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EL DESEMBARCO

De nuevo otro soldado se quitó el casco, lo sujetó delante de la boca y vomitó dentro. Luego sacó la mano fuera y lo lavó en una de las olas de hasta dos metros que golpeaban incesantemente contra los costados de la lancha.

A un paso de la costa de Normandía, los hombres de la 1.ª División de Infantería americana sufrían violentas sacudidas en el pequeño bote plano que los llevaba a la playa que había sido llamada, en nombre clave, Omaha. Era una playa perfecta para la defensa: en forma de media luna, de diez kilómetros de largo y cerrada en ambos extremos por acantilados altos y rocosos.

Justo enfrente, la arena plana se convertía en un terraplén de guijarros de unos tres metros cubierto de alambre de espino; detrás se alzaba un rompeolas también de varios metros. Luego venía una profunda trinchera, cavada para detener a los tanques, y más allá una zona pantanosa que subía hacia una alta e inclinada colina de treinta metros de altura, salpicada de puestos de combate alemanes. Solo unos pocos caminos, fuertemente vigilados, permitían atravesar la escarpadura y salir a campo abierto.

LOS ALEMANES ESTABAN BIEN PREPARADOS

Omaha Beach era casi imposible de tomar. Pero, estratégicamente, era necesaria para conectar las cinco playas del desembarco, aquellas que los americanos, británicos y canadienses habían elegido para iniciar la que iba a ser la mayor invasión de la Historia. Por eso era imprescindible conquistarla.

La primera oleada de soldados daba vueltas en círculos a varios kilómetros de la costa. Llevaban ya una hora en las lanchas pendientes de lo que la hora del ataque, las 6:30, les deparase. No se llamaban a engaño sobre la batalla. El jefe de la 1.ª División de Infantería del 116.º Regimiento les había dicho que dos de cada tres nunca volverían a casa. Pero, justo en ese momento, el riesgo de morir les parecía un problema menor al lado de las náuseas y el mareo. Lo único que querían era salir de un vez de las malditas lanchas Higgins con forma de bañera que saltaban de un lado para otro sobre las olas.

Los alemanes sabían de la importancia estratégica de Omaha, y por eso las defensas eran tan fuertes. La Wehrmacht tenía la esperanza de detener a los aliados en la playa y empujarlos otra vez al mar. Hitler pensaba que, si lo conseguían, pasarían años antes de que americanos y británicos se atrevieran de nuevo a intentar una invasión por el oeste de Europa.

Las lanchas Higgins apestaban a vómito. La mayoría de los soldados se arrepentía de haberse tomado el enorme desayuno que les habían dado en los buques de transporte. Habían tenido a su disposición filetes, cerdo, pollo, helado y dulces.

Ahora les pasaban por encima misiles con cabezas explosivas disparados desde embarcaciones diseñadas con lanzadores que iban soldados a la cubierta. Las tripulaciones iban provistas de extintores, algo justificado, según el médico militar W.N. Solkin, que iba a bordo de una. «Cuando lanzamos los cohetes, se montó la de Dios. Era como si hubiese explotado el barco. Nos caímos todos hacia atrás y recuerdo que acabé sepultado entre brazos y piernas. Tuvimos que utilizar los extintores porque había varios fuegos y salía humo del mamparo. El calor y el ruido eran increíbles. Todo el

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