No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen» (Éxodo 20:5).
El Dios del Antiguo Testamento lo tenía muy claro. Las maldades de los padres (en este caso, adorar a imágenes representativas de otros falsos dioses) es un pecado que heredarán las siguientes generaciones (tataranietos si nos atenemos literalmente al versículo) de los propios pecadores. Pero, más allá del sentido religioso y metafórico de esta sentencia condenatoria, ¿pueden las experiencias traumáticas heredarse de padres a hijos modificando no solo la conducta de estos sino, incluso, su expresión genómica?
Día 11 de septiembre de 2001. Cuatro aviones secuestrados por 19 terroristas de Al Qaeda golpearon la supuesta seguridad de nuestro mundo occidental. En concreto, en los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York, la masacre causó cerca de 3000 muertes y más de 20 000 heridos. Entre otras organizaciones, el personal sanitario del Hospital Monte Sinaí se ofreció a examinar a quien hubiera quedado expuesto al trauma y sus consecuencias físicas. Se presentaron numerosas personas, entre ellas, 187 mujeres que estaban embarazadas durante esa catástrofe. Un equipo de médicos, psicólogos y psiquiatras hicieron un seguimiento de ellas y descubrieron que muchas padecían síntomas del trastorno de estrés posttraumático, como problemas de conciliación del sueño, falta de apetito, nerviosismo, ansiedad… con graves alteraciones en los niveles de cortisol (la hormona relacionada con el estrés y su resiliencia). Lo sorprendente fue el descubrimiento posterior al nacimiento