Hechizo de deseo
Por Jule Mcbride
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El resultado fue increíble porque esa misma noche consiguió llevárselo a la cama… Pero resultó que se había equivocado de hermano. James era un simple guarda forestal, no un ejecutivo de altos vuelos. Aunque lo cierto era que lo encontraba muy, muy atractivo.
Mientras tanto, James no podía creer cómo había podido enamorarse de la sexy Signe después de pasar con ella sólo una noche.
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Hechizo de deseo - Jule Mcbride
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Julianne Randolph Moore
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hechizo de deseo, n.º 235 - septiembre 2018
Título original: Bedspell
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-209-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
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—¿No crees que las fiestas del Museo son absolutamente fabulosas? —comentó C.C.
—Divinas —respondió Diane.
—Esas chicas de Sexo en Nueva York no tienen nada que envidiarnos —las apoyó Mara.
—Quedaos un rato más, por favor…
Signe Sargent miró a sus amigas, todas ellas disfrazadas de gatas, desde la barra provisional que habían instalado en una de las salas del museo, tras la que continuaba sirviendo copas a toda aquella gente disfrazada. A través de los ventanales que tenía tras ella, se filtraba la luz de una luna casi llena y de un cielo salpicado de estrellas. Su resplandor iluminaba las piedras milenarias del Templo de Dendur, un templo que había sido trasladado desde el Nilo y reconstruido en una de las alas del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York como parte de la colección permanente del museo.
—Nos encantaría quedarnos… —C.C. se fijó las orejas de gata sobre su sedosa melena—, pero será mejor que nos acerquemos al bar de Gus mientras los disfraces estén en condiciones.
—Me gustaría que no tuvieras que trabajar, Sig. Así podrías venir con nosotras —se lamentó Diane.
—Gracias por habernos colado en la lista de invitados —añadió Mara.
Diane alargó la mano hacia una copa de champán, la vació y la dejó en una bandeja que había al lado de Signe.
—Era arriesgado, pero, definitivamente, ha merecido la pena —comentó, mostrando la tarjeta que había conseguido de uno de los atractivos solteros que circulaban por la fiesta.
Temiendo que su jefe pudiera reconocer los nombres de sus amigas, puesto que aquella fiesta ofrecida por un magnate informático era estrictamente para lo más selecto de Nueva York, Signe las había apuntado con nombres falsos.
—Ha sido una de las mejores fiestas en las que hemos estado este mes —confirmó C.C. con un suspiro.
—Los entremeses eran increíbles —dijo Mara.
Después de dar un bocado a una tartaleta con forma de calabaza, Signe asintió sin dejar de masticar.
—Todavía no he visto a Gorgeous Garrity.
—Ya lo verás —le aseguró C.C.
Quizá. Signe fijó la mirada en los ventanales que daban al Central Park. En pleno esplendor otoñal, el parque era una auténtica belleza, un estallido de color. Los tonos rojizos y dorados de los árboles resplandecían con el rocío de la noche y se recortaban contra la luz de una luna tan romántica que incluso el mayor cínico de Nueva York se conmovería al verla. Era el escenario perfecto para hacerle una proposición a Garrity, pero, ¿dónde demonios estaba?
Signe volvió a fijar la mirada en aquella tenebrosa estancia, en las tumbas del antiguo Egipto y en las representaciones en piedra de sus divinidades. Tan místico como la propia luna, el templo se alzaba como lo había hecho durante miles de años, construido con sillares de piedra amarilla cubiertos de jeroglíficos.
—He conocido a un Rockefeller —anunció Diane.
Signe suspiró y buscó con la mirada a Gorgeous entre los invitados. Aunque no todo el mundo lo sabía, era posible organizar en el museo fiestas privadas, por lo menos cuando éstas eran ofrecidas por personajes importantes de la ciudad. Aquella noche, había por todas partes rostros reconocibles por las fotografías de las revistas y las noticias de la televisión.
—He conocido a Ghardi —estaba diciendo Mara—. ¿Sabéis quién es? Ese diseñador de zapatos famoso por esos diseños retro con lazos en la punta.
—Vamos, chicas —las urgió C.C.—, si no salimos ya, no va a quedar nadie en el bar de Gus cuando lleguemos y yo quiero ver los disfraces.
—Hay tantas fiestas —se lamentó Diane—, y tan poco tiempo.
—Y todavía habrá más la noche de Halloween —aquella noche estaban celebrando la víspera de la festividad.
Signe le tendió un martini a la peluda garra de un hombre disfrazado de oso, miró de nuevo a sus amigas y sonrió al verlas con aquel aspecto; se habían hecho los disfraces con unos monos negros y unas diademas con las orejas de gato. Los bigotes se los habían pintado con el lápiz de ojos. Unos antifaces negros les cubrían los ojos.
Pero aun así, cada una de ellas era perfectamente reconocible. C.C. era una mujer pequeña con el pelo rojizo mientras que Diane era una rubia alta y escultural. Mara, de huesos fuertes y piel clara, era suficientemente guapa como para poder llevar el pelo muy corto, prescindir del maquillaje y vestir con un estilo que Diane definía como «inspirado en el grunge» sin perder un ápice de su atractivo.
—De verdad, me encantaría ir con vosotras —dijo Signe con pesar—. ¿Sigue en pie lo de desayunar mañana juntas?
C.C. asintió.
—¿Queréis que quedemos en Sarah’s? Tienen unas tartas de manzana fabulosas.
Todas ellas se mostraron de acuerdo.
—¿Y qué va pasar con el encuentro de brujas? —preguntó Signe.
En el negocio que había abierto un año atrás, Fines de Semana Diferentes, Diane ofrecía escapadas originales para aquellos que se aburrían en Manhattan; se había enterado de que un grupo de mujeres de New Jersey iba a celebrar una ritual para celebrar el solsticio en las montañas Catskill. Como aquel tipo de encuentros podían resultar atractivos para su clientela, les había pedido a sus amigas que la acompañaran para comprobarlo.
—Es el fin de semana que viene —dijo Diane—, así que será mejor que vayamos concretando los planes.
—Yo alquilaré el coche —dijo C.C.
Era la única de las cuatro amigas a la que le gustaba conducir.
—Que sea un descapotable —sugirió Signe—, todavía hará calor para entonces.
—Sí, el buen tiempo va a durar hasta el fin de semana que viene —comentó Mara—. Por lo menos eso han dicho en las noticias.
—Y el coche lo pagaremos entre todas —continuó Diane.
—¿Qué nos llevamos? —preguntó Signe.
—Aspirinas —bromeó C.C.—. Dicen que esas mujeres de New Jersey sirven un brebaje de raíces que te tumba.
—Olvídate de las aspirinas —rió Diane—. Yo llevaré un litro de bloody mary.
—Y olvídate del traje de baño, Sig —comentó Mara—, si hace calor, todo el mundo se bañará desnudo en el lago.
C.C., que odiaba la naturaleza casi tanto como Signe, arqueó una ceja.
—¿Lago? ¿Qué lago?
—Las cabañas están en un lago —le explicó Mara.
C.C. y Signe arrugaron la nariz e intercambiaron miradas.
—Eso quiere decir que hay que llevarse repelente para los insectos. Creo que me queda algo de la última vez que me arrastrasteis al campo —dijo Signe.
—¡Ah! —añadió C.C.—. Y nos olvidéis de llevar algo perteneciente al hombre al que queréis hechizar. Al parecer, el sábado por la noche, las iniciadas colocan un caldero en medio del círculo mágico…
—Y se supone que todas tenemos que echar en él un objeto mientras leemos un hechizo escrito por nosotras mismas.
—¿Para que un hombre se enamore de ti? —preguntó Signe, pensando en Gorgeous.
—O para llegar a acostarte con él —repuso C.C., poco amiga de los compromisos.
En ese momento, Signe fijó los ojos en Gorgeous Garrity, que estaba en el otro extremo de la habitación, y contuvo la respiración. Desde que había dejado Wall Street para ocupar el puesto de su padre, hasta entonces al mando de Garrity Enterprises, un conglomerado de empresas repartidas por todo el mundo, Gorgeous había salido en las portadas de las revistas New York, New York Business y People. Y también parecía haberle tomado cierto afecto a Signe.
—Hablando del rey de Roma —dijo Mara.
—Está mirando hacia la barra —observó C.C—. Está a punto de venir hacia acá, así que será mejor que nos esfumemos.
Signe bajó la mirada hacia la blusa dorada y los pantalones de seda de su disfraz y se pasó la mano nerviosa por la peluca que cubría su pelo, esperando que a Gorgeous le gustara aquel disfraz de Cleopatra.
—Es tan rico… —suspiró.
—Intenta no pensar en eso —le aconsejó C.C.—. Tú piensa en él como en el hombre americano medio.
Pero Gorgeous Garrity no tenía nada de americano medio.
—Viene hacia acá —murmuró Diane—, o vendrá en cuanto esa mujer disfrazada de lechera le deje.
—Pero sólo a buscar una copa —respondió Signe.
—¡No lo creo! —se burló C.C.—. Con lo ocupado que está con Garrity Enterprises, es absurdo que venga todos los días al museo para tomarse un café al mediodía. Está intentando ligar contigo, Sig.
Eso era exactamente lo que pensaba Signe.
—Me dijo que lo llamara George.
—¿George? —repitieron las tres mujeres.
C.C. abrió los ojos como platos.
—No sabía que se llamaba George.
—Nadie lo sabe. Desde hace años, todo el mundo lo llama Gorgeous.
—Y definitivamente, es tan maravilloso como dice su nombre en inglés —dijo Mara—. ¡Ya viene!
—No quiero darle demasiada importancia —dijo Signe nerviosa.
Signe era la única camarera de la cafetería del restaurante. En realidad, no era un trabajo que contribuyera a levantar su autoestima. Intentaba no compararse con sus amigas, pero durante el año anterior, había visto cómo cada una de ellas veía cumplidas sus aspiraciones profesionales. Diane había abierto Fines de Semana Diferentes, C.C. había empezado a tener sus propios clientes como contable y Mara había llegado a ser agente inmobiliario.
Pero Signe no perdía la esperanza. Había estudiado arte y biblioteconomía en la universidad. Durante el tiempo que había pasado trabajando en una biblioteca pública de Nueva York, había continuado presentando solicitudes para trabajar en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, pero no había tenido suerte, así que estaba intentando una nueva táctica. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conocer a los conservadores del museo y conseguir que la tuvieran en cuenta para alguno de los codiciados puestos de trabajo del departamento de archivos.
Signe adoraba aquel museo: los pasillos oscuros, las escaleras de mármol y el olor a pintura eran música para su corazón. Le bastaba respirar el aire de aquel oscuro templo para que el pulso se le acelerara casi tanto como cuando veía a Gorgeous Garrity. Además, los seis meses que llevaba trabajando en la cafetería y ayudando en aquellas fiestas privadas, habían tenido su recompensa.
Aquella noche, su jefe, Edmond Styles, le había dicho que una de las ayudantes del archivo había dejado su puesto. El lunes por la mañana, cuando la noticia fuera oficial, a Signe iban a ofrecerle el trabajo de sus sueños. Estaba tan emocionada… Edmond sabía todo lo que había que saber sobre arte y eran de sobra conocidas sus relaciones con los Garrity a través del museo, al que la familia había donado numerosas obras de arte.
Signe tomó aire. Sería tan maravilloso poder compartir algo con Gorgeous… aunque sólo fuera una ardiente noche de sexo.
Era una fantasía, por supuesto. Sólo un sueño. Pero veía brillar su estrella en el horizonte. Suspiró satisfecha y desvió la mirada hacia las figuras que el magnate había prestado para la fiesta de aquella noche. La mayor parte de ellas procedía de coleccionistas privados de la ciudad; Signe las había colocado sobre unos pedestales iluminados. Sí, podía enorgullecerse de haber hecho un gran trabajo. Aquella noche, presumiblemente anticipando su ascenso, Edmond le había confiado la responsabilidad de inventariar las piezas prestadas, colocarlas sobre los pedestales e incluso de conectar el sistema de alarmas que las protegía de cualquier intento de robo.
—Esas figuras son increíbles —comentó Diane al advertir el rumbo de su mirada.
—Y la mayor parte de ellas están muy bien dotadas —añadió Mara.
Signe sonrió. Casi todas ellas eran representaciones de dioses de la fertilidad y portaban miembros viriles de un tamaño desproporcionado.
Diane señaló uno de ellos y se echó a reír.
—Creo que un día salí con ése.
—Ya te gustaría —bromeó Mara.
C.C. endureció el tono de voz.
—¡Gorgeous Garrity viene hacia acá!
Signe se preparó para el encuentro.
—Está tan fuera de mi alcance…
Aunque sus padres eran dos profesionales de Minneapolis, su padre, abogado y su madre, profesora de Historia, su nivel de vida era muy modesto comparado con el de Gorgeous.
—No te tengas en tan poca estima —la animó Mara—. Si hasta te han confundido con Winona Ryder.
—Es cierto —todo el mundo pensaba que era idéntica a la actriz—, pero a lo mejor eso no juega a mi favor. La detuvieron por robar en una tienda, ¿no os acordáis? —Signe suspiró nerviosa.
—Eso fue hace años —le aseguró Diane.
Signe apenas las oía. Notaba cómo se le iban debilitándose las rodillas a medida que se acercaba Gorgeous. Definitivamente, estaba maravilloso con aquel traje de la corte del XVII. Llevaba una capa bordada de color morado sobre una blusa blanca con gola. Bajo la capa, sobresalía la espada que llevaba pegada a las caderas. Signe clavó la mirada a la altura del cierre de los pantalones, un cierre acordonado sobre un bulto que Gorgeous apenas se molestaba en esconder.
Las tres amigas suspiraron