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El deseo de la corza
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Libro electrónico331 páginas5 horas

El deseo de la corza

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Una historia de una sensibilidad inusitada que no deja indiferente a quien se embarca en ella. En pleno tardofranquismo, un joven estadounidense viene a España en busca de un futuro mejor. No tarda en empezar a codearse con las altas esferas, aunque tardará poco en descubrir que nada es lo que parece y que le aguarda un destino aciago. Intriga, deseo, amor, poder y sexo se dan cita en esta novela inolvidable.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento11 jul 2022
ISBN9788728374054
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    El deseo de la corza - Teresa Maldonado

    El deseo de la corza

    Copyright © 2011, 2022 Teresa Maldonado and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374054

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    CAPÍTULO I

    —¿No viene tu mujer? —le pregunta Beatriz.

    —Ángela murió hace dos años, creí que lo sabías, contesta Mark empujándola ligeramente hacia un Toyota verde aparcado a pleno sol. La joven abre la portezuela y se ovilla en el asiento delantero. El automóvil atraviesa la parte antigua de Palma, solitaria a esa hora temprana. Deja atrás las viejas casas de fachadas ocres y patios con palmeras y enfila la carretera entre bancales de almendros y olivos en dirección: Soller, Deiá, Valldemossa. Al accionar la palanca del cambio, con los nudillos de su mano derecha roza el muslo rozagante de Beatriz. Sabe que es inútil intentar cualquier diálogo con ella. De refilón ve su pelo lacio; sus labios de corazón, fruncidos en una mueca de descaro; la nariz demasiado carnosa en medio de su carita ovalada de heroína de cómic, una Barbarella del nuevo milenio. La forzosa concentración en el volante le impide ver el resto: sus piernas, su cintura breve, apenas ceñida por el cinturón de seguridad, su culo irreverente. El coche atraviesa un campo salpicado de edificaciones que han brotado con la rabiosa efervescencia de un acné. Una bandada de palomas domésticas emprende un vuelo ramplón desde un tejado de uralita y los molinos eólicos agitan sus aspas sugiriendo las lanzas de un extravagante ejército recién incorporado a la comarca. Mark aún conduce media hora más con el capó derritiéndose bajo la consistencia melosa del sol, hasta que reconoce los pinos de la cala donde está atracado el barco de Fernando.

    —Ya hemos llegado —dice a Beatriz.

    * * * * *

    Sentado en la cubierta del velero, Mark intenta escapar de la cháchara de esa mujer desconocida que le aturde con su verborrea. Cierra su libro y finge dormir. Cuando sus párpados caen como una cortina protectora sobre las córneas irritadas, retoma el hilo obsesivo de sus pensamientos. Invadido por un sopor de alcohol y somnolencia, apoya la cabeza en la felpa amarilla de su toalla. El foque tremola suavemente. El balanceo del velero es casi imperceptible, un mover sin moverse como un amago de vaivén. En la popa, Beatriz toma el sol. La banda negra de sus auriculares le sujeta el pelo rubio a modo de aro. Liberados de la parte superior del biquini, sus pechos redondos se desparramaban graciosamente hacia ambos lados con la rotunda plenitud de sus veinticinco años; en su vientre, lustroso y tirante como un tambor, destellan brillos de crema solar. Catín y Berta: físicos estereotipados, risa floja, cuarenta y tantos, charlan, sentadas bajo el toldo, en cubierta. Su griterío destroza la sinfonía de las olas y el viento tensando las velas.

    —Me voy a quitar la blusa para tomar el sol, he engordado dos kilos, estoy como una foca.

    —¡No, qué va, estás bárbara!

    —Tú, sí que tienes un fachón.

    —¡Oye, Fernando, qué gozada de barco!

    —Sí, es la pera —corrobora Catín.

    —¡Así que usted es americano!, yo nací en Suecia. —La mujer rubicunda, grandota (le calcula unos cincuenta años) vuelve a interpelarlo en su castellano macarrónico. La costa a lo lejos parece una mancha de tinta verdosa. Mark intenta nuevamente zafarse de la sueca que se empeña en relatarle los avatares de su vida con sus tres maridos a los que exhibe con el orgullo de quien cuelga en la pared de su casa trofeos cinegéticos. El último, hasta la fecha, llamado Karl, sentado bajo el toldo, dirige miradas furtivas hacia el coriáceo cuerpo de Beatriz, tumbada sobre una colchoneta. Fernando se ocupa del manejo de las velas. Mark pide un gin-tonic al marinero. Aún puede disfrutar de pequeños placeres, piensa. Por suerte aún está vivo... Olvidarse de los ladridos de la jauría, los comentarios de los monteros, ahogados por la sorpresa y el horror... No recordar jamás: el silbido de la bala, el bulto oscuro que entra en la mirilla del rifle. El eco percutido de un tiro, amortiguado por la tierra seca y los carrascos. Parecido a una respiración que se agita: Y dejé que fuera aquilatando mis piernas, mi pelo, mi cintura; mientras me iba muriendo por cada poro; fundiéndome por dentro. Había leído esa frase en un cuaderno de Ángela ¡Finalmente nunca consiguió acabar su novela! Mark piensa que lo mismo que, según dicen los científicos, desconocemos el noventa por ciento de la materia del universo, él había ignorado la mayor parte de la vida interior de su mujer, ¿cuáles fueron sus deseos?, ¿los motivos de su angustia? ¡Y pensar que seguramente lo escribió pensando en el idiota de Juan Manuel!

    El yate vira bruscamente hacia estribor, Beatriz se escora y rueda hacia la toalla de Mark. Su cuerpo emana una tibieza de cachorro silencioso y maleducado. A veces Mark recela de lo que él llama su autismo, esa mirada indiferente hacia el mundo. La joven deja los auriculares junto a la toalla de la locuaz nórdica: Tienes que visitarnos en Estocolmo, le dice esta a Mark. ¡Cómo le crispa la amabilidad de esa mujer! A ella siempre le había gustado España, pasó allí tres veranos en época de Franco... ¿Seguro que conocerás a? Ahora me dará una ristra de nombres, lo que los ingleses llaman dropping names, Tomás Yuste, nos veíamos en Marbella. Entonces tenía muchos negocios pero siempre encontraba tiempo para lo que vosotros llamáis juerga. Mark sonríe. Se imagina a la sueca con veinticinco años menos, tal vez fuera una de las muchas extranjeras con las que Tomás presumía de haberse acostado en alguna de las madrugadas de alcohol y flamenco de aquellas fiestas en las que el Patrón se codeaba con lo mejor de una sociedad cerrada y hedonista, que empezaba a disfrutar de las ventajas del reciente desarrollo económico. Recuerda sus primeros consejos: Para tener éxito en los negocios tienes mucho ganado siendo extranjero. Así, esa pandilla de esnobs entre quienes se mueve la gente que cuenta, no captarán los pequeños detalles que revelan un origen humilde, algo que, en el fondo, desdeñan. Nunca presumas de nada pero hazte socio del mejor club. Lo que Tomás nunca mencionó, al hablar de las reglas de oro para triunfar, fue la posibilidad de un matrimonio ventajoso que le impulsara en su ascenso social. Pero él no se casó con Ángela por interés ni siquiera tenía la intención de salir con ella, en serio, cuando abandonó la sórdida pensión de Mari Cruz, alcahueta del barrio de Chamberí, que el verano de 1968 lucía bata estampada y un palmero de pelos negros debajo del brazo, para instalarse en el vetusto piso de Blanquita Terrón.

    * * * * *

    Los amigos de Ángela conducían con los brazos estirados sobre el volante, bebían whisky. Salían, varias noches por semana, a Gitanillos, a la Boîte, o al King`s... Estudiaban carreras prácticas (económicas o derecho) y administraban negocios familiares. Usaban camisas con sus iniciales bordadas y hacían deporte. Se comenzaba a salir de Madrid los fines de semana: al campo, a Marbella, a San Sebastián, y todo parecía fácil en la España que Mark conoció, recién llegado de Nueva York, con el único background de un trabajo de tres meses en una modesta editorial y una solicitud, denegada, para estudiar derecho en la universidad de Columbia. Los españoles que conoció parecían haber olvidado las penurias de la posguerra, y el grupo disfrutaba de la dolce vita madrileña como de una matrona de acogedoras y desfondadas carnes. Eran jóvenes, gastaban dinero, parecían felices. Hijos o sobrinos de una aristocracia que, tras la guerra civil, emergió triunfante y se mezcló con algunos millonarios de nuevo cuño que a su vez necesitaban dar a sus doblones una pátina de antigüedad. Todos se conocían entre sí formando un entramado de relaciones que actuaba como una red protectora ante la amenaza de una nueva clase de arribistas sin escrúpulos que pretendían sustituirlos en su rango social y expulsarlos para siempre del confortable lugar que ocuparon durante tantos años. De aquel tiempo remoto (corría el año 1970) databa su amistad con Fernando Aldana. Ante su proximidad, recobra el buen humor.

    Un hombre gordo, bajo, tocado con un sombrero panamá, se acerca a ellos con un whisky en la mano: Berta y Catín han reservado mesa en el Club de Mar para cenar. Mark piensa que el hígado de su viejo amigo, Beltrán Rosillo, debería exhibirse en los congresos médicos como un ejemplo palpable de la resistencia de ese órgano a los ultrajes del alcohol.

    El marinero lanza el ancla para fondear en la cala inundada de sol. Los relieves desaparecen en la reverberación dorada. Mark busca a Beatriz con la mirada. Con la emoción precaria del amor, la observa mientras desciende por la escala hacia el mar. Después del breve chapuzón recoge los auriculares y vuelve a tumbarse, no está dispuesta a participar en la conversación de los invitados al barco de Fernando. Carece de curiosidad por sus semejantes. A veces Mark tiene ganas de sacudir su cuerpo glorioso que parece creado para desafiar a la muerte y entrar, nimbado de oro, en el reino de la resurrección de la carne. Por asociación de ideas, el americano recuerda a Ángela en los primeros tiempos de su matrimonio: cinco años de amor y quince de horror, rutina, hastío... ¡Sus ojos verdes!, con el tono tierno y descarado del trébol primerizo. Las facciones clásicas de una Ángela joven y seductora que conoció casi al mismo tiempo que a Tomás Yuste. Ahora, tanto ella como el Patrón están muertos.

    La sueca nada bien y llega a tierra al mismo tiempo que Mark y Beltrán. El resto de invitados se han subido a la zódiac con la excusa de transportar la comida. Beltrán se quita las aletas y señala unas rocas. Allí, al socaire del viento, pueden dejar los víveres. Mark se zambulle nuevamente en el mar y da unas cuantas brazadas gozando del frescor del agua de un azul prístino en esa mañana radiante. Se aleja de la lengua de arena enroscada y gigantesca de la cala y sigue nadando un buen rato antes de volver a la playita con los brazos entumecidos por el ejercicio. Dirige una mirada a los compañeros de su corta travesía. Beatriz toma el sol, Beltrán lee el ABC a la sombra de un peñasco, Catín y Berta disponen las viandas. La sueca se acerca a Mark con un sándwich de pepino en la mano, parece decidida a cebarlo. Ambos se sientan en la arena endurecida que deja libre la cofia de espuma de las olas.

    —O sea que conoció a Tomás Yuste —le pregunta mientras estruja una servilleta de papel. Sus recuerdos le transportan a un verano irremediablemente lejano, a la planta tercera de Hispatrol, al despacho de Tomás Yuste. Su corpachón, su voz estertórea. El gesto rumboso y el hablar fanfarrón del Patrón. En algún restorán de moda, encarándose una Purdie, riéndose, metiendo mano a alguna de las mujeres que lo rondaban, buscando alguno de sus enormes abrigos azul marino a la salida de una cena con Isabel. Él, como otros muchos, supo adaptarse a las circunstancias y aprovecharse del emergente boom económico en la España de Franco.

    Mark Clayton había llegado a Madrid hace más de treinta años. El país empezaba a disfrutar del confort de lo que se dio en llamar sociedad de consumo. Los bombardeos, los paseos, los últimos fusilamientos quedaban ya muy lejos. La vida de los españoles, en los telediarios de aquellos años, discurría al ritmo triunfante de una marcha militar. Con la tranquilidad de que la salud, gracias a las nuevas campañas de vacunación que el gobierno promovía gratuitamente, estaba garantizada, y la seguridad que se derivaba de la situación de estabilidad y orden en que los españoles vivían desde que acabó la guerra civil. Sin duda faltaban muchos pero él nunca sintió su falta: la de los exiliados, los muertos, los encarcelados, los vencidos. En los libros había leído historias de quienes partieron silenciosamente con sus fardos a cuestas. Pero sus huellas habían sido borradas por el miedo y el olvido, como granos de arena que dispersa el viento.

    PRIMERA PARTE

    EL ADVENEDIZO

    Quizás pienses

    Que tu vida es materia del olvido

    Luis Cernuda

    TOMÁS

    Soy hijo único. Nací en Cherryfield, un pueblo en el estado de Maine, donde mi padre, Walter Clayton, motejado por sus amigos con el sobrenombre de el Cabrero, se arruinó con un negocio de cría de cabras y fabricación de quesos. Mi madre, de soltera, Maggie Cagney, era maestra de escuela. Cuando yo tenía diez años, mis progenitores emigraron a Nueva York. Allí madre encontró un empleo de profesora de trabajos manuales en un colegio y padre trabajó como vendedor de aspiradoras y otros útiles de limpieza a domicilio. De Walter Clayton me han quedado pocos recuerdos, el más preciso corresponde al único día en que Maggie me llevó a visitarlo al hospital que fue también la última vez que había de verle vivo. Papá compartía habitación con otro enfermo cuya alborotadora y numerosa familia había acampado en las proximidades de su cama. Walter, al verme, se incorporó, ayudado por mamá que después de tantos días de cuidarlo se manejaba con la soltura de una enfermera diplomada. Hacía mucho calor. La obesa mujer de su compañero de cuarto, sus dos hijos también muy gordos y el resto de su parentela habían cogido todas las sillas disponibles por lo que no tuve otra opción que quedarme de pie junto al lecho de padre. Una sonda, enganchada a una botella de suero, colgaba de uno de los orificios de su nariz y otra goma se enroscaba en su muñeca. Su brazo libre descansaba sobre el embozo de la sábana, de un blanco clorótico, que hacía destacar aún más su mal color. Maggie me guió entre los tubos para que pudiera darle un beso. Bajo la luz de neón, el rostro de Walter adquiría tonalidades verdosas. Apoyé mi mejilla en su frente, un instante, con cuidado para no chocarme con la goma de la sonda. De repente lo único que quería era huir de ahí; no podía soportar el calor ni la visión del cuerpo de padre, castigado por la enfermedad y los artilugios médicos. Comencé a recular. La mujer obesa se abanicaba con un catálogo de venta de prendas por correspondencia, con la otra mano alisaba la sábana de su paciente; llevaba una blusa ceñida que le marcaba los michelines y dos cercos de sudor. Se quejó del calor, mirándonos como si fuéramos los culpables de la atmósfera sofocante de la habitación. Madre, que siempre fue muy sufrida, le sonrió sin decir nada mientras pasaba un pañuelo de hilo por la frente de su marido, perlada de un sudor malsano. Por fin me despedí de él. Maggie pidió a uno de los gordos que vigilara a padre y me acompañó hasta la salida del hospital.

    Walter Clayton vivió dos días más antes de que un paró cardiaco se lo llevara al otro mundo debido a algún misterioso designio del altísimo, según me dijo entre sollozos madre que nunca mencionó su alcoholismo como causa de su cirrosis.

    Tras la muerte de padre, la única hermana de mamá, tía Susana, dejo su casa de Cherryfield, donde trabajaba vendiendo ropa de niños, para venirse a vivir a nuestro apartamento y compartir los gastos de comida y alquiler. Tía Susana no tenía hijos; el acontecimiento de mayor interés en su biografía era su efímero matrimonio con un profesor de golf, pronto truncado por la huída de su marido con una de sus alumnas. En cuanto a Maggie, en los años que siguieron a la muerte de Walter, tuvo uno o dos pretendientes a los que acabó alejando discretamente. Ella y tía Susana vivían como un matrimonio bien avenido. En medio de la trepidante vida de Nueva York, sus existencias eran tan anodinas como la de esos cariñosos animales de compañía que pasan inadvertidos para los amigos de sus dueños.

    * * * * *

    En junio de 1968 cumplí dieciocho años y terminé la high school Madre se había empeñado en que solicitara una beca para cursar derecho en la universidad de Columbia donde uno de mis mejores amigos, el puertorriqueño Manuel Tejada, había conseguido ser admitido debido a sus excelentes dotes para el béisbol. No tomó en consideración que, aparte de mis pocas aptitudes para el béisbol, mi expediente académico era mediocre. La universidad denegó mi solicitud pero Manuel me recomendó a un conocido suyo, que dirigía una editorial donde entré a trabajar redactando informes de lectura.

    Por aquella época las bajas de los soldados americanos en Vietnam empezaban a aumentar en progresión geométrica y el gobierno decidió llamar a filas a estudiantes. Cuando Manuel recibió una citación, madre empezó a temer que yo también fuera movilizado y a hacerse lenguas de los rumores según los cuales el hijo de Mr. Ficher, el propietario del café de debajo de nuestro piso donde se despachaba bollería industrial y comida basura, se había librado del frente mediante el pago de una sustanciosa cantidad de dinero. Maggie solía acompañar el relato de este hecho con un suspiro respetuoso ya que tenía debilidad por la gente rica a quienes consideraba merecedores de todas las ventajas que su dinero les proporcionaba. A principios de abril nos llegó la noticia: Manuel había caído en una emboscada y la explosión de una mina le había rebanado las piernas. Como las desgracias nunca vienen solas, poco después, la editorial donde había conseguido mi primer trabajo suspendió pagos.

    * * * * *

    El domingo de resurrección, mientras yo veía Bonanza en la televisión y tía Susana fregaba los platos, madre nos sorprendió blandiendo un sobre con el sello de Francisco Franco. Era la contestación de tío Gerald (uno de nuestros escasos parientes, primo hermano de mi padre), a la carta de Maggie, que desde que el napalm volara en pedazos las piernas y las ilusiones de Manuel no dormía pensando que a mí podía pasarme lo mismo, en la que le pedía que me encontrara un lugar donde vivir en Madrid. En su carta, tío Gerald, a quien el haber luchado en la guerra de España en el bando republicano no le impidió utilizar el español, aprendido en las Brigadas Internacionales, para vivir en la España franquista de su trabajo como profesor de inglés, hablaba de sus dificultades económicas y nos facilitaba las señas de un colegio mayor donde podría alojarme, si me decidía a cruzar el charco. La noche anterior había soñado que una mina me reventaba los genitales y volvía del frente en silla de ruedas, por lo que recibí con satisfacción el anuncio de madre de que había destinado sus ahorros para pagar mi viaje a España. Así es la vida: una puerta se cierra y otra se abre y en ese momento me pareció que la Europa a la que viajaban los protagonistas de Henry James era mi nueva puerta que se abría hacia un futuro prometedor... Un mes después me despedí de ella y tía Susana en la terminal del aeropuerto John F. Kennedy. Maggie se secó las lágrimas con un pañuelo, me dijo por enésima vez: ¡cuídate! y desapareció, agarrada del brazo de su hermana, entre la muchedumbre de familiares y viajeros.

    * * * * *

    En Barajas tomé un taxi, un lujo que no me habría permitido en Nueva York. El taxista me hablaba en voz muy alta, como si en vez de extranjero fuera sordo. Le pedí, chapurreando las pocas palabras que conocía en español, que me llevara a algún lugar barato donde pudiera pasar la noche. El taxi se dirigió al centro de la ciudad y tras atravesar calles oscuras y estrechas paró frente a una casa de fachada renegrida: Aquí ya puede apearse, es en el piso tercero donde se ve el cartel. Del balcón, entre dos macetas de geranios, pendía un rótulo con la inscripción: Pensión Mari Cruz.

    La voz, a través de la mirilla, llegaba destemplada ¡No son horas de tirar la casa abajo! ¿Qué se le ofrece? Sólo cuando di el nombre del taxista, Mari Cruz accedió a abrir, anudándose con la otra mano el cinto de la bata que tapaba, a duras penas, sus carnes aún prietas. Me miró fijamente con un destello inquisitivo en sus ojos negros cercados por pegotes de rímel. En los pliegues de su escote y el rictus amargo de las comisuras de sus labios se adivinaba su mala vida, pero su sonrisa cuando me dijo: Bueno, pasa y se dispuso a copiar mis datos, del pasaporte a una cartulina amarillenta, denotaba que aún esperaba sacar alguna buena tajada de la suerte. Yo llegaba a Madrid con lo puesto: una vieja maleta de cuero que había pertenecido a Walter Clayton, una máquina de fotos, Nikon, y los pocos dólares que mi madre y tía Susana lograron reunir. ¿Ma a a r Claaa y t on? (mi nombre pronunciado por Mari Cruz era irreconocible). Espérate un momento que voy a enseñarte tu habitación, me dijo atusándose el pelo, moreno y rizado, con una horquilla.

    * * * * *

    Mi primera llamada, desde el teléfono de fichas de la pensión, fue al tío Gerald. Una voz cascada me preguntó por madre y tía Susana y tal vez para compensarme de su falta de entusiasmo ante mi llegada, me facilitó la dirección de un viejo amigo: José Blázquez, propietario de la taberna Gabriela. No tardé mucho en visitar la bodega, situada en la calle de Echegaray. Un camarero me señaló al jefe, un hombrecillo menudo y atildado de unos sesenta años, que vigilaba las cuentas al pie de la caja registradora. Cuando le expliqué que era sobrino de tío Gerald, me presentó a un grupo de parroquianos de mediana edad que bebían vino en torno a una mesa: Este muchacho viene de Nueva York, recomendado por un íntimo amigo, les dijo. Más adelante comprobaría que a los españoles les gusta alardear de sus relaciones amistosas. Me senté junto a don José, entre los contertulios que comentaban la faena del torero Antonio Bienvenida en la corrida de San Isidro. Don José me confesó que desde que en 1959 se echara a la calle con su difunta esposa para vitorear al presidente Eisenhower con ocasión de su visita a Madrid, se había convertido en un entusiasta de los Estados Unidos de América. Para demostrar la sinceridad de sus aseveraciones, pidió al mozo una botella de manzanilla y terminamos brindando con los tertulianos de la taberna Gabriela por: España, América y Jerez. Cuando me despedí de él para volver a la pensión, don José me regaló ejemplares de El Caso, El Marca y el ABC para mejorar mi español.

    Al día siguiente marqué el número de teléfono de mi segundo contacto en la ciudad. Manuel me había proporcionado las señas de Ángela Inchausti, una chica española a la que había conocido en Nueva York por la época en que estudiaba primero de derecho en Columbia y aún tenía piernas. Claro que se acordaba de Manuel, me dijo en buen inglés. Lo conoció en una fiesta de estudiantes, en Brooklyn, el mismo día en que consiguió la anulación de su matrimonio. Quedamos para vernos en un café del barrio de los Austrias. Antes de salir pedí un mapa de Madrid a Mari Cruz que empezaba a obsequiarme con miradas melosas que decidí ignorar, habida cuenta de lo poco que me atraían sus hechuras de hembra de rompe y rasga, según el canon de la mayoría de los huéspedes del hostal. Mi patrona, últimamente, antes de avisarme para la cena o preguntarme si quería que me lavase alguna muda, se atusaba el pelo, enderezaba la espetera y me dirigía una sonrisa sorprendentemente tímida para esa mujerona que, según los comentarios chismosos de sus pupilos, ejercía subrepticiamente de alcahueta.

    El bar donde había quedado con Ángela, cerca de la plaza Mayor, era un local lóbrego y abovedado. Un guitarrista flamenco rasgueaba su guitarra con el pie apoyado en una silla de madera, acompañado por las palmas y los quejíos de una mujer cetrina. Entre varias parejas amarteladas, sentada, sola, se encontraba una joven alta con melena trigueña, aclarada con mechas rubias. Sus ojos garzos me recorrieron de arriba abajo. Tras presentarme me senté a su lado.

    Cuando el guitarrista y la gitana acabaron sus rasgueos e hipíos, me propuso que fuéramos a cenar a una tasca cercana. Anduvimos hasta el restaurante de cuyas paredes encaladas pendían fotos de toreros, artistas famosos y una de Ava Gardner, dedicada al dueño del local. El camarero depositó un cestillo con pan trenzado de borona mientras Ángela y yo intercambiábamos confidencias y dábamoss buena cuenta de los solomillos que terminaron de freírse en los platos de barro. Ella ya había vivido la experiencia de un fracaso matrimonial. Se había casado muy joven, de penalti como se dice en España, con un tipo de buena familia con quien posteriormente tuvo un segundo niño. Ella era ingenua, su marido un alcohólico. El remate a su desastrosa convivencia fue su separación y posterior nulidad: un divorcio a la española. A sus veintisiete años (siete más que yo) con dos hijos, estudiaba segundo año de periodismo. Admiraba a Oriana Falacci e igual que la famosa periodista italiana quería vivir experiencias apasionantes y trabajar de corresponsal en Vietnam. Yo había participado en unas cuantas manifestaciones en contra de esa guerra. Me sentía orgulloso de haber formado parte de la turba furiosa que marchó contra el Pentágono para protestar por el creciente número de muertos de ambos bandos y describí a Ángela cómo las chicas intentaban provocar a las tropas enseñando sus pechos desnudos a los soldados e incluso les bajaron la bragueta del pantalón sin conseguir que abandonaran sus posiciones. Después le conté las amabilidades que me prodigaba Mari Cruz, lo cual Ángela achacó a la distinción que me confería, entre la clientela pobre y paleta de la pensión, el ser americano, algo que los españoles identificaban con riqueza y modernidad. Al acabar la cena nos dimos cuenta de que, entre los dos, nos habíamos bebido una botella de vino tinto. Pagué, acordándome de que se me estaba acabando el dinero y decidí ir a ver

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