Libertad religiosa y aconfesionalidad del Estado peruano
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Es una reflexión académica de las figuras jurídicas que encauzan las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas, formuladas en el artículo 50 de la Constitución Política con la particularidad peruana de la notoria presencia de la Iglesia católica en nuestro devenir histórico, lo que ha permitido continuar las relaciones mutuas a través de la firma del Acuerdo Internacional entre el Perú y la Santa Sede hace 40 años. Tomando en cuenta este y otros factores históricos y culturales, corresponde resolver: ¿Somos un Estado laicista o uno aconfesional? ¿Qué matices existen entre uno y otro?
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Libertad religiosa y aconfesionalidad del Estado peruano - Francisco Bobadilla Rodríguez
Copyright.
Abreviaturas
AA.VV. Autores Varios
art. artículo
arts. artículos
c. canon
cap. capítulo
cc. cánones
CEAS Comisión episcopal acción social
CEDH Convenio Europeo de Derechos humanos
CEP Conferencia Episcopal Peruana
cfr. confrontar
CIC Código de Derecho Canónico
cit. citado
ECE Ex code Ecclesiae
INPE Instituto Nacional Penitenciario
IGV Impuesto general a las ventas
LADP Las Asambleas de Dios del Perú
LGPCN Ley general del patrimonio cultural de la Nación
LIR Ley del Impuesto a la renta
LLR Ley de libertad religiosa
n. número
LU Ley universitaria
ODEC´S Oficinas diocesanas de Educación Católica
ONDE Oficina nacional de Educación Católica
prof. profesor
RER Registro de Entidades religiosas
RLLR Reglamento de la Ley de libertad religiosa
ROF Reglamento de organización y funciones
ss. siguientes
STC Sentencia del Tribunal Constitucional
SUNAT Superintendencia Nacional de Administración Tributaria.
t. tomo
TC Tribunal Constitucional
TEDH Tribunal de Europeo de Derechos humanos
TUO Texto único ordenado
vol. volumen
Presentación
La inminente llegada del Bicentenario de la Independencia del Perú (1821-2021) es una fecha de singular importancia para nuestro país, así como para tantos otros países latinoamericanos que han conmemorado este acontecimiento a lo largo de la última década. Se cierra con nosotros un ciclo independentista que nos lleva —doscientos años después— a volver a indagar por aquellos elementos que constituyen la peruanidad.
El escenario actual es sumamente atípico. Son varios meses de confinamiento social motivado por la pandemia del Covid-19 que nos ha llevado a replegar velas y, lo que hubiera debido ser un debate abierto y rico acerca de nuestra identidad, ha quedado opacado por la emergencia sanitaria. Son otras las urgencias del momento, lo sabemos, mas esta realidad no nos hace olvidar que están vigentes los temas sustanciales que marcan el origen y el destino de nuestro Perú.
Uno de esos ejes transversales que identifican y marcan nuestra personalidad como nación es la religiosidad presente en todos los ámbitos del espacio público: economía, política, derecho, cultura, educación. Es una realidad patente a la simple observación de propios y extraños. La fe religiosa se expresa continuamente en las diversas actividades en las que se devuelve la inmensa mayoría de los peruanos. La Independencia del Perú en 1821 marcó la línea divisoria de nuestra mayoría de edad en busca de autonomía institucional. Como tantas veces lo afirmó el Dr. José Agustín de la Puente, recientemente fallecido, ya no somos un país adolescente, aun cuando no nos falten dolencias e insuficiencias que hemos de remontar. Autonomía política, desde luego, pero que nunca fue rechazo de la fuente cristiana que sigue nutriendo nuestro andar republicano.
El libro Libertad religiosa y aconfesionalidad del Estado peruano que presentamos ahora es el aporte de un grupo de profesores peruanos y españoles, expertos en derecho eclesiástico del Estado, cuyo propósito es esclarecer las diversas instituciones jurídicas que estructuran el derecho fundamental a la libertad religiosa, recogido en la Constitución Política del Perú, artículo 2, numeral 3 y desarrolladas orgánicamente en la Ley de libertad religiosa N.° 29635, cuyos diez primeros años de vigencia se cumplen en este 2020.
Ofrecemos una reflexión académica de las figuras jurídicas que encauzan las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas, formuladas en el artículo 50 de la Constitución Política del Perú con la particularidad peruana de la notoria presencia de la Iglesia católica en este nuestro devenir histórico que dio lugar a continuar las fructíferas relaciones con Estado peruano a través de la firma del Acuerdo Internacional entre el Perú y la Santa Sede hace 40 años. Damos cuenta del despliegue institucional de la religiosidad en sus diversas manifestaciones jurídicas tal como se podrá observar en los capítulos que componen este libro. Jurídicamente, somos un Estado aconfesional que acoge la realidad del hecho religioso. No somos un Estado laicista, ajeno y contrario a toda manifestación religiosa en el espacio público. Ese laicismo negativo no nos ha correspondido ni por historia ni por sensibilidad cultural. En los capítulos correspondientes desarrollamos estas ideas.
Doscientos años después de la Independencia del Perú seguimos indagando por nuestro futuro, asumiendo nuestra completa herencia cultural. Esperamos que el presente libro ayude a valorar la importancia del derecho humano a la libertad religiosa, un derecho sin el cual la libertad no alcanza su cabal altura y extensión. Libertad religiosa que, asimismo, se objetiva en la vida e historia de nuestro país.
Lima, septiembre de 2020
Los editores
Capítulo I:
Religión y política
Francisco Bobadilla Rodríguez
Doctor en Derecho por la Universidad de Zaragoza
Abogado y Magíster por la Pontificia Universidad Católica del Perú
Profesor principal de Doctrina Social de la Iglesia
Universidad de Piura
1. Introducción
El Bicentenario es fiesta de la peruanidad ¹, aquello que nos identifica como peruanos: singulares, iguales y diferentes, a la vez. El 2021 está a las puertas. Somos una riquísima amalgama de gentes, costumbres y religiosidad. Rito externo e intimidad dolida se dan la mano. La encuesta realizada por la empresa Vox Populi ² sobre la religión católica en el Perú urbano y rural le echa números al mes morado, al incienso de las procesiones y a las peregrinaciones de los devotos: el 93% de peruanos encuestados se dice católico y/o cristiano, mientras que el 78% especifica ser católico romano. La peruanidad se nutre, pues, de la religiosidad. En el Perú, la creencia religiosa no es adorno, es esencia, de ahí que al creyente no se le puede pedir que prescinda de su creencia para entrar en diálogo social. Su fe es parte integrante de su peruanidad.
Cada generación, asimismo, ha de buscar las respuestas adecuadas para asumir los retos que la convivencia humana plantea de tiempo en tiempo. El Perú sigue siendo una promesa abierta a múltiples caminos cuyos cimientos están constituidos de una riquísima historia, en la que se encuentran todas las sangres de la multisecular cultura peruana. Descubrir esas raíces y configurar el presente y futuro del país sigue siendo un reto fascinante para cada generación. La búsqueda de la propia identidad no termina, porque, como país, tenemos un particular aporte en el diálogo universal de la globalización. No se trata de cerrar las fronteras geográficas ni las mentales a lo que viene de otras latitudes, tampoco de disolvernos en sus aguas adormecedoras. El encuentro ha de ser plural, abierto a todas las manifestaciones de la cultura humana, sin renunciar a los radicales más genuinos de nuestra historia, síntesis viviente de una fascinante cultura precolombina y una fecunda herencia occidental y cristiana, en feliz expresión de Víctor Andrés Belaunde.
2. Ideologías y doctrina social de la iglesia
Nuestra época —en este lado del hemisferio y, también, en el del norte— plantea grandes desafíos a la configuración social contemporánea que las ideologías al uso no han sabido articular. Democracia y Estado de Derecho; razón y emoción; opinión pública y orden constitucional; corrupción e integridad; forman parte de la agenda pública mundial, cuya complejidad nos resulta difícil de gestionar. Crece el descrédito de las propuestas políticas, aumenta la perplejidad y se hace necesario un nuevo esfuerzo para replantear los mismos fundamentos de la convivencia humana. La estructura socio-política de nuestros días es un punto de llegada y, cuanto menos, podemos decir —sin la ingenuidad del racionalismo iluminista del siglo XVIII y sin la banalidad del positivismo de fines del siglo XIX— que nos ha tocado vivir en una sociedad compleja, esquiva a la comprensión, por lo menos desde los entusiastas postulados de la modernidad. Querámoslo o no, en el plano de las ideas políticas, las ideologías contemporáneas nos resultan insuficientes para dar cuenta de nuestro tiempo.
Son tiempos de convulsión³. El poder político se resquebraja por doquier. El Estado de Derecho sufre embestidas desde la sociedad civil. El poder constituido se torna, en muchos casos, impotente para gestionar la complejidad social. Las instituciones jurídicas se ven desbordadas por los conflictos sociales. No se trata de ir más allá de la política, más bien de lo que se trata es hacer que el Poder deje más espacio a la política entendida,
«Como la actividad mediante la cual se concilian intereses divergentes dentro de una unidad de gobierno determinada, otorgándoles una parcela de poder proporcional a su importancia para el bienestar y la supervivencia del conjunto de la comunidad. Y, para completar la definición formal, un sistema político es un tipo de gobierno en el que la política logra garantizar una estabilidad y un orden razonables»⁴.
Es en este ámbito de lo político —que por su misma naturaleza es la dimensión de lo opinable, discutible y contingente— en donde debemos encontrar soluciones creativas e inclusivas para la convivencia social de nuestro país.
En la construcción del país que deseamos nadie sobra. La visión cristiana y humanista de una gran mayoría de ciudadanos peruanos puede aportar al diálogo social. La Doctrina social de la Iglesia, en este sentido, tiene voz propia que puede ayudar a refrescar el espacio público, ahora agitado. Un cierto escepticismo se puede alzar ante esta pretensión y más de uno podría plantear sus reparos, porque ¿tiene algo que decirnos el mensaje social de la Iglesia en esta encrucijada del camino? ¿Es práctico? ¿Podríamos extirpar la corrupción ético-funcional que vemos en el país? ¿Hay algo que nos pueda interesar y nos resulte útil para configurar la convivencia social? ¿Cómo hacer para que el pensamiento retorne a la realidad y creativamente de cuenta de ella? La respuesta no es sencilla y, dejando de lado triunfalismos ingenuos, nos adherimos a la ponderada intervención de Juan Pablo II:
«La Iglesia —afirma— no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afrontan los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí»⁵.
Es decir, a ninguno se nos exime del esfuerzo de pensar y poner por obra aquello que puede ser un aporte eficaz al bien común.
El papa Francisco lo ha vuelto a repetir:
«Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: ‘Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país’»⁶.
De eso se trata. Es el ciudadano quien asume la responsabilidad de analizar su tiempo y hacer una propuesta que integre los componentes técnicos y morales de su saber hacer y su pertenencia cristiana.
El Concilio Vaticano II, en su Constitución Pastoral Gaudium et Spes, presenta a la Iglesia en diálogo con el mundo, no sólo con los católicos, con todos. Acoge los logros de la modernidad y ofrece su peculiar antropología centrada en la figura de Cristo.
Por otro lado, como agudamente señala Martin Rhonheimer:
«Por primera vez desde la elevación del cristianismo a religión oficial del Imperio Romano, la Iglesia católica se sitúa en igualdad con las demás religiones (Dignitatis humanae, 13) en lo que se refiere al ordenamiento civil y a las exigencias políticas, sin solicitar privilegios de ningún tipo basados en la pretensión de ser la religión verdadera. La Iglesia, también, ha abandonado en su doctrina social el principio de que solamente la verdad, y no el error, tiene derechos. No es que ya no exista para la conciencia humana la obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdad conocida; pero ahora no se alude a la distinción entre verdad y error para regular a las relaciones entre las personas, los ciudadanos y la autoridad pública»⁷.
Hay pues un saludable cambio en el modo de concebir las relaciones entre la Iglesia católica y la comunidad política que se manifiesta sobre todo en su Doctrina social. Parafraseando al autor citado, parece como si la Iglesia viniera a recordar la sabiduría de San Agustín, cuando pedía al poder temporal que no obstaculizara el culto del verdadero Dios y que dejara al Estado la potestas, viendo en la Iglesia la auctoritas que resulta de la fuerza de la palabra de Dios⁸. Este es el lugar propio de la Doctrina social en el diálogo con el mundo y con las ciencias sociales, el de la autoridad, es decir, el del saber socialmente reconocido⁹.
Una Fe esencialmente razonable de ahí que, desde sus inicios, el mensaje cristiano enlazara con la filosofía clásica, no con las religiones antiguas.
«Allá donde se intentó esto último —ha dicho el cardenal Joseph Ratzinger—, allá donde se quiso identificar a Cristo, por ejemplo, con Dionisios, Asclepio o Heracles, tales intentos quedaron pronto superados. La circunstancia de que no se enlazara con las religiones, sino con la filosofía, se halla íntimamente relacionada con el hecho de que no canonizó una cultura allá donde ella misma había comenzado a salir de sí misma, allá donde esa cultura se había puesto en camino para abrirse a la verdad común y había abandonado el encasillamiento en lo meramente propio»¹⁰.
La cosmovisión cristiana tiene, pues, un connatural enlazamiento con la razón. El mundo no sólo es bueno, sino que también es inteligible. Hay, ciertamente, planteamientos con los que se pueda disentir de la modernidad, pero la mirada de la Iglesia no es de condena frente a ella, es de diálogo.
«Por medio de su opción a favor de la primacía de la razón, el cristianismo seguiría siendo también hoy día ‘ilustración’; yo pienso que cualquier ilustración que elimine esa opción —afirma Ratzinger—, yendo en contra de todas las apariencias, no significa ya una evolución, sino realmente una involución de la ilustración»¹¹.
Tanto el liberalismo como el socialismo en su versión mecánica o dialéctica son descendientes en línea recta de esta modernidad, ambiciosa en sus pretensiones, corta en sus realizaciones. La caída del muro de Berlín en 1989 puso fin al proyecto comunista. Parecía que lo que seguía era más liberalismo y diversas fórmulas de economía de mercado. El resultado no fue el esperado. Han pasado tres décadas y en el poscomunismo ha habido de todo: desde el entusiasmo inicial del que prueba el efecto embriagante de la libertad hasta la decepción de quien se da cuenta que no basta la desaparición de las barreras para que llegue prosperidad y sosiego a la sociedad. El liberalismo tampoco ha podido hacerse cargo de la complejidad social. Patrick Deneen, uno de sus críticos, no niega sus logros, pero hace notar sus vacíos: el abandono del espacio público es una de sus mayores falencias. «La distancia entre lo que afirma y la realidad depara una pérdida total de fe entre el pueblo»¹².
«En realidad —señala Juan Pablo II—, si bien por un lado es cierto que este modelo social —el liberalismo de la sociedad de consumo— muestra el fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por otro, al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en el reducir totalmente al hombre en la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales»¹³.
El error de fondo de estas ideologías es un error antropológico: han cercenado las virtualidades de lo humano.
En efecto, las ideologías están encaminadas a la acción, pero han desfigurado al sujeto de la acción, que es el hombre, y han olvidado el doble aspecto de la misma acción humana, tan claramente visto por la tradición griega. El pensamiento clásico, al hablar de la acción humana¹⁴, sostiene que en ella se entrecruzan dos vertientes distinguibles, pero no separables. Se está refiriendo a la poiesis y a la praxis, es decir, al hacer y al obrar. El hacer es la actividad fabril de lo humano, es la actividad productiva que hace cosas externas al hombre. En cambio, el obrar es un movimiento inmanente al hombre que permanece en él y cuyo resultado es la misma perfección del ser humano. Por el hacer el hombre produce; por el obrar el hombre es más o menos persona, según sea el sentido de sus acciones. En cualquier caso, todo hacer lleva implícito un obrar. Las ideologías han reducido la acción humana a la sola actividad productiva, cuantificable, medible, anónima, objetivable. El acento puesto en la actividad fabril, oculta la índole personal y subjetiva del ser humano.
La acción política que quiera romper el círculo vicioso de las ideologías, debe apartarse de este error antropológico¹⁵ y reconocer la total estructura natural y moral del hombre. La Doctrina social de la Iglesia llega a los intersticios de lo social, porque su antropología esponja la riqueza insondable de la intimidad humana. En este sentido, le pide mucho al político; le pide, fundamentalmente, un esfuerzo moral. No podemos repetir el error de las ideologías que han hecho de la política un conjunto de técnicas para llegar al poder. La acción política es acción virtuosa, en el más pleno sentido de la expresión. Es una manifestación de la virtud de la prudencia y de la virtud de la justicia.
Vaclav Havel, el poeta-presidente de la República Checa, con la clarividencia que da el sufrimiento, ha sabido expresar con patetismo estos nuevos derroteros de la política. Ha dicho, refiriéndose a la política de la modernidad:
«Un cambio a mejor de las estructuras, que sea real, profundo y estable —como he intentado hacer notar en otras circunstancias—, hoy no puede partir —aunque haya sucedido— de la afirmación de ésta o de aquella mala copia de un proyecto político tradicional y en definitiva sólo externo (es decir, inherente a las estructuras, al sistema), sino que tiene que partir —más que nunca y más que en otras partes— del hombre, de la existencia del hombre, de la reconstrucción sustancial de su posición en el mundo, de su relación consigo mismo, con los otros hombres y con el universo. Sólo con una vida mejor se puede construir también un sistema mejor»¹⁶.
La política no es patrimonio exclusivo de los políticos. Cada ciudadano, individualmente o en grupo, tiene parte en la construcción del bien común de una ciudad o del país. Las ciudades se han vuelto complejas y cada asunto admite más de una solución. Preocuparse por el bien común, discutir, hacer propuestas, criticar, es, justamente, el ámbito propio de la política. Ahí dónde hay varios caminos, intereses encontrados, pasiones, ahí está la política. Es su ámbito natural. Pensar que dar respuestas a los problemas es una competencia sólo de los expertos es desconocer la complejidad social. La política no es un mal inevitable, es el modo ordinario de componer las diversas alternativas de la buena vida que buscamos en sociedad.
La política, por tanto, no se agota en las cosas del Estado. Lo estatal, lo regional o lo municipal son sólo una de las tantas formas en las que se realiza la politicidad humana. Por eso, las estructuras de un puente, la condecoración a un personaje ilustre, las calles destrozadas, la construcción de un nuevo centro comercial o la inseguridad ciudadana, en la medida en que afectan a la colectividad son asuntos políticos, mal haríamos en despolitizarlos. Lo que hay que hacer es devolver a la política su dignidad, y enhorabuena que el ciudadano de a pie, el ama de casa, el oficinista, se ocupen de los asuntos comunes, poniendo el hombro cuando el bien común lo exija y llamando la atención a los políticos profesionales para que cumplan el oficio para el que han sido elegidos.
3. El cristiano y la política
La Iglesia la forman los fieles cristianos: clérigos y laicos¹⁷. Sin embargo, en muchos discursos y entre el común de la gente, se suele reducir el binomio religión/política al de Iglesia/Estado; a su vez, este último queda reducido a las relaciones entre la jerarquía eclesial/poder estatal. Esta sucesiva reducción, lleva a plantear las relaciones religión y política en términos de relaciones entre la jerarquía eclesiástica y los entes gubernativos del Estado. Esta reducción, además, lleva consigo —en no pocas ocasiones— a confusión en los ámbitos de competencias de ambos sujetos y a injerencias impropias en el campo de los derechos de los fieles laicos, en particular.
El Papa Francisco ha señalado con claridad:
«Al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad. Sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social»¹⁸.
Aun cuando la situación del Estado en el panorama mundial actual no sea la mejor, le compete la promoción del bien común. No es el único actor, pero es uno de los principales.
Si, como hemos dicho líneas arriba, el ámbito de lo político
«Es el de la conciliación, la solución al problema del orden que prefiere la conciliación a la violencia o coerción como medio efectivo de que los distintos intereses encuentren el grado de compromiso que mejor sirva a su interés común por la supervivencia. La política permite que los distintos tipos de poderes dentro de una comunidad establezcan un nivel razonable de tolerancia y apoyo mutuos»¹⁹.
Desde esta perspectiva, los intereses de los ciudadanos son múltiples y plurales. Los bienes particulares han de articularse en el bien común societario, que de por si es campo para la excelencia humana: cada miembro de la sociedad está llamado a participar en la construcción del bien común. De ahí que, como recuerda García-Huidobro:
«Lo relevante de la vida política no es la conducción de los asuntos del Estado, sino el darse cuenta de que las exigencias de la vida social son insoslayables y constituyen una forma privilegiada de crecimiento para cada uno de los individuos»²⁰.
Y así como el campo de la política no se agota en el manejo del poder estatal, sino que se expande allí donde hay intereses que impactan el bien común; del mismo modo, los partícipes de esta conciliación son las personas y colectivos que surgen de la sociedad civil: la subjetividad social desborda los canales del poder estatal en todas sus manifestaciones²¹. El Concilio Vaticano II da especial cabida a la participación de los laicos en el ámbito político, desatando los nudos de clericalismo que los tenía sujetos —impropiamente— a la jerarquía eclesiástica en sus diversas instancias. La Constitución Apostólica Lumen Gentium es muy clara al respecto:
«A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretenida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento»²².
La actuación política del laico corre por su cuenta y riesgo. Ha de hacer valer sus planteamientos por los méritos intrínsecos de éstos, mas no por su presunta catolicidad. En materia política, por la misma naturaleza de ésta, así como por el sentido de la Doctrina social de la Iglesia, no existe ‘la solución católica’. El plexo de soluciones, igualmente inspiradas en el mensaje evangélico, puede ser variado, y queda a la libre iniciativa del ciudadano optar por la concreción práctica que juzgue más adecuada²³. Si él acierta o yerra, no es la Iglesia quien se hace responsable de su éxito o fracaso, sino él mismo en cuanto ciudadano de este mundo. A la jerarquía de la Iglesia le compete, desde luego, pronunciarse en juicios morales sobre los asuntos del espacio público, en tanto puedan afectar cuestiones de fe o impliquen propuestas de falta de consistencia ética²⁴. Excedería a su misión si intentara proponer como soluciones únicas aquellas que están dejadas a la libertad de los fieles²⁵.
Las soluciones técnicas concretas no están en el campo de competencia del Magisterio de la Iglesia. Lo esencial en las encíclicas sociales está en los principios y criterios éticos que ellas contienen. Las directrices de acción que en ellas se enuncian, así como los diagnósticos sociales que presentan, sirven para orientar la acción social, pero no gozan de la permanencia de los principios y criterios de acción. Suele pasar con estas encíclicas sociales que, al poco de ser escritas, en lo que tienen de coyuntural, pierden pronto su actualidad²⁶.
El espacio público es el lugar de la acción política a donde confluyen los discursos de todos los agentes sociales. El cristiano es uno de esos actores que, en el caso peruano, está sólidamente legitimado por esa gran mayoría de creyentes que conforman el pueblo peruano. La Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política hace una buena síntesis de los temas sensibles que defienden la dignidad humana para conseguir una sociedad que funcione bien, y que llegue a ser, también, una sociedad buena.
«Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia, que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia y el matrimonio (…) Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud. No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad (…)»²⁷.
La acción social obliga al cristiano a participar activamente en la edificación de la sociedad peruana. Hay un plus en la mirada del cristiano que, quizá, pasa desapercibido al politólogo que mira el acontecer político solo desde los mecanismos procesales de la democracia. Se trata del papel que juegan las virtudes personales y cívicas en la configuración de una sociedad sana, libre de corrupción. Así, por ejemplo, Jaime de Althaus²⁸ hace una lectura de la política peruana de los últimos años. Un enfoque del acontecer político peruano en clave liberal: democracia política y economía de mercado. Por tanto, los aciertos y desaciertos de este período de nuestra historia son valorados desde esta toma de posición. Planteamiento válido, desde luego, pero al precio —a mi modo de ver— de encorsetar los hechos en moldes predefinidos que, indudablemente, dan claridad a la propuesta del autor, pero sacrifican la riqueza de la realidad.
El cuadro dibujado por el autor es el de un país republicano, moderno y liberal en política, bajo la égida del capitalismo en economía. Las taras serían coloniales; el futuro, liberal. Althaus ha logrado presentar un cuadro convincente —aunque discutible— de nuestra reciente historia republicana. La grandeza del Perú queda en manos de los procesos. Todo se reduce a mecanismos (racionales y liberales, por supuesto). Hay una buena teoría política, pero existe un serio déficit de antropología. Un país de libro. Me parece que en el camino se le escapó del juego el peruano de carne y hueso, libre e inteligente, capaz de saltar las vallas de las ideologías a fuerza de sentido común y hombría de bien. El gran ausente es el alma del peruano, el corazón en donde se cocinan los grandes proyectos y las no pequeñas maldades.
La propuesta de este autor, como la de tantísimos más, entra en el discurso del espacio público. Una visión cristiana del mismo diagnóstico, se fijaría, asimismo en la dimensión antropológica y ética que anida en el alma de la acción social. Sin competencias éticas, sin virtudes, la búsqueda de la integridad moral no se encuentra. Insisto, de singular importancia para la actividad política son las virtudes de la justicia y la de la prudencia.
Nuestra sociedad requiere de ciudadanos justos, que tengan el ánimo y voluntad dispuestas a darle a cada cual lo suyo, que no ignoren los logros de otros ni se adornen con los méritos de sus subordinados. Basta mirar la arbitrariedad que campea en tantos ambientes laborales, para darnos cuenta de la importancia de las personas justas. Porque de eso se trata: son justas o injustas las personas, no los procesos. El mejor sistema de control y de atribuciones puede resultar ineficaz si quien lo opera no es justo. Cuando falta la virtud personal de la justicia, ceder a la tentación del poder y del dinero es muy fácil. Quizás por eso, hasta ahora no podamos emprender una eficaz reforma estructural de nuestro sistema político formal, puesto que centramos demasiado las esperanzas en los sistemas y nos olvidamos que la batalla crucial se libra en los corazones de los ciudadanos.
De otro lado, saber vivir, acertar en las decisiones grandes y pequeñas de la vida, es la virtud de la prudencia, aquella recta razón en el obrar de la que hablaban los clásicos. Es la virtud de las virtudes y su acto propio es la decisión que lleva a actuar correctamente, en ese intento de los seres humanos de acertar y conseguir una vida lograda, con claroscuros, pero llena de sentido. Es la virtud del hombre y de la mujer de gobierno, ya en el hogar, en la empresa, en la universidad o en el Estado²⁹.
4. El bicentenario: política y religión
Volvamos al Bicentenario. Ha sido una fecha emblemática para muchos países latinoamericanos quienes han conmemorado este acontecimiento a lo largo de la última década. El Perú cierra esta conmemoración en el 2021. Aun en medio del ambiente político convulso en el que vivimos, los peruanos volvemos a plantearnos preguntas radicales que nos llevan a volver a las raíces de nuestra historia para responder quiénes somos y qué esperamos llegar a ser, después de esta andadura de doscientos años de vida republicana.
«El resultado de esta revolución emancipadora se resolvió en ‘balcanización’. Quedó una ‘nación inconclusa’ al decir de Jorge Abelardo Ramos en su Historia de la Nación Latinoamericana. Mientras se iban constituyendo los poderosos Estados Unidos de América del Norte, nacieron los frágiles e impotentes Estados desunidos de Iberoamérica³⁰».
Y ciertamente, aun cuando hemos tenido esfuerzos encaminados a buscar la integración de la Región, éstos no acaban de ser lo suficientemente significativos para pensar que detrás del concepto de América Latina tenemos una realidad sólida que la avale.
Guzmán Carriquiry anota que, no obstante,
«La independencia tuvo también un costo grande para la tradición cristiana de los pueblos iberoamericanos y para la presentación y misión de la Iglesia Católica en ellos, la Revolución iberoamericana no tuvo, en principio las tendencias anticlericales e incluso antirreligiosas que caracterizaron a la Revolución Francesa³¹».
Este aserto se puede apreciar en el Perú. No somos, ni por historia, ni por idiosincrasia, un pueblo rabioso y anticlerical. La Independencia del Perú de 1821 no fue la Revolución Francesa de 1789 que arremetió contra la Iglesia y marcó un estilo de laicidad negativa, agresiva y distante con lo religioso institucional. La presencia de la Iglesia católica no se perdió en la Independencia del Perú. Goyeneche, obispo de Arequipa antes de la Independencia, significó la continuidad institucional, reflejo de un pueblo creyente y devoto. Al cabo de unos años llegó a ser arzobispo de Lima, en el Perú republicano³². Y, ciertamente, pese a las
«Condiciones críticas, la cristiandad americana sobrevivía las guerras de la independencia. Las primeras constituciones de los nuevos países establecieron la religión católica como religión oficial del Estado, para pasar tiempo después a la libertad de culto y ya, entrado el siglo XX, a la separación entre la Iglesia y el Estado»³³.
Este dato histórico es de suma importancia para entender la urdiembre real entre política y religión o Estado