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Andrew Higgins tiene más pinta de sospechoso hombre de negocios que de héroe nacional americano. Y sin embargo, con su mente brillante y sus creativas ideas comerciales se ganó un lugar entre los grandes héroes que hicieron posible el Día D.
Al corpulento Higgins —hombros cuadrados, cejas muy pobladas, eterna sonrisa inescrutable en los labios—siempre se le había dado mal eso de respetar la ley. De niño lo echaron del colegio por los problemas que ocasionaba; luego tuvo una compañía maderera que quebró y más tarde hizo una fortuna construyendo barcos en Nueva Orleans. Se dice que no todos sus activos eran de origen legal. A los contrabandistas de ron cubano, por ejemplo, les vendió veloces lanchas con las que escapar de los guardacostas, para inmediatamente después venderles a los guardacostas lanchas aún más rápidas.
En 1941, el ejército americano recibió de Higgins una oferta que no podía rechazar: una flota de lanchas con rampas de desembarco efectivas que permitiría a las tropas aliadas llegar rápidamente a tierra y evitar el fuego enemigo. El resultado fue la Lancha de Desembarco de Personal (LCVP, en sus siglas inglesas), también llamada lancha Higgins.
SE REQUERÍA EQUIPO ESPECIALIZADO
La lancha de desembarco no fue la única máquina de guerra diseñada especialmente para la invasión de Normandía. En 1942, un desafortunado ataque a la ciudad costera francesa de Dieppe —la alegremente denominada Operación Jubileo—acabó en un baño de sangre. Esto hizo comprender a los aliados que una invasión anfibia a gran escala requería un equipo apropiado.
En Dieppe, muchos de los soldados murieron sin llegar siquiera a tocar la playa. Iban en las lanchas como sardinas en lata, sin posibilidad de moverse, y