Futilidad o el naufragio del Titán
Por Morgan Robertson
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Morgan Robertson
Morgan Robertson (1861-1915) was an American novelist and short story writer. Born into a seafaring family, Robertson entered the merchant service as a teenager, rising to the rank of first mate by the time of his departure in 1886. With his sailing days behind him, Robertson studied jewelry making and worked in New York City as a diamond setter for 10 years. During this time, he also wrote sea stories and novels, including Futility, or the Wreck of the Titan (1898), a novel with a striking similarity to the sinking of the Titanic in 1912. Despite seeing his work published in McClure’s and the Saturday Evening Post, Robertson failed to make a living as a professional writer, leading to a deep dissatisfaction also fueled by the author’s claims to have not received credit for his invention of the submarine periscope. Despite his lack of popular success and critical acclaim, Robertson’s work is thought to have influenced such writers as Edgar Rice Burroughs and Henry De Vere Stacpoole.
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Futilidad o el naufragio del Titán - Morgan Robertson
Morgan Robertson
Futilidad
o el naufragio
del Titán
Traducción de
Íñigo Jáuregui
019CAPÍTULO I
Era el barco más grande del mundo que surcara los mares y la más fabulosa máquina creada por el hombre. En su construcción y mantenimiento habían intervenido todas las ciencias, profesiones y oficios conocidos. En su puente había oficiales que, además de ser elegidos por la Armada Real, habían superado rigurosos exámenes de todas las materias relacionadas con vientos, mareas, corrientes y geografía marina. No solo eran hombres de mar, sino también científicos. El mismo criterio profesional se aplicó al personal de la sala de máquinas, y el equipo de sobrecargos era equiparable al de un hotel de primera.
Dos bandas de música, dos orquestas y una compañía de teatro entretenían a los pasajeros durante las horas de vigilia; un cuerpo de médicos cuidaba del bienestar temporal y otro de capellanes atendía el bienestar espiritual de todos los pasajeros, mientras una brigada de bomberos bien entrenada calmaba a los más inquietos y contribuía al entretenimiento general con prácticas diarias.
De su puente majestuoso corrían, disimuladas, líneas de telégrafo hasta la proa, la sala de máquinas, la cofa de vigía y a todas las partes del barco donde se realizaba el trabajo. Cada cable terminaba en un dial visible con un indicador móvil que contenía todas las órdenes y respuestas necesarias para gobernar el inmenso casco, tanto en el muelle como en el mar, lo que eliminaba en gran medida los gritos roncos y exasperantes de los oficiales y marineros.
Las noventa y dos puertas de los diecinueve compartimentos estancos podían cerrarse en medio minuto girando una palanca desde el puente, la sala de máquinas y desde otros doce puntos de la cubierta. Esas compuertas también se cerrarían automáticamente en caso de detectar agua. Aun con nueve compartimentos inundados el barco seguiría flotando y, puesto que ningún accidente marítimo conocido podía anegar tantos, el Titán se consideraba prácticamente insumergible.
Construido íntegramente de acero, y únicamente para el transporte de pasajeros, no llevaba ningún cargamento inflamable que amenazara destruirlo con un incendio. Eso había permitido a sus diseñadores renunciar al fondo plano de los cargueros y darle la elevación del fondo —o inclinación de quilla— de un yate de vapor, lo que mejoraba su comportamiento en las rutas marítimas. Tenía una longitud de 245 metros, un desplazamiento de 70.000 toneladas y una potencia de 75.000 caballos, y en su viaje de prueba había navegado a una velocidad media de 25 nudos por hora, en medio de fuertes vientos, mareas y corrientes. Resumiendo, era una ciudad flotante que contenía entre sus paredes de acero todo lo que tiende a minimizar los peligros e incomodidades de una travesía atlántica y hace la vida agradable.
Insumergible e indestructible, el Titán llevaba el mínimo número de botes exigido por la ley. Estos, en un total de veinticuatro, estaban bien cubiertos y amarrados a sus pescantes en la cubierta superior y, en caso de ser lanzados, podían transportar a quinientas personas. El Titán no llevaba pesados e inútiles botes salvavidas, pero, puesto que la ley así lo exigía, cada una de las trescientas literas de los camarotes de los pasajeros, oficiales y tripulantes contenía un chaleco de corcho, y había unas veinte boyas salvavidas repartidas a lo largo de la barandilla.
En vista de su absoluta superioridad sobre el resto de embarcaciones, la compañía naviera anunció que se aplicaría una regla de navegación en la que creían firmemente varios capitanes, aunque todavía no la siguieran abiertamente. El barco avanzaría a toda máquina en medio de nieblas, tormentas o de un sol radiante, siguiendo la ruta septentrional, en invierno y en verano, por las siguientes y buenas razones: primero, porque, de ser embestido por otra embarcación, la fuerza del impacto se distribuiría sobre un área mayor si el Titán avanzara a toda máquina, siendo el otro barco el que llevaría la peor parte. Segundo, porque si el agresor fuera el Titán, no hay duda de que destruiría a la otra embarcación aunque avanzara a velocidad media, y puede que él también sufriera desperfectos; mientras que a toda máquina partiría al otro barco por la mitad, sin sufrir ningún daño que no pudiera repararse con una brocha. En uno u otro caso, y como mal menor, era preferible que sufriera el casco más pequeño. La tercera razón era que a toda máquina sería más fácil llevarlo fuera de peligro y, la cuarta, que en caso de choque inminente con un iceberg —el único escollo que no podría superar—, su proa quedaría aplastada apenas algunos centímetros más yendo a toda máquina que a media, y se inundarían a lo sumo tres compartimentos, lo que no sería preocupante al disponer de seis más.
Así pues, se confiaba en que, una vez hubiera calentado motores, el Titán desembarcaría a sus pasajeros a cinco mil kilómetros con la prontitud y regularidad de un tren. Había batido todos los récords en su primera travesía, pero hasta su tercer viaje de regreso no había bajado el registro entre Sandy Hook y Daun’t Rock hasta dejarlo en cinco días, y se hizo correr el rumor entre los dos mil pasajeros embarcados en Nueva York de que en esta ocasión se harían esfuerzos por conseguirlo.
CAPÍTULO II
Ocho remolcadoras arrastraron la gran mole hasta la corriente, con su morro apuntando hacia el río. El piloto dijo unas palabras en el puente; el primer oficial dio un breve toque de silbato y giró una palanca; las remolcadoras se pusieron en fila y se retiraron; en las entrañas del barco se encendieron tres motores pequeños y se aumentó la potencia de tres grandes; tres hélices empezaron a girar, y el mastodonte, vibrando con un temblor que recorrió su gigantesco armazón, comenzó a moverse lentamente hacia el mar.
Al este de Sandy Hook el piloto se dejó ir y comenzó el verdadero viaje. Quince metros por debajo de cubierta, en un infierno de ruido, calor, luz y sombra, los paleros cargaban el combustible desde las carboneras al horno, donde fogoneros medio desnudos, con rostros que parecían los de demonios atormentados, lo arrojaban a las ochenta bocas ardientes de las calderas. En la sala de máquinas los engrasadores entraban y salían del maremágnum de acero que caía vertiginosamente, brillando y retorciéndose, cargados de latas de aceite y desechos, y supervisados por el atento personal de servicio, que escuchaba con gesto tenso en busca de alguna nota discordante en el confuso revoltijo de sonidos (un chasquido de