Hasta los condenados a la hoguera tenían cierta capacidad de elección antes de abrazar las negras vestiduras de la Parca. Podían morir quemados de forma agónica, o de asfixia si el verdugo les obsequiaba con paja húmeda bajo los pies. A Jacques de Molay, setenta y un años de recio Gran Maestre, le ofrecieron abandonar el mundo terrenal sin dolor aquel 18 de marzo de 1314, aunque solo si admitía las acusaciones vertidas contra él y su orden, la del Temple. Herejía, sodomía, prácticas ocultas… Se negó una y mil veces. «Dios sabe quién es culpable y quién ha pecado», gritó ante la muchedumbre presente en la pequeña isla del río Sena. Después, se cree que profirió una maldición contra sus perseguidores: «Llegará la desdicha a los que sin razón nos han condenado. Dios vengará nuestra muerte». El fuego hizo el resto.
La muerte del Gran Maestre junto a un pequeño séquito fue el último acto de una tétrica obra de teatro que había arrancado el viernes 13 de octubre de 1307, un día maldito en el que el monarca galo Felipe IV ordenó detener a todos los miembros del Temple en Francia bajo acusaciones falsas y con el único objetivo de arrebatarles el gran poder que habían atesorado. Entre las más controvertidas se hallaban la de haber sido contaminados por las creencias de los cátaros —lo que los convertía de facto en adoradores del maligno—y la de perpetrar ritos heréticos como —según quedó recogido en el documento de la acusación, fechado el 12 de agosto de 1308—«pisotear la cruz» u «orinar sobre ella, haciéndolo en ocasiones en Viernes Santo». Casi nada.
Hasta ahora se pensaba que Felipe IV había perpetrado esta tropelía con la ayuda