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Libro electrónico241 páginas2 horas

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Corrado Nardi es un policía brutal y corrupto. Siempre ha vivido con un sentimiento de culpa producido por la muerte de su madre; así que desahoga toda frustración junto a su colega Raúl, igualmente decepcionado por la vida. Alcohol, sobornos, prostitución. Las calles de un Turín anónimo. Después de casi haber matado a golpes un colega suyo, Corrado es obligado por sus superiores a ir a terapia. Es confiado al cuidado de la Dra. Gilli, quien tratará de eviscerar su antiguo tormento. No es la unica. Mientras tanto, Corrado frecuenta a una mujer con un encanto siniestro, una misteriosa amante que lo mantiene "atado" a ella en un juego sin salida: una especie de sadismo lleno de sensualidad y prácticas orientales. Su existencia parece definitivamente comprometida, aplastada por los fantasmas de un pasado demasiado pesado para soportar y las técnicas persuasivas de su "terapeuta". Hasta que un día el extraño secuestro de una muchacha lo involucra en primera persona.
 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ene 2018
ISBN9781547514748
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    Asana - Patrizia Anselmo

    En un lugar santo y aislado el yogui debe prepararse un cojín con hierba kusa, ni muy alto ni muy bajo, y recubrirlo con un paño de tejido suave. Ahí debe sentarse inmóvil, practicar el yoga controlando la mente y los sentidos, fijar sus pensamientos en un único punto y purificar así su corazón.

    Bhagavad Gita, VI-III, 12,13

    PROLOGO

    ––––––––

    Llegue por casualidad, fingiendo que buscaba Mikailov, de manera que Raúl tuviera tiempo para dos o tres cervezas y terminara de llorar por Sara.

    El valle tras la colina -aquel que había atravesado casi sin darme cuenta- estaba oscureciendo. Lo veía desaparecer como una yema de huevo aspirado por una boca golosa. Los últimos rayos llegaban rasando la yerba, con juegos de sombras que multiplicaban los filamentos. Entre la vegetación del bosque las ramas puntiagudas sobresalían oscuras contra el cielo.

    Estaba en ascenso y por poco no la note.

    Me imagine revolcándome con alguien amarrándola a la cama. O al sofá. O a la mesa de la cocina, así como vi hacer en esa película. O de cualquier manera que no pudiera moverse. Y yo pudiera hacerle todo lo que quisiera.

    Fue el sol que iluminaba su cabeza, quien atrapo mi mirada.

    El ascenso había terminado y me voltee un momento, herido por el brillo dorado de sus cabellos. Memorice su posición y di la vuelta al auto en la plaza frente a la casa con las ventanas cerradas por tablas de madera. Regrese lentamente despacio, costeando el terreno pendiente bordeado por la malla de hierro, formado por varias terrazas sostenidas con muros de tierra.

    Ella estaba sobre el lecho de paja, las piernas dobladas, las manos juntas delante.

    Desnuda.

    Desacelere.

    Baje pensando en que decirle. No se movía. Por lo que toque el claxon.

    Se volteó hacia mí, arponeándome con esa mirada de musgo que habría marcado mi vida de ahí en adelante.

    I

    USHTRASANA

    El muchacho caminaba receloso bajo los pórticos. De vez en cuando se paraba rotando los ojos. Recomenzaba su caminar indolente en cuanto un grupo atravesaba la calle, escrutando sus caras uno a uno. Parejas que se tomaban de la mano o por el brazo. Amigos, muchachos que hablaban fuerte riendo. Cosas inútiles.

    Espero el semáforo. Ya se estaban agrupando, con la luz roja y eran también más numerosos.

    Se movió manteniéndose lejos de las vitrinas. El viento comenzaba a fastidiarlo, levantando el polvo por doquier.

    Yo miraba fijamente ese pedazo mierda y mi garganta estaba seca. Hubiera entrado con gusto en un bar, pero no podía perderlo de vista. El nuevo grupo avanzaba. Dos mujeres se habían parado ante las vitrinas. Los otros estaban pasando casi corriendo, como locos.

    Comencé a balancearme con los brazos caídos, arrastrando las piernas, y girando mi cabeza aquí y allá.

    Aun no me había visto.

    Di a mi cara una expresión soñadora, sin evitar a las personas que me tropezaban. Finalmente se movió en mi dirección y nuestras miradas se cruzaron. Se sentó en el margen de la acera, dándome la espalda. Sobre la carrocería de los carros en la doble fila brillaban las luces de los faroles. Dos muchachos revisaban un automóvil tras otro para ver si valía la pena romperle un vidrio.

    De repente, me encontré a su espalda. Me miró de arriba a abajo. Asentí, muy despacio, escrutando a mí alrededor.

    -No hay nadie-, murmuró él.

    - ¿Tienes algo?

    Se levantó y se acercó a mí. Se puso la mano en el bolsillo, y la abrió entre nosotros.

    - Material bueno - susurró.

    Agarré su muñeca, dándole un rodillazo en las bolas. Se dobló, mientras las ruedas chirriaban sobre el asfalto. Lo levanté como un saco de patatas, empujándolo hacia el asiento trasero. Raúl arranco chirriando cauchos.

    - Tengo poco material, no da motivo de arresto - el pedazo de mierda se estaba justificando.

    Le solté un puño en el costado. Algo crujió allí. Ruido de huesos tiernos. Se quedó callado. Seguramente estaba pensando en llamar un abogado de inmediato y ser libre en poco tiempo. Estaba pensando en denunciarnos. ¡No podíamos actuar de esa manera! Evitaba de mirarme, jadeando un poco. Observaba la calle. Estábamos fuera de la ciudad. Parecía un giro vicioso. Él Lanzaba miradas por las ventanas y comenzaba a tener miedo. Yo sentía, su miedo. Ese olor particular de quien tiene los poros fuertes. Callaba. Había Entendido que solo estaba esperando una excusa para enojarme sobre él. Él callaba y permanecía inmóvil. Y mis manos me picaban. El automóvil se sacudía en el camino de tierra. Después de la curva, Raúl apagó el motor. Y giró hacia nosotros. La mueca sonriente habitual.

    - ¿Qué coño quieres? – se agito el muchacho.

    - Pedazo de mierda - susurré.

    Por el tono de voz comprendió que para él todo había terminado.

    *

    Ushtrasana

    *

    Estaba de rodillas. Empujó la pelvis hacia adelante, llevando hacia atrás la espalda, apoyando sus manos en sus pies. Con la cabeza abandonada respiró lentamente, con calma, con los ojos cerrados.

    Desnuda.

    La luz del atardecer iluminaba su piel. La espesa masa de los cabellos tocaba el suelo, fluctuando imperceptiblemente con cada respiración. Mi atención estaba en un único punto: entre sus piernas separadas, sus muslos firmes y contraídos, el mechón de su pubis. Lo que escondía. Aquello, me interesaba. Aquello me excitaba a enloquecer. Me quedé quieto, arrodillado frente a ella. Como ella quería. Luego se levantó, lentamente, sentada sobre sus talones, mirándome. Yo también estaba desnudo. Miró mi erección y se humedeció los labios con la punta de la lengua.

    - Cocinaras los filetes, mientras me lavo. Crudos con romero - dijo.

    -Los yoguis no comen carne-, respondí.

    Ella se puso de pie. Levanté la barbilla, siempre mirando el mismo punto, hipnotizado. La patada me golpeó en la mandíbula. Perdiendo el equilibrio, golpeé mi codo en el suelo.

    - ¿Quién te dijo que soy una yogui, gilipollas?

    Sin moverme, el peso de mi cuerpo sobre mi dolorido codo, la observaba. Sonreía. Los dientes blancos como pequeños colmillos.

    -Yo soy tu dueña, siseo.

    *

    ***

    **

    Al final de la avenida alboreada, poco antes de las luces de Corso Cairoli, hay un rincón oscuro. Tierra de trans, la llaman. En ese punto, los faroles de la calle siempre están oscurecidos por alguien con un buena puntería.

    - Tengo familia, ¿qué creéis? Los cerdos chillaban. - Tengo un trabajo, de día. Tengo que proteger mi nombre, tenían el coraje de decir.

    - Por el culo, no te preocupas, ¿eh? - Raúl se reía poniendo la porra bajo la minifalda.

    - Aia! - los cerdos gritaban

    - No hagas escenas. Ya has tenido peores, lo apuesto... yo reía rasgándole la falda.

    - Oye, qué bragas! Brillan! - gritó Raúl.

    - Son lentejuelas, ignorante.

    - A sí? Bien, veamos lo que hay debajo.

    - Ay! Eres un bruto!

    Nos divertíamos con esos pervertidos.

    -Asquerosos, no son más que otra cosa, los insultábamos.

    - Sí, pero ustedes vienen a buscarnos... - se atrevían a decir.

    -Pero escucha esa lengua, decía Raúl.

    - Es cierto, veamos cómo la mueves - decía, tomando ese cerdo del pelo y forzándolo a arrodillarse frente a la puerta abierta de par en par.

    A Raúl le gustaba hacerlo de pie. Podía oírlo gruñir de placer.

    Luego los hacíamos correr un poco, persiguiéndolos con el auto, con los faros prendidos.

    - Cretino!

    - No solo lo haces gratis, además nos persigues.

    Nosotros reíamos zigzagueando entre la avenida y el césped. Llegaban a la orilla del río y desde ahí nos hacían muecas, meneando esos culos blancos como la leche.

    - Vamos, soltémoslos. Tengo suficiente para esta noche - dijo Raúl.

    Regresábamos al Lungo Dora, con el viento en nuestras caras.

    -Nos vamos a enfermar, refunfuño Raúl, abriendo la ventana.

    - Que asco que me dan.

    - Entonces, ¿por qué lo dejas chupar?

    - Una boca vale cuanto la otra.

    - Creo que los pervertidos somos nosotros.

    - Nosotros somos la ley.

    Se reía olfateando la porra.

    - Tengo sed, decía repentinamente.

    - Todavía estamos de servicio, colega.

    - ¡Cajonerías!

    Nos parábamos frente a un quiosco

    - Cerveza para dos - ordenaba él sin bajarse.

    De vez en cuando era necesario ser enérgicos, si no nos entregaban gratis las dos cervezas. Pero solo de vez en cuando

    Raúl las destapaba con sus dientes.

    - Se te van a saltar, tarde o temprano.

    - Con esta dentadura rompo todo.

    - Rompes bragas. ¡Pero un tapón de cerveza no es tela!

    Me pasaba la botella, retomándola a cada sorbo. Si llegáramos a cruzar con otra patrulla, no podemos arriesgar.

    - ¿Ya pensaste que podrían echarnos? - le preguntaba de vez en cuando.

    - ¿Ya pensaste que no me importa un carajo? – Me contestaba siempre.

    Por lo tanto seguíamos con nuestras noches locas, manejando lentamente con las luces apagadas. Ni que estuviéramos de vacaciones.

    *

    ***

    *

    La Dra. Gilli era fina y educada. Era muy amable conmigo.

    - ¿Quiere bajar la persiana? preguntaba.

    - Sí, gracias. Por lo menos no me parecerá un interrogatorio de tercer grado. Respondí yendo hacia la ventana.

    Ella arreglaba las carpetas en un cajón y luego me invitaba a ponerme cómodo. Era elegante. Ese tipo de elegancia que admiro en las mujeres que forman hombres. Una mujer así delicada, menuda, no debería hacer ese trabajo. Tener que hablar de cosas desagradables con hombres como yo. Y cosas peores. Debería estar en una casita ordenada con cortinas de encaje y salir al jardín a recoger las flores, antes de comenzar a cocinar para su esposo. Esto era lo que pensaba mirándola.

    - Pero usted no me escucha - sonreía.

    - Discúlpeme.

    - Entonces, yo decía: ¿cómo estuvo la semana?

    - Bien.

    Demasiado rápido. Cada vez olvidaba que yo tenía una mujer inteligente frente a mí. Casi un hombre

    - No estamos jugando a las escondidas, murmuraba.

    Yo reía para mí. Pobre mujercita. Querer obtener una araña del agujero.

    - ¿Puedo fumar? Le Preguntaba.

    - No, lo siento.

    Extendía los brazos, rendido. Teatral.

    - ¿Por qué no me dices algo más del acostumbrado 'bien'? – intentaba ella.

    - Si no me equivoco, escribirá un informe detallado a mis superiores.

    - Sí, pero no seré un espía.

    Lo declaraba decididamente, presionando su espalda contra el sillón acolchado.

    - Doctora, me perdona, pero si no fuera forzado, no vendría aquí una vez a la semana.

    - ¿Es solo la tercera sesión y ya está harto?

    - No estoy harto. Estoy molesto. Todos tenemos problemas, explote ese día.

    Levantó una mano, inclinándose sobre el escritorio.

    - Masacrar de golpes a un colega, no es un pequeño problema, ¿no cree?

    *

    ***

    *

    Cuando regresaba a casa, amanecía. Se levantaba de la poltrona imitación cuero envolviéndose en la bata. Desde que era niño, siempre la había visto con esa bata azul, ya gastada.

    - No lo encontraste... - decía, acariciándome la cara.

    Suspiraba.

    - Pobre niño, qué vida que te hago hacer...

    - Lo hago de buena gana, ya sabes, respondía.

    - Ven, te prepararé un café.

    Me sentaba en la cocina y observaba sus gestos lentos y cansados, mirando su cara pálida que se estaba aflojando, día tras día.

    - ¿A dónde fuiste? - Me preguntaba mientras tomaba café.

    Enumeraba los lugares donde yo lo había buscado, locales de ínfima clase de los que me avergonzaba contar.

    - ¿Qué tipo de local es? Preguntaba, escuchando un nombre nuevo.

    - Algo muy lujoso, ya sabes, para gente fina...

    - Nada vulgar?

    - No, no, lejos de eso. Sabes, luces tenues, camareros en librea...

    - ¿Y mujeres?

    - Muchas.

    - ¿Se desnudan?

    - Hay un striptease a medianoche, muy refinado, todos aplauden...

    Ella me miraba, perpleja:

    - No entiendo... ¿Qué busca... ¿Qué busca?

    - Ten paciencia, - le decía, - ya pasará. Es un período...

    Me levantaba para ir a dormir. Me abrazaba con ternura.

    - Eres realmente un buen hijo...

    Yo movía la cabeza, forzando una sonrisa.

    - Ve, ve a dormir, cariño, decía.

    Y yo me tiraba sobre la cama, hundiéndome en el sueño, con mis puños apretados.

    *

    II

    SUPTAVAJRASANA

    *

    Cernuschi tenía las pacas volteadas. No nos invitó a sentarnos y atormentaba la cicatriz en el cuello.

    - ¿En qué punto estamos con la chica desaparecida?

    - La estamos buscando, y la encontraremos, articulè con calma.

    - Pero aún está desaparecida, ¿no? - Dijo rascándose la cicatriz.

    - Sí señor.

    - Estamos en el punto de inicio, ¿verdad?

    - No realmente. Hemos...

    - Suspendamos

    - ¿Cómo?

    - Hay otras prioridades. Se declaró una guerra entre los pusher.

    Me quede en silencio. Miraba de reojo a Raúl.

    - Ordenes desde arriba. Por ahora tenemos un cadáver.

    La cicatriz se volvió púrpura bajo la presión de sus dedos.

    - Le dispararon un tiro que le hicieron volar media cara, luego uno en la nuca - murmuró Cernuschi.

    Movió la cabeza toqueteando con las uñas sobre el escritorio.

    - A menos que la encontremos enseguida, este caso tendrá prioridad.

    Callábamos, regodeándonos por el buen trabajo realizado.

    - Hasta más tarde - dijo Cernuschi suspirando.

    Caminamos hacia el corredor.

    - Nardi - me volvió a llamar.

    - Señor?

    - ¿Cómo está la terapia?

    - Bien, señor.

    - Continúe, se lo recomiendo.

    - Sí señor.

    Salí cerrando la puerta, riéndome por lo

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