Antología del XXXV Concurso nacional de creación literaria del Tecnológico de Monterrey
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Ganadores por categoría
Categoría 1. Cuento corto
Preparatoria
Muelle
Aldo Rafael García Hernández
Campus Metepec
En el valle de las arañas
Alondra De Jesús Luna Montes
Campus Querétaro
Profesional
Los caracoles azules
Inés Scroczyñski Merino
Campus Querétaro
Claudio
Nathalia Monserrat Castañeda Bañuelos
Categoría 2. Cuento largo
Preparatoria
Los eternos Goetia
Emma Córdova Oropeza
Campus Eugenio Garza Sada
Sobre las matemáticas de matar perros
Sofía Moreno López
Campus Santa Fe
Profesional
Nachito
Diana Velázquez Sánchez
Campus Querétaro
Flores, corazón de niño, fantasmas
Fátima Rodarte Altamirano
Campus Chihuahua
Categoría 3. Poesía
Preparatoria
Delirios de noche y enfermedad
Carlos Eduardo Molina Berumen
Campus Metepec
Semillas del desamor
Diego Valdivieso Amador
Campus Cuernavaca
Profesional
La desnudez final
Mateo Leonardo Febres Guzmán
Campus Guadalajara
Tierra resucitada
Tonantzi Acoltzi Sánchez
Campus Cuernavaca
Categoría 4. Dramaturgia
Preparatoria
Un fantasma en la casa
Marisol Manzanarez Serna
Campus Santa Fe
La oficina de última apelación
Julián Arturo Estrada Martínez
Campus Estado de México
Profesional
Las pérdidas del puerto 33
José Mario Flores Beltrán
Campus Sinaloa
Los herederos McTavish
María Fernanda Rodríguez Garduño
Campus Estado de México
Categoría 1. Cuento corto
1.1 Preparatoria
1.1.1 Muelle
Aldo Rafael García Hernández
I
Hacía doce años que el viejo vagaba por las calles. Tenía el rostro quemado y una barba tan tupida que apenas dejaba espacio para las cuencas de sus ojos. El escaso cabello que nacía de la parte posterior de su cráneo se partía en finas hebras platinadas que asomaban por el frente de su sombrero. Sus manos, hinchadas y de tez marrón, terminaban en uñas tan largas como para desgarrar la carne. Su camisa hecha jirones y su pantalón raído tenían el mismo color que el hierro oxidado en el casco de las fragatas. La luz solar se colaba por sus pequeños ojos mientras sentía las olas romper sobre sus piernas.
Al viejo le encantaba mirar las proas en el puerto. Al mediodía veía anclar los barcos mercantes y se imaginaba navegando por los mares de Egeo y Creta. Con los pies en el agua, miraba el mar y sostenía su sombrero para impedir que la brisa mediterránea se lo llevara. Cada vez que veía los barcos a lo lejos, como pequeños puntos que distinguían al mar del cielo, su corazón se estremecía. Se embebía de fantasías e imaginaba que era un osado capitán navegando en altamar. El viejo bosquejaba entre sueños embarcaciones ficticias rumbo a Éfeso y Corinto, aunque nunca había estado sobre un bote. No conocía la apariencia del sargazo flotando en las aguas del Caribe. O las tortugas marinas en el Golfo de México. Ni el salto de las ballenas en África del Sur. Tampoco el resplandor irisado de las carabelas portuguesas, o el mar congelado de las regiones polares. Ni siquiera sabía cómo usar un sextante. Lo único que el viejo sabía era que algún día él también zarparía.
Antes del mar y los delirios, el viejo solía vivir con su hijo, un pescador torpe, marinero inexperimentado y hombrecillo libertino. En una expedición apenas a un par de kilómetros de la orilla, su embarcación zozobró y todos sus hombres con ella. Nadie recordaba el nombre del resto de los tripulantes, pero el viejo aún recordaba el de su hijo. Pasaron un par de semanas hasta que el viejo no pudo pagar más al arrendatario y le echaron a la calle. No fue bien recibido allí. Su aspecto descuidado y sus párpados inflamados por el llanto alejaban a las personas. Andaba cabizbajo. Sus brazos temblaban sin cesar. Cada vez que intentaba hablar, su garganta se cerraba y las palabras quedaban atoradas en la tráquea. Parecía que era un loco o estaba enfermo. Aquellos que se compadecían de él solo le arrojaban mendrugos negros y enmohecidos. Las hostilidades del tiempo y de la gente lo dejaron irreconocible. Tras un año desde la partida de su hijo, la impiedad y el oprobio, se exilió en la costa, esperando que las gaviotas fueran más compasivas que los hombres.
El viejo no sabía dónde estaba el resto de su familia; o si estaban bien; o si alguno de ellos seguía vivo. No había ya nadie en este mundo que recordara su nombre. Pero eso ya no le importaba. Solo le importaba el mar. Hacía más de una década que no pensaba en nada más que el mar. Se sentía seguro pensando en él. Se olvidaba del hambre y la soledad admirando las velas y las redes de pesca. Nunca había tenido la valentía de subir sobre la cubierta; o de recoger las vieiras del camino de Santiago; o de pelear contra un par de galanos; ni de partir desde la costa siria. Pero algo cambió. El tiempo ya no estaba del lado del viejo. Cada día que pasaba las piernas le pesaban más. Sus articulaciones crujían. Su vista cansada hacía que las gaviotas desaparecieran en el horizonte. Ni siquiera cuando perdió los dientes se sintió así, ni cuando comenzó a perder el cabello. Se veía en el reflejo del agua cristalina y no se reconocía. Por primera vez en su vida, veía su fatigado rostro y se hallaba viejo.
II
Los contrabandistas llegaban a tierra en la playa. Se decía que venían del norte de África. Justo antes de la puesta de sol, el viejo los veía salir de sus pequeñas embarcaciones, apresurándose y cargando barriles. Venían en flotas de dos o tres barcos, aunque la mayoría de las veces su número se reducía a un par de personas.
El mar era hostil esa tarde. Las rocas resplandecían con la escasa luz solar que se colaba entre las nubes. Un bote se aproximaba a la orilla. Tres hombres salieron de él y lo arrastraron hasta alejarlo diez o quince metros del agua. El viento sacudía los harapos que vestían. Cada uno traía una daga enfundada en una vaina de cuero desgastado. El más grande llevaba los pantalones remangados hasta las rodillas. Tenía los brazos como troncos. Sacó una pipa e intentó prenderla sin éxito. Uno de ellos gritó algo en un idioma que el viejo no conocía. Era diminuto. Sus piernas eran como ramas quebradizas que sostenían un cuerpo tan poco desarrollado como el de un chico de doce o trece años. El hombre más grande volteó a verlo y le lanzó una mirada de alivio. Detrás de él salió un joven de menos de veinte años, con bucles deslumbrantes como el oro. Habló en árabe con una voz profunda y pronunció lo que parecían ser un par de órdenes. Tenía una autoridad sorprendente. En cuanto guardó silencio, el resto asintió con la cabeza. El más grande encendió un fósforo y la lluvia lo apagó al instante. Dejaron el bote sobre la arena sin preocuparse por la marea y descansaron entre las rocas.
Esa misma noche el viejo no pudo dormir. Desde los tablones sobre los que estaba acostado admiraba el pequeño bote de los contrabandistas reposando sobre la arena. Se preguntaba cuántos mares había navegado, en cuántas batallas navales había estado. Entre más lo miraba, más tenía la intención de subir y navegar a la deriva. Veía al joven de cabellera rubia y su sola imagen le recordaba que quizás nunca tendría la oportunidad de navegar por su cuenta, o de sentir el bamboleo en altamar, ni de ser un capitán encarando al infinito sobre un navío. Ese rostro pueril de una belleza maligna le recordaba que si no se daba prisa moriría antes de haber vivido.
Tan solo pensar en los años perdidos hacía que los ojos del viejo se humedecieran. Le temía a la muerte. Le temía a haber sufrido sin coraje. Pero el viejo no podía seguir esperando, no ahora. El bote estaba cerca, muy cerca. Hacían falta menos de cien pasos para alcanzarlo. Ninguno de los tripulantes lo vio, habían pasado de largo sin haber notado al viejo. Era el momento perfecto. Tomó su sombrero y se levantó trabajosamente. El sonido de la lluvia disfrazaba sus pasos. Caminaba con prisa, casi corriendo. Parecía deslizarse sobre la arena. El viento soplaba con fuerza y los truenos rugían a lo lejos. El viejo se asió de su sombrero para evitar que volara con la tormenta. Caminó mecánicamente, sin darse cuenta de ello, fuera del tiempo, y antes de que lo notara ya estaba frente al bote.
Era un bote pequeño, de fondo plano, con la parte trasera cuadrada y el frente puntiagudo. Tenía un mástil y vela desmontables. Era evidente que la vela había sido remendada varias veces. Había un par de remos sobre el bote. La parte de atrás estaba llena de cajas cubiertas por una manta. Al viejo se le ocurrió deshacerse de ellas y escabullirse en la embarcación. Tendría que pasar la noche ahí para que los tres hombres no lo notaran, al menos no tan fácilmente. Levantó la manta con cuidado y la arrojó sobre la parte frontal del bote. Había ocho cajas, todas hechas de madera quebradiza. Estaban vacías. El viejo tomó dos de ellas y comenzó a sepultarlas a veinte pasos de donde se encontraba el bote. Cavó con sus manos venosas, levantando la arena rápidamente. Tomó otro par y las escondió detrás de unas rocas negras y puntiagudas. Arrojó el resto al mar. Cogió la manta y subió al bote. Sintió el tacto áspero de la madera con sus pies. Se recostó en el lugar de las cajas y se cubrió con la manta, procurando quedar totalmente oculto. Se puso de lado y abrazó sus piernas, igual que un niño asustado.
Una vez en el bote, el viejo no podía describir lo que sentía. No sabía si estaba realizado, o si tenía miedo. No podía explicarse por qué quiso subir al bote; en ese momento, ni siquiera sabía por qué quería zarpar. Tras doce años vagando se preguntó cómo pudo soportar la partida de su hijo, o el hambre, o el ostracismo, o el sol quemándole el cogote. Estaba convencido de que no era el mar. No había soportado tantos años mirando las proas desde el puerto solo por el mar. Sabía que el mejor momento del día era cuando tenía los pies dentro del agua y se imaginaba navegando por los mares de Egeo y Creta, pero le parecía algo vacío. La tormenta se calmó. El bote estaba mojado. Al viejo no le importó la sensación de la arena entre su ropa. Acaricio su barba y dio un suspiro. Durmió.
III
Aún no amanecía. El viejo despertó abruptamente al sentir cómo arrastraban el bote sobre la arena. Podía oír las olas romperse y regresar delicadamente. Escuchó la voz del contrabandista rubio y, segundos después, la del enano respondiendo sucintamente. Sintió una ola romperse justo frente al bote. Ya estaba en el agua. Podía sentir el peso de cada uno de los hombres subiendo: primero al joven, después al gigante, y por último al liliputiense. Escuchaba los remos batir. Después de tanto tiempo, por fin podía sentir el vaivén náutico sacudiéndole hasta los cimientos de su alma: estaba navegando
El viejo no se movió por horas. Escuchó a los hombres hablar en cuatro ocasiones; el resto del tiempo hubo silencio. Seguía abrazando sus piernas: en ningún momento cambió de posición. El agua en el bote se había secado por completo. No había gaviotas en el cielo, ni nubes. Ya no se podía ver la costa. El mar era amigable y diáfano. El viento soplaba con ligereza. El joven de cabello rubio miraba al horizonte inquisitivamente mientras la brisa meneaba sus bucles. Gritó con enojo y le lanzó una mirada torva al enano. Este respondió señalando la manta en la parte de atrás del bote. El gigante jaló de ella, descubriendo así el delgado cuerpo del viejo. Toda la tripulación quedó pasmada al ver su piel arrugada repleta de arena y su barba gris manchada de sangre seca.
El anciano Saulo murió con una brillante sonrisa desdentada y sin su sombrero. Sin saber que su noche en altamar sería la última sobre la tierra, soñó que navegaba por los mares de Egeo y Creta.
1.1.2 En el valle de las arañas
Alondra De Jesús Luna Montes
- ¡Ramón! ¿Qué se supone que estás haciendo? –se escuchó un fuerte grito, allá, a lo lejos, en lo profundo del bosque, más específicamente en el valle de las arañas, donde solo se ve el trajinar y el ir y venir sin descanso de cientos y cientos de nephilas o, más comúnmente hablando de arañas, tejedoras de seda de oro y que el tiempo no se siente transcurrir.
En este valle, donde el dorado de la seda de las telarañas se mezcla con los diversos tonos de verde del bosque, vive Ramón, una pequeña araña adolescente nephila, y decimos pequeña, porque, aunque tiene cuatro meses de edad, ya alcanzó el máximo de tamaño que una araña macho de su tipo suele medir, lo cual es muy poco, aproximadamente un centímetro de diámetro.
Su madre -la cual se llama Rosa y que fue la autora del estridente grito-, luce imponente a su lado, mide casi diez centímetros de diámetro, esto porque las hembras crecen y se desarrollan más que los machos, pero a pesar de su gran físico, es dulce y cariñosa, eso sí, enérgica y demandante con todos sus hijos.
Ramón es físicamente idéntico a Alfonso, su papá, una araña de personalidad amable, generosa y bonachona, pero a consideración de Ramón, su papá es muy apegado a su función en el grupo de nephilas, la cual es, como buen macho, solo alimentarse y procrear más arañas, es decir, más y más hermanos y hermanas para Ramón.
Pero Ramón no es como todos los machos de su especie, por supuesto que le encantaría en su momento tener muchos hijos e hijas para acrecentar el grupo, pero ahora, él quiere ir más lejos y hacer cosas que considera más importantes, su