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Tercero en discordia: Jurisdicción y juez del estado constitucional
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Libro electrónico1099 páginas16 horas

Tercero en discordia: Jurisdicción y juez del estado constitucional

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Con la emergencia del moderno constitucionalismo y su ordenamiento en materia de derechos fundamentales la función del poder judicial, el estatuto del juez y el ejercicio de la jurisdicción han experimentado un cambio altamente significativo. El nuevo diseño conlleva un replanteamiento de las relaciones entre instancias dentro del estado. Pero no por desplazamiento a la judicial de atribuciones propiamente políticas, sino por hacer de ella una suerte de poder otro, que debe ejercerse (solo) desde y conforme al derecho, y frente a todos; lo que le dota de una cierta dimensión de contrapoder.

La traslación de este modelo a la realidad institucional suscitó, ya desde el inicio, fuertes resistencias, bajo la forma de una abierta falta de voluntad política de desarrollarlo con coherencia. Y esta, no solo sigue vigente, sino que hoy tiene la mayor visibilidad, que se expresa en esa forma aberrante de huida del derecho que son los mil y un fenómenos de corrupción que se han desbordado sobre los jueces.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento1 sept 2023
ISBN9788413641225
Tercero en discordia: Jurisdicción y juez del estado constitucional

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    Tercero en discordia - Perfecto Andrés Ibáñez

    I

    PODER JUDICIAL: LA «DIFICULTAD» DE LA INSTITUCIÓN Y DE LA FUNCIÓN

    Maria Rosaria Ferrarese es autora de un libro excelente en el que, bajo el rótulo l’istituzione difficile1, discurría sobre los rasgos de la magistratura de nuestro tiempo, tomando como referencia la transformación de la italiana durante la segunda mitad del siglo pasado, en su contexto institucional y político; una etapa, por cierto, nada fácil para la jurisdicción. Pero diré de inmediato que tal ingrediente de «dificultad», usado como sugerente hilo conductor o clave de lectura en esa obra, venía de lejos, de un antes ubicado ya en la larga duración. Claro que tras de haber experimentado un sensible in crescendo por efecto del fortalecimiento del poder judicial y su independencia en el marco del constitucionalismo nacido de la segunda posguerra, universalmente mal aceptado en este punto en los medios de los actores políticos.

    El aparato judicial italiano, institución poliédrica donde las haya, hábilmente interpelado por la socióloga del derecho, suscitaba inquietudes e interrogantes en la totalidad de sus caras y no se diga de sus aristas. En efecto, pues sustancialmente replanteado por dentro merced a la aludida experiencia constituyente con sus complejos desarrollos legislativos, tales nuevos perfiles, en confluencia con otros factores (jurídicos y extrajurídicos), habían producido un distinto modo de ser y de estar el juez en el marco estatal2. También una funcionalidad y un género de interacciones del mismo en este campo y con la sociedad, fuente de significativas transformaciones en el statu quo ante en la materia.

    L’ordine giudiziario, tópica articulación del orden jurídico y obligado generador de seguridad y certeza de esta clase, proyectaba ahora al exterior de manera patente su inédito pluralismo interno, bajo la forma de una jurisprudencia bastante menos uniforme que la tradicional, por progresivamente permeable a otros valores que los endémicos del marco legal recibido del estado monoclase3, tan caros a la magistratura heredada; una proyección que venía a incidir también en espacios públicos y privados antes exentos. Instancia ajena por definición a la política, pero siempre cortada por el patrón de la política oficial en acto, comenzaba a prodigarse en autónomas decisiones incómodas, interferentes con esta. Poder idealmente «nulo» empezaba a confrontarse, con relativa frecuencia, por imperativos de legalidad, con el que era y es poder por antonomasia, en sentido propio y en sentido fuerte, para algunos de cuyos exponentes más cualificados se abrían por vez primera ocasionales desazonantes expectativas de banquillo. A veces, el juez, haciéndose cargo de ciertas demandas sociales, constitucionalmente henchidas de razón pero desoídas en las sedes que correspondería, asumía, asimismo, con buen fundamento legal, en ciertos campos, un rol pronto etiquetado como de «suplencia» de la reprochable falta de iniciativa de otras instancias oficiales con competencias ad hoc, claramente desatendidas4.

    Estos novedosos aspectos de lo jurisdiccional situaron enseguida en primer plano el asunto de la legitimidad, en una doble vertiente. La del propio juez como sujeto institucional de extracción ajena a las urnas; y por eso el (peregrino) cuestionamiento de su habilitación para intervenir mediante el derecho, en el espacio configurado por decisiones procedentes de titulares de cargos y funciones que trajeran causa de aquellas. Y la de carácter reflejo representada por el hecho, ciertamente perturbador y rupturista, de que con tal clase de injerencias aquel (a través del proceso penal, sobre todo) asumía el molesto papel de incontrolable dispensador eventual de ilegitimidades a actores políticos ungidos, sí, por el sufragio, pero responsables de graves violaciones del orden jurídico.

    En la época de la aparición del libro de Ferrarese el hipotético lector español pudo, quizá, contemplar el objeto de su reflexión con cierto descomprometido distanciamiento; pensarlo como extraño y, además, muy italiano, lo que contribuiría a fortalecer esa impresión de ajenidad. Pero la verdad es que, salvando las distancias que se quiera, en todo caso bastantes, muy pronto ese juicio dejaría de ser pertinente entre nosotros.

    Iniciada la andadura posconstitucional, del ahora ya «poder judicial», la victoria electoral del centro derecha aplazó la eclosión y la percepción del aludido factor de «dificultad» en nuestros medios políticoinstitucionales. Fue como un respiro momentáneo, debido al hecho de que, aun bajo la forma de la nueva institucionalidad, se dio una marcada continuidad en la situación de la magistratura debido a su perfil predominante5 y por el masivo trasvase de la jerarquía transfranquista que imperaba en la ella, al Consejo General del Poder Judicial recién inaugurado y fiel trasunto de la primera mayoría parlamentaria de la transición.

    Mas no tardando, con el triunfo socialista de 1982, tal estado de cosas resultaría sustancialmente alterado; cuando dentro de la lógica constitucional estricta el tempo y el clima de la política y el de la judicatura dejaron de ser los mismos, imponiendo a la recién estrenada mayoría política de izquierda la convivencia con un Consejo cortado por el patrón de la que acababa de ser derrotada en las urnas. Aun tratándose de un fenómeno propio de la normalidad del sistema, este hecho se reveló enseguida como importante fuente de conflicto. Con una primera expresiva manifestación en el abrupto cuestionamiento, tan oportunista como inconstitucional, de la legitimidad democrática del juez y de la jurisdicción6.

    El asunto que, curiosamente, no había generado mayor polémica durante los trabajos de las Cortes Constituyentes, se manifestaría ahora dotado de una insospechada carga explosiva. No soy tan ingenuo como para pretender que el estado de cosas, de relaciones de fuerza, resultante de aquella cita electoral, debiera haber pasado sin tensiones y, menos aún, y dada la fase histórica, en el espacio que nos concierne, que en el vigente modelo constitucional alberga y alimenta en todo caso un cierto fisiológico potencial de conflicto. Por las evidentes connotaciones antimayoritarias de la jurisdicción: lo propio del sistema de frenos y contrapesos del estado constitucional de derecho que, en la muy plástica expresión de Eberhard Schmidt, «desconfía de sí mismo y por eso reprime y compromete su poder»7.

    No es, pues, ahí donde apunta esta reflexión. Lo hace al hecho de que la falta de correspondencia, por su composición, entre el «órgano de gobierno» del poder judicial y la nueva mayoría con abrumadora presencia en los otros poderes fue ocasión no de comprensible incomodidad por este dato de la coyuntura, sino de auténtica insumisión de aquella frente al diseño constitucional en la materia, enseguida profundamente alterado merced a la atribución a las Cortes de la elección de todos los vocales, es decir, los judiciales incluidos8, en lo que, en gráfica y ajustada expresión de Díez-Picazo, resultó ser auténtica «represalia política hacia un Consejo General del Poder Judicial que se había mostrado sumamente crítico en varias ocasiones con el gobierno»9.

    Descendiendo de ese plano macroorgánico y más general al concreto de la jurisdicción y sus prácticas, hay que decir que la entrada en la escena de la nueva institución, la encargada ahora de gestionar el estatuto del juez, supuso la detracción al vértice de la carrera de sus atribuciones en materia de control y disciplinarias. Esto tuvo efectos inmediatos en la calidad de la independencia, que también acusaría positivamente el hecho de ser ejercida en un contexto político-cultural democrático y abierto. De este modo, la dialéctica inaugurada con la emergencia del Consejo General del Poder Judicial y las vicisitudes aludidas, y la apertura de una situación que, con todas las limitaciones que se quiera, franqueaba un nuevo espacio de notable amplitud al desarrollo de los valores constitucionales de la jurisdicción pusieron las bases para el intenso despliegue entre nosotros del coeficiente de «dificultad» en la comprensión y aceptación del papel constitucional de esta última, que no ha dejado de acompañarla. Naturalmente, no todas las actitudes resistentes o de rechazo de decisiones judiciales concretas deben interpretarse en este clave. Es obvio que hay decisiones judiciales perfectamente cuestionables desde una diversidad de puntos de vista. Pero no es este el caso. Me refiero a las cargadas jurídica y constitucionalmente de razón y, sin embargo brutalmente contestadas mediante el despliegue de auténticas estrategias rupturistas de deslegitimación urdidas en sedes del poder político, en supuestos en los que el auténtico blanco fue sobre todo la jurisdicción como instancia. Desde la ofensiva conservadora contra el juez Manglano en el caso Naseiro10; a la patética algarada socialista, verdadera revuelta antiinstitucional, ante la cárcel de Guadalajara, con ocasión del ingreso en ella de Vera y Barrionuevo11; o la acometida, también por parte de la derecha, a la juez Ruth Alonso12, hay todo un florilegio de actitudes de ese género que política y culturalmente no pueden suscitar sino bochorno.

    El recién aludido es, sin duda, el marco que hizo posible una actuación judicial tan ejemplar por independiente como la de la titular del Juzgado de Instrucción n.º 3 de Bilbao, María Elisabeth Huerta, en el caso Linaza. Es un asunto que, a mi juicio, simboliza mejor que ningún otro, también por el momento, el cambio de situación en la justicia13 y con él la inflexión en el coeficiente de «dificultad» inherente a la institución, y que por eso merece una consideración más detallada. De un lado, por la entereza moral y profesional y por la pulcritud y la intensidad de la adherencia a la legalidad constitucional de la protagonista, en un supuesto ciertamente difícil14. De otro, porque puso de manifiesto, de la misma forma emblemática, la pésima aceptación de la independencia judicial como valor efectivo por parte de la mayoría política, ahora, ¡ay!, progresista. Repárese: nada menos que en la investigación de un tremendo, evidente supuesto de torturas en un cuartel de la Guardia Civil; y cuando el Partido Socialista en la oposición había hecho del respeto y la garantía de aquel principio constitucional, central de la administración de justicia, toda una seña de su propia identidad hasta muy poco antes15. Desde el poder político se trabajó, con patente insidia, para hacer del caso Linaza el imposible caso Huerta. Fue todo un bochornoso esfuerzo institucional de difusión de la peor cultura infra, más bien directamente anticonstitucional, que contó con la voluntariosa y clarificadora contribución de la prensa más reaccionaria16, que para que no hubiera ninguna duda cerró filas con el gobierno. Pero el tiempo ha puesto a cada quien en su sitio, y, en la más obvia lectura constitucional de aquellas elocuentes vicisitudes, no hay duda: fue la juez Huerta quien concentró toda la legitimidad constitucional y democrática, frente a una mayoría parlamentaria masivamente prevaricadora.

    Mucho más cercano en el tiempo y asimismo de un relevante carácter simbólico (igualmente negativo), porque refleja muy bien el actual estado de cultura político-constitucional en la materia, es el caso del trato dado a la sentencia de la Sección 1.ª de Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional n.º 31/2014, de 7 de julio, absolutoria (para todos menos uno) de los implicados en la respuesta a la convocatoria dirigida a «parar» el Parlamento catalán. En el supuesto, fueron de lo más expresivo las reacciones de la prensa. Así El País17 y ABC18, aquí en régimen de coalición de facto, unidos a otros medios en el patético ejercicio de demonización del magistrado ponente, Ramón Sáez19. Opción sin duda motivada por la dificultad de medirse de forma argumentada con la resolución: un texto de rigor impecable, con un examen de las implicaciones jurídicas de los hechos de una, por desgracia, poco común sensibilidad en tema de derechos fundamentales20. Tanto más necesaria cuando, en particular los sociales, están siendo objeto de un tratamiento brutalmente regresivo, si no tendencialmente abolicionista21. Esto en virtud de medidas políticas connotadas de una ilegitimidad esencial22 y en realidad ajenas a los programas electorales sometidos al voto de una ciudadanía que, además, en el caso de la más injustamente golpeada por ellas, carece de otros cauces de expresión efectiva de su profundo y justificado desasosiego que no sean algunas formas de movilización en la calle. Pues bien, la sentencia incluye un matizado estudio de este asunto, sólidamente fundamentado, dirigido a hacer compatible el uso del derecho punitivo con la tutela jurídica de esas formas elementales de participación democrática23, únicas ciertamente al alcance de tales amplísimos segmentos de población atropellada. La denuncia —puro falseamiento del discurso de la resolución— es de un supuesto aval judicial a la violencia de los manifestantes y de una, asimismo supuesta, subversión de los fundamentos de la democracia representativa. Pero no hay tal, en absoluto, sino solo un minucioso estudio y ponderación de los bienes jurídicos y valores en presencia. En él se pone muy claramente de relieve cómo —a diferencia de lo propio del viejo estado liberal, donde el tratamiento jurídico del conflicto social fue materia exclusiva de los códigos penales, y discurrió al margen de las previsiones constitucionales (inexistentes o puramente retóricas en la contemplación de la materia)— en el estado constitucional es el texto fundamental el que debe primar al respecto, orientando la creación y habilitación de cauces practicables para propiciar su razonable y equilibrado desarrollo, evitando con ello su radicalización. De este modo, el ius puniendi ocupará solo el espacio que en el modelo le corresponde. Tal riguroso planteamiento va acompañado de un análisis del cuadro probatorio, verdadero paradigma del buen hacer en la materia. Es claro que ni uno ni otro merecieron el interés de los críticos.

    Las circunstancias que acaban de evocarse sirven perfectamente para poner de manifiesto que el factor «dificultad» en la comprensión y más aún en la aceptación del papel de la jurisdicción en el estado constitucional es, según ya se ha dicho, un rasgo que conecta esencialmente con la configuración del propio modelo, que como tal lo suscita24. Prueba de ello es la recurrencia del asunto siempre en idéntica clave problemática, con una diversidad de concreciones empíricas.

    Pienso, entre otras, en una famosa, y jugosa, polémica sobre el control jurisdiccional de la discrecionalidad administrativa, en el nuevo marco de estado social y democrático de derecho, donde una de las posiciones enfrentadas hacía particular hincapié en esta última dimensión del mismo como (supuestamente) generadora para el ejercicio de la administración de un espacio connotado por la primacía, más bien autonomía de la política y, por ello exento, si no del todo sí en muy relevante medida, de la fiscalización de un poder extraño a las urnas25. El debate produjo intervenciones sumamente interesantes26, a las que aquí, es obvio, no cabe referirse en detalle27. Pero entre ellas se cuenta una de carácter periodístico de Sánchez Morón, uno de los autores implicados, que, a mi juicio, por su tono expresionista, sirve muy bien para ilustrar la cuestión subyacente a la importante confrontación de fondo. Escribiendo sobre «Democracia y judicialismo» identificaba una posición sobre el poder judicial, convirtiéndola en (diría que demasiado fácil) blanco de su crítica. Era la propia de quienes, amputando al vigente modelo de estado las connotaciones de «democrático» y «social», estarían postulando su conversión en «estado de justicia cuyo oráculo sería el juez ordinario», ungido de una «(prácticamente ilimitada) independencia», por el respaldo de «una legitimación democrática superior a la de los políticos electos». Aclaraba el autor que no era tal el ideario de la mayoría de los jueces. Pero no cabe duda de que lo beligerante de su diatriba solo podía responder a la inteligencia de que el punto de vista de ese modo contestado contaba con una presencia relevante en esos y otros medios; por lo demás, en absoluto documentada.

    Pienso asimismo en el encendido conflicto suscitado con ocasión de la negativa del gobierno a entregar a un juez los entonces conocidos como «documentos del CESID», con datos relativos al posible uso de fondos reservados para financiar operaciones antiterroristas de corte incuestionablemente delictivo28. Un conflicto tratado como supuestamente «jurisdiccional», a pesar de no existir en él más que un único polo de esta índole; ni otra alternativa constitucional que la de vaciar en el juzgado las inmundicias de algún archivador, mudo testigo de esa gubernamental guerra sucia. Y que fue resuelto en sentido contrario, por el tribunal de ese nombre29, como si lo realmente en juego hubiera sido la procedencia o improcedencia de desclasificar aquellos documentos; y no la decisión de cubrir con un manto de impunidad conductas criminales gravísimas cometidas en un marco político-administrativo plenamente sometido a la ley y al derecho (art. 103.1 CE). Conductas sin la más remota relación de funcionalidad con la seguridad del estado constitucionalmente entendida, y para las que, a tenor de la situación, no quedaba otro posible tratamiento que el jurisdiccional estricto, en régimen de exclusividad (art. 117.3 CE). El Tribunal de Conflictos diría, rehusando afrontar el aquí realmente planteado, haberse limitado a «modular restrictivamente la utilización de determinados medios probatorios», con el fin de «tutelar otros intereses o valores que el ordenamiento quiere proteger». Todo un eufemismo evasivo, en vista de que lo efectivamente amparado frente a la jurisdicción, en contra de ese ordenamiento invocado tan en vano como pretexto, fue la seguridad, sí, pero del para-estado o de una indefendible articulación criminal intolerablemente surgida del interior (nunca mejor dicho) de un aparato estatal. Y un lamentable olvido de la inobjetable admonición de Kelsen: «el estado no puede perseguir ningún fin sino bajo las formas del derecho»30; y de un dato empírico, ampliamente contrastado, que también recuerda el insigne jurista, a saber, la inveterada tendencia a «eliminar de este sector [el político-administrativo] los molestos vínculos de la ley»31.

    En la misma línea de vicisitudes útiles para ilustrar las posiciones frente a la jurisdicción, a las que vengo refiriéndome, se inscribe el intento de recuperación de la categoría de los «actos de gobierno», que transitó por el Ministerio de Justicia entre 1994 y 1995, con el propósito explícito de reforzar la «excepción de acto político» para evitar que con sus intervenciones en ese campo el poder judicial pudiera llegar a ocupar «una posición de vértice superior»32; estrategia oportuna y eficazmente denunciada por García de Enterría33.

    Aunque, tratándose de ilustrar ese peculiar ingrediente de «dificultad» de comprensión/aceptación del papel de la jurisdicción en el estado constitucional, quizá nada resulta más expresivo que la aparatosa cadena de intervenciones legislativas, marcadas siempre por la oportunidad, de las que se ha hecho objeto al Consejo General del Poder Judicial, desde el momento de su entrada en la escena. Como habrá ocasión de referirse a ellas más en detalle, baste aludir a la, ciertamente elocuente, del pintoresco viaje de ida y vuelta del ministro Ruiz Gallardón, amagando primero, obviamente por razón de principios, con el retorno a la opción constitucional en la formación electoral del órgano, para retroceder, como si tal cosa, sobre sus pasos, y asumir la posición, antes siempre tachada de inaceptable por él mismo y su propio partido. Un modo de propinar el definitivo golpe de gracia a la malhadada institución, no obstante haber proclamado en innumerables ocasiones —con vehemencia digna de mejor causa— la disposición a retrotraerla a los términos previstos en el texto fundamental.

    El vigente constitucionalismo, un paso significativo en la dirección ideal del mítico «gobierno de las leyes», con su tratamiento del poder judicial, conlleva cierto replanteamiento de las relaciones de poder en el interior de la geografía estatal. Esto, obviamente, no por la atribución a los jueces de algún papel de gobierno en el de la polis34, como con tanta demagogia como grosería intelectual se ha argumentado a veces, sino por la sujeción a la ley de todos los momentos de poder, con la consecuente previsión de un control jurisdiccional, desde esta, de los incumplimientos, en particular, de los más graves. Un control desde el derecho, siempre en última instancia y a iniciativa de parte, naturalmente ex post, sin interferencias, por tanto, en el desarrollo regular de las actuaciones propias de las instituciones de la democracia representativa. Pero control dotado de un potencial de efectividad como nunca hasta ahora. Y en esto, es decir, en el fortalecimiento del papel de la legalidad —una legalidad que ha resultado ser en gran medida insoportable en muchos aspectos de las prácticas de aquellas— radica el problema, esto es, la «dificultad» en torno a la que han girado las precedentes reflexiones.

    Lo demuestra el hecho de que desde que por imperativo constitucional y legal la jurisdicción comenzó a ocuparse, siempre con incontables dificultades, de la delincuencia de los sujetos públicos, se ha abierto camino un discurso (transversal, dado que como la corrupción misma no depende del color político), en clave decididamente antijurisdiccional. Este, más allá de los casos concretos y, con la mayor frecuencia, en presencia de decisiones judiciales irreprochables, eleva regularmente el tiro contra la propia jurisdicción como instancia35, nunca bien digerida por una política partitocrática que, está demostrado, necesita de una alta tasa de ilegalidad para permanecer y reproducirse en sus constantes.

    Tal es, no importa insistir, la clave de la «dificultad», pura y simple falta de aceptación del papel constitucional de la instancia judicial, mayor aún, si cabe, en esta hora aciaga, fatal para los derechos. Se trata de algo directamente debido a su naturaleza antimayoritaria36, y a la consiguiente posición de independencia; que han posibilitado intervenciones judiciales inobjetables capaces de dar respuesta desde el derecho a las peores perversiones de la política, de tanto arraigo en nuestros países37. Además, la jurisdicción, que tiene el encargo constitucional de garantizar con eficacia los derechos fundamentales de todos, tampoco es funcional a unas políticas como las actuales, únicamente orientadas a dar satisfacción a las exigencias de los mercados38. En efecto, pues, como ha señalado justamente Luigi Marini, el hecho de que «ha[ya]n saltado muchos lugares de mediación y la ausencia de recursos y de políticas activas está situando en el centro de la escena a la intervención judicial, a la que se demanda reconocimiento y tutela de los derechos inactuados»39; contribuyendo con ello a reforzar el carácter particularmente incómodo de su papel. Así, a casi un siglo y medio de distancia, sigue siendo válida la sentencia de Bonasi: «el orden judicial ejerce un ministerio no solo de tutela, también de resistencia»40. Y no por ser el poder bueno, en un contexto de poderes perversos. No. Su virtud constitucional consiste en ser el poder otro, desde el derecho. Por eso «en discordia». Es la alternativa constitucional al totum revolutum, al todo revuelto/todos revueltos, con expresión de emblemáticas carreras judiciales políticamente sobredeterminadas, con singulares itinerarios y escalas fuera y dentro de la jurisdicción, tan frecuentes en estos años.

    1.  Maria Rosaria Ferrarese, L’istituzione difficile. La magistratura tra professione e sistema politico, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 1984.

    2.  M. R. Ferrarese escribe al respecto: «mientras en el pasado [la magistratura] aparecía confinable en el ámbito de las interacciones estatales, tanto como para poder ser conceptualizada esencialmente como un órgano estatal, hoy parece haber conquistado un explícito derecho de ciudadanía en las más complejas interacciones del llamado sistema político» (ibid., p. 17).

    3.  Aludo a los valores de los que se seguía la rigurosa homogeneidad del derecho legislativo (y consecuentemente de la jurisprudencia) del estado liberal, obtenida mediante la neutralización de las fuerzas políticas y sociales antagonistas, cuyas demandas e intereses carecían de expresión en la ley. Tal «monopolio político-legislativo de una clase social relativamente homogénea [había determinado] por sí mismo las condiciones de la unidad de la legislación» con el resultado de que tal «coherencia» fuera considerada no como el efecto de una política, sino como un «rasgo lógico del ordenamiento» (Gustavo Zagrebelsky, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. cast. de M. Gascón Abellán, Trotta, Madrid, 102011, p. 32). Esta (falsa) conciencia del intérprete, que constituye una de las particularidades caracterizadoras más relevantes del positivismo ideológico, impregnó e impregna aún de manera profunda la cultura de los jueces. Ahora bien, hay que decir que hoy ya no lo hace del modo universal en que lo hacía en la época (en torno a la mitad del siglo pasado) a que aquí se alude.

    4.  Un caso emblemático al respecto es el de los fanghi rossi de la Montedison di Scarlino, que producía bióxido de titanio y vertía diariamente al mar de Liguria importantes cantidades de ácido sulfúrico y de metales pesados. Pues bien, en contraste con la pasividad de la administración, el pretore de Livorno, Gianfranco Viglietta, en 1973 abrió una causa sonada, que acabaría en condenas. Esta actuación, ciertamente innovadora, irreprochable en el plano de la legalidad, mereció el aplauso de, entre otros, el Consejo de Europa, e incluso fue incorporada por el escritor brasileño Jorge Amado a su novela Tieta do Agreste (trad. cast. de M. Mira, Tieta de Agreste, BSA, Barcelona, 1996; la referencia puede verse en las pp. 47 y 62 de esta edición). La iniciativa de Viglietta se integra en el marco de la nueva cultura de la jurisdicción que alumbraría la jurisprudencia llamada «alternativa», por oposición a la conservadora tradicional, dotada de un consistente sentido de las garantías y de fuerte adherencia a los valores constitucionales, tantas veces contestados de facto por la magistratura tradicional. Al respecto, puede verse, últimamente, Giovanni Palombarini y Gianfranco Viglietta, La Costituzione e i diritti. Una storia italiana. La vicenda di MD dal primo governo di centro-sinistra all’ultimo governo Berlusconi, con prólogo de Stefano Rodotà, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 2011, pp. 101 ss.

    5.  Predominante, que no monolítico. En efecto, pues había conocido la existencia de Justicia Democrática, un significativo grupo de jueces, fiscales y secretarios judiciales, organizado en la clandestinidad, internamente muy plural, y cohesionado por el convencimiento de la necesidad de un marco de estado de derecho como ambiente imprescindible para el desarrollo de los valores de la jurisdicción. De otro lado, aparte de los integrantes del movimiento hay que hablar de un cierto porcentaje de aquellos profesionales con actitudes equivalentes, pero reacios al encuadramiento, que, además, bajo el franquismo era una forma de delincuencia. He tratado de este asunto en «Poder judicial y estado de derecho: la experiencia de Justicia Democrática»: Sistema 38-39 (1980), ahora en Perfecto Andrés Ibáñez, Justicia/conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 59 ss.

    6.  La muerte de Montesquieu; a los jueces ¿quién los ha elegido?; legitimidad constitucional pero no legitimidad democrática... fueron algunas de las patéticas fórmulas infraculturales en las que se concretaron esos cuestionamientos, tan claramente expresivos de una mala aceptación de la democracia constitucional.

    7.  Eberhard Schmidt, Los fundamentos teóricos y constitucionales del derecho procesal penal, trad. cast. de J. M. Núñez, Editorial Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1957, p. 24. Tal es, dice el autor, «la gran idea del estado de derecho».

    8.  A través de la asunción de la conocida como «enmienda Bandrés», verdadera reforma implícita del artículo 122.3 CE. Esto, cuando el artículo 131 de la «Enmienda a la totalidad del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980», conocido como Texto alternativo socialista, decía: «Los doce vocales de procedencia judicial serán elegidos entre jueces y magistrados pertenecientes a todas las categorías judiciales, en los términos establecidos en la presente ley» (en Congreso de los Diputados, Poder Judicial. Documentación preparada para la tramitación del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial, 28 [II], octubre, 1984, p. 781).

    9.  Luis María Díez-Picazo, Régimen constitucional del Poder Judicial, Civitas, Madrid, p. 140.

    10.  Luis Manglano, juez instructor de Valencia, en 1990 instruyó una causa por posible delito contra la salud pública. Las interceptaciones telefónicas acordadas dieron como fruto la emergencia de gravísimos indicios de delito, relacionados con la financiación ilegal del Partido Popular, con la implicación de algunos relevantes exponentes de este, como Naseiro, Zaplana, Palop y Sanchís. La reacción del partido fue de una extraordinaria agresividad y se concretó en una estrategia, de éxito indudable, dirigida a convertir el caso Naseiro en el caso Manglano. Secundada por la prensa conservadora, en particular ABC, que en una de sus ediciones abriría con una portada en la que el juez, vestido con traje de luces soportaba de mala manera la embestida de un miura. Al fin, la Sala Segunda del Tribunal Supremo (mediante un auto de 18 de junio de 1992) anularía las escuchas, sentando una jurisprudencia, ciertamente correcta, pero francamente innovadora, que benefició a los imputados. Una jurisprudencia, naturalmente, no mantenida después con la coherencia que sería de rigor. Me ocupé de este asunto en el artículo «El caso Naseiro en el país de las garantías», en El País, 26 de junio de 1992. Allí escribí: «No hace mucho que mostraba en estas mismas páginas mi preocupación por el que veía como mal tiempo para los derechos. Celebraría infinito poder hablar, a partir de ahora, de buen tiempo para las garantías. Y no necesariamente —que ¡ojalá!— por una —imposible— reconversión global del sistema a tan viejos como inactuados principios; sino ya solo por contar con la seguridad de que quienes tienen la más alta responsabilidad en lo jurisdiccional-penal están dispuestos a mantener para todos —contra viento y marea, que los habría— el espíritu del auto del 18 de junio de 1992».

    11.  Condenados por el secuestro de Segundo Marey —cf. al respecto, Juan Igartua Salaverría, El caso Marey. Presunción de inocencia y votos particulares, Trotta, Madrid, 1999—, ambos ingresaron en la prisión de Guadalajara el 10 de septiembre de 1998, acompañados hasta la puerta por la plana mayor del PSOE y por algunos cientos de militantes llevados allí en autobuses fletados al efecto. Mientras las diputadas del partido Carmen Romero y Cristina Alberdi (todavía socialista) jugaban, divertidas, al corro (tal cual); Felipe González tachó la sentencia de injusta, secundado por Corcuera con otras afirmaciones del género. Este es un calificativo que se prodiga, desde el lado de la política, frente a resoluciones irreprochables. Así, más recientemente, Mariano Rajoy, ante la dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a propósito del «caso Parot»: «No me gusta [la sentencia]. Es injusta y equivocada» (El País, 24 de octubre de 2013).

    12.  Ruth Alonso, juez de Vigilancia Penitenciaria de Bilbao, en una actuación de legalidad irreprochable, promovió al tercer grado penitenciario a dos etarras condenados a largas penas de prisión, con fundamento en el informe favorable emitido al respecto por los especialistas del centro donde cumplían. Y fue objeto de una brutal acometida. Para muestra un botón: en la prensa de la derecha se la denostó de «apocalíptica», «provocadora» y «sectaria». Esto por, al parecer, profesar el adventismo, «esa peculiar religión o lo que sea...», que oportunamente entraría también en juego.

    13.  A despecho, por cierto, de la inoperancia del Consejo General del Poder Judicial, que dejó rigurosamente sola a la juez Huerta, desentendiéndose de su función de garante de la independencia judicial; en la que, en razón de su endémica colonización partidista, nunca o muy raramente ha brillado.

    14.  Conviene recordarlo: Tomás Linaza Euba, padre de un presunto etarra, procedente, como detenido del cuartel de La Salve, de la Guardia Civil de Bilbao, fue puesto a disposición judicial con aparatosos signos de tortura. La juez encargada del caso solicitó a los mandos del cuerpo armado los datos de los agentes que hubieran estado en contacto con el torturado, para interrogarlos, encontrando por respuesta una negativa cerrada a facilitarlos. Ello le obligó a ampliar la investigación a todos los destinados en ese centro en el momento de los hechos, para una diligencia de identificación con el perjudicado, decisión que topó con una nueva negativa por la «existen[cia de] fundadas razones que aconsejaban el no disponer las interesadas comparecencias». El magistrado Xiol Rius, a la sazón director general de Justicia, hizo una declaración en el telediario de la primera cadena, citando artículos, con esta tesis: «... puede acordarse el incumplimiento [...] cuando la orden dictada por la autoridad judicial sea abierta y manifiestamente ilegal». Como sería el caso (!), a juicio del gobierno. Este respaldó sin fisuras el acto de desobediencia de la Guardia Civil, en sendas comparecencias en el Congreso de los ministros de Justicia e Interior, Ledesma y Barrionuevo, respectivamente (los días 18 y 19 de septiembre de 1986). Jueces para la Democracia difundió un comunicado en el que, además de condenar duramente la actitud gubernamental, pedía la dimisión de Xiol y que el ministerio fiscal ejerciera las correspondientes acciones penales. Obviamente, sin éxito.

    El diputado Bandrés Molet, fechas después, resumía con extraordinaria plasticidad lo sucedido, en una comparecencia ante la comisión de Justicia: «Un día determinado, no sé cuándo —parece una página de Julio Cortázar o de García Márquez— el presidente de un Gobierno, un ministro del Interior y un ministro de Justicia se reúnen —dos de ellos licenciados en derecho, el otro magistrado, tres juristas; alguno de ellos, incluso, ha ejercido como abogado— y ordenan que se desobedezca a la juez y se encomienda a un teniente-coronel que discuta con la juez, por escrito, sobre si ha aplicado bien o mal el 368 y el 369 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con absoluto desprecio de los recursos jurisdiccionales». Tenía razón Bandrés: el siniestro episodio pedía a gritos una república bananera como escenario.

    Con todo, al fin la citación judicial tuvo que ser atendida y hubo procesamientos, juicio y condenas (para un teniente-coronel y cinco guardias). La sentencia, otra peculiaridad, una vez firme, tardaría dieciséis meses en ser ejecutada por el gobierno. Más tarde, como suele ser habitual en supuestos de esta índole, habría indultos. Los del caso llegaron al BOE siendo ministro de Justicia e Interior el ex magistrado Belloch Julbe. (Me he ocupado de este asunto en «Independencia del juez, pero autonomía de la Guardia Civil. A propósito del caso Huerta», ahora en Perfecto Andrés Ibáñez, Justicia/conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 206 ss.; también en «Reivindicación de la juez Huerta»: Jueces para la Democracia. Información y debate 19 [1993]; y en «Refrescar la memoria democrática», El País, 1 de diciembre de 1990). Por cierto, en materia de indultos a policías torturadores, quizá el caso más escandaloso sea el de los agentes catalanes condenados en 2008 por la Audiencia de Barcelona, e indultados dos veces para evitar su entrada en la cárcel, en lo que fue una auténtica burla de la jurisdicción.

    15.  Esta actitud tiene también la expresión más genuina en la ya citada enmienda a la totalidad del proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980, Texto alternativo socialista. Así, en la motivación que le precede, se postula «una visión positiva de la función jurisdiccional y de su contenido, una visión amplia y omnicomprensiva de la función de los jueces y tribunales en materia de derechos, libertades y principios rectores de la política social y económica, reconocidos por la Constitución, una ampliación del campo de control jurisdiccional sobre la función ejecutiva...» [cursiva mía] (en Congreso de los Diputados, Poder Judicial. Documentación, cit., pp. 725-726). ¡Qué tiempos...!

    16.  El diario ABC, el día 3 de septiembre de 1986, hacía compartir portada a la juez Huerta con el ministro del Interior, y rotulaba: «Insólita maniobra contra la Guardia Civil». Pero, más todavía, en el colmo de la abyección y del sectarismo, el 11 de septiembre del mismo año, las fotos de portada correspondían, desde luego a la juez, pero ahora en compañía del miembro de ETA Domingo Iturbe Abásolo (Txomín). Como título: «La trampa de ETA desenmascarada». Es obvio decir que cuando las distintas instancias judiciales reconocieron formalmente a la juez Huerta la razón que no le había abandonado nunca no se produjo ninguna rectificación. A tal tema tal estilo, en la estética y en la ética.

    17.  «Peligrosa sentencia» es el título del editorial de 9 de julio de 2014, simplificador y arbitrariamente reconstructivo de la misma a fin de hacer posible su crítica; de forma unilateral, pues se sabe que el medio cerró la puerta al debate, al rechazar la publicación del artículo del penalista Nicolás González Rivas, titulado «Una sentencia ejemplar», por considerarlo falto de interés editorial, no obstante tratarse de un asunto editorializado, además con particular beligerancia, por el periódico. El texto puede verse ahora en Jueces para la Democracia. Información y debate 81 (2014), pp. 31-32.

    18.  «Ramón Sáez, el indignado de la judicatura» es como titula este rotativo en su edición del 14 de julio de 2014.

    19.  Fue tratado de chavista, extremista, prevaricador, juezflauta, en algunos ejercicios informativos de sonrojante ordinariez infracultural.

    20.  Cf. al respecto, Juan Terradillos Basoco, «Independencia judicial e indecencia mediática», en nuevatribuna.es, 20 de julio de 2014.

    21.  Como Roberto Andò hace decir al principal protagonista de su obra, «La barbarie de hoy tiene por fundamento cálculo y beneficio. Es técnico-económica. La economía neoliberal no es la realidad, es una ficción. No es ni siquiera una teoría del mercado, es la idea de que no existen reglas ni límites, una idea criminal» (Il trono vuoto, Bompiani, Milán, 42013, p. 178). Sobre ese carácter invasivo, arrollador, totalitario, del capitalismo en su fase actual, y su implacable lógica: todo reducible a términos económicos, todo, al fin, economía, mejor, todo en el mercado, sin limitaciones, cf. Carlos de Cabo Martín, Pensamiento crítico, constitucionalismo crítico, Trotta, Madrid, 2014, pp. 62 ss.

    22.  Luciano Gallino ha desmontado minuciosamente, de la manera más eficaz, el argumento consistente en atribuir la crisis en curso al peso del gasto social en los presupuestos estatales de nuestros países. Y, cargado de razón, califica de «golpe de estado» a las políticas de austeridad, cuyo verdadero objetivo —escribe— es «privatizar los sistemas europeos de protección social con el fin de dirigir hacia las empresas y los bancos su colosal balance, desmantelando con ese fin el estado social en toda la Unión Europea» (Il colpo di stato di banche e governi. L’attacco alla democrazia in europa, Einaudi, Turín, 2013, p. 204 y passim). «La apelación de nuestros gobernantes al sacrificio y al sentido de la responsabilidad de los ciudadanos [...] resulta una apelación hipócrita e hiriente», escribe Ricardo García Manrique (La libertad de todos. Una defensa de los derechos sociales, El Viejo Topo, Barcelona, 2013, p. 32).

    23.  Con mucha frecuencia, informativamente reducidas a los concretos actos de violencia que de manera ocasional se producen en ellas. Sobre el significado de tales formas de participación, véanse las interesantísimas reflexiones de Luigi Ferrajoli en Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, trad. cast. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, M. Gascón, L. Prieto Sanchís y A. Ruiz Miguel, Trotta, Madrid, 2011, II, pp. 336 ss.

    24.  Es siempre interesante al respecto la temprana reflexión de Otto Bachof, Jueces y constitución, trad. cast. de R. Bercovitz Rodríguez-Cano, Taurus, Madrid, 1963.

    25.  Este punto de vista lo ha expresado muy plásticamente Miguel Sánchez Morón: «Que la discrecionalidad tiene, por esencia, límites jurídicos y que no puede derivar en arbitrariedad es algo comúnmente admitido. Pero, salvando estos límites negativos, la discrecionalidad supone reconocer que la administración adopta decisiones políticas, pues políticos son sus dirigentes y política la función de estos. En este ámbito de politicidad el juez no debería interferir» (El control de las administraciones públicas y sus problemas, Instituto de España/Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 122).

    26.  Me refiero, fundamentalmente, a: Tomás-Ramón Fernández, De la arbitrariedad de la administración, Civitas, Madrid, 1994; Luciano Parejo Alfonso, Administrar y juzgar: dos funciones constitucionales distintas y complementarias, Tecnos, Madrid, 1993; Miguel Sánchez Morón, Discrecionalidad administrativa y control judicial, Tecnos, Madrid, 1994; Eduardo García de Enterría, Democracia, jueces y control de la administración, Thomson/Civitas, Madrid, 62009.

    27.  Para una aproximación de síntesis, puede verse Manuel Atienza, «Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica»: Civitas. Revista Española de Derecho Administrativo 85 (1995), pp. 5 ss., ahora en Manuel Atienza, Cuestiones judiciales, Fontamara, México, 2002, pp. 39 ss.

    28.  Para un documentado tratamiento de este asunto, en todas sus implicaciones, cf. Blanca Lozano Cutanda, La desclasificación de los secretos de Estado, Civitas, Madrid, 1998.

    29.  A pesar de que, como dice bien Lozano Cutanda, aun tratándose de «una contienda en la que no estaba llamado a pronunciarse, se ha erigido en órgano arbitral entre el poder ejecutivo y el judicial y ha venido a reconocer a la administración una nueva prerrogativa frente a la actividad judicial que puede constituirse en un importante obstáculo para la plena justiciabilidad de la actuación administrativa, en un nuevo agujero negro, como dice expresivamente Parada, del control judicial» (ibid., p. 129). «La intervención del Tribunal de Conflictos en el asunto de los papeles del CESID —dice también la misma autora— ha puesto además y sobre todo de relieve la inadecuación de este órgano a nuestro sistema de justicia y el riesgo que puede suponer el que este tribunal, excediéndose del ámbito reducido de su función, acabe por convertirse en un árbitro entre los jueces y el poder ejecutivo que obstaculice el sometimiento pleno de la administración al derecho y al control de los tribunales que postulan los artículos 103 y 106 de la Constitución» (ibid., p. 135).

    30.  Hans Kelsen, «La democrazia», en Il primato del parlamento, ed. de C. Geraci, presentación de P. Petta, Giuffrè, Milán, 1982, p. 124. Por eso considera insostenible la contraposición «entre fines jurídicos y fines políticos, a la que se busca [...] reconducir la relación entre jurisdicción y administración» (ibid., p. 126).

    31.  H. Kelsen, «Giurisdizione e amministrazione», en Il primato del parlamento, cit.,

    32.  La expresión es de Luis Ortega Álvarez en su prólogo a Nuria Garrido Cuenca, El acto de gobierno: un análisis en los ordenamientos francés y español, Cedecs, Barcelona, 1998, p. 35. Y se hace eco de la vieja tesis de V. E. Orlando, «de los órganos soberanos que no serían tales si un magistrado los pudiese juzgar (porque en tal caso ¡el magistrado sería el soberano!)» (cf. al respecto Alessandro Pace, «Las inmunidades penales extrafuncionales del presidente de la República y de los miembros del gobierno en Italia», en Alessandro Pace y Perfecto Andrés Ibáñez, Inmunidad del poder en Italia, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2011, p. 21). Pero ocurre que ese planteamiento es funcional a un concepto de soberanía como suprema potestas superiorem non recognoscens, rigurosamente incompatible con el estado constitucional de derecho, en el que no hay cabida para un poder político de esta índole. En efecto, como recuerda Roberto Bin, en el vigente modelo de estado, «el principio de legalidad se extiende y grava [incluso] al legislador. Y en la misma medida se contrae el principio de mayoría. [...] La política pierde terreno en relación con el derecho, el principio de mayoría cede espacio al principio de legalidad, los representantes políticos sufren en mayor medida el control judicial. ¡Más gobierno de las leyes, menos gobierno de los hombres!». También: «La defensa de la legalidad solo puede ser el cometido fundamental de los jueces; y esta defensa no puede ser dirigida sino contra las amenazas para la legalidad que provengan del poder político. El estado de derecho está construido, precisamente, sobre esta línea de defensa» (Lo stato di diritto, Il Mulino, Bolonia, 2004, pp. 58 y 64).

    33.  E. García de Enterría, Democracia, jueces y control, cit., pp. 64 (n. 17), 279 ss. y 312-331. p. 148.

    34.  Alessandro Pizzorno explica muy bien cómo «las causas de la expansión del poder judicial son exógenas y no endógenas, [por lo que] no deben reconducirse a particulares mecanismos de las instituciones judiciales, ni menos aún, es obvio, a la voluntad de determinados grupos de magistrados, sino a la formación de condiciones nuevas tanto en la sociedad, como en las instituciones políticas del régimen representativo y por consiguiente a la nueva naturaleza de la legislación y de la demanda de justicia que de ellos se sigue. Fenómenos que han generado una multiplicidad de situaciones carentes de cobertura normativa, y/o de parálisis decisional, en las que el poder judicial resulta, de un modo u otro, llamado a intervenir» (Il potere dei giudici. Stato democratico e controllo della virtù, Laterza, Roma/Bari, 1978, pp. 6-7).

    35.  El tópico aserto gubernamental de respeto de las resoluciones judiciales es, sin duda, uno de los más escandalosamente inveraces, sea cual fuere el color del político que lo ponga en sus labios. Al respecto, existe una nutridísima experiencia que ilustra bien acerca de hasta qué punto es materia en la que reina el oportunismo más descarnado. Una experiencia que, aunque parezca imposible, se ha visto enriquecida por las declaraciones de la vicepresidenta del actual gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, recogidas profusamente en la prensa del día 5 de diciembre de 2014. Estuvieron motivadas por la aplicación de una Decisión marco de la Unión Europea —ya aplicada por el Tribunal Supremo— en materia de cómputo de penas impuestas en el extranjero por delitos de terrorismo, por parte de la Sección 1.ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, en discrepancia con lo resuelto por otra sección del mismo tribunal. Helas aquí: «Los ciudadanos no lo entienden y nosotros tampoco lo entendemos. Nosotros respetamos la decisiones judiciales pero en este caso es muy difícil porque, depende de la sección, se toma una decisión u otra. La ley es muy clara y el criterio de la Sección 1.ª no cabe en esta ley. El Gobierno tiene su criterio: estamos de acuerdo con el recurso de la fiscalía». La resolución así criminalizada contaba, obviamente, con su motivación, no había sido dictada por legos en derecho ni por saboteadores y, además, dejaba en evidencia al ejecutivo y al legislativo por el indisculpable retraso en la transposición de la Decisión marco de referencia. Pues bien, los ciudadanos, que no son estúpidos, podrían comprender el sentido de una decisión judicial si —de existir voluntad al respecto—, en vez de intoxicarlos, se les explicase. Bastante más difícil es que puedan entender el significado y la trascendencia de principios básicos, como el constitucional de independencia de los tribunales, cuando el Gobierno se convierte en superior jerárquico de uno de estos, abroncándolo, además, en un cuartelero, anticonstitucional ejercicio de petulancia indigna de cualquier causa. Que incluye también el señalamiento —particularmente gráfico en el verbo del ministro del Interior— de lo que debería hacer en este caso la Sala Segunda del Tribunal Supremo, según su criterio.

    36.  Como escribe Ferrajoli, «las funciones y las instituciones de garantía son antimayoritarias: porque deben garantizar igualmente los derechos fundamentales de todos; porque deben constatar y sancionar los actos inválidos o ilícitos de los titulares de los poderes públicos, que equivalen a los espacios ilegítimos de la política; porque, en fin, su fuente de legitimación no es la contingente voluntad popular, sino la voluntad popular que se expresa en la ley» (Principia iuris, cit., I, p. 828).

    37.  Esas políticas de la ilegalidad, que un exponente tan caracterizado como Bettino Craxi quiso justificar como uno de los «costes de la democracia» (cf. David Nelken, «Il significato di Tangentopoli: la risposta giudiziaria alla corruzione e i suoi limiti», en L. Violante y L. Minervini [eds.], Storia d’Italia. Annali 14. Legge, diritto, giustizia, Einaudi, Turín, 1988, p. 600).

    38.  «Los mercados [...] esa abstracción de carácter teológico —dice Juan José Millás— tienen hoy comiendo en su mano a todos los gobiernos de Europa en general y al de España en particular. El Ejército español es el Ejército de los mercados, la Hacienda española es la Hacienda de los mercados, la Cultura española es la Cultura de los mercados, y así de forma sucesiva (Agricultura, Interior, Industria, Igualdad, Fomento...). Ministerio a ministerio, subsecretaría a subsecretaría, toda nuestra organización estatal está a su servicio. Si mañana deciden que hay que suprimir la Biblioteca Nacional, se suprime y punto» («Pegarse un tiro», El País, 25 de junio de 2010).

    39.  Luigi Marini, «Prospettive possibili»: Questione giustizia 1 (2014), número monográfico sobre «I giudici e l’Europa», p. 237. El mejor ejemplo de la veracidad de esta afirmación lo brinda el caso constituido por la iniciativa de un juez de Barcelona, en materia de cláusulas abusivas utilizadas por las entidades financieras en nuestro país, que dio lugar a la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 14 de marzo de 2013, avalando el examen crítico de aquellas a la luz de la Directiva 93/13/CEE, de 5 de abril de 1993, por parte del juez nacional, e imponiendo al legislador estatal la habilitación de un trámite al respecto. (Sobre el particular, cf. Ana María Álvarez Yraola, «La protección frente a cláusulas y prácticas abusivas en la ejecución hipotecaria: insuficiencias de la reforma legal»: Jueces para la Democracia. Información y debate 77 [2013], 23 ss.). En relación con esta materia, particularmente sensible, en una perspectiva general, véase también Gerardo Pisarello, «El derecho a la vivienda: acoso, derribo, resistencias»: ibid., pp. 14 ss.

    40.  Adeodato Bonasi, La magistratura in Italia, Nicola Zanichelli, Bolonia, 1884, p. 16.

    II

    ALGUNOS HITOS EN LA HISTORIA DE LA JUDICATURA

    UN MODO JUDICIAL DE GOBERNAR

    Creo puede afirmarse que en la generalidad de los grupos humanos mínimamente articulados resulta constatable la existencia de alguna instancia, en el más amplio sentido, institucional, encargada de dirimir los conflictos de los asociados entre sí y con el propio grupo, autoritativamente y por referencia a algún tipo de normas.

    Desde este punto de vista, la presencia de la función de juzgar constituye un cierto universal, generalmente encarnado en sujetos dotados de alguna legitimidad vinculada a una fuente de poder, por lo común ejercida por un cauce más o menos formalizado, en un entorno más o menos ritual, con cierta tensión u orientación a la imparcialidad y con capacidad de imponer las decisiones adoptadas en tal marco.

    Hoy, como se sabe, en nuestras sociedades, la de enjuiciar es una función estatal bien diferenciada y estrictamente reglada, en los contenidos y en las formas; que, fundamentalmente, corre a cargo de empleados públicos dotados de un estatus de (mayor o menor) independencia, organizados en un cuerpo oficial que suele recibir constitucionalmente el tratamiento de poder.

    De la aludida imprecisa función original a esta modalidad de poder público constitucionalmente configurado, corre un hilo conductor, muy estudiado y por eso nada difícil de seguir, integrado por una plurisecular y rica diversidad de vicisitudes históricas, que han dado ocasión a relevantes elaboraciones teóricas, con actual reflejo en decantadas formulaciones constitucionales. En lo que sigue haré sucinta referencia a algunas de aquellas, de especial relieve para el seguimiento de la conformación y el desarrollo histórico de nuestra institución.

    Kelsen, en La paz por medio del derecho, subraya el papel precursor desempeñado por la justicia en el proceso histórico de formación de las demás instituciones estatales, o sea, del propio estado. «La centralización de la función de aplicar el derecho —dice— precede a la centralización de la función de crear las leyes [...] Mucho antes de que existieran los parlamentos como cuerpos legislativos se crearon los tribunales para aplicar el derecho a casos concretos. Es un hecho característico que el significado de la palabra parlamento fuese originariamente tribunal»1. Una idea esta de la que hay testimonios tan ilustres y antiguos como el evocado por Botero, al recordar que Platón colocó sus libros relativos a la política bajo la rúbrica De la justicia, para concluir: «no hay duda de que los primeros reyes fueron creados por las gentes para la administración de la justicia»2.

    Esta precedencia en el tiempo se explica porque la función de juzgar fue el primero y esencial atributo de la soberanía. Lo apunta, asimismo, muy gráficamente Kelsen: «Si por administración se entiende la función estatal material así denominada por lo común, en origen no hubo ninguna administración sino solo jurisdicción»3.

    Al respecto, Mannori da cuenta, también de un modo muy expresivo, de que, en la mayor parte de la Europa del ancien régime, la actividad que hoy diríamos materialmente administrativa se ejercía «bajo las formas de una gestión judicial del poder. Y esto en continuidad con una experiencia altomedieval en la que la justicia era la única función pública jurídicamente visible, hasta el punto de que, en el lenguaje legal, la noción misma de potestas publica era indicada mediante el término iurisdictio»4. Por eso, Anderson hablará de un «modo judicial de gobernar», en el que «la justicia era la modalidad central del poder político»5, «la forma sustancial de la majestad [...] pegada a los huesos de los reyes», al decir de Castillo de Bobadilla6.

    Y el tipo ideal de rey se identifica como «justo juez»7; incluso es considerado «justicia animada [...] guardián de lo justo»8.

    El cometido de administrar justicia así concebido tenía una directa ascendencia religiosa. García Pelayo lo ilustra muy bien al poner de manifiesto que en la alta Edad Media, incluso, «la figura misma de Dios o de Cristo es preferentemente imaginada como la de justo juez, no solo en el sentido rigurosamente religioso, sino también jurídico»9. De lo que da fe toda la nutridísima iconografía, tan expresiva, que se concreta en multitud de pórticos románicos y góticos, cuyo vértice lo ocupa «el Cristo en Majestad presidiendo el Juicio Final»10. Y también el hecho de que los juicios se produjeran «bajo un árbol o bajo el portal de la iglesia, es decir, junto a dos símbolos cósmicos, como cósmica era la idea de justicia»11.

    Particularmente característica al respecto es la tópica imagen de san Luis, el rey francés, juzgando en persona a la vera de la encina de Vincennes, donde, al ilustrativo decir de Royer, «comienza necesariamente» toda la historia de la justicia del país12. Cuyos monarcas —escribe Prosperi— todavía en el siglo XVI no tienen más empresa que la de pietate et iustitia; y por eso los textos ceremoniales «contienen diversas formulaciones de la fundamental referencia a la legitimación divina del poder en función de la justicia que [aquellos] debían administrar a sus súbditos»13.

    En este marco, la toma en consideración de la experiencia histórica francesa es más que pertinente, porque su administración de justicia, tanto bajo el ancien régime como después con la Revolución y el estado liberal, constituyó una auténtica fuente de inspiración, un modelo seguido en gran parte de los países europeos y luego en los americanos de su área de influencia que, incluso hoy, en no pocos aspectos de la regulación de sus carreras judiciales, permanecen en la misma órbita político-cultural.

    Con ese sentido y esa progenie religiosa de la función conecta de manera lineal el régimen probatorio de las ordalías14, que —por la dificultad de los juicios humanos y la explicable preocupación por la discrecionalidad de los jueces en la valoración de la prueba— se resumía en el propósito de llamar a Dios en causa (nunca mejor dicho), tratando de desplazarle la responsabilidad de la decisión en la justicia penal, la de mayor trascendencia. Todo con una lógica impecable, pues de existir ese ser superior providente, que, como tal, tendría que sentir justa preocupación por el devenir de los asuntos humanos, es claro que el fundamental de la justicia del caso concreto no debería resultarle ajeno. Que es por lo que—de nuevo en palabras de García Pelayo— «se recurre a Dios o a Cristo para que, mediante la prueba del fuego o del agua, realizada con arreglo a la fórmula litúrgica, determine, como iudex iustus, fortis et patiens, la culpabilidad o inocencia de una persona»15. Con la particularidad, bien subrayada por Prosperi, de que en estos casos, los del juicio de Dios, «se anula» incluso «la distancia entre invocación del Dios juez y su presencia, es decir, entre representación y realidad»16. En efecto, pues —como hace ver Taruffo17— la intervención divina transforma el escenario del juicio y la propia función de este, que de lugar de producción de pruebas pasa a ser una prueba en sí mismo, a cuya superación queda condicionada la acreditación de la inocencia.

    Un rasgo definitorio de la aludida centralidad de la iurisdictio es que su ejercicio está cargado de densas implicaciones normativas, de modo que lo que entonces pudiera equivaler a nuestro legislar de hoy sería un componente de la propia administración de la justicia. Lo expresaron con claridad autores tan emblemáticos como Bartolo y Baldo. El primero al afirmar que la jurisdicción comprehendit potestatem legis condendae; y el segundo al distinguir, entre las exteriorizaciones de la iurisdictio, junto a la contenciosa y la voluntaria, una «estatutaria»18. Y esto es algo que responde a la naturaleza misma del derecho aplicable: de fuente esencialmente consuetudinaria, en ningún caso identificable como obra de un preciso sujeto institucional. De ahí que, al no existir un específico acto o momento de producción o establecimiento de normas, netamente discernible del de su aplicación, esta no podía entenderse como interpretativa de (en realidad, inexistentes) disposiciones generales y abstractas al modo como hoy se concibe (y menos al propio del pensamiento ilustrado), y llevaba incorporada una consistente y explícita dimensión creativa19; de manera que «la nueva norma surgía como un incidente del ius dicere»20. Claro que, según puntualiza sutilmente Mannori, el titular de este, dado que su ejercicio tenía lugar en inmediata relación con el caso, con cada caso, oficiaba como «dispensador [...] como administrador de una gracia»21, con un papel «más [bien] cercano al de un mediador y un árbitro imparcial» (Picardi22).

    El que, como se ha dicho, en la sociedad del antiguo régimen, la actividad propiamente de gobierno tuviera el aludido carácter jurisdiccional —explica también Mannori— era debido al peculiar modo de estratificación de aquella. En efecto, pues, estando integrada por una pluralidad de estamentos y corporaciones con derechos originarios23, resultaba ser fuente de conflictos horizontales de intereses que había que componer caso a caso, a fin de mantener el necesario equilibrio. Por eso, y no por razón de garantía, en el sentido actual del término, el carácter contencioso de tal poliédrica forma de gestión pública. Que así era peculiarmente judicial, tanto si se trataba de «componer un litigio entre vecinos o de ordenar la reparación de un puente, de castigar al autor de un hurto o de disponer una colecta para procurar un subsidio a los pobres de la localidad»24.

    GUBERNACULUM Y IURISDICTIO

    Tal es el marco en el que, «siendo la legislación [...] todavía silente»25, se haría presente de forma progresiva una (creciente) tensión y un apunte de diferenciación entre dos dimensiones del ejercicio del poder gubernaculum y iurisdictio; funciones que están en el origen de la moderna distinción de dos de los actuales poderes estatales26. Al respecto, es paradigmática la experiencia inglesa, estudiada por McIlwain27, en la que esa tensión se hizo efectiva muy temprano, hasta el punto de que, ya en la época medieval, es posible hablar de límites de derecho al poder de gobierno.

    En el rey, y es lo que le constituye como tal, convergen aquellos dos poderes. El gubernaculum, según explica Kantorowicz, «la esfera de gobierno dentro de la cual el rey era absoluto»28, que incluye las relaciones con los otros estados y la gestión del orden interno, es, por su naturaleza, eminentemente «discrecional, extra legem [...] y se confía a la prudencia y a la sabiduría»29 de aquel. Y la iurisdictio30, en la época, ya se ha dicho, la expresión más genuina del poder real, pero en la que —escribe McIlwain—, a diferencia de lo que ocurre en el gubernaculum, «el derecho es algo más que una mera fuerza directiva», pues en el ejercicio de aquella sí existen «límites al poder discrecional del rey, vínculos establecidos por una ley positiva y coercitiva; y un acto real, fuera de tales límites, era ultra vires»31. Aunque en esto hay que ver una cierta peculiaridad del orden jurídico de la Inglaterra del Medievo, con la ancient constitution32 y el papel jugado por las cartas de las libertades33; a lo que se debe el hecho de que, según Anderson, «la monarquía medieval más fuerte de Occidente produjo finalmente el absolutismo más débil y de más corta duración»34.

    En la Inglaterra del siglo XVII se agudizó la señalada tensión entre gubernaculum y iurisdictio, fenómeno que tiene una concreción cargada de simbolismo, todo un punto de referencia, en la famosa confrontación del juez Edward Coke con Jacobo I, en 1606; motivada por la defensa que el primero hizo frente al segundo del common law como ley fundamental del reino, en ese episodio, que ilustro a continuación.

    La Alta Comisión, un tribunal administrativo de gobierno de la iglesia —relata Pound—, había comenzado a conocer de infracciones imputadas a laicos, sin ajustarse a reglas fijas y mediante decisiones no susceptibles de recurso. Aquel era un tribunal no solo extraño al common law, sino que, además, resolvía sin sujeción a reglas y con decisiones inapelables. A instancia de algún afectado, el Tribunal de Causas Comunes (Court of Common Pleas) intervino, ordenando la suspensión del procedimiento. Para hacer frente a esta iniciativa judicial en favor de la supremacía del derecho, se argumentó que el rey podía avocar a sí cualquier causa sustrayéndola a los jueces. Y estos fueron convocados para ser informados y escuchados al respecto. El arzobispo de Canterbury sostuvo la supuesta prerrogativa real, afirmando que los jueces no eran más que delegados del rey, que podía hacer por sí

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