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Benito Cereno
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Libro electrónico146 páginas1 hora

Benito Cereno

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Bicentenario Herman Melville (1819-2019)

«Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.» Jorge Luis Borges

Fondeado en el puerto de Santa María, una pequeña isla frente a la costa de Chile, el capitán Amasa Delano, al mando del buque mercante estadounidense Bachelor’s Delight, divisa un barco que parece estar en apuros. Al acercarse, ve que se trata de un mercante español, el Santo Domingo, «dedicado al transporte de negros», y comprueba que, en efecto, ha pasado muchas calamidades: después de una serie de tormentas al pasar el cabo de Hornos, ha estado a punto de naufragar, el escorbuto y la fiebre han acabado con un gran número de oficiales, y apenas tiene comida y agua. Así se lo cuenta el capitán, don Benito Cereno, pálido, enfermo y con ciertos indicios de «trastorno mental». Hay, sin embargo, otros indicios de que la situación es aún más anómala de lo que parece. El capitán Delano llega a pensar que pueda tratarse de un barco pirata, pero, siendo «una persona singularmente confiada por naturaleza», va descartando sus sospechas a medida que se le ocurren. La habilísima narrativa de Herman Melville irá finalmente traicionando esa confianza para exponerla como un montón de prejuicios: lo que está ocurriendo a bordo del Santo Domingo es en realidad gravísimo y muy violento.

Benito Cereno (1855) es una obra maestra de la técnica del punto de vista que desvela la condescendencia y la falsa «inocencia americana» ante el racismo y la esclavitud.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2019
ISBN9788490655863
Autor

Herman Melville

Herman Melville (1819-1891) was an American novelist, poet, and short story writer. Following a period of financial trouble, the Melville family moved from New York City to Albany, where Allan, Herman’s father, entered the fur business. When Allan died in 1832, the family struggled to make ends meet, and Herman and his brothers were forced to leave school in order to work. A small inheritance enabled Herman to enroll in school from 1835 to 1837, during which time he studied Latin and Shakespeare. The Panic of 1837 initiated another period of financial struggle for the Melvilles, who were forced to leave Albany. After publishing several essays in 1838, Melville went to sea on a merchant ship in 1839 before enlisting on a whaling voyage in 1840. In July 1842, Melville and a friend jumped ship at the Marquesas Islands, an experience the author would fictionalize in his first novel, Typee (1845). He returned home in 1844 to embark on a career as a writer, finding success as a novelist with the semi-autobiographical novels Typee and Omoo (1847), befriending and earning the admiration of Nathaniel Hawthorne and Oliver Wendell Holmes, and publishing his masterpiece Moby-Dick in 1851. Despite his early success as a novelist and writer of such short stories as “Bartleby, the Scrivener” and “Benito Cereno,” Melville struggled from the 1850s onward, turning to public lecturing and eventually settling into a career as a customs inspector in New York City. Towards the end of his life, Melville’s reputation as a writer had faded immensely, and most of his work remained out of print until critical reappraisal in the early twentieth century recognized him as one of America’s finest writers.

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    Benito Cereno - Herman Melville

    Herman Melville

    Benito Cereno

    Ilustraciones

    Edward McKnight Kauffer

    Traducción

    Miguel Temprano García

    ALBA

    Nota al texto

    Benito Cereno se publicó por primera vez en la revista Putnam’s Monthly, entre octubre y diciembre de 1855. Pasó luego a formar parte de The Piazza Tales (Miller & Holman, Nueva York, 1856), una colección de relatos que Melville había querido en principio titular Benito Cereno and Other Stories. La presente traducción se basa en el texto incluido en esta colección.

    Las ilustraciones de Edward McKnight Kauffer proceden de la edición de The Nonesuch Press publicada en Londres en 1926. Fue la primera vez que la nouvelle se publicaba por separado.

    Benito Cereno

    En el año 1799, el capitán Amasa Delano¹, de Duxbury, Massachusetts, al mando de un gran barco dedicado a la caza de focas y al comercio en general, fondeó con un valioso cargamento en el puerto de Santa María, una isla pequeña, desierta e inhabitada en el extremo sur de la larga costa de Chile. Había recalado allí para hacer la aguada.

    El segundo día, poco después de amanecer, cuando estaba tumbado en su litera, bajó el primer oficial y le informó de que una vela desconocida estaba entrando en la bahía. En aquella época los barcos no eran tan abundantes en esas aguas como ahora. Se levantó, se vistió y salió a cubierta.

    La mañana era peculiar en esa costa. Todo estaba tranquilo y en silencio; todo era gris. El mar, aunque surcado por largas olas, parecía impasible y lustroso en la superficie como plomo enfriado en el molde del fundidor. El cielo parecía un sobretodo gris. Bandadas grises de aves asustadas, parientes y amigas del aire con el que se mezclaban, volaban rozando las aguas, como las golondrinas en los prados antes de una tormenta. Sombras que presagian la llegada de sombras aún más oscuras.

    Para sorpresa del capitán Delano, el recién llegado, visto por el catalejo, no llevaba bandera; aunque la costumbre entre los marinos pacíficos de todas las naciones era enarbolarla al entrar en un puerto de abrigo, por muy deshabitadas que estuviesen sus orillas, si en él podía haber otro barco. Teniendo en cuenta la falta de ley y orden y la soledad de aquel lugar, y los relatos asociados en la época a esos mares, la sorpresa del capitán Delano podría haberse convertido en intranquilidad de no haber sido una persona singularmente confiada por naturaleza, nada proclive, salvo ante estímulos repetidos y extraordinarios, e incluso en ese caso, a dejarse llevar por alarmas personales que implicaran de algún modo acusar de maldad al prójimo. Dejaremos que los sabios decidan si, en vista de lo que son capaces las personas, semejante rasgo de carácter supone, además de un corazón benévolo, una percepción intelectual más sagaz y precisa de lo normal.

    Pero cualesquiera que fuesen las sospechas que pudieran haberse despertado al divisar por primera vez aquel navío desconocido, casi se habrían disipado, en el ánimo de cualquier marino, al reparar en que al entrar en el puerto se estaba acercando demasiado a tierra; y en que tenía un arrecife sumergido a proa. Esto parecía demostrar que desconocía, de hecho, no solo la presencia del otro barco, sino la isla; y que, en consecuencia, no podía ser uno de los piratas habituales de aquel océano. Con no poco interés, el capitán Delano siguió observándolo, un proceder que no facilitaba la niebla que cubría en parte el casco, y a través de la cual la lejana luz del camarote se abría paso equívocamente; igual que el sol, a estas horas un hemisferio en el borde del horizonte, que, en apariencia, se esforzaba por entrar en el puerto a la vez que el barco desconocido y, que tocado con las mismas nubes bajas y progresivas, no era muy distinto del ojo siniestro de una intrigante de Lima asomando por la Plaza desde la aspillera de su oscura saya-y-manta.

    Puede que fuese una ilusión óptica causada por la niebla, pero, cuanto más observaba el barco desconocido, tanto más singulares parecían sus maniobras. Hasta pasado bastante tiempo fue difícil decidir si su plan era entrar o no en el puerto, así como lo que quería, o lo que pretendía. El viento, que había aumentado un poco por la noche, era ahora muy leve y desconcertante, lo cual aumentaba la aparente incertidumbre de sus movimientos. Conjeturando, por fin, que podía tratarse de un barco en apuros, el capitán ordenó que arriaran la lancha ballenera, y, pese a la prudente oposición de su primer oficial, se dispuso a abordarlo, o, al menos, ayudarlo a llegar a puerto. La noche anterior, unos cuantos marineros habían ido a pescar a unas rocas muy alejadas de la vista del barco, y, una hora o dos antes del alba habían vuelto, con una captura nada despreciable. Imaginando que el barco desconocido podía llevar mucho tiempo en alta mar, el bueno del capitán subió a bordo de la lancha varias cestas de pescado, como regalo, y partió. Como el otro barco seguía demasiado cerca del arrecife sumergido, y juzgándolo en peligro, gritó a sus hombres que se apresuraran para advertir a la tripulación de su situación. Pero, un poco antes de llegar, el viento roló, pese a lo poco que soplaba, apartó el barco del arrecife y disipó la niebla que lo rodeaba.

    Desde una posición más cercana, el barco, visible en la cresta de las olas de color plomizo, cubierto aquí y allá de jirones de niebla, parecía un monasterio enjalbegado después de una tormenta, colgado de algún pardo precipicio en los Pirineos. Pero no fue solo un parecido fantasioso lo que por un momento casi llevó al capitán Delano a pensar que tenía delante nada menos que un barco cargado de monjes. Atisbando por encima de la borda había algo que, en la brumosa distancia, recordaba en realidad a unas capuchas oscuras; mientras que, a través de los portillos abiertos, se veían de vez en cuando otras figuras oscuras, como frailes dominicos que deambularan por el claustro.

    Al acercarse aún más, esta apariencia cambió, y quedó claro el verdadero carácter del barco: un mercante español de primera clase, dedicado al transporte de esclavos negros, entre otras mercancías de valor, de un puerto colonial a otro. Un barco muy grande, y, en su época, muy bueno, como los que se veían de vez en cuando en aquellos tiempos por la costa; antiguos barcos dedicados al transporte de tesoros de Acapulco, o fragatas jubiladas de la armada real española, que, como viejos palacios italianos, conservaban vestigios de su originario esplendor pese a la decadencia de sus dueños.

    La lancha ballenera siguió acercándose y quedó claro que la causa del aspecto como de espuma de mar del barco desconocido eran el descuido y la negligencia en que se encontraba. Las vergas, la jarcia y la mayor parte de las amuradas parecían polvorientas, como si llevaran mucho tiempo sin tener trato con el raspador, la brea y el cepillo. Era como si le hubiesen encajado la quilla, ajustado las cuadernas y botado al agua en el Valle de los Huesos Secos de Ezequiel.²

    En la actual misión en que estaba ocupado, el modelo general y el aparejo del barco no parecían haber sufrido ningún cambio desde el original bélico de Froissart.³ No obstante, no se veían cañones.

    Las cofas eran grandes, y estaban rodeadas de lo que una vez había sido un enjaretado octogonal, ahora en un estado de triste deterioro. Dichas cofas colgaban como tres pajareras estropeadas, y en una de ellas se veía, posado en un flechaste, un charrán blanco o «dormilón», un extraño pájaro, llamado así por su carácter letárgico y sonámbulo, que a menudo permite capturarlo a mano en el mar. Mohoso y destartalado, el castillo de proa almenado parecía un torreón antiguo, tomado hacía tiempo por asalto y luego abandonado y decrépito. Hacia la popa, dos galerías elevadas –con las balaustradas cubiertas aquí y allá de musgo marino seco como la yesca– se alzaban sobre el camarote principal vacío, cuyas tapas ciegas, a pesar de que hiciera tan buen tiempo, estaban herméticamente cerradas y calafateadas; esos balcones deshabitados colgaban sobre el mar como si fuese el Gran Canal de Venecia. Pero el principal vestigio de su pasada grandeza era el amplio óvalo en forma de escudo de la proa, intrincadamente tallado con las armas de Castilla y León, rodeado de medallones con escenas simbólicas o mitológicas; la principal y más destacada de todas era un oscuro sátiro enmascarado que apoyaba el pie en el cuello postrado de una figura también enmascarada que se retorcía en el suelo.

    No era fácil decir si el barco tenía un mascarón de proa o solo un simple espolón, debido a que estaba cubierto con una lona, ya fuese para protegerlo mientras lo restauraban, o para ocultar con decoro su decadencia. Toscamente pintadas o escritas con tiza, como por el capricho de un marinero, en la parte delantera de una especie de pedestal que había debajo de la tela, estaban escritas las palabras: «Seguid a vuestro jefe»⁴; mientras que, cerca, en las descoloridas amuras, aparecía con majestuosas letras mayúsculas, antaño doradas, el nombre del barco, SANTO DOMINGO: todas las letras estaban corroídas con chorretones herrumbrosos y gotas de óxido del cobre de los clavos; mientras que, como negros crespones, unas oscuras guirnaldas de algas se balanceaban pegajosas sobre el nombre cada vez que el casco se balanceaba como un coche fúnebre.

    Cuando, por fin, engancharon la lancha desde la proa y la llevaron hasta el portalón en el centro del

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