Yo, Gaudí
Por Xavier Güell
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Yo, Gaudí - Xavier Güell
Xavier Güell
Barcelonés, director de orquesta tras estudiar con los grandes maestros Leonard Bernstein o Sergiu Celibidache, promotor musical de reconocido prestigio, decidió emprender el camino del músico comprometido con las vanguardias, al escritor de sus dos anteriores novelas, con las que sedujo a miles de lectores: La música de la memoria y Los prisioneros del Paraíso. Con Yo, Gaudí, Xavier Güell avanza en el laberinto espiritual del siglo XX a la búsqueda del tiempo personal de Gaudí, como gran arquitecto del mundo, en el que ve al amigo capaz de revelarle los reservados senderos que marcan su propio universo familiar.
Realidad y ficción se entrelazan en esta novela que contiene las confesiones de Gaudí a través de veintiuna cartas escritas mientras se recuperaba de una grave enfermedad en la Cerdaña. Pero no se trata de una novela histórica al uso, sino de una poderosa narración sobre uno de los mayores arquitectos de todos los tiempos que habla en primera persona de su familia, su trabajo, sus amigos, sus sentimientos, sus anhelos y sus decepciones. En la novela se fusionan documentos auténticos y reconstrucciones imaginarias de los hechos, situaciones o conversaciones, dando como resultado un relato apasionado que responde a muchas preguntas que siempre nos hemos hecho sobre Gaudí y su mundialmente celebrada arquitectura. ¿Qué relación tuvo con su principal mecenas, Eusebio Güell? ¿Qué edificio veríamos si hubiera acabado la Pedrera como él quería? ¿Qué Sagrada Familia existiría hoy de haber elegido a Josep Maria Jujol como su continuador en las obras? ¿Qué pensaba del catalanismo en su objetivo de cambiar el país? ¿Fue miembro de la masonería? ¿Cómo afectó la vida amorosa a su trabajo? ¿Por qué ayudó a Mosén Cinto Verdaguer en su conflicto con el marqués de Comillas? ¿Qué le unía al poeta Joan Maragall además del gusto por la música? ¿Por qué iba tan distraído el día de su mortal atropello? ¿Quién fue en realidad Gaudí?
Pocos podrían responder mejor a estas preguntas que Xavier Güell, descendiente de Eusebio Güell, el hombre que financió a Gaudí la mayoría de sus proyectos. Xavier Güell emplea todos los recursos narrativos para penetrar en la mente de Gaudí y contarnos su vida, desde la infancia en Reus hasta el día de su muerte, y las razones profundas de cada una de sus obras. De esta manera el lector se adentra como no lo había podido hacer hasta ahora en el proceso vital y creativo de un genio comprometido con los tiempos convulsos que le tocó vivir.
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: septiembre de 2019
© Xavier Güell, 2019
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2019
Imagen de portada: © David de las Heras, 2019
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN: 978-84-17971-01-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
Lo místico en el arte, lo místico en la vida, lo místico en la naturaleza: eso es lo que busco, y en la grandes sinfonías de la música, en la iniciación del dolor, en las profundidades del mar quizá lo encuentre. Me es absolutamente necesario encontrarlo en alguna parte.
De profundis, OSCAR WILDE
El 12 de junio de 1926 es un día especial para Barcelona. La ciudad se despierta preguntándose por quién doblan las campanas. Al final todo el mundo lo sabe: es por Gaudí, a quien van a enterrar esa tarde. Los comentarios sobre las circunstancias de su muerte, que tanta tinta han hecho correr en los periódicos durante las últimas cuarenta y ocho horas, se mezclan con el dolor de la gente que recorre la ciudad vestida de negro en señal de luto, soportando el agobio de un sol plúmbeo, con la intención de acudir a la capilla ardiente levantada en el hospital de la Santa Cruz. Se prevé que el entierro sea todo un acontecimiento. (En aquellos tiempos jamás faltaba el toque ceremonial en los grandes funerales.)
Ajeno a este ajetreo, en el silencio de la capilla ardiente del hospital se encuentra el cuerpo embalsamado de Gaudí cubierto con un manto negro de monje y con un rosario en la mano izquierda, que reposa sobre su pecho inerte. Parece que esté dormido. Los muchos barceloneses que acuden a verle confirman que en ese momento y en ese lugar se revela todo lo que había sido esencial en su vida: su serena rectitud ante el dolor, su inalterable asombro por el goce de la creación artística. Sí, en efecto, ahí, en la capilla ardiente, alcanza lo más alto que su ambición pudo desear: no agasajos ni triunfos mundanos sino el hecho de formar parte para siempre de una realidad inmanente, como las piedras, como los árboles.
A primera hora de la tarde entra en el patio del hospital una carroza de paredes de cristal tirada por caballos con crespones y un cochero vestido de gala con sombrero de copa. Ha llegado la hora prevista para los preparativos del funeral. Dos vigorosos camilleros que apestan a tintura de benzoína introducen en la carroza el sencillo féretro de roble, en cuyo interior se encuentra el cuerpo de Gaudí, y sobre él colocan un paño mortuorio de color púrpura que lleva bordado un ave fénix, ofrecido por la Asociación de Arquitectos de Cataluña. Luego tratan de acomodar unas coronas de flores que alguien ha dejado ahí.
–¡No; no hagan eso! –exclama un miembro de la comitiva que avanza jadeante hacia el patio–. Él no quería coronas de flores. ¡Respetemos su voluntad! –añade para suavizar su imperativo gesto.
Poco a poco el patio se va llenando de gente, incluso llegan las autoridades que van a presidir la marcha. Una multitud en número creciente, contenida por la guardia urbana, se apretuja al otro lado de la puerta. Se escuchan voces de protesta. Por fin, hacia las cinco y cuarto, con un poco de retraso sobre la hora prevista, se abre la puerta del hospital que da a la calle del Carmen. El cortejo comienza a ponerse en movimiento en dirección a las Ramblas. En un par de zancadas un hombre vestido con ropa militar se coloca en la cabecera de la procesión; le siguen dos oficiales que se quedan algo rezagados como obliga el protocolo. El militar de alta graduación se disculpa ante el resto de autoridades alegando que hay mucha tensión en los cuartos de banderas, donde se habla insistentemente de un posible golpe de Estado. (Al final se produjo el día de san Juan.)
La carroza se sitúa en la acera central de Las Ramblas en sentido mar y avanza hacia la calle Fernando mientras la gente se arremolina a ambos lados. Unos con curiosidad en sus miradas, otros realmente compungidos. Todos a la sombra de los plátanos. A paso lento de los caballos, la comitiva pasa por delante del palacio de la Virreina y llega a la Boquería. Allí acuden algunos empleados de las tiendas cercanas con sus delantales de trabajo que acaban de enterarse de lo sucedido.
–¡Es Gaudí! –exclama un anciano alto, huesudo, de cabeza romana, al que se le nota emocionado ante la oportunidad de rendir tributo al creador de la Sagrada Familia.
–¿De verdad es Gaudí? –pregunta uno de los despistados de última hora que se ha quitado la boina y se la ha guardado en un bolsillo de su delantal, y que al parecer trabaja en una lotería cercana.
–¿No le gusta su obra? –inquiere a su vez el anciano, que está habituado a vérselas con individuos críticos ante su arte innovador.
–Sí, sí. Me gusta mucho. ¡Es nuestro mejor arquitecto!
El anciano asiente, pero tiene prisa y no quiere que la conversación se prolongue demasiado. No le va a ser tan fácil. El de la lotería insiste:
–Pero ¿quiénes son los que forman parte del cortejo?
–¡Ah! Esos primeros de ahí son los guardias de seguridad montados para asegurar el despeje de la calle, y eso que se ve allá es la bandera de la Asociación Espiritual de los Devotos de San José, muy influyente en todo lo que se refiere a la construcción de la Sagrada Familia. Aquellos son los alumnos de la Escuela Superior de Arquitectura y esos otros los miembros de las diversas sociedades artísticas barcelonesas: el Orfeó Catalá, el Ateneo y el Círculo Artístico de Sant Lluc. Mire, ahí está Josep Maria Jujol, el discípulo de Gaudí. ¿Lo conoce? He oído decir que va a ser su sucesor en la Sagrada Familia. También es un gran arquitecto. Y junto a él va un joven con expresión apesadumbrada. Sí, aquel, ¿no lo ve? Es el doctor Alfonso Trías, vecino de Gaudí en el Parque Güell.
–¿Y esos con aire distinguido? –vuelve a preguntar el empleado de la lotería.
–¡Las autoridades! Reconozco al alcalde, el barón de Viver, y al nuevo obispo de Barcelona, monseñor Josep Miralles. En cambio no sé quién es el militar que está junto a ellos; parece nervioso.
–Pero ¿qué hacen aquí todos ellos si no es un entierro oficial?
–La verdad es que no lo sé –le responde con sequedad el anciano de cabeza romana, y decide largarse en dirección a la iglesia del Pino.
El cortejo avanza lentamente. Al entrar en la plaza de Sant Jaume, el reloj marca las cinco y media pasadas. Después, con alguna dificultad, enfila la calle del Obispo en dirección a la catedral.
Comienzan a doblar las campanas. Cientos de personas entorpecen el paso en una calle tan estrecha como es la del Obispo, aún sin el famoso puente que conecta el palacio de la Generalitat con la casa de los Canónigos. (Se haría en 1928.) Todos quieren estar presentes en la despedida: es el adiós doliente de una ciudadanía agradecida. ¡Cuántos misterios encierra el alma humana! Gaudí ha muerto; eso ya es inevitable. Y el aire se llena de comentarios mientras los pájaros, alborozados, se unen al tañer de los bronces. La leyenda sobre su muerte crece a medida que pasan los minutos. A las seis menos cuarto el cortejo llega por fin ante la puerta de Santa Lucía. Los alumnos de la Escuela Superior de Arquitectura introducen el féretro en el interior de la catedral. Allí está el cabildo en pleno pavoneándose con aire triunfal, blandiendo los emblemas de sus respectivos cargos eclesiásticos. Gaudí debe ser exaltado como cristiano, aunque muchos de sus amigos masones hablan también de la necesidad de profundizar en el plano esotérico de su personalidad.
Gaudí, católico, masón, nacionalista, republicano. Esos son los detalles que según a quién incomodan. También aquel día. Pero el ritual continúa. Unos periodistas, fácilmente reconocibles por la libreta de notas que llevan en la mano, registran todos los detalles que luego volcarán en sus gacetillas. (Por ellos conocemos lo sucedido, con más o menos precisión según el diario en el que trabajaban. Los había muy exigentes, como La Vanguardia, que cubrió el trayecto incluso con un fotógrafo que sacó varias instantáneas.)
En el interior de la catedral ya se escuchan las voces del coro, que entonan el Libera me, Domine del maestro Gargallo. Los dirige con mano firme el maestro Sancho Marracó, que no está dispuesto a saltarse una sola nota. Es un momento de especial dignidad. Todo sea por Gaudí. «Dales reposo eterno, Señor, y que la luz perpetua brille para él.» Los alumnos avanzan hacia el centro del crucero y depositan el féretro en un túmulo preparado a tal efecto. ¡Qué impresionante parece ahora la muerte en su grandeza! El canónigo Bruguera es el encargado de oficiar la ceremonia. Gran expectación entre un amontonado gentío en la nave central y en las capillas laterales abiertas para la ocasión. Tarde espléndida para pensar en la otra vida y por qué no en el Juicio Final. Se atiende más a los impulsos del corazón que a las palabras del canónigo, aunque todos se unen en el responsorio Qui Lazarum. Las exequias de la Iglesia católica al completo. Dan las seis y cuarto. Es hora de salir de allí.
–Vamos, vamos… –exclama uno de los miembros de la comitiva que parece dirigir todo el operativo (es el mismo que se opuso a que colocaran coronas de flores en la carroza) después de una corta conversación con los estudiantes que deben trasladar de nuevo el féretro fuera de la catedral–. ¡El tiempo se nos echa encima! –les dice con esa forma de hablar de quien domina bien esas situaciones–. ¡Debemos cumplir un horario! La gente que espera en la calle merece todo nuestro respeto. No hay motivos para prolongar el acto.
Doblan las campanas de nuevo. Las autoridades hacen mutis por el foro y el cortejo avanza en dirección a la plaza de Cataluña por la avenida de la Puerta del Ángel pasando frente a las obras del edificio de Can Jorba. (Se inauguraría en octubre.) Al llegar a la calle Caspe, la multitud ofrece una imagen muy diferente de la del funeral. Ahora se rinde tributo al hombre comprometido, al catalanista convencido, al que ha luchado contra la dictadura de Primo de Rivera en defensa de la tierra catalana. Toda una declaración política. Era de esperar. Para comprobarlo, los periodistas que siguen en la brecha preguntan aquí y allá y siempre obtienen la misma respuesta: Gaudí es un catalán universal. Entre los recién llegados se distingue a los miembros de movimientos catalanistas por sus comentarios y por la forma de aclamar el paso del féretro. Así, la carroza llega frente al convento de los jesuitas, donde las campanas tañen en honor de Gaudí entre murmullos de aprobación. A la altura del número 48 de la calle Caspe, un inmenso crespón negro recubre la fachada de la casa Calvet, uno de los muchos edificios levantados por el gran arquitecto para embellecer la ciudad. Se ve entonces sonreír al miembro de la comitiva que dirige el cortejo, aunque por poco tiempo, pues es consciente de que van a llegar con bastante retraso a la cita en la explanada de la Sagrada Familia.
Toda una historia se teje en esta tarde barcelonesa: el reconocimiento a un hombre señalado para la gloria. ¿Quién lo puede dudar al contemplar el gentío que sigue a la comitiva? Cuando la carroza gira en la calle Valencia para subir por la calle Sicilia hasta la Sagrada Familia se percibe la masa humana que hay detrás de ella. Gaudí está esa tarde en el alma de todo el mundo, y desde entonces queda incrustado en el ser de Barcelona para siempre. (En aquel día se respiraba la devoción por el hombre al que se le rendía honores fúnebres, el mismo hombre que hoy ha alcanzado el privilegio comercial de los grandes elegidos de la historia. Barcelona es un gran almacén giratorio, con retazos de las obras de Gaudí aquí y allá.)
A las siete de la tarde, la carroza con los restos de Gaudí llega por fin a la explanada de la Sagrada Familia. Un cálculo aproximado de la prensa habla de más de cinco mil personas. Gaudí está en el lugar de su destino, en el templo que ha querido convertir en la obra de su vida. También aquí doblan las campanas por él. La gente ha interiorizado el momento: «Dios nos lo dio, Dios nos lo quitó; no lo merecíamos pero nos encanta su obra. Todos somos en cierto modo resultado de él.» Al féretro le cuesta llegar hasta la puerta debido al tumulto. «Hermano Gaudí, ruega por nosotros.» En su templo expiatorio la salmodia une a todos los que lo admiran, católicos o masones.
Los primeros en entrar son los asociados de la Liga Espiritual de Nuestra Señora de Montserrat, que entonan salmos litúrgicos; después los obreros de la Sagrada Familia con hachones encendidos y finalmente el clero, junto a una abigarrada multitud de curiosos. Demasiada gente, demasiadas disonancias, demasiada escenificación. A un lado del altar mayor, espera desde hace al menos una hora el Orfeó Catalá, sección de hombres y niños, encargado de cantar el responso nada más comience a entrar el féretro. Pero tarda en hacerlo. Hay tensión en el ambiente y los responsables cruzan las miradas. El servicio de orden logra por fin abrir un corredor por donde los obreros de la Sagrada Familia transportan a hombros el féretro hasta un catafalco.
Libere me…
El orfeón acaba de iniciar el responsorio del Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria. «Líbrame, oh Señor, de la muerte eterna, cuando los cielos y la tierra tiemblen…»
–¿Y ahora qué pasará? –pregunta uno de los asistentes cuando el orfeón acaba el responso.
–Pues se llevará al difunto a la cripta donde será enterrado –responde otro con los ojos humedecidos por la emoción.
Así se hace. Sin excesivo ritual. En el primer nicho que se encuentra bajando la escalera, el que tiene una hornacina con una imagen de la virgen del Carmen, se deposita el féretro. Luego se procede a sellarlo, tras lo cual se reza un rosario por el alma de Gaudí.
Son las nueve de la noche del 12 de junio de 1926; todo está en calma. Se escuchan tan solo algunos comentarios en voz baja acerca de cómo ha sido este día tan especial para la ciudad de Barcelona. Contrariamente a lo que sucedió durante toda esa jornada, Gaudí es un personaje cuyo centro vital se halla en todas partes, pues pertenece a todos y a la vez a ninguno. Se pertenece a sí mismo, a lo que quiso ser en su vida como arquitecto y ser humano.
De todos modos, se seguirá diciendo tantas veces como sea necesario que su personalidad hay que buscarla siempre en los intersticios de su obra. Es lo que pensaba uno de sus mejores amigos, el doctor Santaló, que le acompañó en los peores momentos aunque no en su despedida, por razones que se explicarán ahora.
En efecto, unas semanas después del entierro, exactamente el tres de julio, el doctor Santaló puede por fin salir de su casa tras una larga enfermedad que le ha tenido postrado primero en cama y luego en su gabinete.
Es una mañana de verano muy calurosa. Santaló debe ir a la Sagrada Familia y decide hacerlo dando un paseo. En su calidad de albacea de Gaudí tiene la responsabilidad de poner orden en algunos papeles que han quedado sobre su mesa de trabajo, tal como los dejó el día que se topó con la muerte. El aire es sofocante y Santaló siente una repentina presión en el pecho. Se detiene junto a una tienda de artículos deportivos, se apoya en la pared, se aprieta el pecho con la mano y cierra los ojos. No se quita de la cabeza la idea de que Gaudí podría haber vivido muchos años más. Su salud era buena; todo lo buena que cabía esperar en un excéntrico que sometía a su cuerpo a una severísima dieta vegetariana. Santaló había cuidado de él más de treinta años: las caminatas de cinco kilómetros diarios, la buena costumbre de beber agua en abundancia, sus hábitos metódicos, los medicamentos que después de mucha insistencia conseguía que tomase lo mantuvieron en forma; sin embargo, tanto ensimismamiento religioso en los últimos tiempos le había creado un total desapego de la vida. Más de una vez, durante los paseos que realizaban juntos, tuvo la sensación de que estaba más cerca de Dios que de las cosas del mundo. Eso le llevaba a no distinguir la acera de la calzada; en alguna ocasión llegó incluso a sujetarlo porque atravesaba una calle sin mirar.
El doctor es consciente de que Gaudí había sido un ser de ninguna parte, forastero siempre, huésped en el mejor de los casos; sabe también que su mundo interior se enfrentó a una realidad exterior hostil que no quiso aceptar, pero desconoce cómo fueron los instantes previos a su muerte y si su desarraigo le hizo pensar en adelantar su fin. Con un gran artista como él, de prontos imprevisibles, nunca se podía estar seguro del todo. Vuelve a hacer un gesto brusco con la mano para apartar esa idea que no ha dejado de atormentarlo desde que le dieron la noticia de su muerte y, deteniéndose de nuevo, no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
Piensa entonces en la delgada línea que separa la vida de la muerte; en esos breves momentos en los que la razón, los sentimientos, la percepción pasan de fluir a apagarse con un soplo seco. De no ser por la grave operación de próstata que le mantuvo en el hospital durante aquellos días, está seguro de que podría haber evitado el fatal desenlace. No se quita eso de la cabeza, como tampoco el hecho de no haber podido estar con él en su agonía, ni asistir a su entierro, ni siquiera presenciar la lectura del testamento. Ha tenido que conformarse con una descripción de lo sucedido por parte de todos los amigos que acudían a verle. Poco a poco esos testimonios han ido tomando cuerpo en forma de una verdadera pesadilla que se repite una y otra vez.
Santaló ve a Gaudí salir de la Sagrada Familia, a las cinco y media de la tarde, para asistir a su misa diaria en la iglesia de San Felipe Neri. Camina con el paso lento y el aire despistado de quien se preocupa más de su mundo interior que de lo que sucede fuera de él. Y así, al cruzar la Gran Vía en la intersección de Bailén y Girona, ve cómo un tranvía que cubre el trayecto de la línea 30 lo arrolla. Luego ve claramente cómo el conductor, al pensar que se trata de un vagabundo ebrio, sigue su trayecto sin detenerse. Las imágenes se hacen más nítidas a partir de ese momento: ve a Gaudí de espaldas, aún consciente, mirando al cielo con los ojos tranquilos, casi agradecidos; ve cómo sonríe, cómo intenta meter la mano en el bolsillo de su pantalón, atado con imperdibles, para palpar su pequeña Biblia, y cree escuchar incluso el soplo prolongado, desigual de su respiración, que termina en un borboteo estrangulado; el corazón le late rápido pero la sangre no le llega al cerebro y acaba por desvanecerse. Sigue su pesadilla: ve a dos peatones acudir en su ayuda sin reconocerlo; tampoco lo pueden identificar al carecer de documentos, solo encuentran entre sus pertenencias un pañuelo, una llave, un puñado de nueces en los bolsillos y una pequeña Biblia ensangrentada que sostiene en su mano derecha, cerca del corazón. Paran un taxi y después a tres más. No quieren socorrerlo. ¿Para qué? Solo es un pobre diablo que ensuciaría sus tapicerías. A lo lejos, ve aparecer a un guardia civil y cómo este obliga a uno de ellos a llevarlo al dispensario de la ronda de San Pedro. Rotura de costillas, contusión cerebral, traumatismo a la altura de la oreja derecha. ¿Nada más? No lo saben. Hay que trasladarlo. En el hospital de la Santa Cruz lo confunden de nuevo con un mendigo y lo destinan a una sala común.
Al doctor todo eso le parece absurdo, propio de los desvaríos que el durmiente al despertar sabe que ya han acabado, si bien teme que encubran una verdad espantosa. En el espacio de un segundo se da cuenta de la verosimilitud de su pesadilla. Con los ojos abiertos no puede creerlo y tiene que cerrarlos para sentir su realidad, imposible de contradecir.
La alarma comienza cuando mosén Gil Parés advierte que Gaudí no ha vuelto a la Sagrada Familia. Junto a Domènec Sugrañes, discípulo del arquitecto, va a buscarlo por el camino habitual que utiliza para regresar de su misa diaria. Ni rastro de él. Entonces buscan por comisarías, hospitales y centros de primeros auxilios. Bien entrada la noche lo encuentran al fin en el hospital de la Santa Cruz. Está inconsciente, con la cara extrañamente iluminada, los labios negros y la mano sujetando una pequeña Biblia ensangrentada. El médico les dice que no vivirá más allá de uno o dos días.
A la mañana siguiente Gaudí recobra el conocimiento y pide que le administren los sacramentos. A ratos está sereno y reza; en otros, sin embargo, es presa de gran agitación: gesticula, balbucea palabras incomprensibles.
Santaló ve entrar a los amigos de Gaudí en el hospital: el obispo Miralles, Alfonso Trías, Puig i Cadafalch, Cambó, Rubió i Bellver, Jujol, el cerrajero Mañach, el poeta Melchor Font…: están todos, todos menos él, retenido también en la cama de otro hospital. El barón de Viver, alcalde de Barcelona, se ofrece a llevarlo a una clínica privada, donde recibirá un tratamiento mejor. Pero Gaudí se niega. Quiere morir como ha vivido siempre, entre gente sencilla.
Durante los dos días siguientes permanece tranquilo; a veces suspira y con la mano aferrada a su Biblia, repite: Jesús, Déu meu!
Son sus últimas palabras.
Después de varias semanas de bochorno, los rayos del sol, palpitantes de pequeñas partículas, consiguen por fin atravesar la capa de nubes que vela el cielo. Un resplandor que viene desde el mar se mezcla con el aroma desprendido por los árboles.
Al llegar a la Sagrada Familia, Santaló da un largo rodeo para evitar encontrarse con mosén Gil Parés y se dirige a la habitación de Gaudí. Nadie ha entrado ahí desde su fallecimiento; no se puede hacer sin el consentimiento del albacea. Ese es su privilegio y su obligación.
La habitación está tal como la dejó Gaudí la tarde de la tragedia: la cama sin hacer, rollos de papel, libros, planos, maquetas y fotografías esparcidos en el mayor desorden; de unos ganchos en las paredes cuelgan réplicas de esqueletos humanos sujetados con alambres así como vaciados en escayola, a tamaño natural, de animales, niños, mujeres y hombres, que deben servir para ornamentar el templo.
El doctor no puede evitar que una sonrisa asome en sus labios. Su viejo amigo no deja de sorprenderle, incluso después de muerto. No era solo un genio, era mucho más que eso: un ciclón, un gigante, una fuerza de la naturaleza capaz de llevar hasta el límite la voluntad creadora. Respira hondo y se dispone a realizar aquello para