Trabajando con el hombre ideal
Por Nicola Marsh
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Samantha Piper pertenecía a una familia acomodada, pero estaba harta de que la trataran como a una niña. Necesitaba ser independiente y sabía cómo conseguirlo... convirtiéndose en la nueva secretaria de Dylan Harmon.
Su jefe no tardó en quedarse fascinado... y no sólo por sus habilidades como secretaria. Pero Sam ocultaba un gran secreto y era sólo cuestión de tiempo que Dylan descubriera la verdad...
Nicola Marsh
Nicola Marsh has always had a passion for reading and writing. As a youngster, she devoured books when she should've been sleeping, and relished keeping a not-so-secret daily diary. These days, when she's not enjoying life with her husband and sons in her fabulous home city of Melbourne, she's busily creating the romances she loves in her dream job. Readers can visit Nicola at her website: www.nicolamarsh.com
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Trabajando con el hombre ideal - Nicola Marsh
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Nicola Marsh. Todos los derechos reservados.
TRABAJANDO CON EL HOMBRE IDEAL, Nº 1958 -noviembre 2012
Título original: Hired by Mr. Right
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1208-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Samantha Piper necesitaba ese trabajo más de lo que nunca había necesitado nada en sus veinticinco años de vida. Bueno, sí, quizá estaba tergiversando un poco la verdad; incluso había cambiado su apellido y hecho un curso rápido de servidumbre, pero todo merecería la pena. Además, podría haber encontrado un trabajo mucho peor que ser mayordomo de Dylan Harmon.
–¿Qué te parece? –preguntó, dándose una vuelta delante de su mejor amiga, Ebony.
–¿En serio? Creo que estás loca.
–¿Por qué? ¿No me queda bien el uniforme? ¿Me hace el culo gordo?
Ebony levantó los ojos al cielo.
–Sí, claro, como que algo te puede hacer gorda. Por favoooooor.
Sam se sentó a su lado.
–Seguramente tienes razón, ¿sabes? Estoy loca, pero ésta es mi decisión y lo menos que podías hacer es apoyarme.
Ebony le pasó un brazo por los hombros.
–¿Quién ha sido tu mayor fan durante estos años? ¿Quién te ha enseñado a hacer reverencias como un buen mayordomo? Por no hablar de las excelentes referencias que te he dado.
–Sí, es verdad. A ver si me acuerdo de tus consejos cuando llegue el momento...
–¿Y cuándo será eso, cuando Dylan te pida que le sujetes la toalla mientras sale de la bañera, con el agua chorreando por ese cuerpazo...?
–¡Calla! –Sam le tapó la boca con la mano–. Si antes estaba nerviosa, ahora estoy paralizada.
–¿Desde cuándo te asusta un tío? Superwoman Sam, capaz de dominar a cualquier hombre...
–Si te refieres al anticuado de mi padre y sus compinches, sí. A ellos puedo manejarlos. Y espero que con Dylan Harmon sea igual de fácil.
Su amiga soltó una risita.
–Me gustaría ver la cara que pondrían tus cinco hermanos si supieran que los llamas «compinches».
–Son unos petardos.
–Bueno, venga –Ebony miró su reloj–, ¿no tienes que irte? No querrás perder el vuelo y llegar tarde el primer día.
Sam hizo una mueca al comprobar la hora que era.
–Deséame suerte. Me va a hacer falta.
Su amiga le dio un abrazo.
–Todo irá bien. Recuerda lo que te he enseñado y será pan comido.
–Eso es lo que me temo.
¿Desde cuándo su vida había sido fácil? Sam se había saltado las normas desde siempre, en contra de la anticuada visión de sus padres que seguían aferrados a la vieja historia de la sangre azul. Muy bien, descendían de la familia real rusa. ¿Y qué? Cuanto más la trataban como a una princesa, más se rebelaba ella. Y cuando sus cinco hermanos mayores se unieron a la presión de sus padres y empezaron a insistir en sus obligaciones como la única princesa de la familia, Sam decidió que ya estaba harta.
¿El resultado? Un contrato de tres meses en Melbourne como mayordomo de Dylan Harmon, tan lejos de Queensland y de las restricciones que le imponían sus padres como le era posible.
¿Qué mejor manera de demostrar su independencia que aceptando un trabajo como sirviente de un millonario? Aunque no se lo había dicho a sus padres, claro. Todo lo contrario, les contó que iba a Melbourne a conocer a un posible marido a través de su amiga Ebony y se lo habían creído. De hecho, prácticamente la habían empujado cuando mencionó la posibilidad de matrimonio con un hombre tan influyente como Dylan Harmon.
Después de todo, ¿qué mejor forma de asegurar sus derechos como princesa que casándose con el príncipe de los terratenientes de Australia?
–Buena suerte, cariño. Si necesitas algo, llámame –Ebony le tiró un beso mientras salía por la puerta, dejando a Sam a solas con sus pensamientos.
Esperaba que tuviese razón. Todo iría sobre ruedas mientras hiciera bien su trabajo... y Dylan Harmon no la tratase como al resto de las mujeres de su ambiente. Sam ya había soportado a suficientes hombres egoístas y mandones, pero... desafiar a sus hermanos era una cosa, echarle un pulso a uno de los hombres más ricos de Australia sería otra completamente diferente. Uno de los más ricos y de los más guapos. Pero a ella le encantaban los retos y controlar a alguien como Dylan Harmon no sería un problema.
Aunque, si era sincera consigo misma, debía reconocer que no estaba convencida del todo.
Dylan Harmon salió de la ducha y se ató una toalla a la cintura. Mientras se afeitaba, oyó un portazo y pensó que sería el nuevo mayordomo que había contratado su madre. No lo necesitaba, pero Liz Harmon últimamente parecía empeñada en hacerle la vida más fácil.
–¿Eres tú, Sam? Salgo enseguida.
Mientras se ponía aftershave en la cara, se preguntó qué clase de hombre habría contratado. Sam Piper, según su madre, era la octava maravilla de la naturaleza. Si no fuera tan cabezota, él mismo habría contratado a alguien mucho tiempo atrás... aunque él insistía en que no necesitaba a nadie. Pero habían discutido sobre el tema tantas veces que, al final, se dio por vencido.
Cuando salió del cuarto de baño, Dylan se encontró cara a cara con una mujer. No una mujer normal, sino una criatura bajita, rubia, con un uniforme azul marino con el escudo de armas de los Harmon bordado sobre el pecho izquierdo. Una vez que se fijó en esa zona de su anatomía, le costó trabajo apartar la mirada.
–Hola, soy Sam Piper. Encantada de conocerlo –dijo ella, ofreciéndole su mano. Dylan siguió observando, atónito, los rizos rubios por encima de los hombros, los rasgados ojos verdes y el rostro ovalado que tenía delante. No podría decir que era una belleza, pero había algo en esos ojos, algo indefinible: clase, estilo.
Dylan estrechó su mano, sorprendido de la firmeza del apretón.
–¿Usted es mi nuevo mayordomo?
Ella le hizo una pequeña reverencia.
–A su servicio.
Dylan se percató de que en ese gesto, y en el brillo de sus ojos, había cierta ironía.
–Llámeme Dylan. Aunque esto no va a durar mucho tiempo.
–¿Por qué?
–Porque está despedida –contestó él, volviéndose hacia el vestidor mientras se preguntaba qué habría poseído a su madre para hacer una cosa así.
–Si está buscando un traje gris, una camisa blanca de seda y una corbata marrón, están colgados de la puerta.
Él se volvió, sorprendido. No parecía haberle afectado nada el despido. De hecho, no parecía en absoluto preocupada... a pesar de que su mal genio era archiconocido.
–¿Cómo lo sabe?
Ella se encogió de hombros.
–Es usted un hombre de costumbres. Siempre se pone ese traje los miércoles.
–¿Me ha estado estudiando?
–Llámelo investigación. Es parte de mi trabajo, señor Harmon.
–¿Se puede saber qué hace aquí? Acabo de despedirla.
–No pienso ir a ningún sitio.
Dylan miró a aquella cosita rubia que, en lugar de sentirse intimidada, lo miraba a los ojos directamente.
–¿Le importaría repetir eso?
Sam se irguió todo lo que pudo, deseando internamente ser un poquito más alta. No era fácil parecer decidida cuando tenía que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos... aunque, al menos, era una buena excusa para dejar de mirar ese cuerpazo. Necesitaba distraerse con algo.
–No puede despedirme. He firmado un contrato de tres meses.
Él la miró, con un brillo burlón en los ojos de color chocolate.
–Los contratos se pueden romper –murmuró, dando un paso adelante.
Conteniendo el deseo de pasar las manos por los espectaculares pectorales para ver si eran tan firmes como parecían, Sam carraspeó.
–Hice una entrevista intensiva con su madre. Ella podrá decirle que poseo la experiencia necesaria para hacer