Goliat
Por Ricardo Ahuja
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Es muy probable que en la vida real, Goliat no haya sido un gigante, sino un hombre de estatura media, cuyas dimensiones habran sido exageradas por el narrador israelita para hacer ms meritoria la victoria de su hroe.
En este trabajo, el autor intenta enderezar esa distorsin, y presenta a un Goliat ms humano. No un gigante, sino un hombre comn y corriente; uno de esos soldados desconocidos que no registran las crnicas, pero que pudo haber existido.
Ricardo Ahuja
Las vicisitudes de la carrera diplomática, a la que dedicó la mayor parte de su vida, llevaron a Ricardo Ahuja a coincidir, en Arabia Saudita, con la primera guerra del Golfo Pérsico. Una tarde en Arabia, en uno de los locales del más antiguo zoco de Riad, descubrió, oculto entre montones de alfombras, un manuscrito sobre la historia de las ciudades filisteas. De ese manuscrito surgió la idea del libro que hoy presenta a la atención de sus amables lectores. Ricardo Ahuja es autor de las novelas “Siempre ocurre lo inesperado” y “La puerta de golpe”.
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Goliat - Ricardo Ahuja
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isbn: 978-1-4907-5718-6 (sc)
isbn: 978-1-4907-5717-9 (e)
Library of Congress Control Number: 2015904017
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Contents
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NOTA DEL AUTOR
Para Goliat
1
El capitán, de pie sobre el sector del muelle que ocupaba su embarcación, hizo un ligero movimiento de cadera, balanceando su cuerpo primero hacia la izquierda, luego a la derecha. Repitió el ejercicio varias veces, como para mantener alerta sus músculos, mientras observaba el ir y venir de los marineros, que transitaban entre el muelle y la cubierta del barco, cargando la madera que luego acomodarían en el vientre del buque. No parecía molestarse por el sol que pegaba en su rostro; más bien disfrutaba de la húmeda brisa, que proveniente de la bahía, acariciaba el puerto de Sidón.
Interrumpió su balanceo y dio unos cuantos pasos frente al barco, observando con atención los efectos de los trabajos de carenado y limpieza del casco, cuya ejecución había ordenado el día anterior. Hizo el recorrido de popa a proa a lo largo de la banda de estribor. Pareció satisfecho de los trabajos y se detuvo. Aprovechó una pausa en el ir y venir de los marineros, y abordó el buque para continuar en su labor de inspección, esta vez sobre la cubierta, revisando los amarres, las argollas y el velamen. Atravesó con lento andar el combés y se detuvo sobre el castillo de proa. Abrió las piernas y sacudió su túnica un par de veces con unas correas cuyo mango sostenía en la mano derecha. Se volvió hacia los hombres, que habían reiniciado sus labores.
—Dispongan la madera —dijo con voz grave— de tal manera que el peso quede bien distribuido a lo largo y ancho de la embarcación. No quiero que algún oleaje fuerte nos haga zozobrar. ¿Qué pasa con ustedes hoy? ¿Bebieron demasiado anoche? Vamos, holgazanes, apresúrense que tenemos que zarpar mañana y aún falta mucho por cargar. Quiero la cubierta bien limpia, los remos revisados y la vela lista. Muévanse, que ya es casi mediodía.
Hizo una pausa, como midiendo el efecto de sus palabras sobre la marinería, que transitaba en silencio y a buen ritmo entre la cubierta de la embarcación y el muelle, donde se podía ver el resto de la madera que debían embarcar en las entrañas del buque. Golpeó varias veces la palma de su mano izquierda con el manguillo de las correas que mantenía en su diestra.
Esas correas nunca se separaban de él, o mejor dicho, el hombre nunca se separaba de las correas. Las usaba para sacudir el polvo de su túnica o para ahuyentar los insectos que solían tomarlo como objetivo, o simplemente para jugar con ellas, como un utensilio para tener sus manos ocupadas. Los marineros más antiguos decían que había nacido con ellas. Pero nunca lo habían visto usarlas para golpear a alguien. Podía decirse que eran una parte de su indumentaria, o mejor, una prolongación de sus extremidades.
Andaría en los cincuenta, era de corta estatura, pecho amplio y robusto, y un estómago leve, que a pesar de los años, no daba muestras de ceder a la fuerza de la gravedad. Lucía una barba cuidadosamente recortada y vestía una túnica impecablemente blanca. Calzaba unas sandalias de papiro, seguramente compradas en Egipto durante alguno de sus viajes.
Desde su punto de observación, el capitán disfrutaba ese día de una vista privilegiada sobre la bahía. Se desentendió por un momento de su trabajo de vigilancia y dejó vagar su mirada de un extremo a otro de la rada. Observó la silueta de una galera que se desplazaba lánguidamente hacia la salida de la bahía, lista para iniciar su recorrido, en tanto que otras dos, que ya se encontraban arrimadas al muelle, descargaban su mercancía. Vio como la carga era retirada de inmediato del lugar por comerciantes acostumbrados a no perder el tiempo. Una fila de cargadores, proveniente de alguna de las callejuelas aledañas, se alineó en el muelle frente a una de las galeras, para suplir a otra columna que ya se alejaba del puerto con su carga a cuestas y tomaba el rumbo de los almacenes y depósitos de la ciudad. Los cargadores trabajaban en silencio, sin preocuparse mucho por las negociaciones de los mercaderes, que discutían entre sí por los precios de los servicios y productos.
Las escasas nubes que se mecían sobre el cielo de Sidón, apenas esbozaban tímidas y efímeras sombras, para descontento de los marineros que cargaban la mercancía en el vientre del barco.
—Carajo, si no tuviéramos que trabajar, este tiempo sería perfecto —murmuró uno de ellos.
—Dejen de quejarse y sigan cargando, mientras más pronto terminemos, más pronto podremos irnos a descansar —sentenció Urías, el piloto, un hitita de mediana edad, veterano en las labores de marinería.
Aunque fingieron no hacerle caso, los marineros callaron. Sin chistar, se dedicaron a lo suyo. Los hombres de la tripulación respetaban a Urías, porque conocían sus habilidades y experiencia, y sabían que casi siempre tenía razón en sus recomendaciones.
Siguieron trabajando en silencio. El único rumor que se oía era el producido por el pausado andar de los marineros, que subían y bajaban de la embarcación, cumpliendo con la humilde labor de cargar la mercancía que llevarían en su próximo viaje.
Pero de pronto, una algarabía que se produjo en el extremo opuesto de la rada, rompió la calma del lugar. El capitán dirigió su mirada hacia el punto de donde provenían los gritos, tratando de conocer su causa.
Vio a un par de embarcaciones circulares que arrimaban al muelle. Percibió que eran botes de pescadores que regresaban a puerto con la captura del día. Tan pronto amarraron sus botes, los pescadores fueron abordados por comerciantes, que a gritos, intentaban asegurarse la compra de la mejor mercancía.
El capitán continuó observando atentamente la maniobra, con ánimo de conocer el desenlace de la operación. Aunque desde su punto de observación no podía escuchar lo que decían, observó el proceso de negociación que llevaban a cabo los comerciantes y los pescadores, seguramente los primeros tratando de comprar al menor precio, mientras los pescadores buscaban obtener una mayor ganancia por su trabajo. No supo cuál de las partes había ganado en la negociación, pero se dio cuenta de que en muy poco tiempo, los mercaderes habían dejado a las embarcaciones circulares libres de su carga.
Los comerciantes se alejaron con su mercancía, y los pescadores parecieron satisfechos con la ganancia que les había producido la captura del día. La calma volvió a ese sector del muelle.
Pero el espectáculo había despertado una inquietud en la mente del capitán, a quien interesaba todo lo que se relacionaba con el mar y con la navegación. El tema de sus cavilaciones pasó a ser en ese momento el de las embarcaciones circulares.
¿A quién se le habrá ocurrido semejante idea?, pensó el capitán. Meditó un rato sobre el tema, y luego de darle vueltas al asunto, llegó a la conclusión de que el concepto de las embarcaciones circulares no era del todo descabellado. Recordó sus tiempos de la escuela, cuando en sus clases de geometría, al aprender el arte de la navegación, le habían enseñado que el círculo era la figura perfecta. Había llegado a aceptar dicha afirmación como demostrada, en el mismo momento en que coincidió con la idea de que las imágenes más hermosas del universo seguían trazos circulares.
Y suspiró el capitán recordando las