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Siempre Ocurre Lo Inesperado
Siempre Ocurre Lo Inesperado
Siempre Ocurre Lo Inesperado
Libro electrónico383 páginas5 horas

Siempre Ocurre Lo Inesperado

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Un domingo de invierno en la Ciudad de Mxico se inicia para Pedro, el personaje principal de la historia, como cualquier otro domingo en un fin de semana comn. Slo que se no ser un fin de semana comn, porque su vida cambiar para siempre al conocer a una chica, en cuya posterior bsqueda, iniciar un viaje que le llevar primero a Pars y luego, con el itinerario fuera de control, a varios pases detrs de la Cortina de Hierro. El lector podr acompaar al personaje de la historia en un viaje en el que la realidad se confunde con la ficcin y en el que conocer aspectos de la vida diaria en la poca del socialismo real, as como las causas y procesos que llevaron al fin de los gobiernos comunistas en Europa Central y Oriental, y a la cada del muro de Berln.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2010
ISBN9781426951497
Siempre Ocurre Lo Inesperado
Autor

Ricardo Ahuja

Las vicisitudes de la carrera diplomática, a la que dedicó la mayor parte de su vida, llevaron a Ricardo Ahuja a coincidir, en Arabia Saudita, con la primera guerra del Golfo Pérsico. Una tarde en Arabia, en uno de los locales del más antiguo zoco de Riad, descubrió, oculto entre montones de alfombras, un manuscrito sobre la historia de las ciudades filisteas. De ese manuscrito surgió la idea del libro que hoy presenta a la atención de sus amables lectores. Ricardo Ahuja es autor de las novelas “Siempre ocurre lo inesperado” y “La puerta de golpe”.

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    Siempre Ocurre Lo Inesperado - Ricardo Ahuja

    © Copyright 2011 Ricardo Ahuja.

    All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise, without the written prior permission of the author.

    This is a work of fiction. All of the characters, names, incidents, organizations, and dialogue in this novel are either the products of the author’s imagination or are used fictitiously.

    Printed in the United States of America.

    ISBN: 978-1-4269-5148-0 (sc)

    ISBN: 978-1-4269-5149-7 (e)

    Trafford rev. 12/21/2010

    missing image file www.trafford.com

    North America & international

    toll-free: 1 888 232 4444 (USA & Canada)

    phone: 250 383 6864 fax: 812 355 4082

    Contents

    UNO

    Domingo

    Lunes

    Martes

    Miércoles

    Jueves

    Viernes

    Sábado

    DOS

    Dimanche

    Lundi

    Mardi

    Mercredi

    Jeudi

    Vendredi

    Samedi

    Domenica

    Lunedì

    Martedì

    TRES

    Среда

    Четвртак

    Петак

    Субота

    Недеља

    Понедељак

    Уторак

    Среда

    Четвртак и Петак

    Субота и Недеља

    Понедељак

    CUATRO

    Luni

    Marţi

    Miercuri

    Joi

    Vineri

    Sîmbătă

    Duminică

    Luni

    Marţi

    CINCO

    Środa

    Czwartek

    Piątek

    Sobota

    Niedziela

    Poniedziałek

    Wtorek

    Mercredi

    NOTA DEL AUTOR

    END NOTES

    UNO

    Domingo

    El día tuvo un comienzo incierto para Pedro Valverde. Salió temprano de casa, con la intención de ir al mercado de La Merced a hacer unas compras que necesitaba. Cerró la puerta del jardín y se dirigió a la parada de autobús más cercana, pero apenas había dado un par de pasos, cuando se cruzó en su camino el gato negro de la vecina, que regresaba presuroso a su domicilio, probablemente a dormir, luego de una noche de correrías. Pedro consiguió esquivarlo a tiempo y prosiguió hacia la Avenida de la Universidad. Esperó pacientemente en la parada, hasta que pasó un autobús que iba en la dirección que le interesaba.

    El autobús iba lleno, pero Pedro no quiso esperar por otro y lo abordó. Avanzó hasta la parte posterior del vehículo buscando un espacio libre entre los pasajeros que viajaban de pie. Encontró un reducido espacio y se afianzó de una de las barras horizontales para no caer con alguna de las bruscas frenadas. Uno de los pasajeros lo distrajo, cuando le pidió permiso para pasar por su frente. Pedro trató de retroceder para ayudarle en el intento, pero al mismo tiempo, otro pasajero intentó pasar a su espalda. Pedro presintió la maniobra de los asaltantes y se llevó la mano a la bolsa del pantalón donde cargaba su dinero. La fortuna le favoreció y logró escapar ileso del asalto.

    Hablando de asaltantes, Pedro confesaba cierta admiración y hasta respeto por los carteristas, que a fuerza de habilidad y destreza, conseguían sacar una cartera del bolsillo del pantalón o del saco, sin que la persona asaltada se percatara de la acción. Según él, si bien no podía alabarse su conducta, era justo reconocer que esos carteristas dedicaban bastante tiempo y esfuerzo a prepararse para desempeñar su actividad, lo que si bien no les limpiaba de su culpa, al menos les concedía cierto mérito por el trabajo que se tomaban en dar a su profesión la categoría de arte. Pero los que habían tratado de asaltarlo en el autobús esa mañana, no eran más que simples ladrones, de los que suelen atacar en grupo, y mientras uno distrae a la víctima por un lado, otro lo empuja por detrás, mientras un tercero saca la cartera, casi a la fuerza.

    El autobús dejó atrás la zona céntrica de la ciudad y llegó al Anillo de Circunvalación. Pedro descendió en una de las calles aledañas al mercado de La Merced.

    A pesar de que mucha gente no gusta de ese barrio e incluso lo considera peligroso, a Pedro nunca le había inspirado temor. En sus calles se sentía tan seguro como en cualquier otra zona de la Ciudad de México. Cuando lo visitaba, le daba la impresión de encontrarse en un inmenso mercado al aire libre —que en realidad eso era el lugar—, con miles de compradores y vendedores que ahí se dan cita para intercambiar mercancías por dinero, cumpliendo con las antiguas reglas del mercado, que va ajustando los precios de acuerdo a la oferta y la demanda. Con tanta gente a su derredor, no podría sucederle nada malo. No hay lugar más seguro que aquél que está expuesto a la vista del público. El riesgo que corre un bandido cuando comete un atraco a la vista de testigos, es demasiado alto.

    Era casi mediodía, y Pedro caminaba sobre la acera de una de las calles cercanas al mercado, tratando de esquivar a los cargadores que pasaban a su lado empujando carretillas o cargando sobre los hombros cajas de frutas y verduras, zigzagueando entre los puestos y las personas que curioseaban en todas direcciones. De repente, como en un escenario fílmico, al dar vuelta en una esquina, Pedro desembocó en una calle casi desierta. Cosa rara a esa hora, pero así era. Aunque la situación le pareció extraña, continuó caminando. No había transeúntes a la vista, excepto los tres hombres de apariencia sospechosa que surgieron, como si hubieran estado esperando por él, del callejón que acababa de pasar, que conducía a una de las vecindades de la calle. Los tipos no tenían caras de buenos amigos y uno de ellos gritó, dirigiéndose a Pedro, algunas palabras que éste no alcanzó a entender.

    Pedro apresuró el paso. No tenía la menor intención de averiguar los designios de esos desconocidos.

    —¿Por qué será que el resto de la gente desaparece cuando se le necesita? —pensó, mientras pasaba, casi sin advertirlo, del paso acelerado a la franca carrera, siendo automáticamente imitado por sus perseguidores.

    Corrió lo más velozmente que pudo, tratando de alejarse de los tres hombres que le seguían, pero a pesar de su esfuerzo, sentía que poco a poco se acortaba la distancia que le separaba de ellos.

    Percibió un restaurante y se sintió casi salvado cuando alcanzó la puerta del establecimiento; pero al entrar, advirtió que el local estaba vacío. No había clientes, ni meseros, ni nadie detrás del mostrador.

    No podía retroceder. Avanzó hasta el fondo de la sala. Llegó a la puerta que comunicaba con la cocina, la empujó y entró. Buscó ansiosamente el mecanismo para cerrarla. No había tranca ni cerrojo. Era una de esas puertas batientes, que en los restaurantes suelen usarse para comunicar la cocina con la sala donde están las mesas, y que por lo regular no tienen cerrojo. Su objetivo principal es el de facilitar el paso con la mayor libertad posible, pudiendo abrirse sin necesidad de usar las manos. De eso se trata. Los meseros suelen abrirlas apoyando la espalda contra ellas, siempre que llevan las manos y los brazos ocupados con platos de comida.

    Mientras sus ojos buscaban una salida, su mente divagó, pensando en la habilidad de algunos meseros, que consiguen llevar en manos y brazos varios platos con comida sin que se les caigan. ¿Cuántos platos habrán roto practicando el difícil arte de moverse llevando en los brazos dos, tres o hasta cuatro de ellos, llenos de sopa, de la cocina a las mesas? Tiene Pedro ánimo para comparar que él, con dificultades y andando despacio, puede llevar sólo uno y aun así, no consigue hacerlo sin derramar algunas gotas de sopa. Pero no se trataba ahora de sopas, sino de escapar, y si la puerta no se podía trancar, tenía que continuar corriendo, porque los agresores se acercaban.

    Corrió hasta el fondo de la cocina y se ocultó detrás de unos armarios, de esos que hacen las veces de despensa y donde suelen acomodarse cajas con ingredientes y sacos con granos, mientras que de los ganchos superiores se acostumbra colgar embutidos, jamones y utensilios de cocina. Se agazapó en uno de los últimos armarios y luego, intentó permanecer inmóvil, sin hacer ruido para no ser descubierto.

    Los tipos que lo perseguían habían entrado ya a la cocina y estaban a unos cuantos pasos de él. Pedro se pegó al piso y permaneció inmóvil, casi sin respirar, sintiendo que su corazón latía cada vez más apresuradamente y amenazaba con salírsele del pecho. Los perseguidores pasaron cerca de él sin percibir su presencia. Buscaron debajo de las mesas y dentro de algunos armarios; se asomaron a las ventanas para ver si su víctima no había escapado por alguna de ellas. No eran personas de las que desisten fácilmente y de nueva cuenta dirigieron sus pasos hacia el escondite de Pedro.

    Desesperado, con la respiración entrecortada, intentó Pedro apretarse aún más contra el armario, deseando poder disolverse y untarse como barniz sobre su superficie. De pronto, a pesar de sus cuidados, cometió un error fatal: tocó uno de los trastes que colgaban sobre su cabeza, mismo que al moverse, chocó contra otros utensilios, produciendo un ruido metálico que denunció su ubicación. El sonido metálico de los utensilios chocando entre sí, en el silencio del local, alcanzó proporciones de alarma.

    Nuevamente intentó Pedro escabullirse. Quiso levantarse y correr, pero sus músculos no le obedecieron. En esos segundos que parecían eternos, el eco del sonido producido por el chocar de los utensilios continuó oyéndose, en tanto Pedro se esforzaba por escapar de ese lugar para alejarse de sus atacantes, pero por más esfuerzos que hacía, no conseguía moverse. Estaban a punto de atraparlo. En el último instante, con un esfuerzo sobrehumano, logró extender el brazo hacia la fuente del sonido, con el propósito de evitar que los utensilios siguieran chocando entre sí. Lo consiguió, una fracción de segundo antes de que sus atacantes pusieran las manos sobre él.

    Con la respiración entrecortada y el corazón batiendo aceleradamente, abrió los ojos y vio el reloj despertador que sostenía en la mano. Eran las siete de la mañana.

    Pedro se incorporó en la cama, abrió y cerró los ojos varias veces, como para cerciorarse de que efectivamente estaba despierto, y de que los peligros que enfrentaba momentos antes habían sido solamente parte de un sueño. La luz que entraba a través de la ventana de su cuarto le adelantó que el día sería claro. Se volvió a acostar. Giró el cuerpo dando la espalda a la ventana, huyendo de la luz. Intentó volver a conciliar el sueño. Se acomodó sobre el costado izquierdo y cerró los ojos. Cambió varias veces de posición: de espaldas, sobre el costado derecho, nuevamente sobre el costado izquierdo. Abrió los ojos. Oyó el característico sonido del silbato del afilador de tijeras y cuchillos, que pasaba frente a la casa ofreciendo sus servicios. No pudo dormir más. Se levantó, calzó las pantuflas y salió de la habitación. Los demás compañeros en la casa para estudiantes donde vivía estaban aún dormidos, y seguramente continuarían estándolo por varias horas más, hasta reponer las energías gastadas en la fiesta a la que habían asistido la noche anterior.

    Entró al baño y giró la llave del agua fría, luego la del agua caliente, ajustando la temperatura hasta que le resultó agradable. Dejó caer el agua sobre su cuerpo, disfrutando de esa agradable sensación del líquido recorriendo la superficie de su piel. Recordó la obligación de ahorrar agua, que según dicen cada vez con más frecuencia, se está agotando. Salió del baño, se vistió, bajó a la cocina, se preparó un desayuno con los ingredientes disponibles que encontró en el refrigerador, lo consumió sin prisa y salió de casa.

    La calle estaba casi desierta. Solamente alcanzó a ver a lo lejos, a un par de señoras caminando, probablemente devotas que se dirigían a la iglesia del barrio a escuchar misa. Encaminó sus pasos hacia el expendio de periódicos que quedaba a una calle de su casa, en la esquina que forman la calle de Tajín y la Avenida de la Universidad, al lado de una panadería. El gato negro de la vecina no se cruzó en su camino.

    El aire fresco de la mañana acarició su rostro. Avanzó con paso lento, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Durante la semana laboral casi siempre andaba apresurado, como motor de automóvil a altas revoluciones por minuto; pero el domingo era su día para andar despacio y disfrutar de cada segundo, de cada paso que daba. Tal vez ese día, tendría la suerte de encontrar nuevamente a la guapa vecina que vivía en uno de los edificios ubicados cruzando la calle de Concepción Béistegui. La había visto un par de veces. Le gustaba y quería conocerla, pero no había tenido una buena oportunidad para abordarla.

    Pasó al lado de la taberna que se encontraba en la esquina de la calle. Todavía no tenía clientes, pero ya estaba abierta, lista para recibir a algún madrugador sediento. Al atravesar la calle, llamó su atención la parsimonia con que las dos mujeres que vendían tortillas y tacos en ese lugar, instalaban el equipo necesario para empezar sus actividades diarias. Era un equipo mínimo, compuesto por una mesita, dos sillas bajas, un fogón alimentado con carbón y un comal sobre el cual cocían las tortillas. La imagen era harto elocuente del espíritu de lucha de un par de mujeres, que sin más capital que ese escaso equipo, conseguían transformar y vender un producto bastante solicitado. Además, las mujeres parecían tener buenos conocimientos de mercadotecnia, pues se habían instalado precisamente frente a la taberna, sabedoras de que los clientes de ese local necesitarían comer algo entre cerveza y cerveza. Pedro gustaba de sentir el aroma que emanaba del comal cuando se hacían las tortillas. Para alguien que ha nacido en la Tierra del Maíz, ese olor de masa de nixtamal despierta el deseo, casi congénito, de saborear algún platillo, cualquiera de los que se pueden preparar utilizando la tortilla como recipiente, ya sea en forma de taco, garnacha o quesadilla.

    Llegó al puesto de periódicos y comenzó a repasar los titulares. En uno de ellos leyó la noticia de que había ganado el América, y disfrutó por adelantado del disgusto que se iban a llevar, al leerla, los compañeros de la casa donde vivía, casi todos ellos partidarios del Guadalajara.

    Era relativamente reciente el interés de Pedro por el fútbol. Le había tomado tiempo entender el mecanismo emocional de grupo, derivado de la afición a un equipo determinado, que hace que los seguidores de un club se identifiquen con sus colores y pasen a sentirse parte integrante de él, lo que implica apoyar al equipo, aplaudir sus aciertos y tratar de justificar sus errores, en vez de seguir la lógica que se aplica en otros espectáculos, que es la de aplaudir una buena actuación y abuchear o simplemente ignorar un mal desempeño.

    Fue por accidente que se había hecho americanista. Durante su niñez, su contacto con el fútbol había sido casi nulo. Había vivido su infancia en pequeñas poblaciones del sur del país, con climas cálidos poco propicios al fútbol y más favorables a deportes que requieren de un menor esfuerzo físico continuado, como el béisbol. Por eso, durante sus primeros meses en la Universidad de México, se le había dificultado seguir las conversaciones de inicio de semana de sus compañeros de curso, que cada lunes solían reunirse en alguna hora libre o antes de empezar las clases, para platicar sobre sus experiencias del fin de semana. En las conversaciones de sus compañeros, oía Pedro mencionar con bastante frecuencia los nombres de diversas ciudades de México, entre ellas Toluca, Veracruz, Guadalajara, Pachuca, Monterrey, Irapuato, Morelia, León y otras que escapaban a su memoria. En un principio Pedro pensó que los compañeros hablaban de sus recientes viajes o de sus experiencias o recuerdos de esas localidades, hasta que un día descubrió que los comentarios no se referían a las ciudades en sí, sino a los equipos de fútbol que llevaban esos nombres. El simple hecho de no compartir la afición por el balompié, le dejaba fuera de los corros que formaban los estudiantes para comentar sobre deportes.

    Pero a él no le despertaba mayor emoción ver a veinte hombres corriendo durante dos horas detrás de un balón. Se le hacía más inteligente la conducta de los otros dos, que por lo regular no corrían, colocados cada uno en extremos opuestos, debajo de una especie de marco, que pasaban la mayor parte del tiempo viendo lo que hacían sus compañeros y que sólo de vez en cuando intervenían para evitar que la pelota entrara bajo el arco que parecían defender.

    Una noche, en la casa para estudiantes donde vivía, Pedro notó un ambiente de fiesta. Todos sus compañeros cenaron puntualmente y con celeridad, y se instalaron frente al televisor, como cuando se espera un acontecimiento importante. Pedro preguntó si se trataba de un evento especial. Le respondieron que se trataba de un clásico. Con cierto temor Pedro intentó indagar el significado, en ese contexto, de la palabra clásico. Después de subrayar su ignorancia, le habían informado que se trataba de un partido entre dos equipos de fútbol con larga trayectoria de rivalidad. Pedro no preguntó más, y contra su costumbre, se sentó junto a ellos para ver el partido.

    La televisión era en blanco y negro. Pedro no sabía los nombres de los equipos, pero observó que los jugadores de uno de ellos vestían una camisa rayada con calzoncillos oscuros, y los otros una camisa clara con calzoncillos también oscuros. Estos últimos estaban jugando mejor que los rayados, avanzaban repetidamente en pocos lances desde su portería hasta la de los contrarios, con ágiles y geométricos trazos. Después de varios intentos consiguieron un gol, que Pedro festejó, como se festeja en un circo el buen resultado de las maromas de un trapecista o las suertes de un mago. Sus amigos, en cambio, habían reaccionado como si hubiesen recibido una mala noticia. Un segundo gol de los de camisa clara, que Pedro celebró alegremente, los había hecho caer en un franco pesimismo. Así había comenzado Pedro a comprender que lo que en ese juego se aplaudía, más que las habilidades del equipo que jugaba mejor, eran los aciertos del equipo por el que se tenía simpatía.

    Continuó Pedro su recorrido visual de los titulares de los diarios y de las fotos de atractivas modelos que adornaban las portadas de algunas revistas. Todos los diarios especializados en deportes dedicaban sus portadas a la victoria del Club América. Repasó los encabezados de las noticias políticas nacionales e internacionales. Una de ellas llamó su atención. La noticia decía así: Estado de Guerra en Polonia. Arresto de los miembros de Solidaridad. Noventa y tres de los ciento siete miembros de la Comisión Nacional que se habían reunido el día anterior en Gdańsk fueron arrestados, la mayoría de ellos en sus casas. Las estaciones de radio han sido tomadas por la Policía, las fronteras reforzadas, los servicios de télex y teléfono cortados.

    —Cosas interesantes están sucediendo en Polonia —pensó Pedro, mientras caminaba, con las imágenes de los huelguistas de Gdańsk volviendo una y otra vez a su memoria, como luces de colores que se encienden y apagan sin cesar.

    Llegó a una estación del metro. Descendió las escaleras, compró un boleto y avanzó al nivel de los andenes. Tomó el primer convoy que pasó, que a esa hora llevaba pocos pasajeros; algunos de ellos sentados en silencio, viendo sin mirar a través de las ventanas; otros leyendo la novela semanal y más allá, una mujer con un niño en brazos. Celebró que no tuviera que ir parado, aferrándose a alguno de esos tubos, donde tantas manos se habrán sostenido para no perder el equilibrio con el movimiento de los carros. Casi nadie hablaba, de manera que el único ruido que se escuchaba era el característico de los vagones en movimiento.

    Pero en la siguiente estación, se acabó la calma. Subió al vagón un grupo de muchachas que parecían comunicarse entre sí por medio de la risa. Hablaban poco. Reían más.

    La risa puede ser un medio de comunicación cuando se conocen las reglas de su uso. Primero, hay que saber cuándo y con quién puede usarse ese medio de expresión. En segundo lugar, es necesario conocer las tonalidades, ritmos y frecuencia que deben tener las risas, para ser consideradas un instrumento válido de comunicación. No cualquier persona domina esa habilidad. Un lenguaje parecido al de la risa es el del silencio. No el silencio entendido como la falta de ruido, sino el silencio que resulta de las pausas utilizadas al hablar. Silencios cortos unos, más espaciados otros, siguiendo reglas marcadas por la costumbre. Sentados en cualquier restaurante o sala de espera de autobuses, podemos ver personas comunicándose a través de silencios. Hay parejas que de tanto convivir, aprenden el arte de comunicarse sin hablar; como si conociese ya cada uno, de memoria, las ideas y los secretos del otro. Nada nuevo para impresionarse. Repetición de las mismas palabras y gestos. Pero en ese vagón del metro, el medio de comunicación que predominaba era el de la risa. La risa es el lenguaje de los jóvenes y es un lenguaje universal, que a quienes lo dominan, les permite entenderse en todos los idiomas. Además, la risa es contagiosa.

    —¿Se reirán de mí? —pensó Pedro.

    Estación de correspondencia. Comenzaron a descender del vagón las chicas de las risas. Pedro decidió seguirlas. Después de todo, no tenía un destino fijo ni un plan de acción determinado. Además, la idea de la existencia de un lenguaje que permitiese comunicarse por medio de la risa, como cualquier otro idioma, le había despertado el interés por descifrarlo. Avanzó detrás de las chicas a lo largo de los corredores que conducían de los andenes de una estación a los andenes de otra. De la línea verde a la línea rosada. ¿A dónde irán? Qué importaba, con tal de seguir escuchando las risas.

    Llegaron al otro andén y abordó Pedro el mismo vagón que las chicas, continuando en su intento de descifrar el significado de las risas. No consiguió hacerlo. Tal vez el secreto para lograrlo está en compartir un estado de ánimo semejante con el que ríe; algo parecido a estar sintonizado en una misma frecuencia para recibir las señales de radio de una emisora. Estación Chapultepec. Bajaron las chicas del vagón y Pedro, nuevamente, las imitó. Avanzó unas decenas de metros detrás de ellas y de las risas, a lo largo de los pasillos que conducían a la salida de la estación. Las chicas salieron y continuaron caminando, con Pedro detrás de ellas, guiándose por el sonido cristalino de las risas, hasta que poco a poco, otros sonidos de mayor intensidad, comenzaron a apagar el sonido de las risas, que se fue diluyendo conforme las chicas se alejaban.

    En medio de la plaza, un merolico, rodeado por un grupo de personas, pregonaba las bondades de sus productos. Digno representante de su profesión, hablaba continuamente, con muy breves pausas, tratando de ganar la atención de los transeúntes sin perder la de los que ya formaban círculo a su rededor. Pedro, se unió a estos últimos por un momento y trató de entender lo que el merolico decía, pero éste hablaba tan rápido que no lo consiguió. Intentó entonces alcanzar a las chicas de las risas, pero era demasiado tarde para ello, se habían perdido entre la multitud que entraba o salía de la estación del metro, buscando las paradas de autobús cercanas o la ruta a seguir para llegar al Bosque de Chapultepec. Sus pasos lo llevaron en dirección al Paseo de la Reforma, camino que siguió por un rato hasta alcanzar la entrada del Museo Nacional de Antropología.

    —¡Eso es! Una visita al Museo. ¡Qué buena idea! —se entusiasmó Pedro, como si de verdad hubiese sido su idea y no el resultado de la casualidad.

    Muchas cosas ocurren así, o sea no porque las planeamos y buscamos, sino porque simplemente suceden y luego las aceptamos, pensando que era lo que queríamos que ocurriese. Pero no importaba si lo había planeado o no, el resultado le iba de perlas. Qué mejor que darse un baño de historia de México para olvidarse un poco de las campañas de Belisario que había estado leyendo durante la semana.

    Se detuvo por un momento a admirar, a la entrada del museo, la imponente figura de Tláloc, divinidad a la que Boturini había elevado a un rango equivalente al de ministro de la Divina Providencia y definía como segunda deidad del Nuevo Mundo, controlador de las aguas, relámpagos, rayos y centellas. Tan poderoso, que el día que lo transportaron por las calles de la Ciudad de México a su sitio de exhibición, había llovido copiosamente sobre la capital. Y ahí estaba ahora, en su misión moderna de guardián del museo, dando la bienvenida a visitantes provenientes de todas partes del mundo y su protección a quienes se la pedían.

    Luego de observar el monolito por sus cuatro costados, Pedro se dirigió a la entrada del museo, pasando al lado de la columna que soporta el techo del patio principal.

    Entró a la primera sala, por la que a esa hora circulaban escasos visitantes. Se alegró de la situación, ya que tendría más tiempo y tranquilidad para detenerse y admirar con calma cada pieza expuesta que despertara su interés; para observar detalles que no había descubierto en anteriores visitas, explorar ángulos nuevos que le brindarían otras perspectivas de ver las cosas, sin muchas personas a su alrededor esperando para ocupar su lugar y presionándolo a avanzar más de prisa.

    Pasó la sala de las migraciones y de los primeros asentamientos de las culturas de Mesoamérica, y se detuvo frente a la maqueta que representaba una imagen idealizada de lo que pudo haber sido el centro ceremonial de la Ciudad de México-Tenochtitlán, como debieron haberla visto los conquistadores, cuando por primera vez tuvieron la oportunidad de visitarla. Una ciudad majestuosa y extraña en sus trazos y arquitectura, levantada sobre una isla en medio del lago de Texcoco.

    Esa visión imaginaria despertaba en Pedro, cada vez que veía la maqueta, el deseo de viajar en el tiempo para poder apreciar, en realidad, lo que debió haber sido un espectáculo fantástico, y nunca dejaba de lamentar que no se hubiese conservado la ciudad en su estructura original, para conocimiento de las generaciones futuras.

    Continúo ahí, de pie, absorto ante la imagen de la ciudad representada en la maqueta, y dejó volar su imaginación al punto de sentir que la maqueta cobraba vida, y con ella, cobraban vida también los personajes que la habitaban. A un lado de la plaza, un curandero aplicaba medicamentos a un niño que padecía de alguna dolencia. Un poco más lejos, unos mercaderes pregonaban las bondades de sus mercancías mientras algunos clientes apreciaban la calidad de los productos. Del otro lado de la plaza, una joven adelantaba la visión de una parte de sus encantos a un par de pícaros, interesados en fugaces instantes de placer. Tal era su ensimismamiento, que comenzó a escuchar el rumor de las voces y los gritos, como si estuviera en medio del mercado; ese rumor que resulta de la suma de las voces y gritos de los vendedores que ofrecen a viva voz sus productos, rumor que puede escucharse en todos los mercados del mundo y que suena harto parecido en todos los idiomas. Y cuando, además del murmullo de las voces de vendedores y compradores le pareció oír también el aletear de una chachalaca, una voz más cercana y más real, de alguien a su lado, le hizo salir de su ensueño.

    —No sé, pregúntele a él —dijo un hombre con camisa verde, señalando a Pedro con un movimiento de cabeza.

    Con esas palabras había respondido la pregunta de una turista que tenía apariencia de ser extranjera, interesada en saber a qué lugar correspondía la maqueta que Pedro admiraba momentos antes. Es probable que el hombre no supiese lo que la maqueta representaba, o tal vez su respuesta fue ésa debido a que estaba acompañado por otra chica y no quiso meterse en problemas. En todo caso, Pedro recibió gustoso el encargo, cuando la joven con apariencia extranjera repitió la pregunta que antes había hecho al hombre de la camisa verde.

    —¿Dónde se puede visitar el lugar representado en esa maqueta?

    —No se puede visitar más —respondió Pedro—, al menos no en la forma en que se le ve aquí. Ese era el centro ceremonial de Tenochtitlán, como debió verse en la época en que los conquistadores españoles llegaron a lo que hoy es la Ciudad de México. Y aquel mapa —continuó, señalando hacia una de las paredes del museo— ofrece una perspectiva de la Ciudad de México, con sus canales y calzadas, rodeada por el lago de Texcoco.

    La chica se mostró interesada en el tema y Pedro aprovechó para describir a grandes rasgos la arquitectura y trazo de la Ciudad de México-Tenochtitlán y la superficie que ocupaba. Se acercó al mapa que pendía de la pared y señaló hacia uno de sus bordes.

    —Nosotros estamos más o menos aquí.

    Sus miradas se cruzaron. Ambos sonrieron y aprovecharon el momento para presentarse.

    La chica era francesa, se llamaba Florence y estaba en México de vacaciones con sus padres. Esa mañana había preferido visitar el Museo Nacional de Antropología e Historia mientras que

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