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Félgora y la Antesala del Olvido
Félgora y la Antesala del Olvido
Félgora y la Antesala del Olvido
Libro electrónico347 páginas7 horas

Félgora y la Antesala del Olvido

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«En el saturado mundo de la edición española de vez en cuando surgen títulos que bien podrían estar dentro de los mejores de la narrativa contemporánea, aunque no estén en las estadísticas de los superventas…Su narrativa es visual, las imágenes aparecen sin querer, haciendo que la historia se convierta en película que se ve mientras se lee».

Librería Unicornio

«Salas llenas de fantasía y misterio a partes iguales, personajes que asombran y sorprenden; un lugar por el que no querrías despertar nunca. Y por supuesto, un final que no esperas por mucho que estés pensando durante toda la lectura.
A todos los que les guste irse a dormir con un libro, este es perfecto.»

Pandora Magazine

Desde el principio del libro el lector se sumerge en la historia porque el protagonista, Tomás, podría ser cualquiera de nosotros, un tipo corriente al que se le da la opción de vivir una vida paralela completamente diferente a la que soporta ahora, pero con una peculiaridad: esa vida trascurre en el mundo de los sueños.

Félgora y la Antesala del Olvido es un cóctel de literatura onírica, misterio, acción, aventuras y suspense. Un libro que te transporta a otra realidad.

Book trailer:
http://www.youtube.com/watch?feature=player_detailpage&v=3Znc2vf-SI0
IdiomaEspañol
EditorialC.g. Bernabé
Fecha de lanzamiento21 may 2014
ISBN9788493847494
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    Félgora y la Antesala del Olvido - C.g. Bernabé

    Primera edición en Appaloosa: diciembre de 2010

    Copyright de la presente edición, ©César González Bernabé, 2014 ©Appaloosa Editorial, 2014

    ISBN: 978-84-938474-9-4

    http//: www.appaloosaeditorial.com

    Edición digital: Rubén Fresneda

    Ilustraciones: Sonia Verdú

    El contenido de este libro está protegido por la ley. Quedan reservados todos los derechos y no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, cualquiera que sea el medio empleado, ni el almacenamiento en sistemas de recuperación de la información, sin la debida autorización escrita de los titulares.

    Para Andrea, Sara y Esther,

    por escuchar este sueño

    y animarme a convertirlo en realidad.

    1

    El sueño

    (Tal y como Tomás lo recordó durante años)

    En su sueño, Tomás aparecía en el salón de su casa, tranquilamente sentado en el sofá de terciopelo azul que tanto detestaba. Su madre, nerviosa, entraba y salía del balcón como si esperara a alguien que ya comenzara a retrasarse. En ocasiones, ella le miraba de reojo para comprobar que seguía sentado y sin moverse lo más mínimo. Su padre, que caminaba por el pasillo con aquella cojera en el pie izquierdo que le caracterizaba, vigilaba la puerta con recelo.

    Poco a poco, el chico comenzó a sentirse incómodo. Algo le resultaba tremendamente extraño y necesitaba saber de qué se trataba. En un impulso casi violento, se levantó y escudriñó la sala en busca de respuestas. Al instante, su padre corrió a toda velocidad hacia la puerta de salida. Su cojera había desaparecido por completo, pero lo más extraño era que la expresión de su rostro había cambiado radicalmente. Ahora, una cara desfigurada por la ira lo contemplaba desde el final del pasillo.

    En ese preciso instante, una chispa se encendió en su cabeza, una luz que le hizo comprender todo lo que estaba sucediendo. Así que se giró y, mirando fijamente a su madre, hizo la pregunta:

    —Mamá, ¿es esto un sueño?

    Bastó la última palabra para que todo comenzara a desmoronarse. En cuestión de segundos, su madre empezó a gritar con todas sus fuerzas mientras trataba de arañarle desde la otra punta de la mesa que los separaba. El pánico se apoderó de Tomás, que buscaba desesperadamente una salida. Ahora estaba seguro de que soñaba, pero seguía presa de un terror incontenible.

    —¡Esto no es un sueño! ¡Siéntate de nuevo y espera! —bramaba su madre cada vez más furiosa.

    La puerta se encontraba justo delante de él, pero para llegar a ella todavía debía esquivar las temibles uñas de su madre que, entre jirones y sacudidas, comenzaban a adquirir la forma de enormes garras.

    En un arranque de valentía, Tomás saltó sobre la mesa y se impulsó hacia la puerta, sobrevolando la cabeza de su madre. Después avanzó corriendo hacia el final del pasillo, donde la figura de su padre se transformaba en una bestia corpulenta de grandes colmillos afilados.

    Tomás no tenía ni idea de cómo conseguiría atravesar el umbral, pero sabía que esa era la única salida hacia la libertad, así que se lanzó contra el suelo y comenzó a deslizarse a toda velocidad hacia el hueco que había entre las piernas de su padre. Una vez que las atravesó, la puerta se abrió violentamente tras el impacto y Tomás salió despedido hacia las escaleras que conducían a la planta baja. Después descendió hasta el vestíbulo tan rápido como pudo, abrió la puerta que conducía a la calle, y salió al exterior entre placenteros escalofríos de alivio.

    —¿Te llevo al lugar, Tomás? —dijo una voz familiar antes de que pudiera distinguir su rostro.

    Ante sus ojos se encontraba Sara, una joven amiga de la infancia, montada sobre una motocicleta roja.

    Tomás no tenía ni idea de a qué lugar se refería su amiga, pero algo le decía que debía ir allí si quería encontrar una solución a todo lo que había sucedido en su casa.

    Agarrado de la cintura de su amiga, la moto parecía volar por las calles mientras el viento acariciaba su rostro con una gratificante sensación de libertad. Fue un trayecto lleno de remolinos de colores y giros inesperados, pero pronto llegaron a uno de los barrios más tranquilos de la ciudad y todo volvió a la calma. En él, las casas se colocaban de forma ordenada, enfocadas hacia pequeñas calles soleadas. Había pasado cientos de veces por allí, pero jamás se había dado cuenta de que una de las casas se saltaba ese orden, una cuya puerta desembocaba justo hacia la avenida que bordeaba la urbanización. En cualquier caso, eso no era lo que más le llamaba la atención, sino su elegante estructura y su llamativo color rojizo.

    La moto se detuvo frente a la puerta principal, que se elevaba por encima de un pequeño jardín de orquídeas, y Tomás descendió sin apartar la mirada de la radiante fachada.

    —Nos vemos —dijo su amiga con naturalidad mientras reemprendía la marcha hacia algún lugar más allá del laberinto urbano.

    Sin más dilación, Tomás cruzó el jardín a través de un pequeño camino de baldosas y se topó con una enorme puerta pintada de color negro azabache. Sobre ella relucía un pequeño cinco dorado cuyo extremo inferior se enroscaba formando una perfecta espiral. El chico se detuvo sobre un felpudo de gruesas cerdas color canela muy estropeadas y llamó al timbre con delicadeza. En menos de un segundo, la puerta se abrió lentamente y un hombre de pelo canoso y espesa barba blanca le dijo con dulzura:

    —Seas bienvenido, joven. Espero que disfrutes de tu estancia. Esta casa es el lugar de reunión de aquellos que duermen y son conscientes de que están soñando. Es una suerte que nos hayas encontrado.

    Después le sonrió y, con un elegante movimiento de cabeza, le indicó que entrara.

    El interior era cálido y amplio, de altísimos techos decorados con preciosos motivos florales. Un enorme salón se extendía a la izquierda de la entrada, y justo enfrente, a la derecha del recibidor, aparecía la cocina con unos peculiares muebles color esmeralda.

    Desde el techo, un joven le saludó con sorpresa mientras escribía en el aire con una larga pluma azul brillante. Aquellas letras que trazaba construían mensajes que variaban dependiendo del ángulo desde el que se miraran. De frente, Tomás pudo leer en un fino hilo de tinta plateada: «El prado era verde y extenso», pero desde abajo, la frase cambiaba a: «La hierba brillaba bajo un sol rojizo».

    A su izquierda, el sonido de un violín hizo que su mirada se centrara en el interior del salón, donde una niña parecía estar jugando al ajedrez consigo misma, tornándose del color de las fichas a medida que se desvanecía y aparecía a cada extremo de una pequeña mesa de madera.

    —Cuando desees regresar —continuó de pronto el hombre de pelo blanco que le había dado la bienvenida—, solo tienes que atravesar este círculo y despertarás.

    El anfitrión señaló un cerco trazado con tiza blanca en la pared que había junto a una escalera.

    Tomás no podía creer nada de lo que estaba viendo, pero se encontraba en un agradable estado de relajación en el que todo parecía posible. Sin embargo, tal vez porque necesitaba descubrir si todo aquello era cierto o porque ya había tenido suficiente por una noche, decidió lanzarse contra la pared y atravesar aquel círculo blanco que tanto le intrigaba.

    Siempre recordaría aquella corta experiencia con especial cariño, pero nunca pensó que pudiera ser algo más que un simple sueño. Ni siquiera después de cruzar aquella extraña puerta circular y despertar sobresaltado en su cama, tal y como el anfitrión de aquella misteriosa casa le había explicado.

    Lo que Tomás no sabía era que había logrado llegar hasta la Antesala del Olvido, hasta esa casa escondida tras el sutil velo de los sueños. Ahora solo era cuestión de tiempo que regresara a ella y comenzara la aventura que cambiaría su vida.

    2

    El regreso

    Aquel día, el despertador sonó más fuerte que nunca. Tomás se había acostado muy tarde la noche anterior después de salir con sus amigos por el centro de la ciudad. Así que, entre el calor infernal del verano y el cansancio, aquel prometía ser uno de los peores despertares de su vida.

    El joven vivía con sus padres, Miguel y Elena, en un lujoso apartamento del centro, cercano a las oficinas en las que trabajaba. A sus veintitrés años, había conseguido hacerse con un importante puesto en una nueva compañía de seguros dirigida por uno de los amigos de sus padres. No era lo que siempre había soñado, pero su padre le persuadió de tal forma que —como siempre ocurría— tuvo que acceder finalmente sin posibilidad de objeciones. Ya desde pequeño, ellos le habían acostumbrado a dejarse llevar por sus decisiones, ya que, siguiendo sus repetidos discursos, estas serían la única guía para llegar a ser un hombre de provecho. Sin embargo, en lo más profundo de su mente, Tomás guardaba una ilusión que le hacía seguir cada día incluso en el camino que él no había elegido. El joven conservaba la esperanza de que, llegado el momento, con todo lo que hubiera ahorrado, podría marcharse al norte y comprarse un pequeño terreno donde criar caballos. Amaba estos animales desde sus primeros años de vida. Ellos le habían acompañado en cada uno de sus sueños y juegos de la infancia, y aunque de aquellos años solo quedaba una extensa colección de pequeñas figuritas equinas que lucía en una de sus estanterías, la ilusión por hacer realidad sus fantasías seguía latiendo en lo más profundo de su alma.

    En general, podía decirse que Tomás era un chico alegre y simpático. Sin embargo, aquella aparente felicidad servía como escondite a demasiadas dudas e inseguridades.

    —¡Tomás, levántate ya o llegarás tarde! —gritó la voz de su madre desde la cocina.

    Aquella mañana debía ir a la estación de autobuses para recoger a un amigo que venía desde lejos a pasar con él lo que quedaba de fin de semana.

    Tomás se levantó a regañadientes, intentando despegarse las sábanas del cuerpo. Parecía que la cabeza iba a estallarle de un momento a otro, y haberse olvidado de bajar la persiana aquella noche iba a costarle una terrible jaqueca que no olvidaría.

    —Tomás, vas a llegar tarde, ya son las nueve. ¿A qué hora dijiste que llegaba tu amigo Ricardo?

    —A las diez —dijo con gran esfuerzo el joven, intentando vocalizar con aquella boca seca.

    —Te he dejado lasaña en el microondas. Tu padre y yo nos vamos a dar un paseo. Nos vemos esta noche. —Su madre se detuvo unos instantes antes de salir por la puerta—. ¡Tomás, te estás volviendo a dormir!

    —¡Que no, mamá! —gritó con rabia sin levantar la cabeza.

    Al parecer, su madre tenía razón, y lo que para él había sido tan solo un minuto, se había convertido en una brevísima hora en la que ya nadie podía despertarlo.

    En cuanto se hubo recobrado un poco, cogió el teléfono móvil de la mesita de noche y lo encendió. Al principio no fue consciente, pero cuando su mente le confirmó que había leído las diez y cuarto, el corazón le dio un vuelco similar al que dio su cuerpo para ponerse en pie de un salto y quedarse pasmado sobre la alfombra. Cuando la niebla de su cabeza se hubo despejado, agarró un par de pantalones y una camiseta y comenzó a vestirse frenéticamente. Sin embargo, justo cuando se abrochaba el cinturón, un pitido sonó en su móvil anunciando la llegada de un mensaje recibido tres horas antes: «Tomás, al final no podré ir esta semana. Problemas con mis padres. Te llamo esta noche y te cuento. Ricardo».

    Una gran sensación de alivio recorrió todo su cuerpo como un escalofrío, y tan pronto como se hubo relajado de nuevo, cayó rendido sobre la cama para dejar que el cansancio volviera a atraparlo en un profundo sueño.

    Una selva repleta de palmeras rodeaba a Tomás mientras intentaba recoger una docena de papeles que se le habían caído de una carpeta. Por más que intentaba reunir todos, siempre descubría que quedaban más esparcidos por la seca tierra de un claro. De repente, algo comenzó a lanzarle aviones de papel desde lo alto de los árboles. Algunos incluso conseguían mantenerse en el aire trazando círculos alrededor del joven. Una de las hojas que tenía en la mano rezaba: «Son más de doscientos años de papeles». Aquello no tenía mucho sentido, así que intentó leerlo de nuevo para conseguir comprenderlo. Sin embargo, ahora casi no podía enfocar la vista para leer lo que ponía y solo unas palabras sueltas lograban distinguirse: «… aviones… más… mil».

    —No puedo leerlo de nuevo… Es imposible… Esto ya lo he vivido… Esto es… ¡Esto es un sueño! —gritó Tomás sorprendido con su descubrimiento.

    Miles de aviones de papel comenzaron a caer de los árboles, y de alguna forma, sabía que cada uno de ellos llevaba escrito en su interior el mismo mensaje: «Esto no es un sueño».

    Tomás comenzó a correr con nerviosismo, intentando esquivar los cada vez más amenazadores y puntiagudos aviones, pero la selva parecía no estar de su lado. Aquellas palmeras se apiñaban violentamente, ocultando las salidas tras la sombra de los árboles. A lo lejos, tras unos grandes helechos, logró distinguir un hueco entre dos robustas palmeras que parecía dar paso a una especie de túnel de piedra subterráneo. Sin pensarlo dos veces, corrió rápidamente hacia él y, tras lanzarse a través del hueco entre los troncos, comenzó a gatear por los embarrados charcos que inundaban la galería. Poco a poco consiguió atisbar al fondo un gran punto de luz ambarina por el que se colaba un suave perfume a jazmines. Cuando finalmente lo alcanzó, fue consciente de que, de alguna forma, la salida era mucho más grande que el pequeño agujero por el que había entrado. De hecho, pudo ponerse en pie para contemplar el extenso jardín que apareció ante sus ojos y en medio del cual le esperaban dos ca­ballos: uno blanco de crines doradas y uno pardo de cola pelirroja montado por Ricardo, el amigo que no había podido reunirse con él aquel mismo día.

    —¡Ricardo! —gritó Tomás con alegría.

    —Sube, te llevaré al lugar —comentó su amigo sonriendo.

    Tomás subió rápidamente al caballo blanco y se agarró de sus doradas crines para no caerse mientras galopaban hacia algún lugar más allá del jardín de los jazmines.

    Poco después, tras recorrer una larga senda que se abría paso entre las flores, llegaron a un pequeño plano rodeado de hermosos árboles rosáceos. Justo en medio de aquel colorido bosque, una casa de color escarlata se elevaba con la misma elegancia que cinco años atrás en su enigmático sueño. El joven bajó del caballo sin apartar la mirada de ella y permaneció unos segundos en silencio mientras la brisa le acariciaba el cabello.

    —Nos vemos —se despidió Ricardo poco después, perdiéndose junto a los caballos entre la maleza.

    Aquella casa volvía a estar delante de él. Incluso en el sueño era consciente de que no era normal que apareciera de nuevo y que cada detalle estuviese presente tal y como una vez se le mostró cuando tenía dieciocho años. Sin embargo, esta vez pudo darse cuenta de que, sobre sus dos pisos, un tejado a dos aguas daba cabida a un desván presidido por una extraña ventana redonda y sin cristal que recordaba a las antiguas bocas de pozo.

    Tomás fue acercándose lentamente hacia la valla, tras la cual el jardín de orquídeas flanqueaba el camino de baldosas; subió unos peldaños que le separaban de la puerta y tocó al timbre. Tan pronto hubo llamado, la cara de aquel hombre bonachón apareció por el resquicio de la puerta.

    —¡Vaya! ¡Volviste a encontrarnos después de tanto tiempo! —comentó alegremente, abriendo la puerta con energía.

    Tomás no dijo nada, se quedó mirando fijamente hacia la profundidad azul de los ojos de aquel hombre y contuvo la respiración por unos segundos.

    —¡Pasa, joven! Sabes que aquí siempre serás bien recibido —añadió, haciendo un elegante ademán de cortesía—. Por cierto, la última vez olvidé preguntar tu nombre.

    —Tomás —dijo entrecortadamente el muchacho—. ¿Y el suyo es…?

    —Bueno… eso depende de ti. ¿Cómo crees que me llamo?

    Tomás lo miró todavía con más atención. Las elecciones no eran precisamente su punto más fuerte, y cualquier pregunta, por sencilla que pudiera parecer, le resultaba difícil de contestar con rapidez. No obstante, en un lugar como aquel en el que la mente permanecía clara y relajada, todo parecía mucho más fácil y dinámico. Así que se dejó llevar y respondió tras aclararse la garganta:

    —William.

    —Muy bien, Tomás, ese es mi nombre. Ahora debo marcharme. Tengo cosas que hacer en el Sótano. —El anfitrión dio un paso hacia delante y luego se detuvo bruscamente—. A propósito, además de a través de la puerta, que te conduciría de nuevo a tu sueño tal y como lo dejaste, ¿recuerdas cómo salir de aquí voluntariamente?

    —Sí, todavía me acuerdo —contestó Tomás, reprimiendo los millones de dudas que le asaltaban acerca de aquel lugar.

    —Muy bien. Espero verte pronto, muchacho. Pásalo bien.

    Y tras decir esto, dio media vuelta y se perdió en una de las habitaciones del largo pasillo.

    En aquel momento, la planta baja estaba desierta, pero podían oírse risas procedentes del piso superior y el dulce sonido de un arpa que recorría cada rincón de la casa.

    Tomás se adentró en el salón por primera vez y quedó sobrecogido por la amplitud de la estancia. En la pared del fondo, un gran espejo de marco plateado presidía la habitación con elegante majestuosidad. El joven se acercó hasta él, esquivando una enorme mesa de madera, y se plantó delante para contemplar su reflejo.

    Frente a aquel espejo, su imagen apareció resplandeciente. Tomás era un chico alto y fuerte, de piel morena. Su pelo negro, siempre alborotado, marcaba todavía más su profunda mirada de un gris intenso. A pesar de su atractiva apariencia, jamás había conseguido destacar entre sus amigos, ya que, lejos de interesarse por su aspecto, lo escondía tras una despreocupada forma de vestir que más de una vez le había traído problemas con sus padres.

    —¡Aquí está! —gritó una voz desde la puerta.

    Tomás se dio la vuelta, sobresaltado, y se topó con una chica árabe guapísima de ojos color miel, que se le acercaba a paso ligero. La joven se detuvo a un palmo de él y, un tanto cortada y sorprendida al verlo, dijo con un hilo de voz:

    —Hola, soy Laila. ¿Me ayudas?

    Tomás frunció el ceño como única respuesta.

    —Con el espejo, digo —aclaró la chica con un ademán.

    —¡Ah sí, claro! —dijo Tomás, dándose la vuelta.

    —Solo necesito que me ayudes a levantarlo, el resto puedo hacerlo yo sola —comentó mientras se agachaba para agarrar una de las esquinas pegadas al suelo.

    —¿Seguro que podrás tú sola? —preguntó el chico con incredulidad.

    —Este espejo solo pesa al levantarlo. Una vez en el aire es como una pluma —dijo Laila en tono cortante. Luego respiró profundamente y continuó—. Además, creo que incluso podría levantarlo yo sola. Que sea una chica no quiere decir nada.

    Tomás, que en ese momento ya había agarrado la esquina de su lado, alzó las cejas sin saber muy bien cómo encajar aquel comentario. Sin duda alguna, la chica lo había malinterpretado.

    —A la de tres —dirigió Laila—: una, dos, ¡tres!

    El espejo se elevó con soltura tras un gran esfuerzo y, efectivamente, una vez en el aire, aquella gran masa no solo pesaba como una pluma, sino que también se comportaba como tal, flotando levemente en cuanto un leve soplido de aire la rozaba.

    —Muchas gracias… —Comenzó la joven, cayendo en la cuenta de que desconocía el nombre de su ayudante.

    —Tomás —continuó este sin mirarla a los ojos.

    —Muy bien, Tomás, pues… supongo que ya nos veremos por aquí.

    Y sin más, dio media vuelta y se marchó sosteniendo el espejo con una sola mano. Tomás la siguió con la mirada, hipnotizado con su larga coleta de pelo liso que se balanceaba de un lado a otro.

    Una vez fuera del salón, la voz de Laila volvió a oírse mientras se adentraba cada vez más en el pasillo:

    —Silvia, ayúdame a abrir la puerta de la Habitación del Sastre. Este espejo nos servirá para poder ver nuestra espalda cuando lo pongamos frente al otro.

    Tomás no tenía ni idea de dónde se encontraba esa habitación. De hecho, hasta el momento solo había visto la amplia entrada, el salón y la cocina, pero estaba seguro de que aquella casa guardaba cientos de misterios aún por descubrir.

    De pronto, un impulso incontenible por adentrarse en las entrañas de aquella morada de los sueños le asaltó con fuerza, así que salió del salón a paso ligero y se presentó frente al solitario pasillo lleno de puertas. Las amplias escaleras que conducían a la planta superior y al desván ascendían justo a su derecha, pero prefirió descubrir antes lo que escondía aquel primer nivel de la casa.

    «Poco a poco» pensó emocionado, sabiendo que en una inspección cuidadosa encontraría muchas más cosas.

    El suelo del larguísimo pasillo, a diferencia de la moqueta de la entrada y el salón, era de un parquet oscuro del que sobresalían unos cuantos listones desportillados. No había ningún cuadro en las paredes. El único ornamento consistía en unos tétricos candelabros dorados que colgaban de los muros y cuyas velas iluminaban el corredor con la débil luz de unas temblorosas llamas. Tomás distinguió ocho puertas: la primera, por la que sin duda había bajado William al Sótano, era la más pequeña y desvencijada; las seis siguientes se disponían de forma geométrica a lo largo del corredor creando tres parejas unas frente a otras; y la última, situada justo de frente, al final del pasillo, filtraba la tenue luz del exterior a través de las láminas de cristal que la formaban.

    Tomás se acercó lentamente a esta última para contemplar el patio trasero de la casa, pero a mitad de camino, un gordísimo gato pelirrojo que pasó por debajo de sus piernas le cerró el paso.

    —¡Vaya! —dijo agachándose para acariciarlo—. Qué gato tan bonito.

    Los ojos del felino eran de un intenso verde brillante que relucía bajo la atenta mirada del joven. Tomás lo agarró entre sus brazos y se volvió a levantar cuidadosamente. Aquellos ojos transmitían una extraña sensación que causaba escalofríos. Era como si aquel gato no fuera en realidad un animal, sino más bien una persona curiosa y desconfiada que le observaba con recelo.

    De repente, el gato abrió la boca y, esbozando una enigmática sonrisa, dijo con voz grave:

    —Despierta.

    Tomás abrió los ojos con sobresalto. Su móvil sonaba insistentemente sobre su mesita de noche. En medio de un estado de absoluta desorientación, apretó el botón para recibir la llamada y se lo acercó al oído.

    —¿Sí…? —respondió gravemente.

    —Tomás, necesito que mires. —Comenzó la voz de su madre—… Un momento… ¿¡No estarás durmiendo!? —le gritó furiosa.

    —Mamá, que no…

    —¡Tu amigo te estará esperando en la estación desde hace horas!

    —Mamá…

    —Vístete enseguida y coge el coche…

    —¡Mamá!

    —Pero antes llámale para decirle que estás…

    —¡Ricardo no puede venir! —gritó finalmente Tomás con rabia.

    —Ah… ¿no viene? —Su madre se detuvo y pareció dudar por unos segundos—. Bueno, de todas formas... ¡qué haces aún acostado! Levántate ya y comprueba si he apagado bien el horno. ¡Hasta la noche!

    Su madre colgó furiosa, pero eso supuso para Tomás el mejor alivio para el dolor de cabeza, que había reaparecido desde que había recibido la llamada.

    Tumbado boca arriba y con los brazos colgando por los lados de la cama, intentó reflexionar sobre lo que había experimentado mientras dormía. ¿Cómo era posible que hubiera vuelto a soñar con aquella casa después de cinco años y que la recordara exactamente igual? Y lo más inquietante: ¿por qué sentía que aquello no había sido un sueño?

    3

    Dudas

    El día pasó rápidamente entre miles de dudosas lagunas por las que Tomás navegaba en busca de una explicación . «En cualquier caso» pensaba el chico, «puede tratarse de una mera coincidencia en la que los sueños se han relacionado. Pero en ese caso, ¿por qué la casa aparece solo cuando me doy cuenta de que estoy soñando?».

    Aquella noche, sobre las diez y media, había quedado con sus amigos para dar una vuelta por el centro de la ciudad y visitar un par de bares, pero aquel asunto le interesaba mucho más que la rutinaria vuelta de los sábados. Así que, a las once en punto, se marchó a la cama y trató de aburrirse para caer dormido cuanto antes. Al principio lo intentó leyendo un viejo libro que nunca había conseguido terminar, pero descubrió que el argumento era mucho más entretenido de lo que recordaba. Luego probó con la televisión, pero

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