UN ARTE MANCHADO DE SANGRE
Los avances artísticos del Renacimiento vinieron de la mano del desarrollo económico de Italia, en particular, de la nueva clase acaudalada de comerciantes y banqueros. Sin embargo, la labor de mecenazgo que llevaron a cabo no fue tan idílica como habitualmente se nos presenta. Y no solo por la catadura moral de algunos de los promotores o el oscuro origen de su dinero (ya hemos visto en el artículo anterior el ejemplo del marido esclavista de “la Gioconda”), sino porque detrás de muchas de las obras financiadas por los grandes mecenas de la época había algo más que simple amor al arte, pasión por el conocimiento, deseo de glorificar a Dios o compromiso con los valores éticos y estéticos del humanismo.
Debajo de la deslumbrante belleza del arte renacentista y de sus impresionantes logros técnicos había, también, propaganda política, corrupción económica, deseo de reconocimiento social, delirios de grandeza, venganza… Una de las primeras joyas del Renacimiento, la gran cúpula de Santa Maria del Fiore, la catedral más grande de Occidente en aquel momento (1436), no se erigió por casualidad en Florencia. Su construcción, a cargo de Filippo Brunelleschi, respondía al interés de sus promotores, el próspero gremio de mercaderes de la lana (cuya racanería salarial había provocado una de las primeras revueltas proletarias de la historia, la de los “”, o cardadores de lana), de reafirmar su estatus y exhibir su poder ante sus rivales toscanos, la aristocracia comercial de Pisa y Siena. La catedral se convirtió en un símbolo de la opulencia de
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