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El separatista
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El separatista

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El separatista narra la difícil relación de una pareja en los agitados años previos a la independencia cubana. Él es criollo, llamado a forjar las bases del incipiente estado. Ella es española, viuda de un capitán de la armada.

Según López Bago, El separatista (1895), iba a ser la primera entrega de una tretalogía destinada a retratar la realidad cubana, que sin embargo no tuvo continuación. Pero sin duda se trata una de sus obras más notables y también de las más escandalosas, por su contenido político, en una época de revueltas secesionistas en la que Cuba era aún colonia española. A pesar de las ideas partidistas del autor, por su prodecencia peninsular, trata con valentía y descaro el tema de la independencia cubana, al contrario de lo que era costumbre en España, cuyos gobernantes y pensadores preferían negar los hechos y mirar para otro lado. Esta actitud le valió la persecución política de su obra. Para muestra de su talante abierto y dialogante, el último capítulo de la novela, donde alude al texto de Benjamín Franklin, titulado con esa fina ironía propia de la literatura humorística inglesa: «Reglas para empequeñecer un gran Imperio».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 may 2016
ISBN9788494556388
El separatista
Autor

Eduardo López Bago

Aranjuez 1855 - Alicante 1931 Estudió medicina en Madrid. Formó parte del grupo de los naturalistas españoles como su líder más extremista. Abanderó el proyecto del "naturalismo radical", que en su intento de aclimatar la escuela zolesca derivó en una fórmula literaria propia, la "novela médico-social" que deja sentir su influencia sobre el grupo de autores denominado Gente nueva. Este grupo estaba formado por Alejandro Sawa, José Zahonero, E. Sánchez Seña, R. Vega Armentero o E.A. Flores. En este grupo amistó en especial con José Zahonero. Colaboró en revistas literarias como La Ilustración Española y Americana y La Familia. Es de suponer que después de publicar El periodista y La prostituta, abandonó el periodismo para dedicarse enteramente a escribir novelas y no dejó de esgrimir, por lo menos hasta 1895, su título de literato de profesión para manifestar su desprecio a los aficionados, los Valera, Alarcón, Núñez de Arce, «políticos o diplomáticos que se dedican a la literatura». Además, afirma que vive «fieramente» (como escribe) de lo que produce la venta de su trabajo, viene a decir que las novelas naturalistas se venden bien y que, desde luego, la «buena causa» progresa. Entre 1880 y 1900 se hizo rápidamente popular entre las clases medias y bajas españolas con sus numerosas novelas, que él subtitulaba como "estudios médico-sociales". López Bago escribe mucho y de prisa; es, como se califica a sí mismo, un «obrero de la pluma» que vive de su trabajo. Enfoca la mayor parte de su obra en la explotación sexual femenina, lo cual le procuró un aura de autor erótico que detestaba según los postulados del Naturalismo radical; puso así los cimientos de la novela erótica española que florecería al cambiar el siglo. En sus últimos años emigró a América y fue entonces cuando a raíz de esta experiencia editó una de sus novelas más revolucionarias, El separatista, (1895). Los procesos judiciales sufridos por él evocan otros célebres juicios para valorar la moralidad de obras, como los sufridos por Gustave Flaubert y Charles Baudelaire, y lograron para sus obras una inusitada venta de ejemplares. Sin embargo el mérito estrictamente literario de sus obras existía: poseyó inventiva y cualidades de prosista y diseñador de personajes, así como colorido poético en las descripciones. López Bago trato los temas de la reforma penitenciaria y el crimen, el anticlericalismo, el colonialismo, la moral sexual, la fiesta de los toros, la explotación laboral y social y la degradación de la mujer.

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    El separatista - Eduardo López Bago

    Capítulo I

    Aquel día, concurrieron a la sala de armas de Lafourcade, casi todos los discípulos del maestro. Extrañábale lo peregrino del caso, porque de otros años tenía como adquirida la costumbre de dar lección, el lunes de carnaval, a media docena de aficionados a lo sumo. Media docena, que manifestaban por la espada más ardientes amores que por la mujer, o que amando se cansaban menos. Seis extravagantes. Y aún éstos, al caer en guardia, bien a las claras dejaban ver no estar del todo exentos de pecado, haber sido infieles a esa castidad que pide el acero para la mayor firmeza de los músculos, para la seguridad en los a fondo, para la agilidad y el vigor de las piernas, castidad que no siempre la juventud puede dar. A los primeros pases, en las contras y dobles contras sobre todo, enervábanse las muñecas, exageraban el doigté y florete se les caía de la mano. En los golpes de tac-tac resultaban desarmes no buscados, sólo con que el maestro, al contestar, empleara un poco de energía.

    —¡Ah! ¡El Carnaval! —exclamaba Lafourcade, sonriendo picarescamente, y a guisa de buen francés, añadía siempre algún comentario más apropiado al humorismo de Paul de Kock, que al rabelesiano esprit de Armand Silvestre. Nous avons fait la fête, mon cher. ¿N'est pas?

    Venus había hecho de las suyas. Y Marte al adivinarlo se reía con sus carcajadas de soldado, y sus alegrías de cuartel, sanas, aunque de mala vista, como el buen rancho, y el pan de munición.

    La sala Lafourcade, unida al establecimiento balneario Belot, y con él en combinación, para el servicio de duchas, tan tónico después de todo ejercicio corporal, un tanto fuerte, era por aquel entonces, la más concurrida. Íbase allí, para aprender la esgrima. El gran arte de «parar antes que toquen y tocar antes que paren». Iban unos, muy pocos, por higiene, para disminuir la obesidad naciente, para robustecerse, «tomando hierro por fuera» que es como mejor se asimila a la sangre, y otros, los más, impacientes por conocer todos los secretos de la ciencia de matar, lo más impunemente posible: con respecto al Código y con respecto al adversario. ¡Los desafíos! ¡La gran pasión de la juventud cubana!

    Se citaban los nombres de los mejores tiradores, como los grandes paladines que hubieran hecho por una santa causa, más servicios con la espada, o por lo menos más positivos, que los que prestaban con la pluma, o la palabra, los hombres de talento sacerdotes de esa causa misma. Fulano, que había herido gravemente a cinco militares en sendos encuentros a sable y en uno a espada mató a un peninsular metiéndole en un engaño de contra un palmo de acero en el pecho. Zutano, gran tirador de pistola, que llevaba ya tres duelos a quince pasos. El herido en el último, un cubano también, pero afiliado al partido de la Unión Constitucional, estaba todavía en la cama y los médicos desesperaban de su curación. ¡Ah! El combate personal, cuerpo a cuerpo, desahogo de todas las iras, de todos los odios, ¡la venganza! El duelo para la paz, hasta tanto que volviese la ocasión de la guerra. Romper zapatillas sobre la plancha de la sala, alimentando la esperanza, de ir algún día a la manigua. Matarlos uno a uno ya que no se podían matar a cientos. El florete, la espada, la pistola, el sable, todo era bueno hasta que llegase el momento del machete. El sable era el arma preferida. El arma de los valientes y sobre todo de los rencorosos, de los castizos. A filo, contrafilo y punta, se afilaban las hojas como navajas de afeitar y «se hartaba uno de sangre» se veía saltar de la herida, salpicaba y manchaba al heridor. Muchas veces los padrinos, convertidos en testigos, tenían que intervenir, a viva fuerza entre los dos combatientes para que la lucha en condiciones ya desiguales no continuara. El vencedor o el mismo vencido se resistían a separarse. Ensangrentado éste y furiosos ambos «¡Más! ¡Más!» gritaban sin hacer caso del juez de campo, del director de combate, ciegos para todo lo que no fuera ver sus odios por fin frente a frente y aniquilarse aniquilándolos.

    Desafío hubo que se festejó como un torneo. Hízose en campo abierto y acudieron millares de personas. Entre la muchedumbre destacábanse como tonos claros, vistosísimos, los trajes de hermosas mujeres, cuya presencia enardecía y animaba el valor de los adversarios. Había aplausos para el vencedor y en una ocasión dícese que hubo hasta orquesta preparada y suculento banquete previamente encargado por los amigos de aquel a quien todos achacaban como indudable la victoria. Casi al ponerse en guardia, recibió un golpe derecho. La punta del acero se vio salir por la espalda. Sólo pudo exclamar: «¡Este c... me ha matado!» antes de caerse para morir; allí mismo, en el terreno. Las armas tienen estas sorpresas, para los más diestros. A veces, como algunas mujeres, se desnudan, para el que las posee; para el que siempre las amó, con esos fanatismos que da el sport a los neuróticos de este fin de siglo.

    La sala de armas de Lafourcade, era realmente un campo neutral. Iban a tomar lección, unos y otros, los que figuraban en los bandos más encarnizadamente enemigos. Peninsulares, cubanos constitucionalistas, reformistas, autonomistas y separatistas.

    Y a todos ponía sable o florete en mano el maestro, mezcla de francés y de criollo, sumamente curiosa. Un verdadero colmo, de viveza y de buen humor. El tipo perfecto del hombre que está contento de la vida, no en absoluto, pero lo menos relativamente posible. De buenas carnes y no menor desarrollo muscular, caía en guardia con ese aplomo que da el peso de un cuerpo bien equilibrado en todas sus partes. Gozaba, materialmente gozaba con aquel ejercicio. Y al dar la lección, mezclaba las entonaciones y el lenguaje familiar cubano, con palabras francesas que se le escapaban. Tan pronto tuteaba como hablaba de usted a sus discípulos.

    —Vamos a ver... ¡En guardia!... ¡Sentao!... Parar contra cuarta, sexta y cuarta!... ¡Uno, dos!... ¡doublé!... No se apure... ¡Finta de pase engañe el contra!... ¡A tocar!... ¡Un poco de energía!... ¡doble contra sexta y cuarta!... ¡Tocar!... ¡Otra vez!... ¡otra vez!... ¡otra vez!... ¡No hay energía ninguna!... ¡golpe derecho!... ¡estás durmiéndote!... ¡Allons!... ¡cerrad la guardia!... ¡Uno, dos!... Pare contra de cuarta y sexta... ¡Up! baaah!... ¡Sentao!... ¡Pare! ¡lo mismo! ¡otra vez!... ¡up! ¡baah!... otra... ¡up! ¡bah!

    —¡Estoy cansado! —exclamaba el discípulo.

    —¿Estás cansao? ¡Pues toma jugo de carne! ¡Vamos! ¡Vamos!... ¡degagé!... ¡siéntese!... ¡golpe derecho!... ¡Una, dos!... Finta de pase y engañe el contra... ¡up!... ¡baah!... ¡Otra vez!... ¡baah!... ¡Te estás cayendo!

    —¡No puedo más!...

    —¡Bueno! Descansa... ¡A fondo!... ¡golpe derecho!... ¡En guardia!... Primera posición... ¡gracias!...

    Aquella exclamación «¡up!... ¡baah!...» era en sus labios característica. Con el primer término de ella figurábase infundir en el discípulo el vigor siempre deseado para los movimientos de mano y piernas y en cuanto a la segunda no salía de sus labios hasta sentir el botón en el pecho. Según la rapidez con que se ejecutaba el golpe, aquel ¡bah! tenía mayor o menor número de aes. Cuando llegaban éstas a cuatro, la entonación era marcadamente despreciativa por la lentitud y torpeza del aducando para realizar la frase.

    La sala tendría de diez a doce metros de largo: dos planchas formadas con el mismo pavimento de madera, que en el centro era como tablero de ajedrez, hendiéndose en el cuadrilátero. Alrededor de los muros colgaban en palomillas de madera, floretes, sables, caretas y guantes de los discípulos; cada juego numerado y colocado en su palomilla correspondiente. Un reloj, y por restantes adornos, una cromolitografía del cuadro L'Affaire d'honneur, el conocido desafío a espada entre dos cocottes; una panoplia de armas de duelo, armas de verdad; el retrato del boxeador Sullivan, y una gran fotografía en que podía verse al maestro Pini con un sable muy grande, blandiéndolo, de una podría ser magistral, pero que desde el punto de vista artístico resultaba grotesca. Recordaba, salvo las diferencias de tipo humano, los grabados en que se representa a Don Quijote dando tajos y mandobles en su descomunal batalla con los pellejos de vino. Bajo la panoplia el reglamento de la casa y a un lado en sitio visible el siguiente curioso cartelito:

    AVISO

    LAS LECCIONES ESPECIALES O DE PREPARACIÓN SON A PRECIOS CONVENCIONALES, ABONÁNDOSE SU IMPORTE POR ADELANTADO SIN DISTINCIÓN DE PERSONA.

    SE EXCEPTUARÁN DE ESTA DISPOSIÓN LOS DISCÍPULOS ACTIVOS DE ESTA SALA QUE LLEVEN MÁS DE TRES MESES EN ELLA.

    Lafourcade.

    HABANA, 1º DE JULIO DE 1891.

    Acerca de estas lecciones, en que se preparaba «para el duelo», y acerca de este aviso en que el maestro cobraba por adelantado, a los que iban a batirse al otro día, demostrando la sabia previsión de no exponerse a tener cuentas con los herederos, referíase entre los discípulos, cómo una vez hubo de presentarse un caballero, profano en el culto de las armas, solicitando una lección de terreno, un desafío en que estaba empeñado.

    —¿Cuánto me va usted a llevar?

    —Diez centenes.

    —¿Y usted me asegura que podré herir al otro?

    —Yo no.

    —¿Entonces qué va usted a enseñarme?

    —No conoce usted la esgrima, según veo.

    —No señor.

    —Pues entonces lo que yo puedo enseñarle a usted es a huir lo más decentemente posible.

    —¿Por diez centenes?

    —Por diez centenes.

    —Me parece caro.

    —Y a mí también —contestó riéndose el maestro.

    Al lado de la sala, estaba el vestuario, y en este cuarto la puerta de comunicación, con el establecimiento hidroterápico Belot.

    * * *

    Bien hiciera el maestro, prohibiendo en la sala todo comentario y declaración de opiniones políticas, bien hiciera, porque aquel lunes de carnaval, hubiesen podido ocurrir serios disgustos entre los tiradores.

    Lafourcade, curioso con la doble curiosidad, que venía a ser en él, hijo de francés y de cubana, como ineludible ley de herencia, no se explicaba, según queda dicho en los comienzos de este análisis, la repentina pasión por las armas, que en pleno Carnaval, acometía aquel año a casi todos sus discípulos, y singularmente, ¡caso extraordinario! a los más jóvenes, a los que el placer, la fiesta y la locura de las saturnales, en tal época solicitaban siempre, con mayores exigencias. Él, por supuesto, había pasado el domingo, lo más burguesamente posible. Con su mujer toda la tarde, en una victoria, que por el buen caballo y lo decente y limpia, así parecía de alquiler como las guaguas[1], landaus de lujo; paseando por el Parque y Prado, hasta la Punta, recreándose más que en mirar las máscaras, en aquel desfile de lujosos tremes de la ostentosa aristocracia habanera. ¡Ah! El disfraz y la careta, iban de año en año, cayendo en desuso. La decadencia de las alegrías del Carnaval era un hecho. Sobre todo en la vía pública. Ya no se disfrazaban los jóvenes de «buena familia» que antes en hacerlo se divertían grandemente. Los máscaras eran unos cuantos mamarrachos, algunos de ellos pagados por los establecimientos de comercio y puestos en un carretón recubierto con percalinas de vistosos colores, desde el cual iban repartiendo prospectos de la casa. O bien, algunas viciosas, viciosas por necesidad o por temperamento, pero pertenecientes a la prostitución de bajo vuelo, que iban en coches descubiertos, tapada la cara y enseñando mucha gordura y mucho descote. Y nada más. A unos y otros se les miraba con desdén dejándoles en libertad de divertirse solos. Eran hasta una nota discordante. La gente fina gustaba de pasear y de verse a cara descubierta. Estaban convencidos ya de una verdad axiomática: de que el disfraz puede llegar a ser provocativo y gracioso, pero la careta es más grosera que lasciva.

    Y haciéndose estas reflexiones Lafourcade pasó la tarde, en el carruaje, al lado de su mujer, muy buena, muy amante del marido, de aquel «loco de atar», que tal hubo de ser al llegar a Cuba, donde tantos incentivos encontrara para su esprit gaulois y hoy hombre razonable, a quien, según rumores, ella consiguió reconquistar para la fidelidad conyugal con su hermosura, con su bondad y con la hidroterapia.

    Una tarde y un domingo deliciosos para el maestro de armas. Olvidándose de todo y de todos. Sin haber querido leer un solo periódico. Almorzando bien, después de la ducha, durmiendo una ligera siesta, saliendo luego contento, decidido a entretenerse con cualquier nonada; con las tiras de papel de color que desde los balcones arrojaban y caían dentro del coche; hasta con la brutal broma de los que arrojaban harina. No quería incomodarse por nada. Quería tener la única molestia de saludar a cuantos conocía. «Toda la Habana». Regresaron al obscurecer, con la victoria llena de tiras rojas, verdes, amarillas, rosadas, blancas, de todos colores.

    Así pues, nada sabía. Encontrábase sorprendido por el hecho. Y éste era inexplicable. ¿Por qué acudían tantos? ¿Acaso no hubo baile en ninguna parte la noche anterior? ¿Hubo baile y no concurrieron mujeres de fácil logro a excitarse y excitarlos con un danzón sabroso? ¿Se acababa el mundo o se habían vuelto los habaneros locos de cordura? Sólo estos dos milagros podían justificar la asistencia de los discípulos a la sala de armas en plena época carnavalesca.

    Se vistió el traje de esgrima. Chaquetilla y pantalón de hilo crudo, color gris (otras veces usaba la malla negra) y eligiendo entre todos, uno, cualquiera, púsole guante y florete en mano, se cubrió con la careta y empezó a dar lección. Unos miraban con mucho interés el juego del discípulo, un peninsular, y otros sentados, formaban grupos de dos o de tres. Estaba prohibido hablar de política, y nadie se ocupaba de infringir la orden en voz alta. Pero en todos aquellos grupos a juzgar por la animación del gesto y la rapidez con que se movían los labios, la política era el tema que se cuchicheaba y de tal modo que no pudiese vibrar una palabra, más allá del círculo formado por los interlocutores. De política, o de mujeres, no cabía duda, porque sólo una de estas conversaciones, podía revestir entre aquellos tropicales tales caracteres de animación en ademanes y palabras, mal contenidos los unos, las otras dichas casi en voz baja.

    Sospechábalo Lafourcade, y empezó a sentirse impaciente, nervioso. El peninsular era muy torpe todavía. Un principiante, que blandía el florete como quien coge un cirio para ir a la procesión.

    —¡Esa mano! ¡Ese brazo!... La punta más baja ¡no tanto! ¡levante usted todo el brazo!... ¡la muñeca doblada!... ¡cubrirse más!... tomar bien la dirección... ¡Finta de golpe derecho y pase! ¡A mí! ¡Otra vez!... ¡up!... ¡baaah!... ¡Otra vez!... ¡up!... ¡baaaah!... muy mal amigo mío... Vamos a ver si lo aprendemos.

    ¿Qué había ocurrido? Casi estaba seguro de que no hablaban de ningún lance de amoríos. En primer lugar, porque a menos de mediar circunstancias especiales, de ser en suma, aventura con dama haut placée aquellos locos, no eran amigos de guardar tales reservas y después, aún en este caso, en que la caballerosidad veda el escándalo, las miradas expresión de la fisonomía hubieran sido picarescas, tanto en el narrador como en los oyentes. Alguna sonrisa maliciosa, animaría las facciones que por lo contrario estaban pálidas en unos, arrebatadas de color en otros, pero serias, muy serias, casi sombrías, porque nada es más sombrío que la juventud cuando llega de pronto a sentir la pasión del odio, de la desesperación o de la tristeza. Pasiones de viejos.

    —¡En guardia!... ¡Esas piernas!... ¡Ese florete! ¡nom d'un nom!... pero amigo mío, mon cher, ¡convénzase usted alguna vez de que no es un palo!... ¡Vamos a ver!... A fondo... ¡Golpe derecho! ¡en guardia!... A fondo... ¡golpe derecho!... otra vez... ¡en guardia!... ¡A fondo!... ¡up!... ¡baah!... Ahora está mejor... Contra de cuarta... ¡a tocar!... ¡up! ¡baah!... ¡otra vez!... ¡otra vez!... ¡No me haga usted contra de tercera!

    Indudablemente trataban de algún acontecimiento político importante. Días anteriores hablábase de precauciones militares tomadas por el Gobernador General. ¿Habría ocurrido algo? ¿El qué?

    —¡Finta de primera y segunda!... ¡a fondo!... dirección... otra vez... Finta de...

    Y dirigiéndose al grupo, sin poderse contener por más tiempo.

    —¿Qué secretos son esos? ¿Hay mucho embullo?[2] ¿Para qué?

    —No es nada —replicó uno de ellos—, que «al negro siempre le coge la noche»[3].

    El discípulo habíase quedado inmóvil, en guardia, esperando.

    —Finte usted primera, pare segunda y conteste golpe derecho... ¡up!... ¡vamos! parar y contestar... ¡up!... ¿pero no contesta usted...?

    —Ni nosotros tampoco —saltó un oportuno guasón de los del grupo.

    —¡Mire qué sanaco![4] —replicó Lafourcade en tono chancero.

    —El que quiera saber a Salamanca. «Al pié del coco se bebe el agua».

    Eran frecuentes en la sala de armas estos criollismos de dicción. El francés alardeaba de poder competir en esto, si mucho le apuraban hasta con los mismos guajiros. Y era tal su afán que muchas veces inventaba giros de frase, que excitaban la hilaridad de los hijos del país por lo rebuscados y extraordinarios.

    Sin embargo no estaban aquella mañana para bromas los discípulos del querido maestro de armas. Y éste aguijoneado por la curiosidad creciente, dio distraído y malamente, asaltos y lecciones.

    Peninsulares e isleños[5], hombres de la zona templada y de la intertropical, aclimatados o indígenas, hallábanse en un estado de excitación nerviosa, raro en aquellos cuerpos deprimidos por el calor exceso y habitual, estado sólo explicable atendiendo a que la misma enervación constitucional, daba al organismo tirantez para vibrar por algún estímulo externo, por alguna pasión, vivísima como todas las suyas, agigantada en las exaltaciones extraordinarias de la imaginación, no sujeta, dominadora en sus idiosincrasias biliosas, en sus temperamentos linfáticos desnaturalizados por estos nervios mismos.

    Criminales políticos matoides y locos, afectados de una verdadera locura moral, hubiéralos juzgado Lombroso; revolucionarios por pasión, que obraban obedeciendo a los ultraísmos histero-epilépticos, a los mandatos de la raza, del clima, de la presión barométrica, a los factores individuales y a los sociales políticos y económicos, que con aquellos se combinaban.

    ¡Una enfermedad! Una enfermedad, que producían el sol y el aire, las flores con su embriagador perfume, y las mujeres con su incitante hermosura. La brisa del mar que llegaba todas las tardes para refrescar las enardecidas frentes y el diario callejero y noticioso que todas la tardes también, publicaba el cablegrama de Madrid noticiando cómo el gobierno español continuaba loco, terco, monomaníaco en las cuestiones coloniales. La causa era aquella fiebre constante que los palidecía, el instinto genésico exacerbado de manera tan ficticia, que más se tradujo siempre en deseos que en hechos, nunca iguales a lo insaciable de los deseos; lujuria de imaginación, y de imaginación como la lujuria todo, amores y odios; amores y odios; amores al terruño, a la mujer, a la fortuna; odios a la fuerza, al sometimiento, a la superioridad que hace alarde de serlo. Amores y odios que sentían sin explicárselos, debidos acaso a los dos cruzamientos distintos que los agobiaban; los amores, la pasión noble y generosa,

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