Décadas antes de que El martillo de las brujas (1487) se convirtiera en un best seller de largo recorrido, el dominico francés Nicolas Jaquier había dado a la imprenta su tratado Flagellum haereticorum fascinariorum (1458). El terreno parecía abonado para las prédicas demonológicas. Jean Vinet se había adelantado a Jaquier con su Tractatus contra daemonum invocatores (hacia 1450), el español Alfonso de Espina estaba trabajando en su Fortalitium Fidei (1464-1476) y, poco después, Pierre Mamoris seguiría la estela de todos ellos con el Flagellum maleficorum (1488). Solo por dar una cifra, en el medio siglo que precedió a la publicación del Martillo, se escribieron hasta veintiocho tratados sobre brujería. ¿Tanto había que contar?
La novedad de Jaquier estribaba en que, en sus disquisiciones, se refería a una secta, los fascinarios, que adoraba a los demonios en “sinagogas” y lo hacía por propia voluntad. Su hipótesis chocaba, así, con el , una influyente guía disciplinaria que, en el siglo X, había subestimado esos encuentros, negando la fantasía de que había mujeres que sobrevolaban la tierra en la quietud de la noche o montaban animales. “¿Quién es tan estúpido y necio –se preguntaba– como para pensar que todas estas cosas que solo se hacen en espíritu suceden en el cuerpo?”. Quienes se tragaban esos cuentos eran, sencillamente, infieles, en tanto que, para Jaquier (o para , un informe de 1460 sobre la persecución de las brujas en Lyon), el demonio no se limitaba a ejercer