La bañera de Efraín
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La bañera de Efraín - René de la Barra Salaregui
En este conjunto de relatos, René de la Barra Saralegui nos presenta una serie de historias en las cuales lo inverosímil y lo fantástico hacen acto de presencia en el mundo cotidiano de los protagonistas. De este modo nos encontraremos con hombres de cuyos miembros crecen brotes hasta convertirlos en un árbol, enigmáticos lugares donde los objetos no caen, trenes inexistentes, bañeras donde se concitan todas las estrellas del Universo, hombres que aumentan o decrecen de tamaño o que de repente descubren la capacidad de atravesar los tabiques, mujeres cuyo reflejo en el espejo se rebela, tornados minúsculos… y un sinfín de situaciones y tramas que no dejarán de sorprendernos hasta dar por concluida la lectura del libro.
La bañera de Efraín
René de la Barra Saralegui
www.edicionesoblicuas.com
La bañera de Efraín
© 2014, René de la Barra Saralegui
© 2014, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-15824-86-2
ISBN edición papel: 978-84-15824-85-5
Primera edición: febrero de 2014
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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A Catalina, quien todavía entiende
cuentos como éstos
El retorno
El agujero en el cielo había aparecido hacía un año. No era muy grande, pero por las noches parecía agigantarse, y las vecinas lo culpaban de la desaparición de sus perros y de algunos ebrios trashumantes.
Con el tiempo, comenzó a llevarse trozos del paisaje y la ciudad se fue acostumbrando a amanecer sin una plaza, un estadio, un parque de entretenciones, alguna industria… De pronto, ya no hubo torres de altura ni centros comerciales.
Se vivía en un pueblo de otro siglo, con unos pocos edificios —bajos, distinguidos y de voluptuosa mampostería—, casas de madera, calles de tierra, boticas de turno, mercerías, baratillos y talabarterías…
La plaza mostraba orgullosa sus tilos y su quiosco.
Pero el agujero seguía instalado en el cielo, y cuando la catedral se elevó y se perdió entre las nubes, muchos pensaron que se trataba de un milagro.
Finalmente ocurrió. Los muertos se levantaron de sus tumbas y sus huesos se llenaron de hilachas, tendones y, por último, carne maciza y piel resquebrajada. Un poco desorientados, comenzaron a recorrer las calles, deteniéndose en las vidrieras, comprando un poco de pan, frutas, trigo y algunos enseres.
Su piel ya estaba tersa, y se veían sanos y contentos.
Fue entonces cuando los vivos comprendieron; de prisa, comenzaron a hacer sus maletas, cambiaron la ropa de las camas, limpiaron los pisos, encendieron los fogones y las chimeneas, dejaron la llave bajo el choapino de la entrada y se fueron en sus carruajes lo más rápido posible, huasqueando los caballos, para poder llegar a tiempo, antes que en el cielo del ocaso el agujero se cerrara.
El lugar
Hay un lugar en mi casa, en donde las cosas no caen. Uno puede soltar un florero y no lo verá destrozarse en el suelo; puede derramar vino y jamás manchará la alfombra… No es un lugar muy grande; pero está creciendo.
Al principio, era casi imperceptible: motas de polvo, hilachas, algún minúsculo trozo de papel, que no se decidían a tocar el suelo. Pero con el tiempo, pude ver con curiosidad, cómo comenzaron a flotar pétalos de flores mustias, monedas perdidas y tarjetas bancarias.
Entusiasmado, comencé a experimentar con el lugar; arrojaba peines, tuercas, botones, ¡hasta caramelos!, por el solo placer de verlos levitar frente a mí.
Pero un día ocurrió algo inesperado: entré en la sala y luego de dar algunos pasos, uno de mis pies se elevó por encima de mi cabeza; ésta, a su vez, cayó sin llegar a tocar el suelo. Las llaves que llevaba en mi bolsillo izquierdo flotaron alegremente junto a mi rodilla, mientras las monedas, que estaban en el bolsillo derecho, cayeron con estruendo.
Quedé suspendido como si fuera una lámpara; pero sin alambres ni cables que me sostuvieran.
Desesperado, logré sujetarme de una puerta y jalar con fuerza, para que el peso del resto de mi cuerpo provocara que mi pie retornara al suelo.
Aquel desafortunado accidente me hizo comprender el peligro, y decidí no comentar el suceso. Si bien antes había mantenido el lugar en secreto por temor a que me tomaran por loco, desde