La actual postura de la Iglesia respecto a la prostitución es inequívoca y de sobra conocida: defiende su abolición. Tal vez por ello llama la atención la tolerancia eclesiástica en los últimos siglos de la Edad Media, una etapa calificada como la edad de oro del comercio sexual por algún historiador. En la actualidad, nadie reaccionaría como aquel sacerdote que, según san Buenaventura, respondió así a alguien que le confesó haberse masturbado por la noche: “¿No puedes dar un denario para satisfacer tu lujuria?”.
El carismático predicador san Vicente Ferrer (1355-1419) argumentaba así la razón de la permisividad de la Iglesia: “Lícito es para el remedio de la lujuria el lupanar, aunque por ello se condenen las meretrices y pequen cuantos las buscan. Pero pecan menos que si lo intentaran con otras mujeres, porque respecto de las primeras queda solo en simple fornicación, y porque faltando lupanares no estarán a salvo casadas, ni doncellas, como enseña san Agustín”.
A diferencia de la religión musulmana, el cristianismo se había caracterizado desde sus orígenes por tolerar el sexo únicamente en el marco del matrimonio con vistas a la procreación. La Biblia prohibía el adulterio, la fornicación, la homosexualidad y, por supuesto, la execrable prostitución que san Atanasio de Alejandría (339-346