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Cultura constitucional de la jurisdicción
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Cultura constitucional de la jurisdicción

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"A Perfecto Andrés Ibáñez le debemos una de las más agudas reflexiones críticas y propuestas respecto al modelo de juez del Estado constitucional de derecho, y acerca de la cultura constitucional de la Jurisdicción. El autor llama la atención sobre la necesidad de hacer un balance con la tradición y saldar cuentas con cierta cultura jurídica basada en la herencia del viejo positivismo dogmático y formalista, específicamente con una cultura de la magistratura enraizada en esta herencia y caracterizada por una vieja y resistente cultura corporativa". Tomado del prólogo de Gloria María Gallego García. Coedición con la Universidad EAFIT - Medellín.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2011
ISBN9789586653275
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    Cultura constitucional de la jurisdicción - Perfecto Andrés Ibáñez

    ESTUDIOS

    ¿QUÉ CULTURA CONSTITUCIONAL DE LA JURISDICCIÓN?¹

    Los juicios dependen de lo que el juez sabe.

    Franco Cordero

    Ejercer jurisdicción equivale a decir el derecho. Pero, como es claro, se trata de decirlo de un modo específico, dado que esta función tiene por objeto decidir en situaciones conflictivas, para pacificarlas con el restablecimiento de la normalidad jurídica; y hacerlo, generalmente, no por la promoción de un acuerdo de los propios implicados, sino sustituyéndolos, vista su incapacidad de llegar a él, que es por lo que entra en juego la mediación judicial.

    Aquí, decidir es resolver de manera autoritativa y con referencia a normas, y hacerlo de un modo socialmente aceptable. Por eso, como regla, la decisión no puede ser arbitraria, pues no sería justa ni legítima.

    Para cumplir con la primera de estas dos exigencias, la decisión ha de estar precedida, fundada en un buen conocimiento de la situación de hecho que la motiva y de las normas que deben ser tenidas en cuenta. En este sentido, la tarea jurisdiccional se resuelve en una doble lectura: del referente fáctico y del referente normativo.

    Interpretar proposiciones normativas es lo propio de cualquier jurista. Pero, mientras el jurista teórico podría no tener que trascender el ámbito de la proposición, del enunciado normativo, en cambio, el juez debe transcenderlo necesariamente. Por eso, Ferrajoli ha denotado esta clase de interpretación como operativa; debido a que tiene por objeto un segmento de la experiencia jurídica,² en la que se inscribe con ciertas pretensiones de conformación, de transformación incluso, según los casos.

    Es una idea muy bien expresada por Ross, al señalar que la tarea del juez tiene una consistente dimensión práctica, y que su interpretación de la ley es un acto de naturaleza constructiva, no un acto de puro conocimiento.³ Y es que, en efecto, el juez se ocupa de hechos, en cuanto éstos son jurídicamente relevantes; de manera que, en el caso, hecho y norma se interpelan de forma recíproca.

    Interpretar es siempre ejercicio de mediación. El prefijo inter evoca la figura del medium: una labor de interposición. Aquí podría hablarse de una mediación en/para la mediación; pues, en el supuesto del juez, se trata de mediar en la relación hecho/derecho, para mediar en el conflicto entre partes.

    La jurisdicción así entendida es un universal, tan antiguo como el mundo. Creo que bien puede decirse que todo grupo humano constituido ha conocido alguna figura de juez. Y también que la presencia de esta figura ha llevado siempre asociada una preocupación, comprensible y justificada, porque se trata de una figura inquietante, como corresponde a alguien que atribuye, da o quita. En realidad, siempre quita, porque, para empezar, hace suyo (legítimamente) un conflicto. Gestiona una cuota de autonomía de los implicados, la cedida por éstos al suscribir el contrato social. Por eso, en la jurisdicción hay, de forma inevitable, algo de expropiatorio, que explicablemente desazona.

    A ello se debe que, de antiguo, se haya hecho patente en todas las épocas cierta pretensión recurrente de limitar el ámbito, los márgenes de la decisión judicial. En la quaestio facti, este propósito es advertible de la manera más plástica en las vicisitudes históricas de la prueba procesal. En el intento de procurar la subrogación de algún ser trascendente en el papel del juez en la valoración probatoria, con las ordalías; luego, con el régimen de la prueba legal, buscando vincularlo a criterios de estimación preestablecidos; en la quaestio iuris, proscribiendo la interpretación, en el ideal ilustrado; y consagrando el deber de motivación de las decisiones, la obligación de exprimere causam. Esta preocupación se debe a la constancia de lo (mucho o poco) que, sin que pueda evitarlo, el juez pone de sí mismo en el acto de decidir; porque, no hay duda: necesariamente pone siempre algo propio en la decisión.

    Es cierto que, con precedentes tan autorizados como el de Beccaria, el trabajo judicial en la sentencia se ha asimilado al silogismo; y que éste lleva asociada la (falsa) idea tranquilizadora, sugestiva de facilidad, del razonamiento deductivo como instrumento; y con ello, también de cierto automatismo en el modus operandi; lo que sólo se consigue al precio de una ficción, la consistente en prescindir de la dimensión más problemática del enjuiciamiento, la que se concreta en la formación de las premisas.

    En este, como en todos los demás planos del operar judicial, hay espacios de discrecionalidad inevitable. En la lectura del texto legal, que obliga a optar entre hipótesis interpretativas, ya sólo para empezar a operar en presencia de algún supuesto de posible relevancia jurídica. En el tratamiento del material fáctico, para llegar a una conclusión que no es lógicamente necesaria y que, por ello, expresa un resultado de conocimiento probable. En el tratamiento de ese material, ya elaborado como hechos probados, al señalar sus connotaciones significativas en lo concreto y extraer las precisas consecuencias de derecho.

    Ferrajoli ha identificado tres planos dentro del modo regular de operar en el campo jurisdiccional, que son los constituidos por la denotación jurídica, la verificación fáctica y la connotación equitativa. Pero, a su juicio, existe también un cuarto espacio, que es el que confiere al juez —más bien de facto— lo que él llama poder de disposición,⁴ fruto de la existencia de disfunciones injustificadas en esos aludidos tres momentos; sobre todo, de deficiencias en el lenguaje legal y en el modus operandi de los jueces. Se trata de defectos de garantía, debidos a que la vinculación legal no cubre todo el campo de la actuación de éstos, con la consecuencia de que, en muchas ocasiones, gozan de una discrecionalidad que va más allá de la subordinada que, en el decir de Betti,⁵ es inherente a toda forma de interpretación. La que hace posible el margen de disposición, del que habla Ferrajoli, atribuye al juez cierta cuota de poder, que es extralegal, porque su existencia como tal se debe a un déficit de cobertura normativa, que comporta un inevitable coeficiente de ilegitimidad, según el mismo autor.

    Pues bien, la discrecionalidad que podría llamarse fisiológica, pero sobre todo la asociada al aludido poder de disposición, trae a primer plano el asunto del bagaje del juez, en sus dos dimensiones. La de naturaleza técnico-jurídica tiende a ser clónica, debido al carácter estandarizado de los conocimientos requeridos para superar las pruebas de acceso a la función, que permiten predicar la existencia de una preparación de partida más o menos equivalente en todos los jueces; y debido, asimismo, a que aplican idéntico ordenamiento, y lo hacen en un contexto jurisprudencial que es igual para todos. El bagaje cultural-general, la cultura del juez, en cambio, depende de opciones e intereses mucho más personales, en algunos aspectos personalísimos y, por tanto, está totalmente abierto a las opciones de ese carácter.

    Dicho esto, también hay que afirmar que, por eso, este segundo momento condiciona o influye, de manera inevitable, en las proyecciones del primero, en los márgenes en los que ello cabe. Porque es a partir de aquél, en cuanto previo y profunda e intensamente inherente al sujeto, que éste actúa en todos los órdenes de su actividad, incluido el profesional. Y, así, no puede dejar de permear uno de tanta impregnación cultural como la lectura y aplicación de las disposiciones normativas.

    Un patente reconocimiento de este dato está implícito en la acuñación y actual vigencia del principio de juez natural. En efecto, es un dato que en la perspectiva en la que aquí se aborda, por su irrelevancia en el contexto, no contó nunca en las organizaciones estatales monoclase, en las que una sola clase o sector social tenía el monopolio de la formación del orden jurídico y presencia efectiva en las instituciones, con el resultado, en el caso de los jueces, de una práctica homogeneidad de procedencia, ideológica y de intereses, que era también estrecha homogeneidad con la clase o grupo del poder.

    Algo bien distinto es lo que se produce con la, ciertamente trabajosa, penetración del pluralismo social en el ámbito de las instituciones, merced a la vigencia del sufragio. Un pluralismo, por lo demás, que todavía tardaría en hacerse sentir en la judicatura, durante mucho tiempo connotado enclave del ancien régime. Pero lo cierto es que hay un momento en el que ese fenómeno expresivo de diversidad entra también en el palacio de justicia, con el resultado de que sus habitantes —que, como se ha dicho, podrían ser tendencialmente clónicos en el orden técnico-jurídico— empezarán a no serlo en el plano político-cultural y de las actitudes.

    Es en ese contexto donde se hace patente la necesidad de distribuir de manera aleatoria tales legítimas diversidades, con las que necesariamente hay que contar, incluso contando también con el debido esfuerzo de los jueces para mantener un mínimo de distanciamiento autocrítico respecto de las propias opciones político-culturales de valor, para homogeneizarlas con el patrón constitucional.

    En definitiva, es una evidencia, y también un problema, que las actitudes político-culturales del juez cuentan. Donde contar quiere decir que tienen cierta relevancia paranormativa; porque, aunque unas veces más y otras menos, siempre se filtran de algún modo en la decisión, intervienen, interfieren su proceso de elaboración en algún grado. Y se sabe bien que la sentencia es la ley del caso concreto.

    A esa peculiaridad del factor cultural se une la del hecho de que opera desde dentro y desde atrás, pues la conciencia se tiene a partir de ciertos presupuestos de esa clase, que actúan como una suerte de diafragma a través del cual el juez ve el orden jurídico y la realidad social, y se percibe a sí mismo, concibe su propio rol.

    Pero es obvio que hay materias o asuntos en los que tal influencia se produce con mayor intensidad. Son los de más carga o densidad valorativa, que con frecuencia no han sido cerrados por el legislador, porque incorporan cuestiones abiertas, en proceso de debate social;⁶ sin contar con los casos en los que el legislador, por indecisión o por conveniencia, delega en el juez de forma implícita.

    Históricamente, esta cuestión de la cultura del juez no ha sido abordada de forma directa; seguramente porque no era preciso, al tratarse de un cierto va de soi, dado en el sistema orgánico.

    El juez del primer Estado liberal, ya se ha dicho, era en cierto modo clónico, por el efecto coordinado de una serie de factores, tales como la extracción social, la socialización jurídico cultural en la ideología del positivismo dogmático, el juego de los filtros impresos en el sistema de acceso a la función, y la marcada tendencia a la endogamia; a lo que se une el fuerte control interno, hecho posible por la carrera. En efecto, dado el impulso hacia arriba que el cursus honorum imprime en los integrados en él, lo cierto es que propiciaba, como propicia, la administración de las expectativas profesionales en clave de control: ascender por el escalafón es algo que conlleva mejoras económicas y prestigio social, y, en el contexto, la promoción se encuentra subordinada a que se den determinadas condiciones de adaptación al rol, tal como éste es entendido y postulado por el vértice. Además, cuando éstas no resultasen debidamente satisfechas de una forma espontánea, entraría en juego la disciplina, presidida por similares criterios, y orientada del mismo modo a compactar el cuerpo formado por los jurisdicentes.

    La mejor prueba, la prueba de los hechos, de esta virtualidad del (anti)modelo a examen la constituye la forma, diría que natural en la que se produjo la integración de los jueces recibidos del Estado liberal, en términos de la máxima funcionalidad, en las experiencias de los nazifascismos y, en general, de los diversos autoritarismos; y la manera encendida como estos mismos jueces rechazaron las nuevas constituciones normativas en el momento de producirse el retorno de la democracia. Y es que, no cabe duda, ningún sistema de organización es neutro. Todos contienen valores o contravalores implícitos. Y en el caso del normalmente denotado como napoleónico, esto resulta especialmente visible.

    En efecto, el juez de este modelo presenta, primero, en el orden cultural, ciertos rasgos muy definidos, tales como el culto a la ficción interesada del apoliticismo, cuando no podía ser más patente su impregnación política; la banalización o negación del conflicto social, precondición para autopostularse como paradigma de agente estatal en una posición desinteresada de cualquier otro interés que el de la justicia del caso; la autoconsideración de operador independiente, no obstante estar dotado de un estatuto que dificulta, hasta el punto de hacer casi imposible esa condición; la pretensión de ejercer de puro técnico, de bata blanca, casi, más que de toga, mientras administraba un derecho parcial, por excluyente; la marcada inclinación a confundir, a hacer pasar legalidad por justicia, una forma de legitimar la primera; el perfil confesional, hecho patente no sólo en las actitudes sino también en las formas, en la liturgia y el folclore del rol, en la tendencia a presentar socialmente la propia función como una suerte de sacerdocio.

    Todo este conjunto de ingredientes contribuía a generar en el juez, entre otras cosas, una acusada falsa conciencia del propio papel, cuyo ejercicio tendría la legitimidad que supuestamente aporta el carisma. De unción carismática⁷ habló un personaje tan caracterizado como De Miguel Garcilópez, director de la Escuela Judicial, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, celebrador entusiasta de los (pretendidos) valores de aquella jurisdicción y, al mismo tiempo, connotado ultraderechista de conocida beligerancia antidemocrática. Su caso, de máxima proximidad —inserción más bien— en el núcleo político del franquismo, hizo de él un claro exponente de convivencia de la mística falseadora a la que se viene haciendo alusión, con hábitos y prácticas de intensa subalternidad política.

    En el plano de la cultura jurídica, en su dimensión más general, el juez a examen vive (de) la ilusión del derecho vigente como code, marcado por las presuntas plenitud y coherencia inmanentes; y participa de la ideología del formalismo interpretativo, es decir, de la autosuficiencia del lenguaje legal y de la existencia en él de un sentido puesto por el legislador. De aquí la creencia en una metafísica certeza del derecho que fluiría de éste de forma espontánea y natural como resultado, cuando lo cierto es que la regularidad y previsibilidad de las soluciones judiciales traían causa, más precisamente, del control político que posibilitaba el dispositivo

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