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La lengua del «Quijote»
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La lengua del «Quijote»
Libro electrónico506 páginas8 horas

La lengua del «Quijote»

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La actividad investigadora de Rosenblat fue muy variada, como corresponde a todo buen heredero de Menéndez Pidal. Destaca especialmente por su dedicación a la dialectología hispanoamericana: junto con sus maestros Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, puede decirse que constituye el núcleo fundamental de donde arrancan los estudios posteriores sobre el español de (y en) América. Pero en su obra hay lugar también para muchos otros estudios: lingüísticos (sobre ortografía, morfología o léxico, descriptivos o históricos), de crítica literaria, ediciones de textos, análisis sobre la lengua de tales o cuales autores (p. ej. Ortega y Gasset). De estos últimos destaca el que aquí se presenta, dedicado a la lengua de la obra cumbre de la literatura española, la historia de Don Quijote de la Mancha. De forma amena, pero también exhaustiva, pasa revista a prácticamente todos los aspectos de la obra cervantina que para alguien de su formación lingüística eran especialmente relevantes. El prólogo que Lapesa escribió para la edición venezolana (1987) de "La lengua del Quijote", y que los lectores de esta edición van a tener la fortuna de poder saborear junto con el libro, da cuenta más que cumplida del valor que para el análisis lingüístico de la magna novela cervantina tienen los buceos que el lingüista finalmente venezolano realizó en ella durante tantos años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2014
ISBN9788416230051
La lengua del «Quijote»
Autor

Ángel Rosenblat

Ángel Rosenblat (1902-1984) sintetiza en su vida y en su obra buena parte de las vicisitudes que atravesaron el siglo XX europeo. Nacido en Polonia de padres judíos, aún niño llegó a Argentina donde desarrolló su formación intelectual. Estudió en Alemania y, sobre todo, en la España anterior a la Guerra Civil, donde se integró en el círculo de filólogos que en el Centro de Estudios Históricos, bajo la dirección de Menéndez Pidal, configuraron la gran escuela lingüística y filológica española de la que aún seguimos bebiendo. Él mismo se definió en muchas ocasiones como hijo intelectual de Amado Alonso y nieto de don Ramón. Pero su vida arraigó definitivamente en América, en la Venezuela que lo acogió tras su salida de Argentina en 1946 y a la que se integró plenamente, hasta el punto de formar en ella un grupo de trabajo que, heredero igualmente de la escuela filológica española, fue el punto de partida de la pujante Filología venezolana actual.

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    La lengua del «Quijote» - Ángel Rosenblat

    I Actitud de Cervantes ante la lengua

    El castellano, un rudo dialecto de aldeanos y guerreros alejado cada vez más del viejo latín de los conquistadores, comenzó a tener vida literaria en el siglo XI o XII. En el siglo XV Juan de Mena se quejaba del «rudo y desierto romance», de «la humilde y baja lengua del romance», en la que no cabían «los angélicos concebimientos virgilianos». El siglo XV procuró ennoblecer ese castellano, y en 1492, Nebrija ya creía que su lengua estaba «tanto en la cumbre, que más se puede temer el descendimiento della que esperar la subida». Para fijarla y dignificarla escribió su Gramática castellana.

    Fijarla era sin duda excesiva presunción. El siglo XVI se plantea a cada paso el problema de la lengua. Garcilaso se lamenta todavía de la desventura literaria de España, y quiere vestir sus versos con las galas de la poesía italiana. Fray Luis defiende su romance, pero en nombre de un ideal de selección: elegir las palabras más convenientes, más claras, más armónicas y dulces, pesando hasta sus sonidos; poner número, es decir, medida, en la prosa castellana. Fernando de Herrera, el divino, cree que la lengua merece mayor ornamento y que hay que vestirla con artificio, y hasta con pompa y majestad. El ideal de ornato y orfebrería culminará en la lengua poética de Góngora, una lengua quintaesenciada, para escogidos, para iniciados, una lengua del arte. Pero el viejo ideal castellano de naturalidad y espontaneidad, el del Buen amor, el de casi toda la Celestina, el del Lazarillo, el de Santa Teresa, va a culminar en la lengua llana y tersa de Lope de Vega. Entre los dos extremos, ¿cuál será la actitud de Cervantes?

    En 1585, a sus 38 años, defiende, en el Prólogo de La Galatea, que se escriban églogas «en tiempo que en general la poesía anda tan desfavorecida». Y lo hace en nombre de un ideal de riqueza y de refinamiento. El poeta logra así «enseñorearse del artificio de la elocuencia» que cabe en su lengua, para lanzarse después a «empresas más altas y de mayor importancia»; y abre camino a fin de que «los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fácil y espacioso por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, pueden correr con libertad, descubriendo la diversidad de conceptos, agudos, sutiles, graves y levantados, que en la fertilidad de los ingenios españoles la posible influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido y cada hora produce en la edad dichosa nuestra».

    Luego, en el Quijote, esbozó más amplia y consecuentemente su ideal de lengua, como una actitud vital de sus personajes y de él mismo. Como todos los grandes escritores de su tiempo, Cervantes tuvo constante preocupación por su lengua, en parte por la conciencia de que la estaba haciendo. Es evidente que había meditado en sus problemas y elaborado su propia solución. Que se manifiesta, frente a las dos vertientes del lenguaje, en su crítica de la afectación cultista y de las prevaricaciones del habla vulgar.

    El castellano y el latín

    La vieja tradición, que aún tenía su peso en todo el siglo XVI, exaltaba la lengua latina y menospreciaba «la lengua vulgar». En el Coloquio de los perros, Cipión y Berganza dialogan sobre los que sin saber latín disparan (o disparatan) de cuando en cuando con unos latines, por dárselas de grandes latinos, y los que lo saben efectivamente, pero los sueltan como agua aun al hablar con un zapatero o con un sastre. Cipión asienta: «hay algunos que no les excusa el ser latinos de ser asnos». Y Berganza explica:

    La razón está clara; pues cuando en tiempo de los romanos hablaban todos en latín como lengua materna suya, algún majadero habría entre ellos, a quien no excusaría el hablar latín dejar de ser necio.

    Es decir, se puede ser asno, majadero o necio aun sabiendo latín. El conocimiento del latín no implicaba, por sí solo, superioridad ninguna. «Para saber callar en romance y hablar en latín –dice Cipión– discreción es menester.» Y Berganza completa: «Tan bien se puede decir una necedad en latín como en romance, y yo he visto letrados tontos y gramáticos pesados y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo, no una, sino muchas veces».

    También en el Quijote, en repetidas ocasiones, se burló de la falsa erudición latinizante. Desde el Prólogo de la primera parte. Su amigo gracioso y bien entendido le aconseja intercalar, siempre que viniese a pelo, sentencias o latines que supiera de memoria o pudiera encontrar fácilmente (le menciona varios), y le dice:

    con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático; que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.

    Gramático era entonces el gramático latino, o el profesor de latín. En el primero de sus poemas preliminares, Urganda la Desconocida se dirige, en versos de cabo roto, al libro de Don Quijote: «Pues al cielo no le plu- / que salieses tan ladi- / como el negro Juan Lati-, / hablar latines rehu-». Es decir, si al cielo no le plugo hacer al autor del Quijote tan gran latinista como fue el negro Juan Latino, debe renunciar al latín y hablar castellano. Uno de los galeotes, condenado por burlador de mujeres, iba en hábito de estudiante, y el guarda dijo (I, cap. XXII) «que era muy grande hablador y muy gentil latino». ¿No hay ahí una burla cruel?

    Los latines, y sobre todo los latines eclesiásticos, aparecen en el texto siempre con intención cómica o burlesca. «Fugite, partes adversae!» –exclama Don Quijote ante los requiebros de las pícaras damiselas del sarao que le preparó don Antonio en Barcelona (II, cap. LXII). Sancho maltrata en una ocasión uno de esos latines (es una de sus prevaricaciones idiomáticas): «Quien ha infierno nula es retencio, según he oído decir» (I, cap. XXV). Y como Don Quijote no le entiende, o lo aparenta, explica: «Retencio es que quien está en el infierno, nunca sale dél, ni puede» («Quia in inferno nulla est redemptio», del oficio de difuntos).

    ¿No es cómico que los use Don Quijote al dirigirse a Sancho? Para poner coto a sus demasías verbales, le alega el ejemplo de Gandalín, escudero de Amadís de Gaula y conde de la Insula Firme (I, cap. XX): «se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco» (la expresión latina acrecienta la cómica incongruencia del pasaje). Don Quijote sostiene que el escudero debe identificarse con los dolores del caballero, y le dice (II, cap. II): «quando caput dolet…, etc.». Pero Sancho replica: «No entiendo otra lengua que la mía». Entonces se lo traduce: «Quiero decir que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen». Sancho se niega a azotarse para el desencanto de Dulcinea, y Don Quijote le increpa (II, cap. LXVIII): «Por mí te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero lucem» (Job, XVII, 12). Y Sancho contesta: «No entiendo eso…» Cuando Sancho alega las razones de Teresa para que se le asigne salario fijo en su nueva salida, Don Quijote se niega en nombre de toda la tradición caballeresca, y le dice (II, cap. VII): «así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa y declarad a vuestra Teresa mi intención; y si ella gustare y vos gustáredes de estar a merced conmigo, bene quidem; y si no, tan amigos como de antes». Al reprocharle su malhadada intervención ante el escuadrón del pueblo del rebuzno, le dice (II, cap. XXVIII): «dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieran el per signum crucis con un alfanje» (el per signum crucis era una cuchillada en la cara). Cervantes extrema su burla en la carta de Don Quijote a Sancho gobernador, a quien le cuenta que peligra su amistad con los Duques (II, cap. LI):

    –Tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: Amicus Plato sed magis amica veritas. Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador lo habrás aprendido.

    Era uno de los viejos adagios, lugar común en toda la época clásica, recogido entre otros por Erasmo y por Hernán Núñez. Los latines le sirven también para caracterizar a sus personajes. El descalabrado bachiller Alonso López, uno de los que conducían el cuerpo muerto de un caballero desde Baeza a Segovia, le dice a Don Quijote (I, cap. XIX): «Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado, por haber puesto violentamente las manos en cosa sagrada, juxta illud, si quis suadente diabolo, etc.» (= «según aquello, si alguien persuadido por el diablo…», de los cánones de excomunión del Concilio de Trento). Y Don Quijote contesta: «No entiendo ese latín» (seguramente no lo quería entender). El bachiller Sansón Carrasco recurre a Horacio (II, cap. III): «que si aliquando bonus dormitat Homerus». En seguida, al Eclesiastés: «stultorum infinitus est numerus». Y cuando el paje enviado por los Duques cuenta las maravillas del gobierno de Sancho, replica con un latinajo que era proverbial en las aulas universitarias (II, cap. L): «Bien podrá ser ello así; pero dubitat Augustinus». Igualmente, el doctor Pedro Recio de Agüero, empeñado en la difícil empresa de hacer ayunar a Sancho, al verlo tentado por un plato de perdices asadas se las retira, alegando (II, cap. XLVII): «Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima». El aforismo latino decía panis, que el médico de la ínsula Barataria convirtió macarrónicamente en perdices.

    Aun el pícaro maese Pedro recurre al latín eclesiástico para encomiar su retablo (II, cap. XXV): «dígole a vuesa merced, mi señor Don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis, y manos a labor» (es frase del Evangelio de San Juan, X, 38, que usa también el paje enviado por los Duques a Teresa Panza cuando Sansón Carrasco pone en duda sus palabras, II, cap. L). Y se debe a puro juego cómico que el mayordomo que hace de Dueña Dolorida prorrumpa, en medio de su bufonesco relato, con un verso latino de la Eneida (II, cap. XXXIX): «quis talia fando temperet a lacrymis?» (¿quién, oyendo esto, contendrá las lágrimas?).

    Se ha pensado que en todas esas burlas resollaba alguna herida personal. Pero la verdad es que aun el clero ilustrado reaccionó contra el abuso de los latines en la oratoria sagrada. La primera Rhetórica en lengua castellana, publicada en 1541 por un fraile de la Orden de San Jerónimo (se cree que era Fr. Miguel de Salinas), critica a los predicadores que «hablan una palabra en romance y tres en latín, que ni son latinas ni castellanas». Y Fray Diego de Estella, en su Modus concionandi, de 1576 (ed. de Madrid, 1951), aconsejaba no echar largos latines, que enfadaban al que no los entendía, y también al que los entendía, que tenía que oírlos dos veces, una en latín y otra en romance.

    Debía de ser una forma de afectación frecuente en la conversación de la época, pues el Galateo español de Lucas Gracián Dantisco, escrito en 1582 (ed. de Madrid, 1968, pág. 141), recomendaba: «mayormente se deve cada qual guardar de entremeter palabras latinas y extraordinarias adonde no hay latinos, ni quien las entienda, porque en este yerro caen muchos que, con un poco de gramática que estudiaron, meten vocablos latinos en quanto hablan, tan fuera de propósito, que en la propriedad de nuestro romance discordan y suenan tan mal, que no hay quien los aguarde» [sic]. El Maestro Bartholomé Jiménez Patón, en su Eloquencia española, de 1604 (fol. 8 r.), cita ese pasaje y dice que «el lenguaje puro, propio y cortesano» procura huir del vicio de mezclar el español con el latín. Y por su parte, Erasmo (Elogio de la estulticia, cap. VI) se burlaba de los retóricos de su tiempo «que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas, aunque no vengan a cuento».

    Es indudable que Cervantes sabía su latín, que había aprendido probablemente, o perfeccionado, en la alta escuela de López de Hoyos, pero no era un latinista. No había alcanzado grado académico, ni el de licenciado, como el Cura, ni el de bachiller, como Sansón Carrasco, porque en la edad en que podía alcanzarlo quería ser soldado, animado por una vocación heroica, que llenó gran parte de su vida. Respetó siempre la erudición clásica, pero no la falsa erudición. Don Quijote, en el hermoso diálogo con el Caballero del Verde Gabán defiende, frente al latín, la lengua vulgar de España (II, cap. XVI):

    –A lo que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doime a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande Homero no escribió en latín, porque era griego; ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino. En resolución: todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya.

    El humanismo dignificó la lengua popular, convertida en lengua nacional, y Cervantes recoge la buena tradición de Nebrija, Juan de Valdés y Fray Luis de León. Y hasta exalta apasionadamente su lengua en un pasaje del Persiles. Los extraviados viajeros, después de trabajos sin nombre por tierras y mares, llegan a una isla donde –¡milagro extraño!– les hablan en lengua española. Entonces exclama alborozado uno de ellos (I, cap. XI):

    Pues el Cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos la dulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin de mis desgracias.

    Afectación o llaneza

    El Quijote es, en gran medida, una crítica de la literatura de su tiempo, o de la lengua literaria. El Canónigo de Toledo encontraba que los libros de caballerías eran «en el estilo, duros» (I, cap. XLVII), y pensaba que había en ellos materia para que un buen entendimiento, «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención», compusiese uno bueno, que deleitase y enseñase. El ideal expresivo de Cervantes se manifiesta en primer lugar en su actitud ante la afectación y en su defensa de la llaneza. Al criticar el estilo de los libros de caballerías, se detiene en los de Feliciano de Silva, autor del Amadís de Grecia. Don Quijote perdía el juicio al leerlos (I, cap. I):

    Ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza». Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.

    Razón por la cual el Cura, al hacer con el Barbero el escrutinio de la biblioteca de Don Quijote (I, cap. VI), condena implacable a la hoguera al Amadís de Grecia, con las «endiabladas y revueltas razones de su autor».

    Cervantes se ensaña con la afectación sobre todo en sus remedos de la literatura caballeresca, insistentes a lo largo de todo el Quijote. Así, acaba de salir nuestro flamante aventurero, y ya está fantaseando en voz alta la descripción que hará el futuro historiador de los hechos de esa su primera salida, que se imagina en los términos siguientes (I, cap. II):

    Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.

    Y Cervantes comenta:

    Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.

    Hay en el Quijote seis descripciones del amanecer en estilo afectado¹. En todas ellas la pomposidad o altisonancia contrasta con la situación, que es más bien cómica, o con un exabrupto realista o grotesco: la nariz del escudero del Bosque, el ronquido de Sancho, el día pisando las faldas a la aurora.

    También remedó el estilo de las cartas amatorias en la que Don Quijote envió a Dulcinea desde Sierra Morena, donde quedaba haciendo locuras en imitación de Beltenebros (I, cap. XXV). O la novela pastoril y el estilo eglógico, sobre todo en la encendida invitación de Don Quijote a Sancho para que le ayudara a resucitar la Arcadia, después de su derrota por el Caballero de la Blanca Luna (II, cap. LXVII). O la oratoria sagrada y profana de su tiempo, en sus frecuentes tiradas retóricas. Don Quijote, descalabrado por el escuadrón de carneros y ovejas que tomó por los ejércitos de Pentapolín del Arremangado Brazo y de Alifanfarón de la Trapobana, emprende de nuevo su camino, y le dice a Sancho (I, cap. XVIII):

    –Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar…, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.

    En su remedo de la retórica, recurre insistentemente a la repetición anafórica. Así, Ambrosio impreca a la pastora Marcela (I, cap. XIV):

    –¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida, o vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes…

    La acumulación de alusiones a personajes de la historia o de la mitología greco-romanas, que alternan promiscuamente con los héroes caballerescos o legendarios de España, o con figuras de la historia sagrada, es frecuente recurso paródico. Aun el patetismo de algunas escenas o relatos lo disuelve mediante una afectada tirada retórica. Cardenio cuenta sus desdichas, e impreca a don Fernando, el causante de ellas (I, cap. XXVII):

    –¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido traidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste?…

    O cuando en la venta de Maritornes se reconocen el Capitán Cautivo y su hermano el Oidor, delante de todos los personajes allí congregados (I, cap. XLII):

    Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el Oidor a Zoraida; allí le ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos. Allí Don Quijote estaba atento, sin hablar palabra… Allí concertaron que el Capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla…

    Todo se vuelve parodia, pero donde esa parodia alcanza caracteres más cervantinos es en la aventura del Lago hirviente (I, cap. L), que muchos han tomado como modelo del estilo literario de Cervantes. El temerario caballero que se había arrojado a las bullentes aguas se encuentra en un palacio miliunanochesco donde es agasajado por hermosas doncellas. Después de un opíparo banquete queda «recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre», cuando entra la más hermosa de las doncellas.

    El énfasis, la alusión mitológica, histórica o literaria se equilibran, igual que en las descripciones del amanecer, con un rasgo de carácter naturalista o burlón. Retuerce así el cuello a la Retórica. Don Quijote, dispuesto a hacer locuras en Sierra Morena, no se decide a imitar a Roldán (a Orlando), pues piensa (I, cap. XXVI) que no le era difícil ser un caballero tan valiente ya que «no le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro» (el alfiler de a blanca era uno grande que costaba una blanca). Y que además era explicable que perdiese el juicio ante las pruebas de que «Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante». También en la admirativa invocación a Don Quijote, que iba a enfrentarse a los leones (II, cap. XVII): «Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas» (eran unas espadas toledanas que llevaban grabado en la canal, como marca, un perro).

    El remedo de la hinchazón retórica –frecuente en los desafíos de Don Quijote, en sus invocaciones, en sus ofrecimientos– se entreteje de tal manera con el relato, en toda la obra, que a ratos parece que Cervantes es su propia víctima: en los discursos de Dorotea (I, cap. XXVIII), en la fingida comedia que representan Camila, Leonela y Lotario (I, cap. XXXIV), en las palabras de Luscinda o de Dorotea a don Fernando (I, cap. XXXVI), en las exclamaciones del Oidor (I, cap. XLII), o en la historia de Ana Félix (II, cap. LXIII). (También alguna vez parece víctima de su irrefrenable humorismo, como en la historieta de la viuda hermosa, moza, libre, rica y desenfadada, I, cap. XXV, extrañísima en boca de Don Quijote.) Pero su ideal reiterado es la llaneza o la naturalidad, sin artificios retóricos. Lo declaraba Don Quijote en la evocación de la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados (I, cap.

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