Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Almanaque Chileno de terror
Almanaque Chileno de terror
Almanaque Chileno de terror
Libro electrónico199 páginas2 horas

Almanaque Chileno de terror

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"Recorre todo Chile en los brazos de sus leyendas más lúgubres.
Una colección de relatos que abarca el territorio nacional de norte a sur. Un viaje aterrador a través de paisajes rurales, donde cada historia se despliega como una pesadilla viviente.
Caníbales, fantasmas, supersticiones, brujas y falsos profetas, infancias marcadas por la pérdida, rituales de toda índole y la religión siempre en primer plano.
Nadie resiste la tentación de mirar lo que se esconde entre las sombras."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 may 2024
ISBN9789566183952
Almanaque Chileno de terror

Relacionado con Almanaque Chileno de terror

Libros electrónicos relacionados

Ficción de terror para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Almanaque Chileno de terror

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Almanaque Chileno de terror - Paulo Guzmán Marín

    -

    © Almanaque chileno de terror

    Sello: Nepenthe

    Primera edición digital: Abril 2024

    © Paulo Guzmán Marín

    Director editorial: Aldo Berríos

    Ilustración de portada: Camilo Palma

    Corrección de textos: Felipe Reyes

    Diagramación digital: Marcela Bruna

    Diseño de portada: Marcela Bruna

    © Áurea Ediciones

    Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

    www.aureaediciones.cl

    info@aureaediciones.cl

    ISBN impreso: 978-956-6183-73-0

    ISBN digital: 978-956-6183-95-2

    Este libro no podrá ser reproducido, ni total

    ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

    Todos los derechos reservados.

    - Carlota y el Carbunclo 1934 Pampa del Tamarugal -

    Esta es la última, y exhaló el metal sanguinolento tras presionar suavemente su diafragma con ambas manos. Se cansó de tentar su suerte tras despertar en el suelo de su dormitorio junto a la loza desparramada, observando a tientas las botellas de licor sobre el pequeño altar armado en un diminuto cajón de tomates.

    Si de intentar disfrazar intenciones hablamos, Carlota era muy eficaz en ocultar su cometido, disfrazando el olor a trago colgando pequeñas ramitas de lavanda en su chal, lo más cerca posible de su clavícula, para pasar desapercibido el aliento a vino y tristeza.

    Pero, a pesar de los intentos, ella sabía que su mente le cobraba cuentas en monedas que dilataban su juicio y esa mañana (¿era ya de mañana?) se enfocó en mantener su serenidad y evitar fracasar en el intento.

    Reparó en la luz que se colaba por entre el cholguán de su estancia y otro suspiro ardiente depuró desde su estómago con un poco de alivio, gracias a Dios. Todavía no era hora de almuerzo y tendría tiempo para trapear la casa antes de que se despertaran las niñas.

    De pie, mirando sus facciones en el espejo trizado junto a su cama, intentó pasar por el hecho de que sus ojos se parecieran tanto a los de su hija muerta.

    ***

    La Sirena Azul era de las pocas casas de remolienda que quedaba en Iquique o, al menos, una que conservaba su renombre gracias a su reputación, amparada por su basta variedad en gustos para caballeros de todo Chile y algunos pocos que todavía cruzaban el mundo parando en el puerto norteño, antes de continuar a destinos más interesantes.

    Una garantía, que en estos días podría tildarse de fetichista, aseguraba la supervivencia de la Sirena Azul gracias al catálogo de damas tratadas como reinas al presentarse a sí mismas como una exquisitez única, dejando atrás su pasado poco jocoso como esposas de las salitreras que quebraron, tal como el ímpetu de los mineros que avanzaban cabizbajos hacia los conventillos de Santiago.

    En una esquina, no muy lejos de los edificios públicos, las dos plantas de la casa dormitaban plácidamente antes de comenzar su jarana: el jardín seco repleto de espinos, coartada de los vasos de whisky que se servían el interior del salón, funcionaba como la fachada perfecta para no denostar la moral de las señoritas que paseaban por la costanera observando de reojo el ventanal de la segunda planta, donde retozaban alrededor de siete mujeres, agotadas por un jueves que pecó de intenso, viviendo una vida de geisha como les recriminaría Betania apenas se despertaran. Pero antes, debía barrer las cenizas desperdigadas sobre el pasillo de madera que enceró hace tan solo dos días atrás.

    Las paredes de tela roja recubrían el salón donde se encontraba el bar, estorbando su espacio central con diferentes figuras de animales marinos recubiertos en yeso que parecían moverse solos de aquí para allá en medio de la madrugada. Junto a ellos, las mesas redondas de color negro conservaban las circunferencias de licor fresco mientras los Chesterfield reposaban a medio quemar sobre las conchas de ostiones púrpuras.

    La última aleta de la sirena, esa reservada al más perfecto ostracismo en la parte más desprolija de sus escamas, estaba reservada para Carlota junto a la pequeña habitación en el patio, que transformó en su hogar gracias a la generosidad de Betania, quien con mucho esfuerzo y sin saber prácticamente nada de construcción, logró armar cuatro paredes de madera y metal débil para que su inquilina descansara de sus propios demonios antes de hacer el aseo, todavía ebria de la noche anterior.

    —Estos gringos dejan todo pasado a mierda —murmuró entre dientes mientras atravesaba la puerta trasera sujetando la escoba. Estaba un poco aliviada de que su olor a noche pasara desapercibido ante la escena y pensó en quitarse las flores del chal, pero no lo hizo.

    Pasaron varios minutos, quizás media hora cuando, entre la prolijidad de su trabajo recogiendo los recovecos de conversaciones borrachas, apareció Betania con su bata carmesí sosteniendo un mate calentito.

    —¿Mala noche, Carolita? —preguntó cariñosamente, mirándola a los ojos. Su voz grave rebotó entre los animalejos hasta perforar la consciencia de Carlota.

    —Para nada, Betty, todo bien, gracias. ¿Cómo puedes tomar esa payasada con este calor? Afuera el sol pica como diablo. Dios, que eres loca, no te entiendo nada —apuró el paso con el aseo porque, por mucho que la dueña y administradora de la Sirena Azul fuera su amiga, no podía darse el gusto de continuar procrastinando y menos si los gringos tenían horarios tan raros, apareciendo de sorpresa y sin invitación (pero con los bolsillos llenos).

    —El mate es para ti, niña, mírate la cara: parece que no comiste nada hace años... ya, siéntate conmigo y convérsame, ¿qué es lo que pasa? ¿Te falta algo?

    Mientras Betania se acomodaba en el taburete, a Carlota le resultó imposible esquivar esa mirada casi parda de los ojos que hace años atrás la observaron mientras divagaba palabras sin sentido, bebiendo sola en la playa Cavancha.

    —No me falta nada, Betty —respondió con la mirada puesta en la botella de whisky que le hacía una invitación indecorosa.

    —Yo creo que sí, pero ¿sabes qué? Termina acá y tómate la tarde. Pero antes, te tienes que tomar el mate, total hoy me encargo de todo, qué más da, si tampoco está hecho un desastre, y alguna vez que las flojas de arriba hagan sus camas solas poh’, ¿o no?

    —No, cómo se te ocurre, olvídalo —respondió Carlota, fregando las botellas con un paño—. Además, hoy es viernes, el Rómulo me va a odiar, no he hecho ni el almuerzo, qué horror…

    Cansada de que no le hicieran caso a la primera, Betania aseguró que Rómulo salió temprano para pololear con un marino al que le hizo los puntos cuando vino a dejar una encomienda para su superior. Lo iba a obligar a que hiciera almuerzo como castigo por desaparecer sin aviso y por caliente. Pero también, la Betty conocía muy bien a los marinos y le daba miedo que Romulito llegara machucado, porque esos son bravos cuando se les confunde la cabeza y se empiezan a enamorar de otro varón.

    A modo de agradecimiento, Carlota sirvió la primera caña del día para Betania, antes de retirarse a la jaulita que las chicas armaron para darle fortaleza y lograr que se pusiera de pie. Dentro de sí misma, con el pecho oprimido, al igual que la lavanda que ubicó cerca de su cuello, meditó sobre lo mucho que le gustaría estar sacudiendo las alfombras y los tigres de felpa antes de quedarse recostada todo el día con sus pensamientos.

    Estirada en el colchón, escuchando el viento del norte maullar en medio de un sol fuera de lo común, se quedó dormida con el padre nuestro en la punta de la lengua. Ahí, las balas comenzaron a repiquetear sobre las costillas de sus amigos y familia, como ocurría apenas cerraba los ojos.

    ***

    Desde Purén llegó al norte sobre la espalda pegajosa y mojada de su padre, quien sonreía orgulloso de una nueva vida que le otorgaría posibilidades inimaginables a él y sus compañeros, camino a la oficina salitrera cuyo nombre intentaban pronunciar sin mucho éxito.

    El dueño, un gringo al que no conocerían jamás, manejaba el negocio desde su tierra, mientras las generaciones criadas en el campo como inquilinos, cuyo valor era menor al de los cerdos que criaban para el patrón, trabajaban el salitre en medio de la pampa inhóspita, exponiéndose a una dualidad valórica que seducía a la herejía por sobre las costumbres bien intencionadas: había calor, un frío glacial, había también oportunidades, pero también había jarana. Y donde se encuentra esto último, por supuesto, había derroche.

    Las casitas de los obreros no eran más que estancias de latón, como las que sostenían los huesos de Carlota mientras dormía la mona, y pronto entre sus paredes se habló de oportunidades que conocían tanto peruanos, como chilenos y bolivianos. Una de ellas era el carbunclo.

    Las familias no hablaban del carbunclo como una forma de entretención, para nada, incluso se tomaban mucho más enserio su existencia que la de varios personajes de la biblia que el cura vociferaba los domingos a medio día, pero varias veces discrepaban de su forma: algunos afirmaban que se trataba de un roedor pequeño, como una chinchilla, que tenía un espejo en su frente por donde expelía fuego.

    Sin embargo, el padre de Carlota aseguraba conocer a alguien que conoció a Gaspar Huerta, un nuevo rico de La Serena que se encontró con el carbunclo cuando cavaba una acequia en Coquimbo. Según le dijo al conocido, Huerta se apresuró en romper el caparazón del animalito antes de que pudiera escabullirse entre las madrigueras, mostrando poca importancia por su composición, porque lo que realmente importante del asunto era lo que escondía dentro de su cascarón: oro.

    Todo el mineral que los españoles buscaron sin éxito en Chile, lo resguardaba celosamente este bicho alimentándose de su material, burlándose de los mineros que picaban tierra en medio del desierto, para él pasear con una fortuna bajo sus pies descalzos.

    Durante le sequía de 1924, muchos se lanzaron en búsqueda de una familia de carbunclos que aparentemente bajó desde los cerros que circundaban la provincia de Limarí. Para entonces, una joven Carlota comenzaba a escaparse de casa para beber chicha de manzana con Silvia, su amiga y confidente que se creía la muerte por encontrar trabajo en la pulpería de Franco, el italiano. Ninguna, y nadie más que las personas que movían los hilos de la salitrera en tierras lejanas, sabían cuánto cambiaría la vida de miles de personas que llegaron al norte para encontrar su independencia económica, su educación, libertad, y su propio carbunclo.

    Entre risas, Carlota comentaba a Silvia que tenía ganas de casarse y no esperar a los quince, que su mamá ya le había contado todo lo que necesitaba saber. En ese momento, su rostro se llenó de sangre luego de que una bala redonda y metálica atravesara el cráneo de su amiga.

    Despertó en el dormitorio del patio trasero de la Sirena Azul, y mientras rezaba con todas sus fuerzas para olvidar el horror que la perseguía desde hace años, Carlota lloró de impotencia por las ganas que tenía de tomar vino.

    ***

    Sin complicarse demasiado, porque definitivamente el tiempo valió la pena, Rómulo pelaba las papas para el charquicán mientras gritaba intermitentemente entre canciones:

    —¡A levantarse, flojas de mieeeeeerda!

    Recién, mientras desgranaba las arvejas, escuchó las primeras pisadas de furia bajando por las escaleras. Por supuesto que se trataba de María Perla, pensó mientras reía sorbiendo un poco té con jengibre.

    No estaba enojado con Carlota por evadir la responsabilidad de la cocina, ni tampoco con Betania que lo recibió con un coscacho en la nuca, solo pensaba en lo mucho que le gustaba pasar esas mañanas con el marino, su marino, a quien poco le importaba el nombre o lo que tuviera en los sesos. Se conformaba con hacer otras cosas que aprendió mirando a las niñas que sacaba de quicio actuando como despertador con patas.

    —Puta que eres desagradable tú, oye, ¿qué te cuesta tocar la puerta y tratarnos con delicadeza alguna vez? —recriminó María Perla, sentándose en la mesa de la cocina esperando que le sirvieran.

    —Bueno. Perdón, mi reina, aquí está su banquete —ironizó el joven, a quien los clientes llamaban el maricón del piano.

    —De nuevo esta cuestión. Si te estás pescando a un marino, mínimo que vengas con unas ostritas de vez en cuando, ¿o es de medio pelo el susodicho? —se burló Perla, cansada del menú que indicaba Betania con rigurosidad.

    Se rieron antes de que apareciera Rayén, la más callada y delgada de todas, famosa por sus modales y por ser el punto de sobriedad en una noche que se descontrolaba con facilidad. Ella atendía de forma exclusiva al turco Sebastián, de Antofagasta, que se enamoró de sus manos tiernas y hacía el viaje hacia Iquique todos los sábados, pese a las sospechas de varios de sus nueve hijos.

    La Sirena Azul comenzó a zambullirse en la cotidianidad habitual de su disfuncional horario, y para Rómulo, las mejores horas eran cuando se hacía la previa entre todas antes de ponerse manos a la obra sobre clientes habituales. En el atardecer, luego del baño y el maquillaje, luego del perfume y la seda de imitación, después de quitarse el sudor de hombre del vientre y despejar de sus cabezas las culpas transmitidas luego de actuar como confidentes pagadas, podían beber algo comentando los pormenores de la noche anterior. La historia del marino, del hijo del alcalde que se emborrachó y no pudo debutar, de la chica que hace un año les robó todas las joyas y se escapó a Rancagua, según la información de otras compañeras de la zona, de todo, menos del futuro ni del miedo que les daba envejecer.

    Oriana, la colorina italiana que en realidad se llamaba Helia Pérez, preguntó por Carlota, a quien todas querían por conservar esos ojos sinceros, pese a las circunstancias horribles que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1