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El rey prófugo de Portugal
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El rey prófugo de Portugal
Libro electrónico310 páginas4 horas

El rey prófugo de Portugal

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Noviembre de 1807. Las tropas napoleónicas invaden primero España y luego se dirigen a Portugal. La Reina María I y el Regente Juan VI° deciden embarcar a la Familia Real, príncipes, ministros, instituciones a bordo de una flota británica que los conduce a la colonia de Brasil, huyendo de la invasión napoleónica. En medio de la travesía, la Reina enloquece, el Regente asume el gobierno mientras intenta expurgar la historia de Portugal de todos los documentos que delatan las fechorías de los antepasados. Un monje anatolio lo secunda. Los académicos discuten en la bodega de la nave real qué puesto ocupa la Historia entre las ciencias. Una sibila profetiza en la nave maestra. Se discute sobre los iluministas cuyos libelos circulan de nave a nave. Voltaire, Rousseau, Diderot, Adam Smith, David Ricardo siembran nuevas ideas en la corte. En una de las fragatas cunde una epidemia de ninfomanía entre las cortesanas. Pescan una sirena en ultramar, el anatomista y el rey Juan acuden a ver el prodigio. Hallan una isla que no figura en ninguna cartografía en medio del océano, donde vive un ermitaño que duerme en una cueva con un león. Se hacen los preparativos para el estreno de una ópera escrita por Marcos Portugal. Un escritor argentino persigue al rey Juan desde una mazmorra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 mar 2017
ISBN9781370591633
El rey prófugo de Portugal
Autor

Alejandro Bovino Maciel

BOVINO, Manuel Alejandro DNI 12 440 404 Domicilio: Bmé Mitre 3712 (1201) CABA, Argentina Teléfono: (11) 49811791 Movil: (15) 62298054 Nacido en Corrientes, Argentina, en 1956. Médico Psiquiatra egresado de la UBA (Univ. Nacional de Buenos Aires), escritor. Trabajó 9 años junto al escritor Augusto Roa Bastos en Asunción, Paraguay. Docencia: enseño en la UCSA (Universidad del Cono Sur de las Américas) en Asunción, Paraguay, desde 1999. Cátedras de: Neuropsicología, Psicosemiología, Psicopatología, Semiótica del discurso publicitario. Dictó Carrera de Promoción de Agentes en Género e Igualdad" en la Universidad Nacional de Asunción con 2 cátedras a cargo: "Filosofía e Historia del Patriarcado" y "Psicopatología General". Libros publicados: 1) "La salvación, después de Noé", editado en Buenos Aires, en 1989. Cuentos y ensayos sobre temas de la Biblia. 2) "Los conjurados del Quilombo del Gran Chaco", en co-autoría con: Augusto Roa Bastos (por Paraguay), Omar Prego Gadea (por Uruguay) y Eric Nepomuceno (por Brasil). Libro de relatos sobre la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) articulados en base a las observaciones realizadas en el teatro de operaciones por el cónsul británico y escritor sir Richard Francis Burton. Edit. Alfaguara, año 2000. Traducido al portugués por Edit. Record (de Brasil) con el título de "O livro da Guerra Grande) que va por la 2da edición en 1 año. 3) "El trueno entre las páginas". Libro de conversaciones con Roa Bastos sobre temas políticos, literarios, biográficos. Con prólogo de Vladimir Krysinski, de la Univ. De Montreal. 4) "Polisapo" cuento en co-autoría con Roa Bastos, va por 6ta. Edición en Paraguay, acaba de salir la edición en Ecuador (Edit Libresa) y España (Labericuentos) 5) "La Bruja de oro" nouvelle infanto-juvenil publicada en Paraguay este año, va por la 4da edición. 6) "Prostibularias-1" en co-autoría con otros autores paraguayos y argentinos. Editorial Servilibro, Paraguay, 2002 7) "Diários de um rei exiliado", novela sobre el viaje fantástico de João VIº de Brasil y Algarves, 1808 huyendo del avance de las tropas napoleónicas que invadían Lisboa. Editorial Landmark, Sao Paulo 2005 (en portugués) 8) "El señor es contigo", una investigación sobre Feminicidio en Paraguay, 2005 , en co-autoría con Gloria Rubin. 9) 20 poemas de humor y una canción disparatada, en co-autoría con Pepa Kostianovsky, Serviolibro, 2005. 10...

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    El rey prófugo de Portugal - Alejandro Bovino Maciel

    Chapter DOS

    LA HISTORIA DE LA HISTORIA

    Volver atrás cuando la nave avanza. La proa, rumbo al Brasil y en la toldilla del alcázar de popa reviso los documentos, hago un viaje hacia atrás, busco un universo inverso. Historia es la reconstrucción que hacemos los vivos de la vida de los muertos, decía el académico Olimpio Batista da Silva, renqueando del pie izquierdo. Cuando no son sus hidropesías, son los calambres que lo taladran. En estío, me resfrío. Cada invierno incuba todas las pestes que el cielo manda. El académico Batista siempre tiene dolencias y como bien dicen los monteses: hombre enfermo, hombre eterno va por los noventa gallardos años arrastrando las discrasias y las desgracias que otros toman una sola vez. Me gusta Batista da Silva. Hasta en sus males es bueno. Tiene la franqueza de los desahuciados, hace veinte años piensa que mañana o pasado será finado y habla con la llaneza de la muerte aunque converse con el rey.

    ¿Historia?, me preguntó una vez como quien escucha por primera vez una lengua foránea. La memoria de las gentes y la memoria de cada cual empiezan con un cuento de hadas. ¿Cuándo y cómo nació Portugal?

    Los lusitanos, sugiero.

    Nombre romano de un mito griego, replica y después tose suavemente para avisarme que cualquier contrariedad podría minar su inmortalidad averiada. Miro el cielo límpido y recuerdo los versos de Camoens pero el vejete continúa.

    Hasta que en el mil cien Alfonso VI no testó en favor de su hija Teresa, éramos un potrero de Castilla, lleno de cabras y bueyes. Tenemos un pasado pecuario.

    Cristo también nació en un pesebre, respondo.

    Entonces, -reflexiona D. Olimpio Batista da Silva- nuestra fortuna no tiene por qué ser peor. Él llegó a Dios, dicen.

    Ahora que revuelvo los grandes legajos del Archivo Oficial D. Olimpio Batista me sigue susurrando en la oreja como si fuese una canción de cuna: el historiador es un ser insaciable; quiere saber cómo sucedió todo; busca lecciones revolviendo catacumbas y osarios. Como no puede seguir a las almas para interpelarlas, retiene los huesos.

    ¿Cómo fundar un nuevo reino con viejas ruinas? Lisboa se irá borrando poco a poco y al mismo tiempo los rastros de toda su historia infausta de crímenes y traiciones. Ya se sabe que la historia es sufrimiento. Brasil está virgen de esos atropellos ¿Para qué arrastrar hasta allá los documentos del infortunio? Mejor será re-escribir todo de cabo a rabo, reanudar lo contado sin crédito en el pasado.

    Se va Joel Monzón haciendo muecas que los espejos del camarote capitular me devuelven; quien de mí se fía al diablo se confía: veo por los espejos que frunce la frente y me niega dos veces. Al Cristo lo negaron tres, le llevo una de ventaja. El edecán lo comprende, levanta los hombros como resignado a mi falta de cordura. Siempre hay una corriente de solidaridad entre los imbéciles contra los intereses de cualquier inteligencia. Es como una entente sin entendimiento.

    Ya aprenderán que no hay mayor locura que tomarse demasiado en serio.

    Justo cuando me dirijo a la cabina de mando me encuentro al conde camarero recostado como quien más contra un falconete cuyo fuste de bronce, al sol, parece de oro.

    ¡Su Majestad!, clama eufórico sacudiendo un papel mugriento que tiene en la mano, quiero que vea algo urgente.

    Usted siempre anda de apuros, digo/comento mirando al viento. ¿Dónde está el Almirante, secretario mío?

    No sé, S.M.

    Debería saber. Búsquelo urgente. Quiero conocer nuestro rumbo.

    Vamos a Brasil, me explica como si yo fuese un débil mental. Abre los ojazos y pregunta ¿qué más quiere saber?

    No sabe lo que supe en sueños; en el rumbo acecha un peligro feroz.

    ¡No me asuste!, brinca arrugando su mano fina contra la chaqueta; demasiado de seguido olvida que él es mi sirviente y me da órdenes subrepticias. ¿Por qué tengo que esquivar sus miedos? ¿Y los míos, quién los capea?

    Busque urgente al Real Almirante, o al menos al capitán.

    ¿Qué pasa?, insiste.

    Nada y todo. En las pesadillas alguien nos advierte y se divierte al mismo tiempo; soñé que las naves equivocaban el rumbo, un error milimétrico en el sextante y en vez del Brasil iríamos a parar al Mar Cantábrico, y lo peor, a las costas del Charente Marítimo. El Pays Saintonge como toda la Francia tiene gente bárbara de rostros ásperos. ¿Escuchó algo acerca de la Isla de Oléron?

    No S.M., mis viajes fueron siempre a los bretones.

    Hace bien, allí no hay grandes peligros más que uno mismo; pero en Oléron acechan los naufragadores. Esos salvajes prenden fogatas en las noches de tormenta y los navíos creyéndolos faros se acercan a la orilla rocosa y encallan, entonces los asalta una turba de maleantes y asesinan a palazos a todos los tripulantes destrozando los restos humanos para terminar lanzándolos al mar como alimentos de sardinas y merluzas.

    Sin responder, como si estuviese resignado a ser manjar de bacalaos me tiende la página en la que claramente distingo una ristra de nombres tribales. ¿Ahora censa esclavos?, pregunto dando a entender que otras cosas más importantes me reclaman, como hablar con el Almirante para salvarnos de los garrotazos de los santones.

    No, S.M., sucede que en la nave Vasco da Gama ocho rollizas negras libertas han sido violadas contra-natura por uno de estos sospechosos.

    Leo el listado: figuran siete nombres.

    ¿Conoce el Manual de Procedimientos Administrativos?, inquiero.

    Se podría decir que código a código, página a página e inciso por inciso, Su Majestad, clama el réprobo, pero en ningún sitio figuran directivas acerca de negras violadas por el ano. Acá está el registro con los nombres de los imputados, dice leguleyamente.

    ¿Y yo, qué tengo que ver? Por el tambucho de la cabina veo asomar la cabeza del segundo oficial del barco, sudorosa y enrojecida.

    Resulta que el comisario quiere saber qué hacer con ellos, S.M., las negras no se deciden, acusan a los siete en paquete.

    ¡La gran siete, entonces!, ¡Repártame las siete negras en otros barcos y tráigame aquí a los sospechosos!, ordeno cuando el conde camarero ya sale echando humos. Tal como lo imaginaba, el segundo oficial también me viene a consultar. Con perdón, su santidad, me saluda.

    Ni soy santo ni seré, me conformo con ser su majestad, replico tratando de acelerar el asunto.

    Con perdón, su majestad, en la sala de máquinas ya tengo tres desmayados y uno hasta tufa espumas por la boca del calor que desprende la caldera.

    Debe de ser la caldera del diablo, entonces, digo más para mí que para el segundo oficial.

    No sé su majestad. Todo el día cargando hulla, el ruido de la maquinaria, la sofocación de la sala: no hay hombre que resista. ¿Quiere que haga venir a uno de los desfallecientes?

    ¡Ni se le ocurra!, esa gente huele a murciélago constantemente bajo el sobaco. Se regodean en la cochambre, lucen lamparones de mugres como si fuesen trofeos y con el mundo de microbios que descubrieron los académicos últimamente observando una gota de agua, ¡quién sabe cuántos mundos inmundos arrastra esa gente con su roña a cuestas!

    Está bien, S.M., pero, ¿cómo sigo el trabajo en la sala de máquinas con tantos ayudantes averiados?

    No se haga problemas, oficial, lo tranquilizo. Tengo siete voluntarios que pudieron con ocho negras a contramano, ya podrán con su infiernillo de vapor.

    A lo lejos entre el rugir del oleaje vienen retazos de las antífonas que entonan las hermanas oblatas viajando en su propia nave-catedral.

    Pregunté al canónigo José Agostinho de Macedo -dizque eremita agustino-, ¿por qué la música de sus misas no parecen sumisas? Díscolas melodías más propias de un burdel de extramuros irrumpen de pronto en medio del "Agnus Dei" llenando de algarabía el trance eucarístico.

    Quien canta, reza dos veces, me dice el crápula anacoreta. El ruedo de su dulleta bisbisea.

    Ese salmo suena a profano, dije; como la voz de la soprano Gafforini entonando algún aria de ramera babilónica en una ópera del maestro Haendel.

    Las capillas musicales, aduce el canónigo, se inspiran también en las melodías de las óperas profanas porque se entiende que toda música es sagrada ya que es la voz de Dios, según dicen los poetas latinos, S.M.

    ¿Qué dicen?

    Que la música es la única sensualidad que nunca cae en vicio.

    Como siga la pachanga en las iglesias, el vicio serán los oficios.

    Cambian los tiempos, S.M. y la Iglesia tiene el santo deber de acompañar el camino del hombre; la juventud reclama la felicidad en la adoración.

    Su juventud busca la juerga, la jácara y la parranda; un día tendremos que bailar tarantelas en medio de una jaculatoria si seguimos la marcha del mundo. La Iglesia, santo varón, tiene que mantenerse idéntica en medio de tantos cambios y no seguir el barullo como si fuese una gorrona.

    ¡Dios no lo permita! se santiguó el canónigo.

    Dios ya prohibió lo que tuvo que prohibir en el Sinaí, le recuerdo, está en nosotros permitirlo siendo veniales, santo varón.

    ¡Usar la música para asueto de la plebe y regodeo de villanos!

    Faltaba más.

    Que busquen su triqui-tráca en las corridas de toros, en las romerías o en las efemérides. No faltará ocasión al buen ladrón de agasajos.

    La música es la más sagrada de las artes, porque no necesita de los ojos que son los sentidos más embaucadores y falsarios me decía el viejo maestro de armonía, João Cordeiro da Soto mientras sus dedos menudos iban persiguiendo por el teclado del órgano una fuga de Bach. Hay que seguir estas ondulaciones que el divino Sebastián apuntó como al pasar en el pentagrama, decía. El artista tiene que estar como Dios en su obra: presente en todas partes, pero visible en ninguna. El velo tenue de las cataratas le anegaban los ojos, sé que no veía lo que seguía en los abigarrados trazos del papel ocre puesto sobre el atril. Veía al mismo Bach con una fina batuta de cedro dibujando en el aire la música a la que se aferraba en el teclado como quien siente que es la única esperanza y la única verdad. Dejé solo al maestro de armonía, tratando de no hacer ruido al abandonar el atrio pero la fuga me siguió. Ya prófugo en el mar, la fuga se fuga conmigo. Me llevaré el arte de Bach de esta Europa desolada por el retumbo de las caballerías del Corso.

    ¡En qué terminó la revuelta francona!, digo con fastidio mirando el vientre oblicuo del mar. Decapitaron a un rey para elevar al hijo de un picapleitos provinciano como emperador. La Revolución volvió al pobre contra el noble, pero eso no volvió noble al pobre sino pobre al noble.

    Cuando quiero saber a quién tengo enfrente uso el método que llamo llegar al vacío preguntando primero ingenuamente acerca de algún asunto de Estado; cuando me responde, hago otra pregunta más precisa, después otra y otra, abandonando el árbol -por decirlo así- para detenerme en las hojas una a una hasta que mi interlocutor no tiene respuestas; situación que yo llamo el vacío porque a partir de ese punto no es posible mantener un diálogo útil sin caer en el precipicio de las ambigüedades donde las palabras pueden querer decir cualquier cosa y terminan diciendo nada. Considero que toda persona de bien tiene la obligación de estar al tanto de lo que sucede en el gobierno de las cosas que para su bien o para su mal le afectan siempre. Mi sencillo método sirve para indicarme quiénes son los lobos y quiénes las ovejas en este redil revuelto del Estado.

    Observo el mar desde cubierta mientras se acerca por el puente principal el académico monseñor Justo de la Cruz Saraiva, abad benedictino que ni ora ni labora, caminando lento como quien va seguro hacia el capelo cardenalicio.

    Tiene in mente, según me ha dicho, escribir las crónicas de la Orden benedictina a la que pertenece y se debate entre un y un no por nimiedades o chismes de escolios que encuentra en los viejos pergaminos, copiados hasta el cansancio por monjes aburridos durante diez siglos de aplastar las sentaderas en los pupitres de las abadías.

    La historia -dice el ínclito- tiene el deber de exponer los hechos tal como ocurrieron.

    El problema, querido abad, es que no estuvimos allí.

    Tal como han sido registrados entonces S.M.; en los documentos yace la verdad.

    Usted mismo me ha dicho que tropieza al dos por tres con palabras contradictorias en sus crónicas benedictinas: unas dicen y en el siguiente párrafo reniegan como perjuras.

    El mar hace un avance y se rompe en mil pedazos contra el mascarón deproa. Como lágrimas, los chorros borran la cara de la cariátide humedeciendo su cabellera virginal.

    No deberíamos, dice el abad académico con delicadeza; sabe que él es quien no debería dar órdenes a un rey, Odiar ni amar el pasado, sino tratar de comprenderlo.

    Comprenderlo: comprar y venderlo, y entre las dos operaciones contables, está la tasación mi querido abad. ¿Cómo sabemos que el árbitro es idóneo? ¿Y si resultara ser un pillo que resta de la moral lo que suma a lo venial? Únicamente la Historia sagrada es moralizadora; pero la Historia humana, apenas podría ser ejemplificadora, dice monseñor.

    No sé si la Historia sagrada sirve de catecismo, insisto mientras monseñor, haciéndose el desentendido, mira la lejanía acuática dejando un espacio en el tiempo que mi intuición confisca. La Historia del cristianismo no es más que una larga lucha por el poder. ¿Por qué Pedro y Pablo viajaron a Roma cuando el Cristo jamás puso un pie fuera de Judea durante su ministerio? Los apóstoles sabían que en Roma estaba el poder, y allí fueron a disputarlo mi querido monseñor. Después clamaban contra las persecuciones. ¿Se ha preguntado seriamente alguna vez quién persiguió a quién? Calla monseñor. Cuelga de su hábito talar un rosario de quince misterios que rasguña entre frase y frase con el pulgar delicado de los escribidores. Cierto indecible olor almizclado le huye de las axilas cuando manotea un aserto que tiende a ser acertijo.

    La Historia humana no es más que un conjunto de datos verificados, asesta abriendo el índice y el pulgar para abarcar un espacio menudo de aire luminoso donde cree haber encerrado su concepto. Un círculo de viento, una burbuja donde atrapó la verdad.

    ¿Hechos, monseñor? Del pasado solamente nos quedan escritos, huesos de los acontecimientos roídos por los amanuenses, pasado hecho de palabras. ¿Hay algo más embustero que las palabras?

    Datos seleccionados.

    Documentos.

    Archivos.

    Índices.

    Censos.

    Padrones.

    Legajos.

    Miles, millones de palabras ensartadas queriendo atestiguar lo que ya no es y a veces, ni siquiera ha sido. Yo voy a expurgar el pasado de Portugal de esa carga ignominiosa quemando lo que no sirva. El ripio y la escoria, ¡a la Gehena!, tal como hace su Dios con las ánimas perversas.

    ¡No se puede cometer una fechoría así!

    ¿Por qué? Soy la cabeza coronada del Estado y todo lo que piensa una corona es legal; es mi deber alejar los malos pensamientos y las antiguas tentaciones. Hice azotar al cronista real hasta sangrar el vergajo porque escribió que la reina consorte Carlota Joaquina duerme en otro palacio. ¿Qué le importa al futuro con quién no me acuesto?

    Apartemos la Historia sagrada -pide o mejor ruega el académico Saraiva- porque no fue escrita por hombres; vayamos a nuestra humilde Historia de Portugal.

    Que no fue escrita por Dios, le advierto.

    Contiene datos preciosos.

    Mejor serían datos precisos, corrijo.

    Mejor sería guardarlos todos, S.M.

    ¿Para qué?

    Con todo mi respeto, S.M., para seleccionarlos, escoger los que dan sentido a la historia.

    Es lo que pienso hacer, si acaso la historia tiene algún sentido, lo desdigo; cosechar la mies y segar la cizaña.

    Quiere salvar los documentos y las expensas reales a toda costa. Se ha vuelto redentor de papeles el benedictino.

    Entra en estado de trance académico. Cree presidir una asamblea de doctos debatiendo problemas etéreos en vez de agregar pacientemente las palabras que faltan para cerrar la humilde A del Dicionário de Língua Portuguesa que están tratando de recopilar mis académicos hace unos veinte años. Ya hay gente que no habla en el país por miedo a cometer incorrecciones, no habiendo diccionario de consulta. Hasta el presidente del Hospicio de Mudos y Desoyentes me exige el glosario separando el índice del anular de la mano derecha como si fuera masón, para indicarme que sería más cómodo un texto en dos tomos, según la traducción de mi senescal que en algún tiempo fue mudo. El primer tomo, abarcará de la A a la G, propuse al académico Saraiva; el segundo empezará con las palabras que principian con H y cerrará con la última Z como es de suponer. Un momento, dijo mi senescal. ¿En qué tomo figurarán las palabras que no tienen principio? Las palabras inmorales, irán en una addenda, separadas del resto, ordeno. A ver si alguien, buscando una virtud tropieza con alguna canallada y cambia de rumbo. Pero yo en su lugar tendría mucha paciencia, los ilustres académicos todavía no han podido atravesar la calle que separa a la A de la B. ¿Es tan difícil cosechar palabras, monseñor Saraiva?ref_

    Cada una tiene su historia atrás, S.M.

    ¿Ah, sí?, Y usted, que no puede seguir la historia de las palabras, ¿quiere aconsejarme a mí las palabras de la Historia?

    ¿Estás allí, leedor? No corrijas mi ortografía: sé lo que escribo. Es lo único que sé desde que el mar me sitia por los cuatro horizontes. Leedor es lo apropiado y verdadero para lo que quiero expresar; lector es lo espurio: invenciones de gramáticos, palabras degeneradas enel altar de la eufonía como si de su misma cosecha no brotasen los frutos de las disonancias, ¿quién inventó pluscuamperfecto y ortología? Mala manía académica esa de torcer las declinaciones naturales del terreno invisible del habla, queriendo hacer mapas y mensuras con la topología de los diccionarios, cuando no haraganean discutiendo nimiedades.

    Volvamos al asunto de la lengua que es lo que importa entre nosotros, lector. Encargué al Presidente de la Academia de Ciencias de Lisboa (encargo que, más que a un cargo se parece a una sinecura) la escritura de un Diccionario de Língua Portuguesa pero los letrados no pasaron de la letra A, seguramente cuidando sus espaldas de las definiciones de Bellaco, Bribón y Bigardo que los retrataba de cuerpo entero en la próxima consonante.

    No sabe, Su Majestad lo trabajoso que es buscar las palabras, me decía el presbítero académico José Correia da Serra, bajando con los ojos dos párpados arrugados como testimonio de su mucho desgaste. Hay que perseguirlas por intrincados caminos. Cuando S.M. está buscando una, atropella con otra, inesperadamente. Y las casillas se van llenando. Ya tengo la L completa y la A sigue con vacantes, siempre falta un término, se pierde un arcaísmo en los vericuetos de la historia y los lingüistas andamos como detectives detrás de los prófugos. Así son las palabras, me decía el viejo ladino y alacrán. Halagaba con la boca y mordía con la cola. Ya podría esperar sentado por los siglos de los siglos que los pendencieros académicos pasaran de la letra A mientras en las sesiones de lingüística y filología desperdiciaban las horas copiando y traduciendo las obras infames de los liberales que parió París después de la algarada en la

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