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Historia del cuerpo humano: Evolución, salud y enfermedad
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Libro electrónico761 páginas12 horas

Historia del cuerpo humano: Evolución, salud y enfermedad

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Uno de los científicos más reputados en evolución humana nos explica de forma divertida y amena los secretos de la historia de nuestro cuerpo. Desvelando las claves que nos pueden permitir adecuarnos a nuestras necesidades de especie por encima de los insalubres comportamientos marcados por las modas y los ritmos de vida actuales. Es un libro escrito con mucho sentido del humor y con gran habilidad explicativa, sin perder por ello ni un ápice de rigor científico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ago 2021
ISBN9788412288889
Historia del cuerpo humano: Evolución, salud y enfermedad

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    Muy interesante y entretenido; aunque al final puede hacerse algo repetitivo (capítulos 12 y 13), es necesario para asentar bien los postulados con los que Lieberman desea dejar al lector. Aprendí mucho y recomiendo el libro para cualquiera dudoso sobre la evolución e interesado en temas de salud y su divulgación.

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Historia del cuerpo humano - Lieberman

Cubierta

LA HISTORIA DEL CUERPO HUMANO

Evolución, salud y enfermedad

DANIEL E. LIEBERMAN

LA HISTORIA DEL CUERPO HUMANO

Evolución, salud y enfermedad

Traducción de: JOAN LLUÍS RIERA

A mis padres

PREFACIO

Como a casi todo el mundo, me fascina el cuerpo humano, pero a diferencia de muchos que, con buen criterio, relegan su interés por el cuerpo de otro a las noches y los fines de semana, yo lo he convertido en el centro de mi carrera profesional. Gozo de la gran fortuna de ser profesor en la Universidad de Harvard, donde enseño y estudio cómo y por qué el cuerpo humano es como es. Mi trabajo y mis intereses me permiten hacer un poco de todo. Además de trabajar con los estudiantes, estudio fósiles, viajo a rincones interesantes del planeta para ver cómo usan sus cuerpos otras personas y realizo experimentos en el laboratorio sobre el funcionamiento del cuerpo humano y de los animales.

Como a muchos profesores, me encanta hablar y disfruto con las preguntas que me hacen. Pero de todas las que suelen plantearme, la que más detestaba era: «¿Qué aspecto tendrá el cuerpo humano en el futuro?» ¡Odiaba esa pregunta! Soy profesor de biología evolutiva humana, lo que quiere decir que estudio el pasado, no lo que nos depara el futuro. No soy adivino, y la pregunta me hacía pensar en películas cutres de ciencia ficción que nos muestran a los humanos del futuro lejano con un cerebro enorme, el cuerpo pálido y delgado, y la ropa brillante. Mi respuesta reflexiva era algo por el estilo de: «Los seres humanos no están evolucionando mucho a causa de la cultura». Esta respuesta, o alguna variante, es la que suelen dar la mayoría de mis colegas cuando les preguntan lo mismo.

Desde entonces he cambiado de parecer; ahora considero que el futuro del cuerpo humano es una de las cuestiones más fascinantes sobre las que podemos reflexionar. Vivimos tiempos paradójicos para nuestros cuerpos. Por un lado, nuestra época probablemente sea la más sana de toda la historia humana. Quienes vivimos en un país desarrollado podemos albergar una esperanza razonable de que todos nuestros hijos sobrevivan a la infancia, alcancen la vejez y lleguen a ser padres y abuelos. Hemos vencido o sometido a muchas enfermedades que solían matar a multitud de personas, como la viruela, el sarampión, la polio y la peste. La gente es más alta, y dolencias que en otro tiempo suponían una amenaza de muerte, como la apendicitis, la disentería, una pierna rota o la anemia, hoy se remedian fácilmente. No cabe duda de que en algunos países todavía hay mucha malnutrición y enfermedad, pero estos males suelen ser el resultado de un mal gobierno y de la desigualdad social más que una consecuencia de la falta de alimentos o de conocimientos médicos.

Por otro lado, podría irnos mejor, mucho mejor. Está barriendo el mundo una oleada de obesidad y de enfermedades y discapacidades prevenibles. Entre estas últimas se cuentan ciertos cánceres, las diabetes de tipo 2, la osteoporosis, las dolencias cardiacas, los accidentes cardiovasculares, las enfermedades renales, algunas alergias, la demencia, la depresión, la ansiedad, el insomnio y otros trastornos. Miles de millones de personas sufren también de males como el dolor de espalda, los pies planos, la fascitis plantar, la miopía, la artritis, el estreñimiento, el reflujo gástrico o el síndrome del intestino irritable. Algunos de estos trastornos son antiguos, pero muchos son nuevos o han aumentado mucho su prevalencia e intensidad en tiempos recientes. Hasta cierto punto, estas enfermedades van en aumento porque vivimos más años, pero la mayoría aparecen en personas de mediana edad. Esta transición epidemiológica no causa únicamente aflicción, también problemas económicos. Ahora que empiezan a jubilarse los hijos de la explosión de natalidad (los baby boomers), sus enfermedades crónicas comienzan a agobiar a los sistemas de salud y a sofocar las economías. Además, la imagen que nos muestra la bola de cristal no pinta bien porque a medida que el desarrollo se extiende por el planeta, estas enfermedades aumentan su prevalencia.

Los retos que plantea la salud están provocando un intenso debate entre padres, médicos, pacientes, políticos, periodistas, investigadores y otros. En buena medida, estas discusiones se han centrado en la obesidad. ¿Por qué engordamos? ¿Cómo perdemos peso y cambiamos nuestra dieta? ¿Cómo impedimos que nuestros hijos sean obesos? ¿Cómo podemos estimularlos para que hagan ejercicio? Ante la necesidad urgente de ayudar a las personas enfermas, las discusiones se han centrado también en el desarrollo de nuevas curas para enfermedades no infecciosas que cada vez son más comunes. ¿Cómo tratamos y curamos el cáncer, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes, la osteoporosis y el resto de enfermedades que probablemente acaben matándonos a nosotros y a nuestros seres queridos?

Mientras médicos, pacientes, investigadores y padres debaten e investigan sobre estas cuestiones, sospecho que pocos dirigen su atención a los antiguos bosques de África, donde nuestros antepasados se separaron de los simios y comenzaron a caminar erguidos. Raro será el momento en que piensen en Lucy o en los neandertales, y si alguna vez se toma en cuenta la evolución, suele ser para reconocer el hecho obvio de que solíamos ser hombres de las cavernas (signifique lo que signifique eso), lo que tal vez implique que nuestro cuerpo no está bien adaptado al estilo de vida moderno. Quien sufre un ataque al corazón necesita atención médica inmediata, no una lección de evolución humana.

Si alguna vez sufro un infarto, también querré que mi médico piense en atenderme y no en la evolución humana. Este libro, sin embargo, defiende que esta tendencia general en nuestra sociedad de no tener en cuenta la evolución humana es una de las razones principales por las que no podemos prevenir las enfermedades prevenibles. Nuestro cuerpo tiene una historia, más aún, una historia evolutiva, de gran relevancia. De entrada, la evolución explica por qué nuestro cuerpo es como es, y por tanto nos ofrece pistas sobre cómo podemos evitar caer enfermos. ¿Por qué tenemos tendencia a engordar? ¿Por qué a veces nos atragantamos con la comida? ¿Por qué tenemos arcos en los pies que pueden aplanarse? ¿Por qué tenemos una espalda que puede causarnos dolor? Otra razón relacionada por la cual conviene considerar la historia evolutiva del cuerpo humano es que esta nos ayudaría a entender a qué está adaptado nuestro cuerpo y a qué no. Las respuestas a esta pregunta son difíciles y poco intuitivas, pero tienen profundas implicaciones para entender qué promueve la salud y la enfermedad y para comprender por qué a veces nuestro cuerpo, de manera natural, nos convierte en enfermos. Por último, creo que la razón más apremiante para estudiar la historia del cuerpo humano es que todavía no ha acabado. Seguimos evolucionando. Sin embargo, en la actualidad la forma más potente de evolución no es la evolución biológica del tipo que describió Darwin, sino la evolución cultural, mediante la cual desarrollamos y transmitimos nuevas ideas y conductas a nuestros hijos, a nuestros amigos y a otras personas. Algunos de estos comportamientos nuevos, especialmente lo que comemos y las actividades que realizamos (o que dejamos de realizar), pueden enfermarnos.

La evolución humana es entretenida, interesante e iluminadora, y buena parte de este libro explora el fantástico viaje que dio origen a nuestro cuerpo. De paso, intento resaltar el progreso alcanzado por la agricultura, la industrialización, la ciencia médica y otras profesiones que han hecho de nuestra época el mejor de los tiempos para ser humano, por el momento. No soy, sin embargo, ningún Cándido, y como nuestro reto es mejorar, los últimos capítulos se centran en cómo y por qué enfermamos. Si Tolstoi fuese el autor de este libro, quizá escribiese que «todos los cuerpos sanos se parecen, pero cada cuerpo con mala salud tiene su propia mala salud».

Los temas centrales de este libro (la evolución humana, la salud y la enfermedad) son complejos y de enorme calado. He hecho todo lo que ha estado en mi mano para que los hechos, las explicaciones y las argumentaciones sean simples y claras sin caer en la banalidad ni evitar cuestiones esenciales, especialmente cuando se trata de enfermedades graves como el cáncer de mama o la diabetes. También he incluido muchas referencias, entre ellas sitios web, donde el lector podrá investigar más a fondo. Otra dificultad fue encontrar el equilibrio justo entre amplitud y profundidad. Por qué nuestros cuerpos son como son es sencillamente un tema muy vasto porque nuestro cuerpo es muy complejo. Por consiguiente, me he centrado en unos pocos aspectos de la evolución del cuerpo relacionados con la dieta y la actividad física, y por cada tema que trato, hay al menos diez que paso por alto. La misma advertencia se aplica a los últimos capítulos, que se centran en unas pocas enfermedades que he elegido porque creo que ejemplifican problemas más amplios. Además, la investigación en estos campos avanza con gran rapidez. Es inevitable que algo de lo que incluyo acabe caducando. Me excuso por ello.

Para acabar, he concluido el libro un tanto apresuradamente con algunas de mis ideas sobre cómo podemos aplicar las lecciones que nos enseña la evolución del cuerpo humano en el pasado en beneficio de su futuro. Me iré de la lengua ahora mismo y resumiré el núcleo de mi argumento. No hemos evolucionado para estar sanos, sino que fuimos seleccionados para tener tantos hijos como fuera posible en condiciones diversas y adversas. Así pues, no evolucionamos para tomar decisiones racionales sobre qué comer y cómo hacer ejercicio en condiciones de abundancia y comodidad. Más aún, las interacciones entre los cuerpos que heredamos, los ambientes que creamos y las decisiones que a veces tomamos, han puesto en marcha un insidioso bucle de realimentación. Enfermamos de dolencias crónicas porque hacemos lo que hemos evolucionado para hacer, pero en condiciones a las que nuestro cuerpo no está bien adaptado, y luego transmitimos esas mismas condiciones a nuestros hijos, que también enferman. Si queremos frenar este círculo vicioso, tendremos que averiguar de qué manera podemos, de una forma respetuosa y sensata, motivarnos, empujarnos y a veces incluso obligarnos a comer los alimentos que promueven la salud y a ser físicamente más activos. También hemos evolucionado para hacer eso.

1

INTRODUCCIÓN

¿A qué estamos adaptados los humanos?

Si entablamos una batalla entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro.

WINSTON CHURCHILL

Érase una vez, en 2012, un «mono misterioso» que protagonizó un espectáculo paralelo a la Convención Nacional Republicana que se celebraba en Tampa, en el estado de Florida. El mono en cuestión, un macaco rhesus escapado, llevaba más de tres años viviendo en las calles de la ciudad, robando comida de contenedores y cubos de basura, esquivando coches y eludiendo con gran astucia a los frustrados agentes que intentaban capturarlo. Se convirtió en una leyenda local. Y entonces, cuando las hordas de políticos y periodistas descendieron sobre la ciudad para la convención, el mono misterioso saltó de repente a la fama internacional. A los políticos les faltó tiempo para usar la historia del mono como oportunidad para promocionar sus puntos de vista. Libertarios y liberales aclamaron su tenaz evasión de sus perseguidores como símbolo del instinto de liberarse de las injustas intrusiones en la libertad de las personas (y de los monos). Los conservadores interpretaron los años de fallidos intentos por capturar el mono como símbolo de un gobierno pródigo e inepto. Los periodistas no pudieron resistir la tentación de contar la historia del mono misterioso y sus captores como una metáfora del circo político que se desarrollaba en aquella misma ciudad. La mayoría de la gente simplemente se preguntaba qué demonios hacía un macaco solitario en un barrio residencial de Florida, un lugar al cual obviamente no pertenecía.

Como biólogo y antropólogo, yo veía con otros ojos al mono misterioso y a las reacciones que inspiraba: como algo emblemático de la forma ingenua e incoherente en que los humanos vemos nuestro propio lugar en la naturaleza. A primera vista, el mono ejemplifica la capacidad de algunos animales para sobrevivir de maravilla en condiciones a las que nunca estuvieron adaptados. Los macacos rhesus evolucionaron en el sur de Asia, donde su capacidad para obtener una gran variedad de alimentos les permite habitar en prados, bosques e incluso en zonas montañosas. También prosperan en aldeas, pueblos y ciudades, y se usan a menudo en los laboratorios. En este sentido, el talento del mono misterioso para sobrevivir con la basura de Tampa no puede sorprender. Sin embargo, la convicción general de que un macaco suelto se encuentra fuera de su sitio en una ciudad de Florida revela lo poco y mal que nos aplicamos este razonamiento a nosotros mismos. Cuando se considera desde una perspectiva evolutiva, la presencia del mono en Tampa no es menos incongruente que la presencia de la gran mayoría de humanos en ciudades, barrios residenciales y otros ambientes modernos.

Todos nosotros vivimos tan alejados de nuestro ambiente natural como el mono misterioso. Hace más de seiscientas generaciones, todos éramos cazadores-recolectores. Hasta hace relativamente poco tiempo (un abrir y cerrar de ojos en la escala evolutiva) nuestros antepasados vivían en pequeñas bandas de menos de cincuenta personas que se desplazaban de manera regular entre un campamento y otro, y sobrevivían de la caza, la pesca y las plantas que recogían. Incluso después de que se inventara la agricultura, hace unos 10.000 años, la mayoría de los agricultores todavía vivían en pequeños pueblos, trabajaban cada día para producir suficiente alimento para satisfacer sus necesidades y nunca imaginaron una existencia que hoy es habitual en lugares como Tampa, en Florida, donde todos dan por hecho que haya coches, lavabos, aire acondicionado, teléfonos móviles y una gran abundancia de comida muy procesada y rica en calorías.

Lamento tener que informar que el mono misterioso fue capturado en octubre de 2012, pero ¿hasta qué punto debemos preocuparnos porque la gran mayoría de los humanos de nuestros días vivan, como antes el mono misterioso, en unas condiciones nuevas a las que nuestros cuerpos no se adaptaron originalmente? En muchos sentidos, la respuesta es «muy poco», porque la vida a principios del siglo XXI es bastante buena para el ser humano medio, y, en términos generales, nuestra especie está prosperando, en buena parte gracias al progreso social, médico y tecnológico que se ha producido durante las últimas generaciones. Hay más de siete mil millones de personas vivas en la actualidad, de las que una buena parte esperan que sus hijos y nietos vivan, como ellos mismos, hasta los setenta años y más. Incluso países que en términos generales son pobres han realizado grandes progresos: la esperanza de vida media en la India era de menos de cincuenta años en 1970, mientras que hoy es de más de sesenta y cinco.¹ Miles de millones de personas viven más, crecen más y viven más cómodamente que la mayoría de los reyes y reinas del pasado.

Pero por buena que sea nuestra situación, podría ser mejor, y sobran razones para preocuparse por el futuro del cuerpo humano. Aparte de las amenazas potenciales que plantea el cambio climático, nos enfrentamos a una masiva explosión demográfica combinada con una transición epidemiológica. A medida que la gente vive más y son menos los que mueren por enfermedades causadas por infecciones o por falta de alimentos, aumenta exponencialmente el número de personas de mediana edad o mayores que sufren enfermedades no infecciosas crónicas que solían ser raras o desconocidas.² Malcriados en la abundancia, una mayoría de adultos de países desarrollados como Estados Unidos o el Reino Unido viven en mala forma física y con sobrepeso, y la prevalencia de la obesidad infantil se está disparando en todo el mundo, lo que presagia miles de millones de personas más con mala salud y obesas en décadas venideras. La mala forma física y el exceso de peso, a su vez, vienen acompañados de cardiopatías, infartos cerebrales y diversos cánceres, además de un gran número de dolencias crónicas y costosas como la diabetes de tipo 2 y la osteoporosis. También están cambiando de forma preocupante las pautas de ciertas discapacidades, pues en todo el mundo es cada vez mayor el número de personas que sufre alergias, asma, miopía, insomnio, pies planos u otros problemas. En pocas palabras, la menor mortalidad está dando paso a una mayor morbilidad (mala salud). Hasta cierto punto, este cambio se produce porque mueren menos personas jóvenes a causa de enfermedades contagiosas, pero no debemos confundir enfermedades que son más comunes en las personas mayores con enfermedades que realmente tienen su causa en el proceso normal de envejecimiento.³ A todas las edades, la morbilidad y la mortalidad se ven afectadas significativamente por el estilo de vida. Los hombres y las mujeres de cuarenta y cinco a setenta y cinco años de edad que son físicamente activas, comen frutas y verduras en abundancia, no fuman y consumen alcohol de manera moderada tienen por término medio una cuarta parte del riesgo de morir en un año determinado que las personas con hábitos poco saludables.⁴

La creciente incidencia de tantísimas personas con enfermedades crónicas no solo augura un aumento del sufrimiento sino también unos costes médicos colosales. En los Estados Unidos, el coste de la sanidad es de ocho mil dólares por persona y año, lo que suma casi el 18 por ciento del producto interior bruto (PIB) de esta nación.⁵ Una fracción importante de este dinero se dedica al tratamiento de enfermedades prevenibles como la diabetes de tipo 2 y enfermedades cardiovasculares. Otros países gastan menos en sanidad, pero sus costes están creciendo a un ritmo preocupante, empujados por el aumento de enfermedades crónicas (Francia, por ejemplo, gasta actualmente el 12 por ciento de su PIB en la atención sanitaria). A medida que China, India y otros países en vías de desarrollo se hagan más ricos, ¿cómo se enfrentarán a estas enfermedades y a sus costes? Es evidente que necesitamos reducir el coste sanitario y desarrollar tratamientos nuevos y más baratos para los miles de millones de personas que están enfermas actualmente o lo estarán en el futuro. ¿No sería mucho mejor prevenir esas enfermedades? Pero ¿cómo?

Esto nos trae de vuelta a la historia del mono misterioso. Si a todo el mundo le pareció necesario sacar al mono de los barrios residenciales de Tampa, que desde luego no es el lugar al que pertenece, tal vez deberíamos devolver también a sus antiguos vecinos humanos a un estado natural más normal desde un punto de vista biológico. Aunque los humanos, como los macacos rhesus, puedan sobrevivir y multiplicarse en multitud de ambientes (incluidos los barrios residenciales y los laboratorios), ¿no gozaríamos de mejor salud si comiéramos los alimentos que estamos adaptados a consumir e hiciéramos ejercicio tal como lo hacían nuestros antepasados? La lógica de que la evolución fundamentalmente adaptó a los humanos a sobrevivir como cazadores-recolectores más que como agricultores, trabajadores de fábricas o empleados de oficina está inspirando a un creciente movimiento de modernos hombres de las cavernas. Quienes siguen esta manera de entender la salud afirman que todos seríamos más sanos y felices si comiéramos e hiciéramos ejercicio de una manera más parecida a como lo hacían nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Se puede empezar por adoptar una «paleodieta», que consiste en comer mucha carne (de animales alimentados con pastos, naturalmente), además de frutos secos, semillas, frutas y verduras, y dejar de lado todos los alimentos procesados con azúcares y féculas simples. Quien se lo tome realmente en serio complementará su dieta con gusanos, y nunca comerá cereales, productos lácteos ni nada que esté frito. También se pueden incluir actividades más paleolíticas en los hábitos diarios, como caminar o correr 10 kilómetros al día (descalzo, por supuesto), trepar a unos cuantos árboles, perseguir ardillas en los parques, lanzar piedras, evitar el sofá y dormir sobre una tabla en lugar de un colchón. Para ser justos, los defensores de los estilos de vida primitivos no sugieren que nadie abandone su trabajo, se mude al desierto de Kalahari y renuncie a todas las comodidades de la vida moderna como los lavabos, los coches y la Internet (que es esencial para comunicar en un blog las experiencias propias con la Edad de Piedra a otras personas simpatizantes). Lo que sugieren es que pensemos en cómo usamos nuestro cuerpo, y especialmente qué comemos y cómo hacemos ejercicio.

Pero ¿tienen razón? Si un estilo de vida paleolítico es claramente más sano, ¿por qué no viven así más personas? ¿Qué inconvenientes tiene? ¿Qué alimentos y actividades deberíamos abandonar o adoptar? Aunque es obvio que los seres humanos no estamos adaptados a abarrotarnos de comida basura y pasar el día estirados en un sofá, nuestros antepasados tampoco evolucionaron para comer plantas y animales domesticados, leer libros, tomar antibióticos, beber café y correr descalzos por calles plagadas de trozos de vidrio.

Estas y otras cuestiones suscitan la pregunta fundamental de este libro: ¿a qué está adaptado el cuerpo humano?

Esta es una pregunta extraordinariamente difícil de responder que exige múltiples enfoques, uno de los cuales consiste en explorar la historia evolutiva del cuerpo humano. ¿Cómo y por qué evolucionó nuestro cuerpo hasta ser lo que es hoy? ¿Qué alimentos hemos evolucionado para consumir? ¿Qué actividades hemos evolucionado para realizar? ¿Por qué tenemos el cerebro grande, el pelo escaso, los pies arqueados y otras características distintivas? Como veremos, las respuestas a estas preguntas son fascinantes, a menudo hipotéticas y en ocasiones contrarias a la intuición. Pero primero hay que atacar la cuestión más profunda y espinosa de qué significa «adaptación», pues lo cierto es que el concepto de adaptación es notablemente difícil de definir y de aplicar. Solo porque hayamos evolucionado para alimentarnos con ciertas comidas o realizar determinadas actividades no significa que sean buenas para nosotros, o que otros alimentos u otras actividades no hayan de ser mejores. Así pues, antes de ocuparnos de la historia del cuerpo humano, veamos de qué modo se deriva el concepto de adaptación de la teoría de la selección natural, qué significa realmente este término y de qué modo puede ser relevante para nuestro cuerpo actual.

CÓMO FUNCIONA LA SELECCIÓN NATURAL

Como el sexo, la evolución suscita opiniones igualmente fuertes de parte de quienes la estudian profesionalmente y de quienes la consideran tan errónea y peligrosa que creen que es un tema que no debería enseñarse a los niños. Sin embargo, pese a tanta controversia y apasionada ignorancia, la idea de que la evolución tiene lugar no debería ser objeto de discusión. La evolución no es más que cambio con el tiempo. Incluso los creacionistas más recalcitrantes reconocen que la Tierra y sus especies no siempre han sido iguales. Cuando Darwin publicó El origen de las especies en 1859, los científicos ya eran conscientes de que, de una manera u otra, lo que otrora habían sido fondos marinos, repletos de conchas y fósiles marinos, habían acabado empujados hasta las tierras altas de las montañas. Los descubrimientos de mamuts fósiles y de otros organismos extinguidos testimoniaban que el mundo se había alterado profundamente. Lo radical de la teoría de Darwin era su explicación, de una generalidad abrumadora, de la evolución por medio de la selección natural y sin necesidad de ningún agente.

La selección natural es un proceso notoriamente simple que en esencia es el resultado de tres fenómenos comunes. El primero es la variación: cada organismo difiere de otros miembros de su especie. Nuestra familia, nuestros vecinos y otros seres humanos varían enormemente en peso, longitud de las piernas, forma de la nariz, personalidad y tantas otras cosas. El segundo fenómeno es la heredabilidad genética: algunas de las variaciones presentes en cada población se heredan porque los progenitores transmiten sus genes a su descendencia. Nuestro peso es mucho más heredable que nuestra personalidad, mientras que el lenguaje que hablamos no tiene en absoluto una base genética heredable. El tercer y último fenómeno es el éxito reproductor diferencial: todos los organismos, incluidos los humanos, difieren en el número de descendientes que producen y que, a su vez, sobreviven hasta reproducirse. A menudo, las diferencias en el éxito reproductor parecen pequeñas y sin importancia (mi hermano tiene un hijo más que yo), pero estas diferencias pueden tener efectos drásticos y significativos cuando los individuos tienen que luchar o competir para sobrevivir y reproducirse. Cada invierno muere entre el 30 y el 40 por ciento de las ardillas de mi vecindario, una proporción parecida a la de los humanos que fallecían durante las grandes hambrunas y epidemias de peste. La Peste Negra mató al menos a un tercio de la población de Europa entre 1348 y 1350.

Si uno está de acuerdo en que existen variación, heredabilidad y éxito reproductor diferencial, deberá aceptar que también tiene lugar la selección natural porque el resultado inevitable de la combinación de esos fenómenos es precisamente la selección natural. Guste o no, hay selección natural. Dicho formalmente, la selección natural se produce siempre que individuos con variaciones heredables difieren en el número de descendientes que sobreviven en comparación con otros individuos de la población; en otras palabras, difieren en su eficacia biológica (o fitness) relativa.⁷ La selección natural se produce más comúnmente y con más fuerza cuando los organismos heredan variaciones raras y perjudiciales, como la hemofilia (la incapacidad de coagular la sangre), que reducen la capacidad de un individuo para sobrevivir y reproducirse. Este tipo de caracteres tienen menos probabilidad de transmitirse a la siguiente generación, lo que lleva a su reducción o eliminación de la población. Este tipo de filtro recibe el nombre de selección negativa y a menudo conduce a una falta de cambio con el tiempo dentro de una población, a mantener el status quo. Sin embargo, ocasionalmente se produce selección positiva cuando un organismo hereda al azar una adaptación, un rasgo nuevo y heredable que le ayuda a sobrevivir y reproducirse mejor que sus competidores. Los rasgos heredables, por su propia naturaleza, tienden a aumentar su frecuencia de generación en generación, provocando cambios con el tiempo.

A primera vista, pues, la adaptación parece ser un concepto simple que debería ser igualmente sencillo de aplicar a los humanos, los monos misteriosos y otros seres vivos. Si una especie evolucionó y, por consiguiente, cabe suponer que está «adaptada» a una dieta o hábitat determinados, los miembros de esa especie deberían tener más éxito cuando comen esos alimentos y viven en esas circunstancias. No nos cuesta aceptar que los leones, por ejemplo, están adaptados a la sabana africana y no a los bosques templados, las islas desérticas o los zoos. Siguiendo la misma lógica, si los leones están mejor adaptados al Serengueti, y por tanto allí sobreviven mejor, ¿no están los humanos mejor adaptados a vivir como cazadores-recolectores, y por tanto es así como vivirían mejor? Por muchas razones, la respuesta es «no necesariamente», y reflexionar sobre cómo y por qué es así tiene profundas implicaciones para entender por qué la historia evolutiva del cuerpo humano es relevante para su presente y futuro.

EL ESPINOSO CONCEPTO DE LA ADAPTACIÓN

Nuestro cuerpo tiene miles de adaptaciones obvias. Las glándulas sudoríparas nos ayudan a mantenernos frescos, el cerebro a pensar y los enzimas del intestino a digerir. Estos atributos son adaptaciones porque son características útiles y heredadas que tomaron forma gracias a la selección natural e influyen positivamente en la supervivencia y la reproducción. Por lo general, ni pensamos en ellas, y su valor adaptativo solo se hace evidente cuando dejan de funcionar como es debido. Por ejemplo, podríamos pensar que la cera de los oídos no es más que un incordio inútil, pero en realidad estas secreciones son beneficiosas porque ayudan a prevenir infecciones. No obstante, no todas las características de nuestro cuerpo son adaptaciones (no se me ocurre nada útil que puedan hacer los hoyuelos de la cara, o el pelo de las narinas, o la tendencia a bostezar), y muchas adaptaciones funcionan de una forma impredecible o contraria a nuestra intuición. Para entender a qué estamos adaptados es esencial que identifiquemos las verdaderas adaptaciones y que interpretemos su relevancia, algo que, sin embargo, es más fácil de decir que de hacer.

El primer problema es identificar qué características constituyen adaptaciones y por qué. Pensemos en nuestro genoma, que es una secuencia de unos tres mil millones de pares de moléculas (conocidos como pares de bases) que codifican algo más de veinte mil genes. En cada instante de nuestra vida, miles de células de nuestro cuerpo replican estos miles de millones de pares de bases, cada vez con una precisión casi perfecta. Sería lógico inferir que todos estos miles de millones de líneas de código son adaptaciones vitales, pero resulta que casi una tercera parte de nuestro genoma no tiene ninguna función evidente, sino que está ahí porque en algún momento, a lo largo de la evolución, se añadió o perdió su función.⁸ Nuestro fenotipo (los rasgos observables, como el color de los ojos o el tamaño del apéndice) también está repleto de características que tal vez en otro tiempo desempeñaron un papel útil pero que ya no lo hacen, o que simplemente son subproductos del modo en que nos desarrollamos.⁹ Las muelas del juicio (para quien todavía las tenga) están ahí porque las hemos heredado, y no afectan a nuestra capacidad para sobrevivir y reproducirnos más que muchos otros de los rasgos que quizá tengamos, como un pulgar de doble articulación, el lóbulo de la oreja pegado a la piel de la mejilla, o los pezones en los hombres. Por consiguiente, es erróneo suponer que todas las características son adaptaciones. Además, aunque sea fácil elaborar explicaciones ad hoc sobre el valor adaptativo de cualquier rasgo (un ejemplo absurdo sería argumentar que la nariz evolucionó para sostener las gafas), la ciencia rigurosa exige que se ponga a prueba si una característica particular es realmente una adaptación.¹⁰

Aunque las adaptaciones no sean tan abundantes y fáciles de identificar como uno pudiera pensar, nuestro cuerpo está lleno de ellas. Sin embargo, lo que hace que una adaptación sea verdaderamente adaptativa (es decir, que mejore la capacidad de sobrevivir y reproducirse de un individuo) suele depender del contexto. Llegar a comprender esto fue, de hecho, uno de los frutos principales que Darwin obtuvo de su famoso viaje alrededor del mundo en el Beagle. Darwin infirió (a su vuelta a Londres) que las variaciones en la forma del pico entre los pinzones de las islas Galápagos eran adaptaciones para comer distintos alimentos. Durante la estación lluviosa, un pico más largo y fino ayuda a los pinzones a comer algunos de sus alimentos preferidos, como frutos de cactus y garrapatas, pero durante los periodos secos, un pico más corto y grueso ayuda a los pinzones a comer cosas menos deseables, como las semillas, que son más duras y menos nutritivas.¹¹ De este modo, la forma del pico, que se hereda genéticamente y varía dentro de una misma población, está sujeta a la selección natural en los pinzones de las Galápagos. Como las pautas de precipitación fluctúan entre estaciones y entre años, los pinzones de pico largo tendrán, en términos relativos, menos descendientes durante los periodos secos, mientras que los pinzones de pico corto tendrán una descendencia relativamente menor durante los periodos lluviosos, así que el porcentaje de picos cortos y picos largos irá variando. El mismo proceso se aplica a otras especies, incluidos los humanos. Muchas de las variaciones entre los humanos, como el peso, la forma de la nariz y la capacidad de digerir alimentos como la leche son heredables y evolucionaron en ciertas poblaciones a causa de circunstancias ambientales concretas. La piel clara, por ejemplo, no protege de las quemaduras solares, pero es una adaptación que ayuda a las células que hay debajo de la piel a sintetizar la vitamina D suficiente en hábitats templados con bajos niveles de radiación ultravioleta durante el invierno.¹²

Si las adaptaciones dependen del contexto, ¿qué contextos importan más? Aquí es donde la cuestión se torna difícil de una forma significativa. Dado que, por definición, las adaptaciones son características que nos ayudan a tener más descendientes que otros en nuestra población, la selección de adaptaciones será más potente cuando más probable sea que varíe el número de descendientes que sobreviven. Dicho crudamente, las adaptaciones evolucionan con más fuerza cuando las cosas se ponen mal. Por poner un ejemplo, nuestros antepasados de hace unos 6 millones de años comían fundamentalmente frutos, pero eso no significa que sus dientes estuviesen adaptados a masticar uvas e higos. Si unas sequías graves pero poco frecuentes hacían escasear los frutos, los individuos con molares más grandes y gruesos que les sirviesen mejor para masticar alimentos menos deseables, como hojas, tallos y raíces duros, gozarían de una fuerte ventaja selectiva. Del mismo modo, la tendencia casi universal a que nos apetezcan los alimentos ricos en calorías, como los pasteles o las hamburguesas, y a almacenar el exceso en forma de grasa es maladaptativo en las actuales condiciones de constante abundancia, pero debió ser muy ventajosa en el pasado, cuando la comida era más escasa y menos calorífica.

Las adaptaciones también tienen costes que se contraponen a sus beneficios. Cada vez que se hace algo, se deja de poder hacer otra cosa. Además, como las condiciones inevitablemente cambian, los costes y beneficios relativos de las variaciones también cambiarán inevitablemente, dependiendo del contexto. Entre los pinzones de las Galápagos, los picos gruesos son menos eficaces para comer cactus, los picos finos son menos eficaces para comer semillas duras, y los picos intermedios son menos eficaces para comer los dos tipos de alimentos. Entre los humanos, tener piernas cortas es ventajoso para conservar el calor en los climas fríos, pero una desventaja a la hora de caminar o correr largas distancias de una manera eficaz. Una consecuencia de estos y otros compromisos es que la selección natural raramente, o quizá nunca, alcanza la perfección porque los entornos siempre están cambiando. A medida que la precipitación, la temperatura, el alimento, los depredadores, las presas y otros factores cambian con las estaciones, los años y periodos más largos, también cambia el valor adaptativo de cada uno de estos rasgos. Las adaptaciones de cada individuo son, pues, el resultado imperfecto de una serie inacabable de compromisos que nunca dejan de alterarse. La selección natural siempre empuja a los organismos hacia el estado óptimo, pero este casi siempre es imposible de alcanzar.

La perfección tal vez no pueda alcanzarse, pero los cuerpos funcionan notablemente bien bajo un amplio abanico de circunstancias gracias al modo en que la evolución acumula adaptaciones en el cuerpo más o menos del mismo modo que muchos de nosotros no dejamos de acumular nuevos utensilios de cocina, o libros o piezas de vestir. Nuestro cuerpo es un revoltijo de adaptaciones que se han ido amontonando a lo largo de millones de años. Una analogía de este efecto de batiburrillo es el palimpsesto, una antigua página manuscrita en la que se escribió más de una vez y que, por consiguiente, contiene múltiples capas de texto que comienzan a mezclarse con el tiempo a medida que los textos más superficiales se van desgastando y borrando. Como un palimpsesto, un cuerpo tiene múltiples adaptaciones relacionadas que a veces entran en conflicto, pero que otras veces trabajan al unísono ayudándonos a funcionar de una manera eficaz en un amplio abanico de situaciones. Pensemos en la dieta. Los dientes humanos están soberbiamente adaptados para comer frutos porque hemos evolucionado a partir de simios que se alimentaban sobre todo de fruta; en cambio, son muy poco eficaces a la hora de comer carne cruda, sobre todo la dura carne de la caza. Más tarde, adquirimos mediante la evolución otras adaptaciones como la habilidad para fabricar herramientas de piedra y cocinar que ahora nos permiten comer carne, cocos, ortigas y prácticamente cualquier cosa que no sea venenosa. No obstante, las adaptaciones múltiples que interaccionan a veces desembocan en soluciones de compromiso (trade-offs). Como exploraremos en capítulos posteriores, los humanos desarrollaron adaptaciones para caminar y correr erguidos, pero estas limitaron nuestra capacidad para salir a toda velocidad o trepar con gran agilidad.

El último y más importante aspecto de la adaptación es absolutamente crucial: ningún organismo está adaptado en primer término para ser sano, vivir mucho tiempo o alcanzar muchas de las otras metas que las personas nos proponemos. Recordemos, una vez más, que las adaptaciones son características modeladas por la selección natural que promueven el éxito reproductor relativo (fitness). En consecuencia, las adaptaciones evolucionan para promover la salud, la longevidad y la felicidad solo en la medida en que estas benefician a la capacidad de un individuo de dejar más descendientes. Volviendo a una cuestión anterior, los humanos evolucionaron para ser propensos a engordar no porque el exceso de grasa nos haga más sanos, sino porque aumenta la fertilidad. Del mismo modo, la tendencia de nuestra especie a sentirse preocupada, ansiosa o estresada es causa de mucho malestar e infelicidad, pero se trata de antiguas adaptaciones para evitar o hacer frente a los peligros. Y no hemos evolucionado únicamente para cooperar, innovar, comunicar y ayudar, sino también para engañar, robar, mentir y matar. En resumidas cuentas, muchas de las adaptaciones humanas no evolucionaron necesariamente para promover el bienestar físico o mental.

Al final, intentar responder a la pregunta «¿a qué están adaptados los humanos?» es, paradójicamente, un empeño a la vez simple y quijotesco. De un lado, la respuesta más fundamental es que ¡los humanos estamos adaptados a tener tantos hijos, nietos y bisnietos como sea posible! De otro lado, la manera en que nuestros cuerpos se las arreglan para perpetuarse en la siguiente generación es todo menos simple. A causa de nuestra compleja historia evolutiva, no estamos adaptados a una única dieta, hábitat, entorno social o régimen de ejercicio. Desde una perspectiva evolutiva, la salud óptima no existe. En consecuencia, los humanos (igual que nuestro amigo, el mono misterioso) no solo subsisten sino que a veces incluso mejoran en condiciones nuevas para las que no están adaptados (como los barrios residenciales de Florida).

Si la evolución no nos proporciona ninguna guía fácil de seguir para optimizar la salud o prevenir las enfermedades, ¿por qué quien esté interesado en su bienestar debería preocuparse por lo que ocurrió durante la evolución humana? ¿Qué relevancia tienen para nuestro cuerpo los simios, los neandertales o los primeros agricultores del neolítico? Se me ocurren dos respuestas muy importantes, una relacionada con nuestro pasado evolutivo, la otra con nuestro presente y futuro evolutivo.

POR QUÉ EL PASADO EVOLUTIVO HUMANO IMPORTA

Todo quisque y todo cuerpo tiene una historia, o en realidad tiene dos. Una es la historia de nuestra vida, nuestra biografía: quiénes son nuestros padres y cómo se conocieron, dónde nos criamos y cómo se ha ido modelando nuestro cuerpo con las vicisitudes de la vida. La otra historia es evolutiva: la larga cadena de acontecimientos que fueron transformando el cuerpo de nuestros antepasados, generación a generación, a lo largo de millones de años, y que hizo nuestro cuerpo distinto al de Homo erectus, un pez o una mosca.¹³ Las dos historias merecen conocerse, y comparten ciertos elementos comunes: personajes (con algunos presuntos héroes y villanos), escenarios, acontecimientos inesperados, triunfos y tribulaciones.¹⁴ Ambas historias pueden enfocarse usando el método científico para formularlas como hipótesis con hechos y suposiciones que pueden cuestionarse y rechazarse.

La historia evolutiva del cuerpo humano conforma un relato interesante. Una de sus lecciones más valiosas es que no somos una especie inevitable: si las circunstancias hubieran sido diferentes, aunque solo fuese ligeramente, seríamos unos seres muy distintos (o lo más probable es que no existiéramos en absoluto). Para mucha gente, sin embargo, la principal razón para explicar (y someter a prueba) la historia del cuerpo humano es la de arrojar luz sobre el problema de por qué somos como somos. ¿Por qué tenemos un cerebro grande, unas piernas largas, un ombligo especialmente visible y otras peculiaridades? ¿Por qué caminamos sobre dos piernas y nos comunicamos por medio del lenguaje? ¿Por qué cooperamos tanto y cocinamos nuestros alimentos? Una razón práctica relacionada (y urgente) para tomar en consideración cómo evolucionó el cuerpo humano es para conocer mejor a qué estamos adaptados y a qué no y, por ende, por qué enfermamos. Entender por qué enfermamos es, a su vez, esencial para prevenir y tratar las enfermedades.

Para comprender mejor este argumento, pensemos por un momento en la diabetes de tipo 2, una enfermedad casi totalmente prevenible cuya incidencia se está disparando en todo el mundo. Esta enfermedad se manifiesta cuando las células del cuerpo dejan de responder a la insulina, una hormona que regula la extracción de azúcar del torrente sanguíneo para almacenarlo en forma de grasa. Cuando la incapacidad para responder a la insulina se generaliza, el cuerpo comienza a actuar como un sistema de calefacción averiado que no consigue distribuir el calor desde la caldera hacia el resto de la casa, de manera que la caldera se sobrecalienta mientra la casa se hiela. En el caso de la diabetes, los niveles de azúcar en sangre no dejan de subir, lo que a su vez estimula al páncreas para que produzca más insulina, en vano. Con el paso de los años, el páncreas, fatigado, no puede producir la insulina suficiente y los niveles de azúcar se mantienen siempre elevados. El exceso de azúcar en la sangre es tóxico y provoca terribles problemas de salud que desembocan en la muerte. Por suerte, la ciencia médica ha conseguido reconocer y tratar los síntomas de la diabetes desde sus primeras fases, lo que permite que millones de diabéticos sobrevivan durante décadas.

A primera vista, se diría que la historia evolutiva del cuerpo humano no tiene nada que ver con el tratamiento de los enfermos de diabetes de tipo 2. Como estos pacientes necesitan unos cuidados médicos urgentes y caros, en la actualidad miles de científicos estudian los mecanismos causales de la enfermedad, por ejemplo la razón de que algunas células se tornen resistentes a la insulina, o de que las agotadas células que producen insulina en el páncreas dejen de funcionar, o de que ciertos genes predispongan a unas personas y no a otras a la enfermedad. Investigaciones como estas son esenciales para mejorar los tratamientos. Pero ¿y si lo que queremos es prevenir la enfermedad? Para prevenir una enfermedad o cualquier otro problema complejo, no basta con conocer sus mecanismos causales o inmediatos, sino también sus raíces más profundas. ¿Por qué se produce? En el caso de la diabetes de tipo 2, ¿por qué somos los humanos tan susceptibles a esta enfermedad? ¿Por qué en algunos casos nuestro cuerpo responde mal a los estilos de vida modernos y acaba desarrollando diabetes de tipo 2? ¿Por qué algunas personas corren un riesgo mayor de contraerla? ¿Por qué fracasamos tanto en nuestros intentos por convencer a la gente de que coma alimentos más saludables y haga más ejercicio para prevenir la enfermedad?

Los esfuerzos por responder a estos y otros porqués nos llevan a tomar en cuenta la historia evolutiva del cuerpo humano. Nadie ha expresado mejor este imperativo que el pionero de la genética Theodosius Dobzhansky, quien escribió el célebre adagio: «Nada en la biología cobra sentido si no es a la luz de la evolución».¹⁵ ¿Por qué? Pues porque en lo más esencial la vida es el proceso por medio del cual los seres vivos utilizan energía para hacer más seres vivos. Por ello, si queremos saber por qué nuestro aspecto y nuestra manera de funcionar y de enfermar son distintos de los de nuestros abuelos, nuestros vecinos o el mono misterioso, necesitamos conocer la historia biológica, la larga cadena de procesos que nos ha hecho distintos de nuestros abuelos y vecinos o de los monos. Además, los detalles importantes de esta historia se remontan a muchísimas generaciones. Las distintas adaptaciones de nuestro cuerpo se seleccionaron para ayudar a nuestros antepasados a sobrevivir y reproducirse en un número incalculable de encarnaciones distantes, no s0lo como cazadores-recolectores, también como peces, monos, simios, australopitecos y, más recientemente, agricultores. Estas adaptaciones explican y limitan el funcionamiento normal de nuestro cuerpo, la forma en que digerimos, pensamos, nos reproducimos, dormimos, caminamos, corremos, y mucho más. De ello se sigue que tomar en cuenta la larga historia evolutiva del cuerpo ayuda a explicar por qué nos enfermamos o lesionamos cuando nos comportamos de un modo al que estamos adaptados de forma pobre o insuficiente.

Volviendo al problema de por qué los humanos contraemos diabetes de tipo 2, la respuesta no está únicamente en los mecanismos celulares y genéticos que provocan la enfermedad. A un nivel más profundo, la diabetes es un problema creciente porque el cuerpo humano, como el de los primates cautivos, está adaptado fundamentalmente a unas condiciones muy distintas y eso hace que estemos inadecuadamente adaptados para enfrentarnos a las dietas modernas y la inactividad física.¹⁶ Millones de años de evolución favorecieron a los antepasados que ansiaban los alimentos ricos en energía, entre ellos los carbohidratos simples como el azúcar, que solían ser poco abundantes, y a los que almacenaban de una manera eficiente el exceso de calorías en forma de grasa. Además, pocos de nuestros antepasados distantes, quizá ninguno, tuvo la oportunidad de desarrollar diabetes por ser físicamente inactivo o ingerir montones de rosquillas y refrescos. Nuestros antepasados tampoco experimentaron una selección fuerte para adaptarse a las causas de otras enfermedades y discapacidades como el endurecimiento de las arterias, la osteoporosis o la miopía. La respuesta fundamental a la pregunta de por qué en la actualidad somos tantos los que contraemos enfermedades que en otro tiempo fueron raras es que muchas de las características de nuestro cuerpo eran adaptativas en los ambientes en los que evolucionamos pero se han tornado maladaptativas en los ambientes modernos que hemos creado. Esta idea, que se conoce como hipótesis del desajuste, está en el centro de un campo nuevo y emergente, la medicina evolutiva, que aplica la biología evolutiva a la salud y la enfermedad.¹⁷

La hipótesis del desajuste es el tema central de la segunda parte de este libro, pero para determinar qué enfermedades tienen su causa en desajustes evolutivos, necesitamos algo más que una reflexión superficial sobre la evolución humana. Algunas aplicaciones simplistas de la hipótesis del desajuste proponen que como los humanos evolucionaron como cazadores-recolectores, debemos estar óptimamente adaptados a la forma de vida de los cazadores-recolectores. Este tipo de argumentación puede llevar a prescripciones ingenuas basadas en lo que observamos que comen los bosquimanos del Kalahari o los inuit de Alaska. Uno de los problemas es que los propios cazadores-recolectores no siempre están sanos y son muy variables, en buena parte porque viven en un amplio abanico de entornos naturales que van de los desiertos a la tundra ártica pasando por las selvas tropicales y los bosques. No existe una forma de vida ideal y modélica de los cazadores-recolectores. Pero lo más importante, como ya se ha comentado, es que la selección natural no necesariamente adaptó a los cazadores-recolectores (o cualquier otro ser vivo) a estar sano, sino a tener tantos hijos como pueda que también sobrevivan para reproducirse. También vale la pena insistir en que los cuerpos humanos (incluso los de aquellos cazadores-recolectores) son recopilaciones, a modo de palimpsestos, de adaptaciones que se fueron acumulando y modificando con el paso de innumerables generaciones. Antes de que nuestros antepasados fuesen cazadores-recolectores, fueron bípedos de aspecto simiesco, y antes pequeños mamíferos, y así sucesivamente. Y desde entonces, algunas poblaciones han desarrollado por medio de la evolución nuevas adaptaciones a la vida de agricultor. Por consiguiente, no hay un único ambiente en el que evolucionara el cuerpo humano y al que, por tanto, se encuentre adaptado. Así que responder a la pregunta «¿a qué estamos adaptados?» exige no solo que tomemos en cuenta a los cazadores-recolectores de una forma realista, sino que además examinemos la larga cadena de acontecimientos que condujeron a la evolución de la caza y la recolección, así como lo ocurrido desde que empezamos a cultivar o criar nuestros alimentos. A modo de analogía, intentar entender a qué está adaptado el cuerpo humano fijándonos únicamente en los cazadores-recolectores sería como intentar entender el resultado de un partido de fútbol mirando solamente un fragmento de la segunda parte.

En conclusión, es mucho lo que podemos ganar al considerar de una forma más que superficial la historia de cómo y por qué evolucionó el cuerpo humano si realmente deseamos comprender a qué estamos adaptados los humanos (y a qué no). Como la de cualquier familia, la historia evolutiva de nuestra especie vale la pena conocerla pero es confusa, embrollada y llena de lagunas. Comparado con las dificultades de reconstruir el árbol de familia de los antepasados humanos, seguirle la pista a los personajes de Guerra y paz es un juego de niños. No obstante, más de un siglo de intensas investigaciones nos ha proporcionado un conocimiento coherente y ampliamente aceptado de cómo evolucionó nuestro linaje a partir de los grandes simios de algún bosque africano hasta convertirse en los modernos humanos que habitan en casi todo el planeta. Dejando de lado los detalles precisos del árbol de familia (en esencial, quién engendró a quién), puede destilarse la historia del cuerpo humano en cinco grandes transformaciones. Ninguna de ellas fue inevitable, pero todas alteraron los cuerpos de nuestros antepasados de formas distintas añadiendo nuevas adaptaciones y eliminando otras.

PRIMERA TRANSICIÓN: Los primeros antepasados de los humanos divergen de los simios y evolucionan hasta convertirse en bípedos erguidos.

SEGUNDA TRANSICIÓN: Los descendientes de aquellos primeros antepasados, los australopitecos, desarrollan por medio de la evolución adaptaciones para obtener y comer una amplia variedad de alimentos, y no una dieta basada casi exclusivamente en los frutos.

TERCERA TRANSICIÓN: Hace unos 2 millones de años, los primeros miembros del género humano evolucionan hasta adquirir un cuerpo casi (aunque no completamente) moderno y un cerebro ligeramente mayor que les permite convertirse en los primeros cazadores-recolectores.

CUARTA TRANSICIÓN: A medida que los antiguos cazadores-recolectores prosperan y se dispersan por buena parte del Viejo Mundo, la evolución los dota de un cerebro aún mayor y de un cuerpo más grande y de crecimiento más lento.

QUINTA TRANSICIÓN: Los humanos modernos desarrollan a lo largo de su evolución una capacidad especial para el lenguaje, la cultura y la cooperación que les permite dispersarse con rapidez por todo el globo hasta convertirse en la única especie humana que ha sobrevivido en el planeta.

POR QUÉ LA EVOLUCIÓN TAMBIÉN IMPORTA PARA EL PRESENTE Y EL FUTURO

Muchos creerán que la evolución es solamente el estudio del pasado. Yo también solía creerlo, y lo mismo puede decirse de mi diccionario, que define la evolución como «el proceso mediante el cual, según se cree, se desarrollaron y diversificaron distintos tipos de seres vivos a partir de formas anteriores a lo largo de la historia de la Tierra». Esta definición no me satisface porque la evolución (que yo prefiero definir como cambio con el tiempo) es un proceso dinámico que sigue produciéndose en la actualidad. A diferencia de lo que otros suponen, el cuerpo humano no dejó de evolucionar cuando finalizó el Paleolítico. Al contrario, la selección natural sigue actuando incansablemente, y lo seguirá haciendo mientras los humanos heredemos variaciones que influyan, aunque sea del modo más leve, sobre el número de descendientes que tenemos y que sobreviven hasta reproducirse. En consecuencia, nuestro cuerpo no es exactamente el mismo que el de nuestros antepasados de hace unos cientos de generaciones. Del mismo modo, nuestros descendientes de aquí a cientos de generaciones también serán distintos de nosotros.

La evolución, además, no se limita a la evolución biológica. Los cambios con el tiempo de los genes y los cuerpos son de suma importancia, pero hay otra dinámica crucial que debe tenerse en cuenta, la evolución cultural, que hoy por hoy es la fuerza de cambio más poderosa en el planeta, y está produciendo cambios radicales en nuestros cuerpos. La cultura es, en esencia, lo que la gente aprende, de manera que las culturas evolucionan. Sin embargo, una diferencia fundamental entre la evolución cultural y la biológica es que la cultura no cambia únicamente por medio del azar sino también por medio de la intención, y la fuente de este cambio puede provenir de cualquiera, no solo de los progenitores. Por ello, la cultura puede evolucionar con una rapidez y magnitud pasmosas. La evolución cultural humana tuvo sus comienzos hace millones de años, pero se aceleró tremendamente con la evolución de los humanos modernos, hace unos 200.000 años, y en la actualidad ha alcanzado una velocidad de vértigo. Si miramos lo ocurrido durante los últimos cientos de generaciones, veremos que hay dos transformaciones culturales que han sido de vital importancia para el cuerpo humano y que debemos añadir a nuestra lista de transformaciones evolutivas:

SEXTA TRANSICIÓN: La Revolución Agrícola, cuando los humanos empezaron a cultivar y criar sus alimentos en vez de recogerlos y cazarlos.

SÉPTIMA TRANSICIÓN: La Revolución Industrial, que comenzó cuando empezamos a usar máquinas para reemplazar el trabajo de las personas.

Aunque estas dos últimas transformaciones no generaron nuevas especies, es imposible exagerar su importancia para la historia del cuerpo humano porque modificaron radicalmente lo que comemos y la manera en que trabajamos, dormimos, regulamos la temperatura corporal, interaccionamos e incluso defecamos. Aunque estos y otros cambios en el ambiente de nuestro cuerpo han estimulado en cierta medida la selección natural, en su mayor parte han interaccionado con los cuerpos que hemos heredado de diversas maneras que todavía tenemos que acabar de desentrañar. Algunas de estas interacciones han sido beneficiosas, y en particular nos han permitido tener más hijos. Otras, en cambio, han sido perjudiciales, y aquí se incluye toda una serie de nuevas enfermedades por desajuste causadas por contagio, malnutrición e inactividad física. A lo largo de las últimas generaciones hemos aprendido a domeñar o contener muchas de estas enfermedades, pero otras enfermedades por desajuste que son crónicas y no contagiosas, muchas de ellas asociadas a la obesidad, siguen aumentando tanto en prevalencia como intensidad. Se mire como se mire, gracias a los rápidos cambios culturales, la evolución del cuerpo humano dista mucho de haber acabado.

Es por eso que, en mi opinión, cuando se aplica a los humanos,

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