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Rasgando el velo de Isis: Viaje al mundo escondido
Rasgando el velo de Isis: Viaje al mundo escondido
Rasgando el velo de Isis: Viaje al mundo escondido
Libro electrónico420 páginas5 horas

Rasgando el velo de Isis: Viaje al mundo escondido

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Información de este libro electrónico

Un libro cuya lectura no dejará indiferente a nadie.

Juan Sebastián de Elcano, no fue el primero en descubrir la curvatura cerrada de la Tierra. La naturaleza del mundo subterráneo es tan sorprendente y bella como la del mundo de arriba. Budistas e hindúes aseguran que desde el Kaylash, monte sagrado del Tíbet, se accede a un universo donde seres de distintas etnias conviven constituyendo naciones subordinadas a la autoridad de Shivá. En el horizonte de la superficie terrestre, la luz se desvía por efecto de la gravedad. En el mundo escondido, la cambiante gravedad provoca, sin solución de continuidad, la discriminación de las frecuencias que integran el espectro cromático visible.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 jun 2016
ISBN9788491125761
Rasgando el velo de Isis: Viaje al mundo escondido
Autor

M. Audije

M. Audije (Cáceres, 1943). Escritor y marino con larga trayectoria en la armada, siempre mostró interés por diversas materias (culturas, paleontología, geología, astronomía, ecología, etc), obteniendo resultados como el hallazgo de dos hachas neolíticas, un meteorito orientado, yacimientos fosilíferos marinos, plegamientos calizos cerrados. Éste, es el segundo volumen de su obra Rasgando el velo de Isis.

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    Rasgando el velo de Isis - M. Audije

    © 2016, M. Audije

    © 2016, megustaescribir

               Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Ilustraciones de M. Audije

    El texto bíblico ha sido tomado de la versión © La Biblia de Israel

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2575-4

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2576-1

    ÍNDICE

    Agradecimientos

    Reconocimiento

    Prefacio

    Capítulo I Criaturas

    Capitulo II Tiempo

    Capitulo III El pozo de sal

    Capitulo IV Adios, Nepal

    Capitulo V Un puzzle gigantesco

    Capitulo VI La Joya más valiosa de la creación

    Capitulo VII La Montaña Polar

    Capitulo VIII Exégesis

    NOTAS

    Del Capitulo I

    Del Capitulo II

    Del Capitulo III

    Del Capitulo IV

    Del Capitulo V

    Del Capitulo VI

    Del Capitulo VII

    Del Capitulo VIII

    CITAS

    Del Capítulo I

    Del Capítulo III

    Del Capítulo V

    ILUSTRACIONES

    Ilustración nº. 1... La escalera de caracol, el pozo y la encrucijada

    Ilustración nº. 2... Corte esquemático de la semiesfera Terrestre

    Ilustración nº. 3... Luz y gravedad variables

    Ilustración nº. 4... Dirección y sentido de g en la Corteza

    Ilustración nº. 5... Nube de nieve sobre el acceso al Abismo

    Ilustración nº. 6... Geometría interna de la Tierra

    Sobre el Autor

    A mi mujer y nuestros seis nietos

    (Carlos, Elena, Pablo, Alba, Nicolás y Lucía)

    AGRADECIMIENTOS

    Al Rimpoche Doje Cering -Abad Tulku del monasterio del Jrskl- y a su corto puñado de monjes, con el deseo de conocerles.

    A mi gran amigo Samuel, por ayudarme a indagar en el pasado.

    A Bin Nang, mi maestro, agradeciéndole su generoso legado.

    Mi reconocimiento

    A BNPUBLISHING, por autorizarme a utilizar contenidos de la BIBLIA DE ISRAEL en la redacción de esta obra.

    El autor.

    PREFACIO

    En La otra Tierra, primer volumen de Rasgando el velo de Isis, se apostó por la posibilidad de que la infraestructura de nuestro planeta fuera muy diferente a como la imaginamos. Una hipótesis ya contemplada por algunas culturas a causa de sucesos inexplicables con la lógica y los conocimientos a los que podían recurrir y que, ante la impotencia para encontrar respuesta a las incógnitas que planteaba, eran relacionados con el interior de nuestro mundo. Respuesta respaldada por un mensaje que, hábilmente criptografiado en el libro del Génesis, la tradición ha preservado incólume hasta nuestros días.

    Tras considerar esa hipótesis y oír a quien testimonió ser cierta, he dedicado los ocho últimos años a intentar demostrarme que, lejos de ser mera suposición, es una realidad difícilmente cuestionable. Así, sin dejar de la mano las convicciones de mi confidente y maestro Bin Nang (el personaje central de esta narración) y prevenido con un firme escepticismo, he aceptado este reto rescatando y cribando datos olvidados en el desván de importantes tradiciones atávicas. Y debo decir que las conclusiones hasta hoy alcanzadas, investigando puntualmente según iba al paso con el relato de una extraordinaria aventura, descubren un laberíntico mosaico que con la perspectiva ofrecida por el transcurso del tiempo deja entrever un pasado absolutamente desconocido.

    En este volumen, segundo de la citada trilogía, se cuenta como Bin Nang, tras su primera incursión en el mundo intraterrestre y el descubrimiento de una etnia ya extinguida, persiste en seguir explorando y se aventura por túneles que discurren en dirección Norte bajo la cordillera del Himalaya.

    Solo resta decir, estimado lector, que vivimos tiempos donde los conocimientos provenientes del Futuro no han de sorprendernos tanto como los que aún quedan por descubrir en el Pasado.

    CAPÍTULO I

    CRIATURAS

    El "Om mani padme hum" de luz y color / ¿La irrebatible ecuación de la botánica? / Paradas de postas / La segunda galería / Un glaciar subterráneo / Durmiendo en una geoda / Los Anfhomínidos / El Jrskl / Un rio subterráneo navegable / Lo que contó el Rimpoche Doje Cering / Los Kanphatas / Ciento cuarenta y seis kilómetros de error / ¿Un reino celeste? / ¿Oculta un mensaje el escudo de Nepal? / Prácticas de tantrismo / El reino de Shivá.

    Acompañado por su padre, Bin Nang se internó en la quinta galería iniciando el segundo viaje al mundo de los Seres. Después, cuando regresaran a la encrucijada, tras aprovisionarse de agua y alimentos, se aventurarían explorando en otras direcciones.

    La iluminación de las piedras de luz ayudó a que avanzasen sin dificultad. Cada uno se había colgado alrededor del cuello dos de aquellas luciérnagas minerales en contacto con la garganta y la nuca, para iluminar el camino por delante y a sus espaldas. Así, en menos de una jornada de veinticuatro horas, de las que invirtieron siete en reponer fuerzas, llegaron al extraño mundo.

    Describir las emociones que vivió Nang admirando el fantástico espectáculo ofrecido por la combinación del agua, las rocas, la luz y el color, sería repetir lo que experimentó el maestro cuando descubrió aquel lugar.

    No obstante, empujado por la curiosidad, Nang investigó las reacciones de las piedras triboluminiscentes descubriendo que su radiación obedecía al volumen, la frecuencia, el tono y el timbre de las ondas acústicas.

    Entusiasmado, observó como el sonido de su nombre, según como lo pronunciase, se traducía en ráfagas, explosiones o en un lento fluir de rayos luminosos. Lo mismo ocurría si zapateaba, gritaba o salmodiaba el conocido mantra Om mani padme hum (esa jaculatoria que se dirige a la divinidad pidiendo la evolución espiritual, el desarrollo del yo interior y el surgimiento de la naturaleza inmortal trascendiendo el molde de la naturaleza humana).

    Con más tranquilidad que lo hiciera el maestro en su primera visita, dedicaron algún tiempo a investigar qué causó la muerte de los seres, pero, no disponiendo de otros medios que su propia capacidad analítica, no alcanzaron más conclusiones que las ya supuestas por aquél.

    Cuando llegaron a la gigantesca sala de los estanques, observaron que en algunos de ellos la superficie estaba cubierta por algas similares a los nenúfares y no más grandes que la palma de sus manos. Debajo de cada una, a modo de rejos, surgían numerosos pedúnculos de escasa longitud por los que, supuestamente, absorberían los nutrientes disueltos en el agua.

    A juzgar por la descripción que me hizo el maestro, los cultivos de los estanques eran exclusivamente hidropónicos. Pero, de ser así, ¿cómo se proveía al agua de los minerales necesarios?

    En aquel mundo, donde la única vida existente era la del reino vegetal, ¿cómo era posible la hidroponía? Como única explicación a la viabilidad de estos cultivos, no me quedó otra alternativa que considerar a la luz como un catalizador para producir nutrientes. Al fin y al cabo, pensé, intentando imaginar un probable proceso, la luz interviene en el desarrollo de los vegetales como un agente vital.

    La ecuación de la botánica es clarísima e irrebatible:

    Agua + anhídrido carbónico + minerales + luz + semilla = Vida vegetal

    Esta ecuación es la que rige para que la vegetación exista aquí, en el mundo de arriba, donde la acción de la luz sobre los tejidos vegetales propicia que éstos absorban el anhídrido carbónico disuelto en el aire para luego, tras descomponer sus moléculas en átomos de Oxígeno y de Carbono, dejar escapar al Oxígeno a la par que asimilan e incorporan el carbono necesario para su crecimiento.

    Sin embargo, en la atmósfera de la sala de los estanques y en la de otras cavernas donde antiquísimos campos de cultivo habían sido colonizados por una vegetación arborescente, faltaba el anhídrido carbónico para que los embriones de vida preservados en semillas eclosionaran y tuviesen la capacidad de perpetuarse. O, al menos, eso parecía.

    Traducido al campo de las matemáticas equivaldría a que en una ecuación faltara alguno de los términos afectados por la incógnita, tan imprescindibles como cualquiera de los otros o de sus parámetros para establecer la correspondiente igualdad.

    ¿De dónde se proveía el anhídrido carbónico? ¿Lo aportarían, quizás, algunas partículas minerales suspendidas en el agua? ¿Actuarían las frecuencias de determinadas radiaciones lumínicas como agentes cruciales en la generación de ciertos elementos químicos? ¿Sería esa hipotética generación una muestra elemental de la densificación de haces vibratorios que dan lugar al surgimiento de Maya? [1]

    Dejando atrás los estanques, avanzaron hasta dar vista al tempestuoso río rugiendo cual fiera al salir de la garganta erosionada en la alta pared rocosa. Plantearse cruzarlo enfrentando la fuerza de su corriente, habría resultado inútil. No disponían de los medios imprescindibles para tan arriesgada empresa y, de haberlos tenido, habría sido una temeridad intentarlo.

    Quizás, algún día... ¿a qué tanta prisa?, ¿a dónde iría? Seguía allí, alejándose en desenfrenada carrera, desgastando las paredes del cañón y socavando su lecho.

    000000000000000

    Dando por concluida la visita a la ciudad de los seres y desandando el camino llegaron a la encrucijada. Casi tres días habían transcurrido desde que iniciaran su aventura.

    La logística de aquella expedición preveía constituir un depósito de víveres y otros útiles del equipo personal junto a la escalera de caracol. Con esta medida, cada vez que pasaran por la encrucijada no tendrían necesidad de subir al monasterio para reponer lo que hubieran perdido o consumido.

    Al efecto, los novicios que practicaban contra el miedo, eran los encargados de mantener determinado nivel logístico en este punto de aprovisionamiento.

    Evitar la subida al monasterio ante la eventualidad de necesidades logísticas, era de suma trascendencia y había sido decisión de ellos. De no haber sido así (que, por cambiar de galería, habría sucedido en cuatro ocasiones), la adaptación al medio subterráneo, que tanto esfuerzo psicológico implicaba, se habría interrumpido.

    De paso, cada vez que se aprovisionaran, podrían dejar un mojón indicando el camino que habían seguido. Y, ante la necesidad de un rescate, caso de que no regresasen en el periodo acordado de treinta días, los monjes o los novicios sabrían en que galería buscarles.

    Decidir en qué dirección seguir, no les resultó difícil. Cualquier camino les era indiferente. Para adentrarse en lo desconocido, no importaría lo meditada o precipitada que fuese la dirección que eligieran.

    Así, no parándose a dudar, al llegar al cruce de las cinco galerías, tomaron la que quedaba inmediatamente a la izquierda de la recién explorada.

    Bin Nang pisó algo junto a la escalera de caracol. Se trataba de un japa mala perdido, sin duda, por alguno de los que practicaban contra el miedo. [2]

    Avanzando en la dirección que supusieron nordeste, cuando llevaban recorridas alrededor de dieciséis millas, encontraron varias teas de brea reseca.

    Resultaba obvio que durante sus frecuentes incursiones exploratorias, los gurkhas habían establecido puntos de aprovisionamiento donde también almacenarían agua y vituallas para abastecerse sin necesidad de regresar a superficie. Esto conllevaría asegurar el suministro a las múltiples estaciones logísticas y, para tal fin, una cadena de porteadores habría proveído los recursos mediante el eficaz y tradicional método de relevos utilizado antiguamente para transmitir noticias o transportar mercaderías entre lugares muy distantes entre sí. Tales depósitos de apoyo se sucedían regularmente guardando una distancia que, según el trayecto fuese practicable con mayor o menor dificultad, oscilaba entre dieciséis y veinte millas.

    La galería por la que estaban internándose no se parecía en absoluto a la que conducía al mundo de los seres. Aquella se había hecho ex profeso para acceder a la encrucijada y al río que la cruzaba. Sin embargo, en la que se encontraban, permanecían indelebles las huellas de un curso de agua que había erosionado las masas graníticas de sus flancos y de las cuales, excitadas por la radiación de las piedras de luz, innumerables partículas de cuarzo emitían fugaces destellos sesgando la densa oscuridad.

    Aquellas ciclópeas rocas les hacían sentirse seguros. El agua, dándoles formas suaves y romas, las había desgastado modelando superficies con pulimentadas curvaturas y sinuosos trayectos.

    El cambio de terreno se produjo sin transición, de manera brusca, como si rompiera unas hipotéticas reglas del camino. La masa granítica se tornó más oscura, pasando desde el gris claro a un marrón rojizo que rayaba en el negro. A poco, las superficies suaves cambiaron en otras con aspecto áspero, quebrado e irregular configurando un mosaico de piezas delimitadas por arbitrarios agrietamientos.

    Desde lejos, cual si se tratase del lento rodar de un cuerpo blando y amorfo, llegaba un rumor sin fisuras. Y, como fondo de aquel rumor, el aire, aumentando de temperatura y coloreándose desde el anaranjado al rojizo, hacía presentir la proximidad de un curso de lava.

    A poco lo encontraron allí, en la profundidad de un precipicio que se abría delante ellos, borbotando vapores sulfurosos desde su ardiente seno, fluyendo mansamente y fundiendo cuantas rocas arrancaba tras engullirlas en su movimiento abrasador.

    Arriba, sobre la plataforma desde donde observaban la corriente de fuego líquido, el azufre se había acumulado depositando capas estratificadas en torno a un cráter de residuos volcánicos.

    Por la descripción que del lugar me hizo el maestro, pude inferir que estuvieron dentro de una burbuja de lava que se hubiera enfriado y solidificado conformando un techo rígido y resistente en lugar de explosionar y romper su plástica superficie.

    Las emanaciones gaseosas ascendían verticales hasta veinte o treinta metros por debajo de donde estaban y en gran parte, por fortuna para ellos, eran succionadas a través de agujeros abiertos en las paredes de la sima hirviente.

    Percatándose de que podían envenenarse, tosiendo y retirándose con el tiempo justo para evitar la asfixia, se alejaron hasta una distancia donde el aire volvía a ser respirable.

    Minutos después, pisando sobre el amarillento borde del cráter, abandonaron el dantesco escenario e irrumpieron en otro que parecía pertenecer a un mundo de gigantes.

    La intrusión de una columnata de basalto cambió el paisaje del ardiente abismo por otro rígido, inflexible e inalterable que parecía emergido desde los cimientos de la Tierra y del que, a juzgar su color gris acerado por la ausencia de óxido, podía colegirse que estaba compuesto por hierro nativo.

    Caminaban entre pilares que surgían del subsuelo alzándose hercúleos y formando un laberíntico desfiladero. La altura de aquellas formaciones prismáticas, de sección triangular, cuadrada o hexagonal, que se perdían tras perforar una inalcanzable bóveda, no podía ser estimada.

    Poco después, aquel paisaje de geometría regular experimentó un cambio más brusco, si cabe, que cuando rebasaron las intrusiones graníticas y se toparon con la sima de lava. En un caos intransitable, miles de fragmentos se amontonaban formando barreras difíciles de escalar. Algún movimiento sísmico, frecuentes en el flanco oriental de los himalayas, habría provocado el derrumbamiento de incontables columnas contribuyendo a la formación de una oquedad inmensurable.

    En la altísima bóveda, sustentada por columnas distribuidas al antojo de la Naturaleza, se adivinaban estrechas grietas que rompían al exterior. A través de ellas, desplegándose en abanico o en proyecciones cónicas y destellando iridiscentes, penetraban haces de rayos solares que se difuminaban antes de llegar al suelo.

    El panorama que tras una penosa ascensión pudieron contemplar, les afectó hasta hacerles sentirse deprimidos.

    Para alumbrarse mejor, cada uno sostuvo piedras de luz en ambas manos, alzando los brazos cuanto pudieron por encima de la cabeza.

    Adelante y a los lados, hasta donde alcanzaba la vista, el caótico empedrado causaba un impacto capaz de arredrar al más temerario explorador.

    Haber seguido avanzando, habría sido una temeridad. Para andar una docena de metros, era necesario pisar sobre fragmentos de rocas basálticas con forma y tamaño irregular demencialmente entremezcladas. Un traspié podría hacerles perder el equilibrio y golpearse con las aristas cortantes que amenazaban en el suelo o, en el peor de los casos, caer dentro de alguno de los huecos que el colosal derrumbe había formado.

    Frustrados y sin mediar palabra, se miraron en silencio y emprendieron el viaje de vuelta hacia la encrucijada de las galerías.

    Cuando dejaron atrás el abismo de lava hirviente, decidieron hacer un alto. Estaban agotados.

    Apenas llevaban doce horas en aquel subterráneo, pero la afección pulmonar que les causara la inhalación de los vapores sulfurosos y remontar la montaña de escombros basálticos les había supuesto un gran esfuerzo.

    Luego de descansar en las suaves superficies graníticas, reemprendieron la marcha empleando otras tantas horas en llegar a la escalera de caracol.

    Habían transcurrido cuatro días y veinte horas desde que iniciaran su aventura.

    Rellenando los odres del agua y reponiendo las raciones de carne ahumada que habían consumido, optaron por ir hacia el noroeste.

    Según la dirección de su marcha, se desplazaban paralelamente a la cadena de los himalayas, dejándolos a su derecha y pasando incluso bajo sus estribaciones más sudoccidentales.

    Si la galería explorada anteriormente se caracterizó por el hallazgo de las columnas de basalto y el abismo volcánico, ésta se distinguió por atravesar un inmenso glaciar.

    El camino, a excepción de un tramo donde numerosas subidas y bajadas les obligaron a ir más despacio, no ofreció grandes dificultades. Así, no encontrando otros accidentes y con la inestimable ayuda de las piedras de luz, la velocidad media de su marcha pudo haber sido superior a una milla por hora.

    Por la cuenta de reloj llevaban en esta ruta poco más de siete días y, salvo un depósito de fósiles admirablemente conservados, no hicieron más descubrimientos dignos de mención.

    Los fósiles ocupaban un estrato visible de al menos cinco metros de espesor. Si bien, por mostrarse a ras de suelo, es probable que la capa de limos que los contenía se extendiese en profundidad. Juzgando las dimensiones estimadas por el maestro al describir los huesos, cabe pensar que pertenecían a grandes saurios. [3]

    Después del estrato de fósiles, la galería se estrechó adoptando la forma de un conducto ligeramente ovalado atravesando una capa de arenisca. En los costados, así como en el suelo y el techo, una argamasa compuesta por sílice y arcilla ligaba infinidad de partículas de cuarzo con restos de conchas marinas.

    A partir de un punto del recorrido donde la sección ovalada perdía su forma, el techo, cementado y pulido por la erosión del agua, dejaba ver un conglomerado donde caparazones y valvas se disputaban el espacio con cantos rodados entre los que abundaban ópalos y jades.

    Por los datos que habían estimado en cuanto a dirección y distancia recorrida, así como por la referencia al glaciar y la descripción de la naturaleza mineral del subsuelo, conjeturé que, a los doce días de marcha, habrían alcanzado la vertical del lago Rara. [4]

    El glaciar seguía profundizando bajo el suelo que pisaban.

    Observándolo, daba la impresión de que una corriente de agua termal lo había tallado mucho tiempo atrás. El agua caliente se había abierto paso a diferentes niveles horadándolo mediante orificios elipsoidales de distintas anchuras. En la mayoría de estos desaguaderos, las últimas aguas que circularon por ellos a bajísimas temperaturas, alcanzaron el punto de congelación y quedaron suspendidas en el aire formando barbas de hielo.

    Se trataba de un glaciar fósil que, mostrando capas de hielo ya transparente, ya blancas, grises, azuladas, rojizas o incluso negras, constituía una ventana o páginas geológicas de la actividad volcánica registrada en aquella zona desde la Era Arcaica.

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    Arriba, a poco más de un kilómetro y no muy distante de la vertical de sus cabezas, aspirando como siempre a trazar una circunferencia con su contorno, destellando matices azules o turquesas y haciendo guiños a las nubes para que se mirasen en sus aguas, yacería el bellísimo lago Rara almacenando en su regazo la lenta fusión de los hielos y ocultando en las profundidades a sus habitantes mitológicos o legendarios.

    También arriba, hacia el noroeste, se extendería la apenas explorada región del Dolpo con sus escasos pobladores, mitad nepalíes mitad tibetanos, testigos en tantas ocasiones de avistar al Yeti o a otras criaturas no menos extrañas ni más vistas.

    Si los Himalayas se están levantando y sepultando bajo cientos de metros los hielos y la vida, ¿por qué no habrían de dejar su impronta vaciando el subsuelo bajo ellos? ¿Por qué su orografía no habría de construir, por efecto de cabalgaduras y levantamientos, un colosal habitáculo capaz de albergar criaturas escapadas de cualquier cataclismo? O, cuando por la acción de agentes geotérmicos se funden los glaciares subterráneos, ¿qué impide que alguna especie animal ocupe las cavernas que esa fusión ha originado?

    ¿Dónde se ocultan los Yetis?

    =============

    Entre de las Montañas Celestiales (las Tian Shan) y la cadena de los himalayas, discurre otra gigantesca sucesión de cumbres de casi tres mil kilómetros de longitud formando la cordillera de Kunlun.

    En China existe la creencia de que en el interior de los montes Kunlun se encuentra el Xuan Pu, un paraíso a donde viajó el rey Mu en el siglo X antes de la era cristiana, y que allí, formando parte del Grupo de los Inmortales, vive Huang Di, popularmente conocido como el Emperador Amarillo. El Xuan Pu también sería la residencia de la diosa Xiwangmu, la Reina Madre del Oeste, de quien se dice que pasa el tiempo cultivando los melocotones de la inmortalidad.

    Según la tradición, ocho personajes fabulosos, los Tres Augustos y los Cinco Emperadores, constituyeron un gran reino agrupando a las tribus dispersas por las dilatadas tierras de Asia.

    Los Tres Augustos, cuya existencia se supone anterior al tercer milenio anterior a la era cristiana, habrían educado durante cientos de años a los pobladores de la primitiva China enseñándoles técnicas agrícolas, la artesanía textil y los principios básicos de la metalurgia además de un modelo de organización social que contemplaba la formación cultural y la institución de la familia. Después, ausentándose, dejarían a la gran nación en manos de los gobernadores o dioses menores Zhuanxu, Yandi, Taihao, Shaohao y Huang Di a los que la cultura popular identificó con los respectivos dioses del Norte, Sur, Este, Oeste y del punto Axial polar que surge del interior de la Tierra. Siendo recordado este último, Shi Huang Di (el Emperador Amarillo), como un guerrero invencible que alcanzó la inmortalidad constituyéndose en dios de los montes Kunlun y del interior de la Tierra.

    Cinco nominaciones que los asocian e identifican con la fuerza más invencible de la Naturaleza, el Rayo, y pueden ser admiradas en el Dorje o cetro que denota la autoridad espiritual de los lamas budistas.

    Este objeto ritual, que según la tradición del Tíbet cayó del cielo, de naturaleza metálica y geometría regular, muestra una arquitectura simétrica a ambos lados de una esfera que presumiblemente simboliza la Tierra. De cada hemisferio esférico surgen cinco rayos. Cuatro de ellos, separados por un ángulo de 90º, correspondiéndose con las cuatro direcciones cardinales. El quinto, brota del punto polar, a modo de un axis mundi que originándose en el interior de la Tierra (simbolizada por la esfera) la atraviesa, trascendiendo su materialidad y proyectándose en la profundidad infinita del espacio exterior. [5]

    ===========

    Nang y el maestro conocían bien tales herencias culturales. Tradicionalmente, los padres las habían vertido en los oídos de sus hijos durante incontables generaciones. Eran más antiguas que los habitantes de India o de China y también, por supuesto, que los de Nepal y Tíbet.

    Presumiblemente desconocerían que en otros muchos países también se habían heredado noticias similares a éstas. Que la existencia, aunque oculta, de otras criaturas y ciertos seres superiores, es una constante histórica, cuando no prehistórica, en los credos de las religiones.

    OooooooO

    OooooooO

    No pude evitarlo. Según iba contándome la fantástica aventura vivida junto a su padre, una sombra de incredulidad iba empañando la atención que le prestaba.

    Sin embargo, ciertos detalles que observé en la descripción de los accidentes orogénicos tales como la inmediatez de las columnas de basalto a un cráter volcánico, las formaciones graníticas, la sima con el río de lava, el yacimiento de sal gema, el hallazgo de un glaciar,... eran tan verosímiles, que, de no haber tenido conocimientos de geología, difícilmente podría haberlos imaginado.

    Por otro lado, en su relato había trazos del legado histórico o legendario contenido en mitologías y religiones de otras culturas. Y esta evidencia, tan similar a lo que padre e hijo habían conocido, no podía ser ignorada.

    Hace al menos tres mil quinientos años, los egipcios tenían la convicción de que en el interior de la Tierra existía un reino celestial, un paraíso al que llamaban Duat. Estaba en la región a la que , el Sol y dios solar, viajaba cada noche descendiendo del cielo con su barco hasta desaparecer bajo el horizonte de poniente.

    En su viaje, , se hacía acompañar por Upuaut (aquél que abre los caminos y señor de la tierra sagrada), dios de aquél misterioso reino que comenzaba al otro lado de la lejana línea donde se acababa el mundo.

    El dios Upuaut, en su función de abridor de caminos, auxiliaba a en la eterna lucha contra Apofis (la monstruosa serpiente dragón que intentaba alterar el orden cósmico provocando maremotos o atacando enfurecida al barco de ). [6]

    La Duat, una reino celestial o cielo en el interior de la Tierra, estaba muy próxima a zonas donde habitaban multitud de criaturas malignas y abundaban animales cuya imagen resulta difícil concebir. Tanto unas como otros, estaban acechando la llegada de humanos procedentes del mundo de arriba. Por tal razón, con el fin de que sirviese para prevenirlos y evitarlos, los sacerdotes egipcios daban cuenta de tales peligros en el Libro de Amduat describiendo, también, los lugares donde con frecuencia solían estar.

    Mucho más reciente y no menos interesante es la noticia, hecho histórico, mito o leyenda, que surgió en el siglo XII acerca de un misterioso reino: el del Preste Juan.

    El rumor que recorrió Europa hablaba de un poderoso monarca cristiano que, combatiendo al Islam en la guerra santa, mantenía a raya a los musulmanes. Tal rumor, que lejos de apagarse fue cobrando fuerza, pareció confirmarse cuando en las cortes de Federico I Barba Roja, rey del Sacro Imperio Germánico, en la del emperador bizantino Manuel I y en la del Papa Eugenio III, se recibieron sendas misivas del imbatible monarca dando noticia de haberse trasladado desde su reino al próximo oriente para defender la fe cristiana.

    No fueron pocos los aventureros que lo buscaron, pero, por alguna justificada razón que jamás llegó a saberse, su reino nunca llegó a encontrarse. Las pistas sobre su localización, vagas e imprecisas, terminaban por resolverse en suposiciones tan poco fundamentadas como las que, cuatro siglos después, desanimaban a los españoles que buscaban El Dorado en las vastas tierras del continente americano.

    Al principio, considerando su relativa proximidad a Tierra Santa, Egipto y Abisinia (hoy Etiopía) o una región común de ambos, fueron los territorios donde se esperaba encontrar al que decían ser un fabuloso reino. Después, tras comprobar que la información era infundada, se prestó atención a otros rumores que lo suponían en territorios mucho más lejanos.

    Daba la impresión de que el reino de Preste Juan, siempre escapaba ante los intentos de aproximación de los monarcas cristianos de occidente.

    Otra información, esta vez con apariencia de mayor crédito, orientaba en qué dirección buscarlo:

    Con su poderoso ejército, Preste Juan había conquistado la capital del imperio persa, Ecbatana, camino de su país....Cuando, se supone, regresaba de combatir a los musulmanes. [7]

    El itinerario del Preste Juan a la vuelta de esta guerra, apunta inequívocamente al desierto de Taklamacan (topónimo que significa lugar del que nunca se regresa), donde el viento, al mover las dunas, descubre construcciones milenarias que luego sepulta para después descubrirlas de nuevo siguiendo un bucle interminable.

    Se decía que en su reino había tanta abundancia en oro, plata y piedras preciosas, que tales riquezas se veían por doquier y no despertaban la ambición de poseerlas.

    Todo, cualquier cosa, estaba al alcance de los súbditos. Así, poseyendo cada uno cuanto deseaba, no cabía imaginar ni la pobreza ni la diferencia de clases por motivo de los bienes materiales. La diferencia entre las personas se establecía en función de sus valores morales y sus cualidades. La solidaridad, la predisposición a la ayuda desinteresada, la amistad sin límites, el favor anónimo, la consideración que por derecho merecen el prójimo y los animales, el respeto al orden de la Naturaleza,... eran cualidades y usos comunes de aquel pueblo.

    Las tierras, surcadas por los cuatro ríos que salían del Paraíso Terrenal, fértiles a lo largo de todo el año, producían tantos frutos y mantenían tanto ganado que los alimentos nunca escaseaban. En las cocinas reales, cada día, se hacía comida para más de treinta mil personas.

    El palacio del Preste Juan estaba construido con cedro, ébano, cristal, marfil y cuantos otros materiales admirables y preciosos eran conocidos en la época.

    En la inmensidad de aquél reino, vivían criaturas inimaginables: cíclopes, faunos, sátiros, gigantes de veinte metros de altura, pigmeos, cinocéfalos, unicornios, dragones, un pájaro que, como el ave fénix, siempre renacía,...

    Cuando el Preste Juan envió aquella misiva a Federico I Barba Roja, había cumplido quinientos sesenta años. No obstante, se decía que no aparentaba tener más de treinta. La explicación, según él, estaba en beber un agua milagrosa. Era gracias a tal agua, remedio universal contra todos los males, por lo que ninguno de sus súbditos jamás padecía enfermedad alguna y por lo que, quien menos vivía, llegaba a cumplir los cinco siglos.

    Todos los habitantes del reino bebían el agua de la eterna juventud y se bañaban en ella. Decían que el manantial donde brotaba estaba en un bosque próximo al Paraíso Terrenal. Y que no muy lejos de allí crecía el Árbol de la Vida custodiado por una serpiente alada y bicéfala que solo dormía el día de san Juan Bautista (precisamente, durante las horas nocturnas en que deben recogerse el trébol, la maya, el muérdago, la verbena,... y otras plantas que, con propiedades excepcionales, constituyen ingredientes indispensables del bálsamo mágico que protege contra todo

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