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OCASO Y MARTIRIO

En la interminable lista de infamias que oscurecen las páginas de la Historia, la persecución y aniquilación de los caballeros templarios en los siglos xiii y xiv ocupa sin duda uno de los primeros puestos. Y a la hora de buscar responsables de aquella monstruosidad no cabe la menor duda acerca de quién la instigó, la desarrolló y la culminó: el monarca francés Felipe IV, llamado el Hermoso, que no se debe confundir con aquel otro Felipe el Hermoso que reinó brevemente en Castilla dos siglos más tarde tras su enlace con Juana la Loca. El Felipe de los templarios pasó a las crónicas con otros sobrenombres menos agraciados. Se lo conoce también como «el rey de hierro», aunque el retrato regio más agudo y sugestivo lo hizo su contemporáneo el obispo de Pamiers: «No, el rey no es una bestia. Pero tampoco es un hombre. El rey es una estatua». Entre otros detalles que describen su carácter personal, se cuenta que Felipe IV no contestaba jamás a quien se dirigía a él.

¿Era una estatua o tal vez un ídolo? En todo caso, un soberbio señor que no albergaba la menor duda de que le correspondía el dominio absoluto de su regio patrimonio y de que, por consiguiente, su deseo era ley. Un monarca decidido a eliminar cualquier obstáculo que limitase su poder total, la más alta expresión del predominio de la realeza sobre la nobleza feudal. Un revolucionario del totalitarismo. En ese empeño, se encontraría cara a cara con la Iglesia.

DOMINIO FRANCÉS

A finales del siglo xiii, la Francia de Felipe IV era el mayor y más pujante de los reinos cristianos, con catorce millones de almas, equivalente en número a los fieles devotos dentro de Francia. El lector debe esforzarse por comprender la fuerza y el poder efectivo que la religión ejercía sobre las sociedades medievales. Los monasterios, las abadías, los conventos y las parroquias eran focos de dominio que competían sobre el terreno con los señores feudales. El amo (el marqués, el conde, el duque o el barón) imponía sus normas; el obispo, las suyas. El dilema del pueblo llano era a quién seguir cuando esas reglas resultaban contradictorias. Se suponía que el poder terrenal estaba sujeto al poder superior, el divino, representado por la Iglesia. Y, desde luego, nadie dudaba de que dios fuera más grande que el rey, pero eso no resolvía el conflicto por completo. Al contrario, lo atizaba, porque aquí abajo el rey era el más fuerte. En 1296, los obispos franceses escribieron que la distancia entre el papa Bonifacio VIII y el rey Felipe era tan grande como la que separaba al Sol de la Luna.

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