Los Cenci
Por Stendhal
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Este cuento narra la historia de Santiago y Beatriz Cenci, y de Lucrecia Pecroni Cenci, la madrastra de ambos, ejecutados por cometer parricidio en el año 1599.
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Los Cenci - Stendhal
STENDHAL
1
El don Juan de Molière es, sin duda, un hombre mujeriego, pero es sobre todo un hombre de buena sociedad: antes de entregarse a su irresistible inclinación a las mujeres bonitas, le importa principal-mente ajustarse a cierto modelo ideal, quiere ser el hombre que sería soberanamente admirado en la corte de un rey joven, galante e inteligente.
El don Juan de Mozart está ya más cerca de la naturaleza y es menos francos, piensa menos en la opinión ajena; no se preocupa, ante todo, por parestre como dice el barón de Foeneste, de D’Aubigné. Del don Juan de Italia, tal como debió de ser en ese bello país en el siglo XVI, en los principios de la civilización del Renacimiento, ornemos sólo dos retratos.
De estos dos retratos, hay uno que no puedo dar a conocer: el siglo es demasiado mojigato; hay que recordar aquella gran frase que yo oí repetir varias veces a lord Byron: This age of cant («estos tiempos de hipocresía»). Esta hipocresía tan aburrida y que no engaña a nadie ofrece la inmensa ventaja de dar a los hombres algo que decir: se escan-dalizan de que alguien se atreva a hablar de tal cosa, de que alguien se permita reírse de tal otra, etc. La desventaja está en achicar enormemente el campo de la historia.
Si el lector tiene el buen gusto de permitírmelo, voy a ofrecerle, con toda humildad, una información histórica sobre el otro don Juan, del que se puede hablar en 1837. Se llamaba Francisco Cenci.
Para que don Juan sea posible, es necesario que en la sociedad haya hipocresía. En la antigüedad, don Juan habría sido un efecto sin causa; entonces la religión era una fiesta, exhortaba a los hombres al placer: ¿cómo iba a fustigar a los seres que ponían todo su afán en cierto placer? Sólo el gobierno hablaba de
«abstenerse»; prohibía las cosas que podían dañar a la patria, es decir, al interés general bien entendido, y no lo que puede dañar al individuo que actúa.
Es decir, en Atenas cualquier hombre que tuviera afición a las mujeres y mucho dinero podía ser un don Juan sin que nadie tuviera nada que decir, porque nadie profesaba que esta vida es un valle de lágrimas y que hay mérito en mortificarse.
Yo no creo que el don Juan ateniense pudiera llegar al crimen tan fácilmente como el don Juan de las monarquías modernas; gran parte del placer de éste consiste en desafiar a la opinión, y, en su juventud, empezó por imaginarse que sólo desafiaba a la hipocresía.
«Violar las leyes», en la monarquía tipo Luis XV, disparar un tiro a un retejador y hacerle caer del tejado, ¿no es una prueba de que se vive en la sociedad del príncipe, de que se es persona de muy buen tono y que se burla por completo del juez? ¿No es bur-larse del juez el primer paso, el primer ensa-yo de todo pequeño don Juan que se inicia?
Entre nosotros, las mujeres ya no están de moda; por eso los hombres don Juan son raros; pero, cuando los había, empezaban siempre por buscar placeres muy naturales, teniendo a gala desafiar lo que consideraban ideas no razonables de la religión de sus contemporáneos. Sólo pasado el tiempo, cuando don Juan empieza a pervertirse, encuentra una voluptuosidad exquisita en desafiar las opiniones que a él mismo le parecen justas y razonables.
Este paso debía de ser muy difícil entre los antiguos, y hasta el tiempo de loa emperadores romanos, y después de Tiberio y de Capri, apenas se encuentran libertinos que tiendan a la corrupción por sí misma, es decir, por el gusto