí.

    Al día siguiente, Cal volvió a trabajar temprano. Caminaba por la calle. El helicóptero se había ido; solo quedaba un pequeño puesto, la oficina de excursiones en helicóptero. Dado que había sido un accidente horripilante, Cal buscó sangre (que debería haber sido profusa en una decapitación) pero no encontró nada ni en la acera, ni sobre el pasto. Tampoco en la calle.

    Cal vio cómo las madres empujaban a los cochecitos más allá del descampado. Los niños montaban sus skateboards por la vereda. Un descapotable dejó un rastro de música, risas y gases de escape a su paso. La gente serpenteaba, como en cualquier tarde de Florida, a pesar de que, un día antes, un universo de deseo, pasión, pensamientos, sueños, esperanzas, planes, amores y miedos que hervían en la cabeza de ese hombre se habían derramado, a la velocidad de un giro de cuchilla de helicóptero, con la sangre que ahora había sido lavada.

    Cal había caminado a menudo por el campo de aterrizaje de helicópteros para cenar en la Casa Rascal, justo al final de la calle. Unos pocos caprichos del destino, y podría haber sido él quien perdiera su cabeza, y la gente pasaría por allí tal como lo hizo ese día como si Cal nunca hubiera existido en absoluto.

    El tiempo y el espacio parecían fuera de lugar. Cal se tocó el cuello, y luego se fue a trabajar estacionando autos. Más tarde esa noche, se paró detrás del hotel. El cielo negro sobre el océano parecía un candelabro apagado. Sus pensamientos ya estaban magullados, no tanto por la muerte o por lo macabra que había sido, sino por lo rápido que se había dado. Se había desvanecido. Cientos de personas hoy pasaban por ese lugar exacto, ajenos a la realidad de que ayer, justo allí, un hombre había sido decapitado.

    Cal miró las estrellas; sus distancias se burlaban de él en un sinsentido, su sinsentido. ¿Qué sentido podía tener para él en medio de un cosmos tan grande y perdurable cuando él era tan pequeño y fugaz, y cuando un hombre podía morir y al día siguiente casi todo el mundo no lo sabría o no le importaría? El tiempo (lo poco que tenía) y el espacio (lo poco que ocupaba) lo hacía sentir menos que nada.

    El miedo, que se generaba en su pecho (o al menos así le parecía), se alojó en su cabeza. El hecho de darse cuenta, doloroso como una astilla bajo su cráneo, de que su vida no importaba, lo golpeó con una claridad que Cal nunca había experimentado. Tal vez nunca lo había pensado mucho. Pero allí y entonces, con las estrellas que brillaban como lo habían hecho antes de que hubiera nacido y brillarían después de que hubiera muerto (su nacimiento, su vida y su muerte no alteraban ni siquiera una de las nubes que tenía por sobre su cabeza, mucho menos las estrellas), aunque no quería admitirlo y aunque en el fondo esa comprensión lo llenaba de terror, la lógica insensible y desagradable le mostraba cuán insignificante era su vida.

    Cal sacudió la cabeza para desalojar el miedo; tenía que hacerlo a un lado y todo volvería a estar bien. Pero el pavor lo seguía como una sombra. ¿Es que su vida en verdad no tenía ningún sentido? Debía tener algo de sentido. O tal vez pensaba que tenía que encontrar algún sentido solo porque quería encontrarlo.

    Cuando hubo terminado de reflexionar bajo las estrellas, Cal volvió al trabajo, no tan seguro del por qué.

    ***

    Es una especie de cruce entre una triste historia de amor (el niño conoce a la niña, el niño y la niña se enamoran, la niña muere) y la ciencia ficción (la niña congela su cerebro con la esperanza de vivir para siempre).

    Kim S., una joven de unos veinte años, le había pedido a su novio que trajera el ibuprofeno. Otro terrible dolor de cabeza. Pero el ibuprofeno no resolvió el problema, que resultó ser un tumor cerebral que solo prometía la muerte.

    No obstante, si la madre naturaleza quería hacer de bruja, entonces Kim S. usaría las maravillas de la tecnología para burlarse de ella. Cuando Kim S. muriera, su cerebro sería puesto en congelamiento profundo, de modo que, después de cincuenta, cien, mil años, cuando fuera que la tecnología lo permitiera, los científicos lo descongelarían, cargarían las conexiones neuronales (las conexiones que crean [supuestamente] pensamientos, emociones, identidad: esas cosas que nos hacen quienes somos) en una supercomputadora. De esa manera, su personalidad, su esencia y su conciencia, sí, la propia Kim S., no solo volverían a la vida, sino que (siempre y cuando pudieran seguir interconectándose con el hardware informático) podría vivir para siempre.

    Con chips de silicio y discos duros, ¿quién necesita a la madre naturaleza después de todo?

    ¿Congelar tu cerebro? ¿Subir las conexiones neuronales? ¿Vivir (¿vivir?) dentro de una computadora? Y, si hacen una copia de seguridad, ¿cuál sería realmente Kim S. y cuál la copia? Esta es una versión del siglo xxi de las pirámides egipcias del siglo xv a.C., y ¿quién apostaría su casa a que funcionará mejor para Kim S. que para el faraón Tutankamón?

    Este no es momento para juzgar a la desafortunada joven. Tendrías que estar allí tú mismo, con tu propia mortalidad empujando su cara hacia la tuya como lo hizo con ella (a diferencia de algo distante que sabes que vendrá, pero nunca aceptarás del todo) para apreciar la desesperación revelada en esta triste historia de amor de ciencia no ficción.

    Hasta entonces, empujamos el feo espectro de la muerte, aun cuando siga contaminando cada momento de la vida. Al igual que las berenjenas y las ostras, nosotros morimos, pero a diferencia de ellas, lo sabemos, un problema completamente duro para seres lo suficientemente bien cableados como para temblar ante la brecha entre el poco de tiempo que cojeamos sobre el suelo y la eternidad que nos muele contra ese suelo.

    Es indudable –escribió Blas Pascal– que el tiempo de esta vida no es más que un instante, que el estado de la muerte es eterno, de cualquier naturaleza que pueda ser.⁹ Pascal, que murió en 1662 a los 39 años, tenía –en el año 2020– una relación de vida a muerte de 39:358 (es decir, llevaba muerto 358 años en comparación con haber vivido solo 39), y contando. George Washington llega a 67:231; Julio César, a 66:2063.

    ¿A dónde queremos llegar?

    Existimos aquí mayormente muertos.

    La revista Time publicó un artículo de portada en 2013 titulado ¿Puede Google resolver la muerte? El titular decía: El gigante de la búsqueda está lanzando una empresa para extender la expectativa de vida. Eso sería una locura, si es que no se tratara de Google.¹⁰

    Extender la esperanza de vida humana es una cosa (reemplazar el cóctel bloody mary por jugo de pasto de trigo también funcionaría), pero esos pocos años adicionales están tan lejos de resolver la muerte como lo está agregar diez centímetros a un patio para tratar de alcanzar el infinito. Unos pocos años más, o décadas, estarían bien (si se pudiera evitar el Parkinson, el Alzheimer, la osteoporosis, la artritis y otras enfermedades debilitantes en el camino), pero la longevidad no es inmortalidad.

    Escribió Donna Tartt en The Secret History [La historia secreta]:

    –Y si la belleza es terror –dijo Julián–, entonces, ¿qué es el deseo? Pensamos que tenemos muchos deseos, pero en realidad solo tenemos uno. ¿Cuál es?

    –Vivir –dijo Camilla.

    –Vivir para siempre –dijo Bunny, con la barbilla ahuecada en la palma de la mano.¹¹

    ¿Vivir para siempre?

    Tal vez la mayoría de la gente no piensa en vivir para siempre, pero esa es la única alternativa a morir para siempre. Y morir para siempre es lo que hace que nuestra existencia aquí, en última instancia, no sea diferente a la de un mapache muerto en la carretera, con la excepción de que, a diferencia del mapache, sabemos que vamos a morir. Y esa muerte, y nuestro conocimiento previo de ella, es el único absoluto que hace que todas las contingencias fugaces de nuestra vida sean absurdas de una manera en que ni siquiera las del mapache lo eran.

    ***

    Cal, Kim S., Cannas... ¿qué importa? A la larga, todos estaremos muertos, de cualquier modo. Durante miles de años, los pensadores se han enredado en todo tipo de gimnasias lingüísticas y lógicas en la búsqueda inútil de la certeza filosófica sobre algo, cualquier cosa, la naturaleza de la realidad, el significado de la vida, lo que sea, aunque una sola certeza los haya estado observando desde el principio: la muerte. Benjamin Franklin dijo que no se pueden evitar la muerte ni los impuestos. No es así. Ha habido un montón de evasores de impuestos, pero ¿evasores de la muerte? Suerte con eso. Claro, algunas cosas son peores que la muerte, pero sean lo que fueran, deben ser bastante malas cuando se considera que la muerte es mejor.

    Annie Dillard escribió sobre la vez que su padre trató de explicar por qué los hombres en Wall Street habían saltado de los rascacielos cuando se precipitó la última caída bursátil: ‘¡Lo perdieron todo!’, pero, por supuesto, pensé que lo habían perdido todo solo cuando saltaron.¹²

    El suicidio, el genocidio, un accidente y la vejez; la muerte anula todas y cada una de las cosas, incluso la única cosa que la mayoría de la gente deja atrás, el recuerdo de ellos, aunque en la mayoría de los casos, incluso eso también se vaporiza en el vacío del éter.

    Entonces ¿no existe ninguna esperanza, ninguna respuesta, sino solo la inevitabilidad de la muerte? Bueno, de acuerdo con la Biblia...

    ¿La Biblia?

    Ese Libro, por necesidad, trae aparejado a Dios, que viene con una serie de conceptos y presupuestos que algunos no pueden soportar. Escribió Thomas Nagel:

    Quiero que el ateísmo sea verdadero y me inquieta el hecho de que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es solo que no crea en Dios y, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que espero que no haya Dios! No quiero que haya un Dios; no quiero que el universo sea así.¹³

    ¿Así cómo? ¿Como uno que nos deja la nada después de la muerte, el gran consuelo de pensar que, por nuestras traiciones, codicia, cobardía, asesinatos no vamos a ser juzgados?¹⁴

    Puede que no seamos Joseph Goebbels o ni siquiera Idi Amin, pero ¿quién no vive con secretos sucios, sucesos horribles que esperamos se desvanezcan en la tumba con nuestros cadáveres o se disuelvan en el aire con nuestras cenizas, en lugar de ser juzgados abiertamente por una Deidad omnisciente y que todo lo ve? Por mucho que la gente realmente quiera a Dios en su interior, más profundo aún es el temor de lo que su existencia podría implicar: un Ser trascendente al que podríamos tener que responder, una perspectiva aterradora para una raza lo suficientemente podrida como para saber, incluso sin conocimiento consciente de la ley de Dios, que somos ratas de dos patas o, como una tribu de caníbales nos describió: Comida que habla.¹⁵

    Como escribió el apóstol Pablo hace 2.000 años: Pues, desde la creación del mundo, todos han visto los cielos y la tierra. Por medio de todo lo que Dios hizo, ellos pueden ver a simple vista las cualidades invisibles de Dios: su poder eterno y su naturaleza divina. Así que no tienen ninguna excusa para no conocer a Dios (Rom. 1:20).

    ¿Ninguna excusa?

    No es de extrañar que la gente tema un universo así. Deberían temer. El Dios que creó el cosmos, desde los electrones hasta las galaxias y todo lo demás, posee un poder que no podemos comprender. Así que imaginen esto: estar de pie ante este Dios con cada fantasía desagradable, cada acto retorcido y cada expresión indeseable en exhibición. Figúrate de pie ante Aquel en quien todas las excusas y racionalizaciones tontas y baratas brillan bajo una luz tan brillante que expone incluso lo que tu propio subconsciente ha ocultado de ti en defensa propia.

    ¿Cuáles son tus probabilidades?

    Por eso, Jesús de Nazaret y su resurrección de entre los muertos nos ofrecen (a entidades de la clase que venimos presentando aquí) nuestra única esperanza en un universo que de hecho es, a pesar del miedo de Thomas Nagel, simplemente así.

    ***

    Nosotros, que debemos morir –escribió Wystan Auden–­, exigimos un milagro.¹⁶

    ¿Qué otra cosa? ¿Congelar tu cerebro con la esperanza de que algún genio de la informática logre más tarde subir tus conexiones neuronales a un disco duro? ¿O, como algunos han estado intentando, transfusiones de sangre joven en cuerpos viejos? Si la vida del cuerpo está en la sangre (Lev. 17:11), entonces, ¿no debería un suministro interminable de sangre joven mantener la carne vieja con vida? La lógica funciona; buena suerte con la tecnología, sin embargo. Auden tiene razón. Nosotros, que debemos morir, exigimos un milagro. Y, si no, ¿qué nos queda? Morir al costado de una carretera; eso es lo que nos queda. Afortunadamente, se nos ha dado un milagro, muchos en realidad, en los evangelios.

    ¿Milagros? No bromees.

    No, tú no bromees. ¿Quién no ha percibido algo milagroso, un indicio de algo más allá de productos químicos y fórmulas, un indicio de que la realidad es mucho más de lo que te enseñaron tus libros de texto de Biología de secundaria?

    Incluso cuando se enfrentan a un gran sufrimiento, los seres humanos se esfuerzan por mantener la esperanza de que algo bueno sucederá. Por ejemplo, bajo el comunismo soviético, Anna ­Ajmátova escribió:

    Durante el día, desde los bosques circundantes,

    las cerezas soplan verano a la ciudad;

    por la noche, los cielos profundos y transparentes

    brillan con nuevas galaxias.

    Y el milagro se acerca tanto...

    algo que nadie conoce en absoluto,

    pero que ha latido salvajemente en nuestro pecho durante siglos.¹⁷

    Si estás abierto a la posibilidad de lo milagroso, la noción esperanzadora de que hay más de lo que aparece aquí (algo que nadie conoce en absoluto), entonces tienes suerte. La lógica está de tu lado.

    En Conjuring the Universe, el ateo Peter Atkins afirma que el universo surgió de la nada. Y para estar seguro de que sabemos lo que quiere decir con nada,¹⁸ explica:

    De ahora en adelante, cuando digo nada, quiero dar a entender absolutamente nada. Me refiero a menos que un espacio vacío. [...] Esta Nada no tiene espacio ni tiempo. Esta Nada es absolutamente nada. Un vacío desprovisto de espacio y de tiempo. Completo vacío. Vacío más allá del vacío. Todo lo que tiene es un nombre.¹⁹

    Y a partir de esto, anuncia su meta: Quiero demostrar que nada es el fundamento de todo.²⁰

    Debido a que Atkins niega la existencia de Dios, la teoría del todo a partir de la nada sigue siendo su único recurso lógico.

    ¿Por qué?

    Escribe la física Sabine Hossenfelder:

    Imaginen que los físicos teóricos demostraran que solo hay una ley última de la naturaleza que podría habernos creado. Finalmente, todo tendría sentido: estrellas y planetas, luz y oscuridad, vida y muerte. Conoceríamos la razón de todas y cada una de las circunstancias, sabríamos que no podría haber sido diferente, no podría haber sido mejor, no podría haber sido peor. Estaríamos a la par con la naturaleza, capaces de mirar el universo y decir: Lo entiendo.²¹

    No tan rápido, porque cualquiera que sea esta ley última de la naturaleza, no importa cuán primordial o brutalmente factual sea, la pregunta sigue siendo: ¿Por qué esta fórmula y no otra? Pero lo que sea que explique esa fórmula específica debe ser explicado por algo antes de eso, y una y otra vez por siempre hasta el infinito.

    Solo dos opciones (pareciera) nos salvan de esta regresión infinita.

    La primera: un Dios eternamente existente que no necesita explicación, porque él siempre existió.

    La segunda: nada, que no necesita explicación porque, después de todo, no es nada.

    Debido a que Atkins descarta a la Deidad, su única opción es que la nada, un vacío desprovisto de espacio y de tiempo. Completo vacío. El vacío más allá del vacío, creó el universo. Pero etiquetar esa idea de irracional es darle más credibilidad de la que merece. La doctrina –escribió David Bentley Hart– de que no hay nada aparte del orden físico, y ciertamente nada sobrenatural, es un concepto incorregiblemente incoherente, y que en última instancia es indistinguible del pensamiento mágico puro.²²

    Por lo tanto, Dios como Creador es la opción más lógica; si es que no la única lógica.

    Y dado que este Dios creó el espacio, el tiempo, la materia, la energía y todas las leyes naturales que los gobiernan, él debe ser más grande que esas leyes. Él no está atado a ellas, sino más allá y por encima de ellas. Por eso, lo milagroso es lógico. Es simplemente Dios, quien creó y sostiene las leyes naturales, el que creó y sustenta al actuar ocasionalmente fuera de esas leyes naturales, o más allá de ellas. Es como un pintor que, al pintar principalmente en un estilo, en raras ocasiones pinta en otro o incluso entra en otra forma de arte totalmente diferente.

    Si Picasso está fuera, más allá, y trasciende una pieza de lienzo que pintó, ¿cuánto más el Creador del universo estaría fuera, más allá, y trascendería el universo que él ha creado? Y así, cuando él lo quiso, actuó más allá de las leyes que él mismo creó y sustenta. Tal vez, a eso se resume lo que es un milagro.

    Escribe el teólogo Edward Feser:

    Una mejor analogía podría ser pensar en el mundo como música y en Dios como el músico que está interpretando la música. La conservación divina del curso ordinario y natural de las cosas es comparable a la del músico que interpreta la música de acuerdo con la partitura escrita tal como la tiene en su mente. Dios, al causar un milagro, es comparable al músico que se aparta temporalmente de la partitura, semejante al tipo de improvisación que caracteriza al jazz.²³

    Esta lógica no implica que los milagros tengan que suceder, sino solo que podrían suceder. Y para los seres como nosotros, que debemos morir, podemos estar contentos de que hayan sucedido, especialmente el milagro de la resurrección de Jesús, porque solo en él tenemos la esperanza de nuestra propia resurrección.²⁴


    ³ Ver Patrick N. Hunt, Hannibal [Aníbal] (Nueva York: Simon y Schuster, 2017), pp. 144, 145.

    ⁴ Louis-Ferdinand Céline, Journey to the End of the Night [Viaje hacia el final de la noche] (Nueva York: New Directions, 1983), p. 54.

    ⁵ Albert Camus, El mito de Sísifo (Buenos Aires: Editorial Losada, 1953), p. 18.

    ⁶ Donald Justice, There is a Gold Light in Certain Old Paintings [Hay una luz dorada en ciertas pinturas antiguas], en Collected Poems [Poemas recopilados] (­Nueva York: Alfred A. Knopf, 2004), p. 278

    ⁷ Nikolái Gógol, Almas muertas, trad. Augusto Vidal Roget (Madrid: Alianza Editorial, 2011), cap. 3, ed. electrónica.

    El hombre es el único ser que conoce la muerte; todos los demás se vuelven viejos, pero con una conciencia totalmente limitada al momento que debe parecerles eterno. Oswald Spengler, Decline of the West [Decadencia de Occi­dente] (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1986), p. 89.

    ⁹ Blas Pascal, Pensamientos (Alicante, España: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999), sección iii, Nº 195. Disponible en cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc125r8

    ¹⁰ Harry McCracken y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1