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La Dulce Catastrofe
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Libro electrónico346 páginas5 horas

La Dulce Catastrofe

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“Y al hombre dijo…maldita será la tierra por tu causa;
con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.
Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado…”
LA CAÍDA (Génesis, cap. 3)

El largo camino
Estas hojas continúan la historia empezada hace diez mil años con la expulsión del hombre del Edén. Las palabras de la Biblia, el antiguo libro del saber, ilustran muy bien sus penas. Todo tuvo su comienzo, para bien o para mal, con el invento de la agricultura. La manzana, el fruto prohibido del conocimiento y de ahí la civilización: logros que se pagaron a caro precio, un verdadero calvario para la humanidad, una odisea de la que quizás veamos pronto su final.

El Síndrome Metabólico
Obesidad, diabetes, hipertensión, problemas cardiovasculares, una entera generación de enfermedades que se definen hoy como Síndrome Metabólico. Todas estas patologías – aunque muy diferentes entre ellas – tienen como origen común la resistencia a la insulina. Esta condición, fisiológica en los carnívoros, es debida a un exceso crónico de azúcares en la dieta. Nuestra dieta habitual – que para simplificar llamaremos Dieta Agrícola – de hecho está constituida principalmente por cereales, legumbres y lácteos, alimentos que determinan una severa malnutrición y que vehiculan muchas enfermedades.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2016
ISBN9788892558250
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    La Dulce Catastrofe - Giovanni Cianti

    Autor

    EL PROBLEMA

    Prólogo

    El impacto catastrófico que la Era Agrícola y su breve y consiguiente apéndice industrial han tenido sobre la humanidad es fácilmente visible por cualquiera, en cuanto afecta a:

    la felicidad y a la libertad personal

    la alimentación y por lo tanto a la salud

    la familia

    la sociedad

    el ambiente

    Las únicas verdaderas ventajas de la agricultura han sido el saber y la cultura, en una palabra la civilización. Desgraciadamente el precio que el ser humano ha tenido que pagar – como nos enseñan la historia y la actualidad – ha sido carísimo en cuanto a miseria y sufrimiento. Ahora, sin embargo, la Revolución Informática nos permite entender y superar 10.000 años de penas, y volver finalmente a ser animales felices, en armonía con nuestra naturaleza y con el ambiente que nos rodea.

    Una experiencia personal

    En 1998 yo tenía cuarenta y nueve años y un pasado de éxitos deportivos. Practicaba rugby, halterofilia y culturismo, y tenía la aspiración de tener un cuerpo perfecto, en una búsqueda continua de los límites en el ámbito de la eficiencia, de la fuerza y de la estética. Durante esos años era un distinguido preparador atlético y divulgador de la ciencia deportiva, y mis artículos se publicaban también en varios países del mundo. Sin embargo, físicamente estaba desecho. Veinte kilos de sobrepeso, depositados sobre todo en la zona de la cintura, y ya no podía ver mis gloriosos abdominales. Sólo me quedaba la estructura física que había construido con más de treinta años de entrenamientos diarios y pesados. Mi tensión sanguínea era, como me dijo mi querido amigo el doctor Filippo B., border line: como sigas así, tendremos que acudir a la pastillita…; además la glicemia en ayunas se acercaba a los 100 mg/dl y el colesterol estaba por encima de lo normal, así como los triglicéridos que iban subiendo y subiendo. De noche me despertaba a menudo para orinar, estaba siempre cansado y sin tono, pero el aspecto más terrible era mi condición al acabar de comer: estaba prácticamente en coma, con una sed descontrolada, asaltándome una horrorosa pesadez, y no obstante estuviera sacio me seguía apeteciendo comer. La digestión se me hacía eterna y desde hacía años una tediosa forma de esofagitis me perseguía. La familiaridad con estos trastornos me resultaba evidente. Por parte de mi madre la diabetes de tipo 2, la adulta, con añadidos problemas de circulación, de ateroesclerosis y severa hipertensión. Mi padre, por su parte, él también diabético e hipertenso, a los cincuenta años (mi edad por aquel entonces) había tenido un grave infarto. Tenía de que preocuparme. Cierto era que desde hacía diez años no entrenaba de forma constante, limitándome a algún ejercicio de vez en cuando simplemente para moverme y había abandonado la alimentación hiperproteica característica de los verdaderos culturistas; pero, por Dios, nada podía justificar mi penosa condición. Analicé mi alimentación habitual, y la encontré acorde con las recomendaciones oficiales: 60-70% de carbohidratos en prevalencia de pan, pasta y arroz, aceite de oliva, pocas grasas animales, carnes magras y verdura. Pero la verdadera sorpresa fueron las calorías que consumía, ya que eran 800, quizás 1000 y sólo puntualmente alcanzaba las 1200 calorías diarias. Teóricamente comía bien, (según el canon oficial), y comía poco, incluso por debajo de mis niveles teóricos de mantenimiento, y sin embargo había acumulado en pocos años veinte kilos alrededor de la cintura, sumados a trastornos físicos relevantes. Estoy seguro de que a muchos lectores este cuadro les suena condenadamente familiar. Algo no encajaba… tenía que encontrar una solución.

    Me sumergí en los libros, y lo que salió fue algo sobrecogedor. El problema y su causa se conocían prácticamente desde siempre, así como la solución, pero por lo que yo sabía, ningún médico que afrontase cotidianamente esos problemas había atado los cabos, porque a lo mejor cada uno se ceñía a su ámbito sin tener una visión de conjunto que hubiera aclarado la situación. Era evidente la naturaleza evolucionista del problema, clarísimo su origen, patentes los mecanismos metabólicos y fisiológicos involucrados. Encontré particularmente importante y extremadamente clarificador el trabajo de la doctora Annunziata Lapolla [1], investigadora de la Universidad de Padua, que representaba la vanguardia en la naturaleza de los efectos de los azucares no correctamente metabolizados por nuestro organismo. Evidente era también la solución, pero... nadie, que yo supiera, había metido las piezas en su sitio del puzle. Eliminé inmediatamente cereales y derivados, sustituyéndolos con fruta y verdura, y volviendo al mismo tiempo a mis antiguos hábitos hiperproteicos. Comía hasta la saciedad, finalmente repuesto en mis reales necesidades. Gradualmente, pero inexorablemente, la grasa empezó a quemarse, hasta que volvieron a salir a la luz mis heroicos abdominales; mi tensión sanguínea volvió a estar perfectamente, tanto como la glicemia y el perfil de los colesteroles. La esofagitis desapareció y no se volvió a presentar. Otra sorpresa inesperada fue la de no tener ya la necesidad de ir al dentista, aunque hubiese padecido de caries de forma estable e importante. Mi digestión es rápida y sin complicaciones, mi energía es constante y al máximo nivel todo el día; en fin, volví a vivir, y lo que es más sin medicamentos, sin médicos y sin hospitales. Publiqué los resultados de mi investigación ese mismo año en la revista de culturismo Cultura Física[2], obteniendo consensos y reconocimientos, aunque obviamente en un sector limitado. Sucesivamente, durante un viaje a Estados Unidos, tuve la oportunidad de leer el libro Protein Power de los cónyuges Eades, nutricionistas famosos, publicado en 1996. Mientras en Italia la así definida Dieta Mediterránea hacía furor (que por extraño destino intentaba resolver el problema que ella misma creaba), siempre en Estados Unidos se empezaba a hablar de Síndrome X[3], el hodierno Síndrome Metabólico, y el profesor Lorain Cordain[4] publicaba artículos e investigaciones relativas a la discordancia evolutiva, recomponiendo así, como ya había hecho yo mismo aunque más modestamente, ese puzle evolutivo que tan drásticamente había condenado la humanidad a la enfermedad y la miseria. Hoy, once años después, sigo manteniendo salud y forma física óptima sin dietas, fármacos o sacrificios, y – esto lo digo con empacho - sin ni siquiera esa cantidad mínima de ejercicio que sería recomendable. Estoy notablemente más sano y eficiente que la media de mis coetáneos, y mientras ellos ya se han jubilado o están próximos a hacerlo, yo en cambio entro en mi época madura fuerte y activo. Obviamente mi predisposición al Síndrome Metabólico no está resuelta, ya que he intervenido demasiado tarde por hacer una obra de prevención, pero la estoy curando con gran éxito y simplicidad gracias a la alimentación. Como veremos más adelante el Síndrome Metabólico no se desarrolla con el envejecimiento, sino con el pasar de los años, que no es lo mismo: el Síndrome Metabólico hace envejecer más rápidamente, pero incluso cuando es evidente se puede controlar, no obstante sea mejor la prevención.

    Ese fue el punto de partida de mi trabajo de investigación y divulgación que sigue hoy en día. Profundizando en los estudios sobre el desarrollo de la potencia y de la fuerza muscular, en el año 2000 tuve la oportunidad de leer una investigación de Kraemer [5], que me llevó a comprobar los ritmos biológicos y hormonales de nuestra especie, particularmente en relación a la actividad física intensa. Como consecuencia, publiqué algunos artículos recogidos bajo la etiqueta de Jurassic File en varias revistas[6]. Este trabajo fue sucesivamente integrado también en un libro titulado Entrena y aliméntate según los ciclos naturales[7] salido en 2005. De ahí a comprender cómo la revolución agrícola hizo miserable no sólo nuestra salud, sino también cualquier otro aspecto de nuestra existencia el paso fue breve.

    De hecho, los dramáticos cambios de vida que ese pasaje histórico ha producido han condicionado profundamente no sólo nuestra salud, sino también nuestra felicidad personal, la sociedad, la duración de la existencia y finalmente el ambiente en el que vivimos. Esto es lo que mis escritos se proponen demostrar.

    La punta del iceberg

    La obesidad es un fenómeno difuso en nuestro ya minúsculo planeta. Una verdadera pandemia. Paradójicamente no afecta sólo a las sociedades y a las clases más ricas, desarrolladas y opulentas, sino también a las poblaciones más pobres e incultas. No perdona ni siquiera los países en vía de desarrollo en los que se sigue muriendo de hambre y conjuntamente de diabetes. La obesidad no es la consecuencia de la abundancia, sino más bien de la miseria y de la ignorancia, ya que se encuentra – y esto no ha de sorprender por lo que veremos – en prevalencia en las clases sociales más bajas. La obesidad es sobre todo la primera señal de una crisis metabólica que está envenenando todo el organismo. Se trata de la condición que ha producido una emergencia sanitaria de dimensiones titánicas, impensables e incontrolables a la que la humanidad se tiene que enfrentar. Lejos de ser meramente un hecho estético, el sobrepeso es la evidencia de graves problemas de salud que están aflorando. El conjunto de enfermedades provocadas por las alteraciones del metabolismo de los azucares asume el nombre de Síndrome Metabólico, o dulce catástrofe de la humanidad.

    Una catástrofe sanitaria

    Como se ha notado, la acumulación de grasa en el cuerpo señala un corto circuito metabólico que ya está produciendo graves consecuencias para la salud y que si no se contrarresta en un tiempo limitado seguirá dañando al organismo, provocando de manera lenta pero inexorable daños irreparables. Me doy cuenta mientras escribo que estas palabras pueden parecer excesivas o precipitadas, pero si los lectores tendrán la paciencia de seguir lo que voy ilustrando llegarán a entender que se trata de la fiel descripción de la realidad. Intenten imaginarse el coste social de un hombre que haya superado apenas la mediana edad, y cuya expectativa de vida sea de ochenta años, con hipertensión, diabetes y relativas complicaciones. ¿Cuántas horas de ausencia del trabajo, cuántas horas gastadas en consultas medicas, en analíticas, medicamentos y hospitalizaciones hasta que para descanso de su alma no deje este valle de lágrimas?

    Las enfermedades metabólicas, en aumento progresivo también por la prolongación de la vida media de la población, representan la causa primaria de morbilidad y mortalidad. En Italia, con el 40% de los casos – 250.000 decesos al año – el Síndrome Metabólico es la primera causa de muerte. La mitad de la población de Italia tiene sobrepeso, mientras que el número de los obesos en el mismo país corresponde a unos 4 o 5 millones de personas. Los costes socio-sanitarios de la obesidad han superado en Estados Unidos los 100.000 millones de dólares al año, mientras en Italia se queda alrededor de los 23.000 millones [8] de euros.

    ¿Enfermedad del progreso?

    No, en absoluto. La arqueología nos demuestra muy bien cómo la insurgencia de enfermedades metabólicas coincide perfectamente con el descubrimiento de la agricultura, y cómo anteriormente nuestros antepasados prehistóricos fueran inmunes a ellas. Las momias de las que los antiguos Egipcios nos han dejado millones de ejemplares evidencian que hace 4000 o 5000 años, caries, diabetes, enfermedades cardiovasculares, obesidad y cáncer, afligían la humanidad exactamente como ahora. La agricultura, junto al fruto insustituible de la civilización, introdujo en la alimentación humana un tipo de comida no idóneo, al que nuestra especie – dada la cantidad mínima de tiempo transcurrido – aún no se ha adaptado. Una discordancia evolutiva, como la define el profesor Cordain, por la que hoy todavía estamos pagando las consecuencias.

    Nuestra historia evolutiva

    Durante dos millones y medio de años el animal homo fue cazador-recolector, especializado en devorar carroñas. No estando dotado de colmillos o de garras, su comida era constituida de las carcasas de herbívoros dejadas por los grandes felinos, además de huevos, insectos, moluscos, bayas y raíces. Como consecuencia, su fisiología evolucionó sobre la base de una alimentación carente en azúcares, y en cambio rica en proteínas animales, vitaminas y fibras vegetales. Los márgenes de supervivencia eran por aquel entonces bastante reducidos, pero la salud de los supervivientes era excelente. Luego, tan sólo hace 10.000 años, un tiempo ínfimo en términos evolutivos, el invento de la agricultura cambió drásticamente nuestras costumbres alimentarias, introduciendo una cantidad de azúcares excesiva y dañina (pero fácil de conservar) por la que nuestro organismo no estaba y no está predispuesto. De esa forma, la gran mayoría tuvo garantizada la supervivencia, aunque fuera sacrificando la salud. Nuestra especie se volvió estancial, la población empezó a aumentar, surgieron las primeras ciudades y la historia de la especie humana tuvo su comienzo, entre grandes sufrimientos y penas, como nos recuerda la Biblia. Hoy más que nunca la situación sanitaria está degenerando sobremanera por dos razones:

    después de 10.000 años de agricultura extensiva, que dejó paso a la industria a finales de 1700, ha habido una progresiva y masiva urbanización (actualmente más de la mitad de la población vive en las ciudades) con consiguiente empobrecimiento de la comida y de las condiciones de vida;

    del aumento de la duración de la existencia individual ha evidenciado problemas de salud que con una duración inferior (cerca de 50 años) no llegaba a manifestarse.

    El fracaso de las dietas

    Ya desde hace décadas la consciencia del alcance de este problema empujó a los investigadores a buscar la causa en el excesivo consumo de grasas alimentarias. De manera muy simplificada se formuló la ecuación que identifica las grasas presentes en el organismo con las grasas introducidas con los alimentos. Esto llevó a recomendar dietas de bajo contenido en lípidos, un estándar de nutrición que ha penetrado profundamente en la cultura alimentaria occidental, y que ha tenido una hegemonía durante al menos cuarenta años.

    La industria empezó a producir alimentos light, o con 0% de grasa, que la población a su vez aceptó en masa. Una estrategia que no ha resuelto los problemas de salud para nada; es más, los ha agravado hasta una pandemia de obesidad a la que asistimos hoy en día [9]. Las dietas desarrolladas durante esa época tenían esencialmente dos presupuestos fundamentales: la reducción de los lípidos y la restricción calórica. Aunque estudios que son ya generalmente aceptados atestiguan como una reducción de la energía introducida predispone a prolongar la vida (y más adelante veremos el por qué), se nos escapó el hecho de que ningún animal sobre la faz de la tierra acepta voluntariamente el hambre y la privación. El hambre para los seres vivientes es una señal negativa, pensada por la Naturaleza para garantizar la supervivencia. Como consecuencia, aunque la restricción calórica produzca disminución de peso corporal (y sólo en parte de grasa), esta restricción no puede ser mantenida a largo plazo, e inevitablemente la rutina está destinada a romperse a favor de una apropiada compensación que lleva tanto a comer más como a la activación de aquellos procesos metabólicos que nos conducen a acumular grasa con aún mayor facilidad. Pero, sobre todo, reducir los lípidos alimentarios llevó a un incremento de los azúcares ingeridos en su sustitución, agravando la situación. En la práctica se aconsejó como solución exactamente la causa misma del problema.

    La gran mayoría de las dietas que se siguen aconsejando no son idóneas porque:

    sustituyen las grasas con azúcar, lo que agrava el estrés metabólico;

    imponen una notable restricción calórica, lo que en el tiempo las convierte en algo impracticable.

    Los ojos vendados de la ciencia

    El retraso con el que la ciencia oficial se está enterando de la situación es debido probablemente a la grande especificidad de la investigación. Es posible que una orientación interdisciplinaria hubiera consentido una estimación más acorde con la realidad. La fisiología no puede ignorar la genética; biología y arqueología tienen que casar, y la medicina no puede prescindir de la historia y sobre todo de la prehistoria. Curiosidad, intuición, creatividad y cultura tendrían que ser patrimonio de cualquier investigador. No es una casualidad que algunos hayan oído hablar de serendipity que el científico – como los tres principios de Cristoforo Armeno – tendría que poseer. Ahora se investigan las posibles causas genéticas y moleculares de la obesidad para producir nuevos medicamentos, pero los medicamentos tienen que ser la última herramienta a la que acudir: si el problema es de naturaleza alimentaria se puede resolverlo o evitarlo simplemente modificando la alimentación, por lo menos si se actúa a tiempo. Pero esto obviamente les suena muy mal a las farmacéuticas, que realmente son las entidades que financian los estudios científicos hechos adrede para luego vender medicamentos.

    El Síndrome Metabólico: muchas enfermedades, una sola causa

    En el lenguaje médico la palabra síndrome indica un conjunto más o menos específico de síntomas (expresión de enfermedades también muy lejanas unas de otras), que junto a oportunas explicaciones detalladas según el caso, orienta sobre la naturaleza, el carácter, la causa y la sede de los trastornos. El Síndrome Metabólico de hecho acomuna una variedad muy amplia de enfermedades, también muy diferentes entre ellas, que por lo visto tienen todas el mismo origen: la resistencia a la insulina. El concepto de Síndrome Metabólico existe por lo menos desde hace 80 años, porque fue descrito por el fisiatra sueco Kylin como un conjunto de hipertensión, hiperglucemia y gota. Más tarde, en 1947, Vague asoció a todo ello también la adiposidad del tronco, la diabetes de tipo 2 y las enfermedades cardiovasculares. El llamado también Síndrome X, o Síndrome de la resistencia a la insulina, o también Cuarteto Mortal, todavía no ha encontrado una definición científica compartida por todos.

    La definición más recurrente (WHO, NCEP, European Group for the Study of Insuline Resistance) la caracteriza con la presencia de intolerancia a la glucosa, la obesidad, la hipertensión y la dislipidemia [10].

    El Síndrome Metabólico es diagnosticado, según el ATP III (Adult Treatment Panel III) cuando una persona presenta al menos tres de los siguientes síntomas:

    El Síndrome conlleva la reducida utilización de la glucosa a nivel de tejidos periféricos, además de un aumento de los ácidos grasos libres y de una producción de glucosa por parte del hígado.

    Azúcar, almidón, insulina y el metabolismo de los carbohidratos

    Antes de seguir con la exposición será oportuno profundizar en el significado de las palabras empleadas y en la fisiología del metabolismo del azúcar [11].

    Los azúcares, o carbohidratos, están compuestos de agua y carbono. En base a su estructura son clasificados como:

    monosacáridos (glucosa, fructosa, galactosa), los únicos tan pequeños para poder ser absorbidos por el sistema digestivo;

    disacáridos (sacarosa, lactosa, maltosa);

    polisacáridos digeribles (almidón y glucógeno)

    celulosa (no digerible por el hombre).

    En el hombre la digestión empieza en la cavidad oral, donde las moléculas complejas de los almidones son descompuestas en dextrinas y maltosa, tipos de azúcar más simple, por obra de la ptialina, una enzima presente en la saliva. A través del estómago y sin ulteriores transformaciones (el estómago no contiene enzimas predispuestas a su digestión), terminan el camino digestivo en el intestino tenue, en el que la amilasa pancreática y el jugo entérico los transforman en glucosa y fructosa, que son capaces de atravesar la barrera intestinal para ser absorbidos por los capilares, y de éstos pasar finalmente a los tejidos.

    A través de la circulación portal los azúcares llegan también al hígado, que transforma la glucosa en un tipo de azúcar más complejo, el glucógeno, y lo almacena para meterlo en circulación en un segundo momento cuando haya necesidad. Las células también depositan la glucosa que no se utiliza bajo forma de glucógeno. La cantidad de azúcar presente en la sangre no debería superar los 100 mg/dl y es definida glicemia. Como respuesta al aumento de la glicemia, el

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