La Piedra de la Sabiduría
Por Florina Rosu
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La fantástica historia de unos personajes aparentemente normales, pero en el fondo extraordinarios, en busca de la sabiduría. A veces la perseguimos deliberadamente, pero está lejos de nuestro alcance; otras veces no la buscamos, pero aun así la encontramos: ya que, de hecho, es ella quien nos busca a nosotros y solamente elige a quienes la merecen.
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La Piedra de la Sabiduría - Florina Rosu
Traducción de Belén Eslava Urío
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La Piedra de la Sabiduría
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El soldado se detuvo en la cima de la colina, se protegió los ojos con la mano y abarcó con la mirada todo lo que pudo; es decir, una considerable extensión de terreno. Precisamente por eso lo habían enviado a explorar en avanzadilla: entre todos sus camaradas, incluso entre toda la guardia del rey Vara, era el que gozaba de mejor vista. Cuando éste lo eligió entre todos sus hombres para formar parte de la expedición, le sorprendió que el rey pudiera deshacerse de él tan fácilmente; incluso se podría decir que se inquietó. Pensó que habría hecho mejor en escuchar los consejos de su padre, quien le decía que en la corte nadie es indispensable; pero enseguida comprendió que la elección del rey constituía de hecho un gran honor, ya que para este viaje había reclutado solamente a soldados de élite, los mejores en sus respectivas disciplinas.
Cada uno de sus ocho compañeros de viaje poseía una cualidad que lo distinguía de los demás: uno de ellos era el mejor lancero; otro, el mejor rastreador de caballos, hombres o bestias; otro, el mejor arquero, y así sucesivamente. Sin ir más lejos, el capitán, Su Señoría Egar (el segundo koradón[1] de los ejércitos reales) era célebre por su gran inteligencia y su capacidad para elaborar planes para someter al enemigo; era además muy buen espadachín.
Todos ellos habían sido seleccionados para ir en busca de cierta maravilla que habría sido escondida en las Montañas del Este y que el rey Vara deseaba con vehemencia. Desde que tuvo conocimiento de su existencia, había perdido la paz de espíritu, a pesar de poseer fortunas y objetos preciosos fruto de la inteligencia y el trabajo de hombres altamente competentes, e incluso a pesar de gozar de una gran reputación; no obstante, tras haber conseguido toda la gloria y la fortuna posibles, sentía que algo le faltaba.
No se trataba de un rey como los demás, que se conforman con brillar por fuera; él sentía y sabía que en el mundo había cosas más valiosas que la gloria y la fortuna. La sabiduría era una de ellas y la que más ardientemente deseaba. Había alcanzado la edad en la que un hombre, más aún un rey, comienza a reflexionar sobre su vida, a repasar lo que ha conseguido y a valorar sus logros en su justa medida.
Y precisamente en ese periodo de su vida llegó aquel juglar a palacio y le cantó al rey una balada sobre la Piedra de la Sabiduría. Nadie podía haber imaginado el impacto que la canción tendría sobre el monarca. Muchos habían dicho (solamente en un secreto murmullo) que el juicio del rey había sucumbido a su avanzada edad: no podía haber otra explicación para mantener al juglar en palacio, colmarlo de regalos y charlar en secreto con él todas las tardes, la puerta cerrada con llave. Los más cercanos al monarca murmuraban inquietos que era muy probable que la Piedra ni siquiera existiera y que el juglar simplemente estuviera aprovechando la locura del rey para asegurarse una vida sin preocupaciones.
Cierto o no, el soberano había decidido conseguirla a cualquier precio. Había convocado a Su Señoría Egar y le había ordenado que eligiera nueve soldados de entre los más dignos para partir en busca de la Piedra.
El juglar le había contado todo lo que se sabía acerca de ella; es decir, no demasiado. Nadie conocía su forma ni su apariencia; sólo se sabía que se encontraba en posesión de un ermitaño tan viejo como los orígenes de la humanidad, en algún lugar en las Montañas del Este. Sin embargo, todo el que la hubiese tocado habría adquirido el conocimiento de todas las cosas: del alma humana, de las leyes naturales y sobrenaturales... Así había ocurrido con los discípulos del ermitaño, él mismo un gran sabio. Pero no había permitido que nadie la tocara y adquiriese una sabiduría tan grande como la suya; solamente permitía que se quedasen cerca un momento para que levantasen una pequeña esquina del velo que oculta la Verdad.
Por supuesto, algunos habían querido llevársela a cualquier precio, abiertamente o a escondidas; pero todos ellos habían terminado mal o, como poco, la sabiduría de la Piedra ni siquiera se les había mostrado. El último en robarla la devolvió más tarde de lo que le habría gustado, pues sentía que su vida iba por mal camino.
Aquello seguramente tenía que ver con una maldición del ermitaño (el soberano estaba convencido), pero no era de los que renunciaban fácilmente: en caso de extrema necesidad, había ordenado a Egar que matase al eremita, si no había otra forma de acabar con la maldición. ¡Pero solamente en caso de extrema necesidad! No era aficionado a matar gratuitamente; por eso había alcanzado una popularidad tan grande tras tantos años de reinado.
A veces, el soldado pensaba (¡no era tan simplón como el capitán creía!) si, una vez le hubieran llevado la Piedra, el rey no encontraría más apropiado hacerlos desaparecer a todos: ¡tanto ansiaba la sabiduría, y sólo para sí mismo! Y los que hubiesen tocado la Piedra, ¿no habrían adquirido una pequeña parte de esa inteligencia? ¿Aceptaría eso el rey?
A veces se daba el capricho de soñar cómo cambiaría él tras haberse vuelto más sabio: ¿adquiriría la capacidad de leer el pensamiento? ¿La de gobernar? ¡No, ésa era una idea peligrosa!: pues, si la seguía hasta el final, resultaba que, tras haber tocado la Piedra, cada uno de ellos podría convertirse en rey. ¡No, no y no! Mejor era permanecer en la ignorancia, lo que le permitía llevar una vida tranquila y, lo más importante, ¡conservarla! Además, no había motivos para pensar en ello, ya que con toda seguridad Su Señoría Egar cogería la Piedra personalmente sin permitir que nadie más la tocara hasta que se la llevase al rey.
- ¿Dónde has estado tanto tiempo, idiota?-, le interpeló éste en cuanto volvió al grupo. - ¿Y por qué te has apostado en medio de la colina? ¿Para poder ser visto a unos cientos de pasos a la redonda?-.
- ¡No había nadie en una distancia de mil pasos, Vuestra Señoría!-, respondió.
- Sólo he visto un jinete al pie de la montaña, pero su caballo no era de raza; posiblemente se trataba de un campesino del pueblo de aquí al lado, a juzgar por el animal que montaba-.
- ¿Lo has visto con tanta nitidez desde una distancia tan larga?-, se maravilló Egar, aunque debería conocer su habilidad.
El soldado sonrió, secretamente orgulloso.
- No lo he visto muy bien, pero he podido apreciar la situación por la manera de avanzar del caballo: no tenía la marcha imponente de los caballos de raza, sino que me ha parecido una marcha irregular e inquieta-.
- Entonces, ¿crees que podríamos alcanzarlo mañana?-.
- Creo que sí, Señoría, pues también él deberá descansar por la noche y nuestros caballos son mucho más rápidos que el suyo; pero con todos mis respetos, ¿creéis que un hombre más nos resultaría útil, sobre todo teniendo en cuenta que no está acostumbrado a nuestro ritmo?-.
- ¡No es asunto tuyo para qué podría servirnos, pero aun así os lo voy a decir a todos para no tener que escucharos!: necesitamos un guía en estas montañas. Si es de la región, quizá las conozca; y además también podría conocer al sabio-.
- ¿Y si no quiere acompañarnos? ¿Habría que pagarle, entonces?-, preguntó otro soldado, inquieto ante la posibilidad de tener que compartir su paga.
- ¡Hacéis demasiadas preguntas!-, gritó Egar. - Esperaba de vosotros que, siendo los mejores soldados, fuerais asimismo los más disciplinados; pero parece que los elogios se os han subido a la cabeza-.
- ¡Disculpadnos, Vuestra Señoría!-, exclamaron todos, incluso los que nada habían dicho: el respeto por su capitán estaba profundamente arraigado en sus corazones.
- Para que no os inquietéis con respecto a vuestros tekales- (el tekal era la moneda oficial de Varavia, su país)-, sabed que no tengo intención alguna de pagar a quien encontremos por el camino; le diremos a ese campesino que el rey reclama sus servicios y, si se opone, lo colocaremos en medio del grupo con una flecha apuntando hacia él-.
Algunos soldados sonrieron con frialdad, como si se sintieran orgullosos de encontrarse en el lado del poder. ¡Qué suerte tenían de no ser simples campesinos o ciudadanos, como sus amigos de la infancia! Pero el soldado de la vista formidable, el antiguo explorador, no se sentía en absoluto orgulloso; tampoco