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Drama sin escenario: Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán
Drama sin escenario: Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán
Drama sin escenario: Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán
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Drama sin escenario: Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán

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Los capítulos de Drama sin escenario contienen tres aspectos útiles a los lectores. En primer lugar, presentan los títulos, datos y secuencia de escritura o representación de los textos de cada uno de los dramaturgos estudiados: Galdós, Ganivet, Unamuno, Azorín, los Machado, Valle-Inclán, Gómez de la Serna... En segundo lugar, recoge la crítica que, en su momento y posteriormente, se ha ejercido sobre sus obras, aunque expuesta de manera sintética, apoyándose y remitiendo a una bibliografía selecta, especializada y presentada al final del volumen. En tercer lugar, se incluyen algunas reflexiones o valoraciones que intentan servir de clave para interpretar el sentido o interés de esa producción individual. En todo esto hay mucho de resumen y síntesis y bastante de la propia investigación del autor recogida anteriormente en algunas publicaciones parciales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jul 2014
ISBN9788415906391
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    Drama sin escenario - José Paulino Ayuso

    independiente.

    CAPÍTULO PRIMERO

    EL TEATRO ESPAÑOL EN EL CAMBIO DE SIGLO

    1. PROPUESTAS Y POLÉMICAS

    1.1. Introducción

    Puede considerarse el teatro —con toda su variedad de géneros, serios y cómicos— el espectáculo público fundamental durante los años de la Restauración en el siglo XIX. Domina entonces un teatro melodramático, cuyo representante más destacado y reconocido es José de Echegaray[1]. A este modelo se incorporan también algunos rasgos naturalistas por influencia del teatro francés y referencias al teatro social y analítico a partir del conocimiento de Ibsen. Aparece también en los escenarios el drama social incipiente, gracias al éxito de Juan José, de Dicenta, y aun con el fracaso de Teresa, de Clarín. Ello muestra la importancia de la llamada «cuestión social» que determina la creación de los sindicatos, de los partidos obreros y será muy viva en los años siguientes. Siguen dominando las formas variadas del sainete y de los géneros escénicos costumbristas, de carácter urbano y popular, generalmente acompañados de música y coreografía, bien en el «género chico» o en la zarzuela grande.

    Dentro de este panorama más bien conservador, hacen su aparición los síntomas de una necesidad de cambio profundo, a la vez que se evidencia el deterioro del sistema político y se ponen en cuestión otros muchos aspectos de la vida nacional y social. La necesidad de cambio se acrecienta en la última década del siglo y se debe a varias causas que, al darse conjuntamente, impulsan un cambio de fase. Aunque en el caso del teatro hay que ser cauto, ya que la resistencia de las tradiciones inmediatas suele ser fuerte (y aun rebrotan después de su aparente olvido, transformadas) y se mantienen como aficiones implantadas en las capas conservadoras del público. Las mutaciones no se producen al mismo tiempo en todos los géneros y tendencias.

    Los motivos ahora coincidentes para lograr un cambio importante en el arte dramático se pueden sistematizar en tres grupos:

    1.— Agotamiento del propio sistema expresivo, al que algunos críticos comienzan a considerar falso, amanerado y reiterativo. Se trata, pues, de una cuestión inmanente al género mismo y a sus condiciones de producción.

    2.— Hay motivos extradramáticos, de carácter social que dependen de la demanda de los públicos y de su capacidad de recepción. En este momento, el desarrollo de la burguesía liberal conservadora, consolidada por la Restauración, y las nuevas formaciones minoritarias formulan unas preferencias que dan pie a la aparición de los nuevos estilos y de los nuevos dramaturgos.

    3.— Finalmente existe el condicionamiento metadramático, que proviene de un fenómeno de interacción cultural y produce un efecto de novedad o un atractivo de la moda, debido a las influencias extranjeras que llegan a España desde diferentes países: Francia, Noruega, Rusia, etc.

    Al coincidir estas tres series de motivos con un cambio generacional, percibido en la literatura a partir de la publicación de revistas como Nuestro Tiempo y Arte Joven, Electra o Vida Nueva, se evidencia más la falsedad y el agotamiento de estas fórmulas anteriores; y los nuevos escritores se hacen eco de la necesidad de una alternativa. Ya en 1884 Leopoldo Alas «Clarín» escribía este comentario: «La mayor parte de los que hoy escriben crítica literaria con algún fundamento, reconocen que el teatro decae, y que para volver a su florecimiento necesitará transformarse... La forma de este teatro nuevo, que tanto desean algunos, no se ha encontrado...» (Mezclilla)[2]. Porque él apreciaba una diferencia entre el teatro protegido del público y el que no satisfacía a los inteligentes. Otra cosa es que los jóvenes autores de ese momento cuenten con la capacidad o la posibilidad de producir ese cambio por ellos mismos. Y tal vez por esta razón, la primera actitud es la de agruparse en torno de una figura indiscutible y emblemática, pero inconformista y polémica en sus propuestas renovadoras, como fue Benito Pérez Galdós en sus campañas teatrales.

    Las características enunciadas, propias del teatro, los aspectos de comunicación colectiva inmediata y su destacada función social llevan a considerar este género dentro de un apartado especial, pero no lo aíslan o lo separan tajantemente de la evolución de la literatura y de la cultura en general. Por ello, la transformación del teatro sigue las pautas del cambio (filosófico, científico, poético, narrativo) que percibimos en el «fin de siglo» o época del Modernismo español y que produce una época definible hasta la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, esos condicionamientos de producción, mediación (empresarios, actores, críticos) y recepción del teatro como espectáculo público hacen que, en ese mismo tiempo, haya un teatro tradicional que se mantiene (géneros realistas populares), un teatro nuevo que triunfa (comedia burguesa costumbrista, drama histórico, drama rural) y un teatro nuevo, que aspira a lograr un reconocimiento y un lugar, a partir de sus exigencias artísticas, aunque no pasa de cierto ámbito minoritario, con excepción de algunas obras señaladas.

    Esta diferencia justifica el planteamiento de este volumen, pero dice poco acerca de la calidad literaria y aun del logro dramático de los textos, así como de su influencia posterior. Al menos cabe constatar que, fuera del sistema de producción y recepción del teatro en España, hubo una importante aportación de autores, fundamentales en otros campos o géneros, y en ellos perfectamente reconocidos, desde Galdós a Unamuno y desde Valle-Inclán a Lorca.

    1.2. Alternativas para la renovación

    Se pueden tomar en consideración dos aspectos que se conjugan y complementan.

    Un aspecto es el que se refiere a las cuestiones que las obras dramáticas proponen acerca de ideología, relaciones sociales, convivencia, valores, etc. La novedad discurre por el camino de acercar más las fábulas y argumentos de los dramas (con la condición de los personajes que actúan) a la realidad y a la experiencia común del espectador, descartando el tratamiento tradicional y extremado de los dramas de honor y adulterio.

    El otro aspecto atañe a la forma del drama, al acuerdo o desacuerdo con ciertas formas de la organización de la trama, de la caracterización de los personajes, de los recursos y resortes de la acción, del desenlace y del lenguaje teatral.

    A finales del siglo XIX y comienzos del XX dos tendencias trataron de dar respuesta a estas exigencias desde planteamientos en cierta medida opuestos. Por una parte, buscando la realidad en el drama, la escuela del naturalismo que suponía una novelización del drama, a partir de Zola y los hermanos Goncourt. Por otra parte, aspirando a alcanzar otra dimensión humana, la poética del simbolismo, que construía el escenario como el marco para un recitativo lírico, ajeno a cualquier concreción de orden inmediato o práctico. Estas dos alternativas dejaron su huella en la teoría, en los textos traducidos, editados y en los mismos espectáculos, producidos en general por agrupaciones poco duraderas.

    Dos críticos contemporáneos, muy atentos a los fenómenos culturales, han dejado su testimonio fehaciente. Escribe Leopoldo Alas, «Clarín»:

    Lo que hay es que en muchas partes, en Francia, y ahora en España principalmente, los que intentan los cambios teatrales suelen ser escritores de otros géneros, novelistas las más veces y realistas los más. (Aparte ciertas tentativas de muy sutil idealismo que también se llevan ahora a los teatros libres, y a veces con buen éxito).[3]

    Por su parte, José Ixart reconoce a Galdós haber sido el primero en afrontar el paso de la novela al teatro y, por eso mismo, plantear las cuestiones que ya se habían debatido en Francia. A saber: «si de una novela podrían hacer ellos un drama, conservando en su género algunos de los caracteres del otro y llevando a las tablas una concepción literaria intermedia que ensanchara y reformara los límites del teatro».[4] Pero en su obra, el crítico catalán estudia también detenidamente la vertiente de la renovación simbolista en los distintos frentes que vendrán a influir en España: el nórdico (Ibsen) y el de lengua francesa. Y observa: «aunque existen diferencias harto radicales entre uno y otro grupo y su dirección es muy diversa, ambos coinciden en reprochar a las obras contemporáneas su prosaísmo».[5] Pero, a la hora de observar la realidad española, anota todavía: «ni renacimiento de teatro poético, ni misticismo, ni idealismo alguno. Estamos todavía del lado de allá de las literaturas novísimas, y empezamos ahora a discutir mal y a interpretar a veces peor lo ya discutido en todas partes, esto es, las que todo el mundo llama a estas horas las nuevas tendencias del drama de asunto contemporáneo.[6]

    Pero en los diez años siguientes las cosas iban a comenzar a ser distintas. En ese momento Galdós habrá escrito y hecho representar algunas obras importantes, con éxitos y fracasos, y la presencia de los dramaturgos europeos y de sus propuestas serán un hecho en las revistas, en la crítica, aunque las representaciones se mantengan en límites modestos de aceptación y de reconocimiento. Al teatro español de estirpe simbolista le corresponderá el capítulo siguiente. Ahora se trata de observar lo que podemos llamar la línea autóctona de renovación teatral, por impulso de Galdós, a través de sus obras y aun de su teoría teatral, aunque la presencia de los novelistas en el teatro y su intento de llevar el mundo narrativo al escenario es también muy propio de Francia, donde Zola es primero crítico y luego autor. Pero con ello buscamos también describir los efectos que esto produjo en el ambiente de cambio del fin de siglo, con las polémicas correspondientes. Línea propia de Galdós, como se explica a continuación, recuperación de un interés temprano y proyección de un mundo narrativo, cuyas formas de presentación habían evolucionado. Pero esto no excluye, por cierto, el conocimiento del teatro europeo, sobre todo el drama nórdico, ibseniano, por parte del novelista. También otros autores, dramaturgos consagrados, tratan de renovarse, y precisamente atendiendo a esa línea de los conflictos interiores del drama nórdico: tal es el caso, como comenta Clarín, que hace una defensa de su intento, del drama El hijo de Don Juan, de Ecehgaray.[7]

    1.2.1 El teatro de Benito Pérez Galdós (1892-1918)

    Hay que dejar aparte ahora los tempranos intentos de Galdós de escribir para la escena, ya en los años sesenta. Interesa el momento en que, por su propia evolución estética, que le llevó a la novela dialogada, teatral, y por incitación del actor Emilio Mario, empresario del Teatro de la Comedia, decide emprender una aventura teatral que él debía considerar estimulante, pero, a la vez, arriesgada, ya que ponía en juego, de alguna forma, delante del público, su bien adquirida fama como novelista. Su primera obra para la escena fue la adaptación de Realidad. Y, pese a las reticencias de algunos críticos, resultó un éxito reconocido. Con ella, Galdós planteaba ya la dirección que quería seguir en sus creaciones dramáticas: humanización y veracidad de los problemas, análisis de seres humanos individuales en ciertas situaciones de conflicto interior y ampliación de la forma cerrada y efectista a un planteamiento de carácter más demorado y analítico. Luis F. Díaz Larios ha resumido en pocas páginas las semejanzas de tema y las diferencias de planteamiento y forma dramática del adulterio en el melodrama de Echegaray y en el drama galdosiano.[8]

    En total escribió veinticuatro obras dramáticas, de las cuales estrenó unas dieciocho, con éxitos notables (La de San Quintín), e incluso clamorosos (Electra), y con fracasos también considerables (Los condenados). Tal como Finkenthal ha señalado, esta producción se distribuye en tres momentos o períodos:

    Primer período: 1892-1896. Estrena en las salas del Teatro de la Comedia y del Teatro Español: Realidad (1892), La loca de la casa (1893), Gerona (1893), La de San Quintín (1894), Los condenados (1894), Doña Perfecta (1896), La fiera (1896).

    Segundo período: 1901-1910. Vuelve, después de la interrupción, con Electra (1901), Alma y vida (1902), Mariucha (1903), El abuelo (1904), Bárbara (1905), Pedro Minio (1908), Casandra (1910).

    Tercer período: 1913-1918. Celia en los infiernos (1913), Alceste (1914), Sor Simona (1915), El tacaño Salomón (1916), Santa Juana de Castilla (1918).

    Las razones que Galdós tuvo para emprender esta tardía, y, a la vez, larga aventura teatral son, sin duda, de órdenes variados. Posiblemente sintió la necesidad de establecer una relación más directa e inmediata con el público, movido por un afán de doctrina y por la voluntad de influir más directamente en la sociedad. El teatro tenía entonces un poder de convicción inmediata y de determinación de la conciencia colectiva de que carece el texto narrativo. Si con esto lograba también una recompensa económica —que el teatro seguía dando más que cualquier otro género— sería muy bien recibida, junto al triunfo y la fama. Pero no hay que descartar razones más hondas, como la necesidad de su evolución artística, pues había pasado de las novelas naturalistas de narrador omnisciente a las novelas puramente dialogadas o dramáticas, género híbrido, que ahora podía transformar en dramas novedosos, con cierta coherencia estética. Así, podemos resumir este complejo de motivos con los propios términos de Galdós en alguno de sus prólogos. En 1903 expone su afán de «hablar alto a la familia nacional», porque «el teatro ha sido siempre el vehículo más eficaz para transmitir una idea cualquiera a mucha diversa gente».[9]

    Desde el punto de vista del ideario estético, cabe recurrir a dos ideas expresadas en distintos momentos: la que podemos denominar naturalidad (frente al énfasis neorromántico) la explica así: «deseando ejercitarme en el procedimiento teatral, he intentado en esta obra emplear los medios más sencillos y elementales para producir la emoción». Y como superación de la forma o molde, en que venían expresados aquellos conflictos, es válido este otro testimonio: «El arte escénico propiamente dicho ha venido a encerrarse, en nuestra época, [...] dentro de un módulo tan estrecho y pobre, que las obras capitales de los grandes dramáticos nos parecen novelas habladas».[10] Gonzalo Sobejano ha resumido estas cuestiones artísticas en los términos siguientes: «lo esencial del drama se establece desde una actitud prospectiva, sobre una temática de trascendencia actual, a través de unos personajes expresamente signados por su historia y su ambiente y dotados de relevante potencia simbólica... mediante un lenguaje de variados registros, práctico, funcional, anticonvencional».[11]

    Por tanto, Galdós aporta al teatro español del final del siglo un esfuerzo de modernidad, centrada en la materia de los dramas, a la que informa con sus ideas regeneradoras y fusionistas, frente a los conflictos, cada vez más agudos, de las clases sociales y a la degradación de la burguesía en su misión histórica. Pero para ello aporta una renovación formal, cuya modernidad deriva de su realismo, el cual busca también, para ser ese vehículo ideológico y polémico, su superación en cierto simbolismo dramático, como se expondrá más adelante.

    Respecto a la materia de los dramas de Galdós, podemos recordar, de modo sintético, los resúmenes de Menéndez Onrubia y las aportaciones de Gonzalo Sobejano. Se aprecia fácilmente que el teatro de Galdós es esencialmente ideológico y se proyecta sobre la realidad sociopolítica española. «Sus objetivos son persistentes —escribe Menéndez Onrubia—: conseguir la educación cívica necesaria que permita el progresivo fusionismo y la convivencia democrática del pueblo español».[12] Aunque esto no siempre ocurre con la misma mecánica ni con idénticas determinaciones: junto a la exigencia de una renovación vital de la raza y de la nación (regeneracionismo) está la esperanza de un encuentro entre los extremos sociales, la tradición y la fuerza popular, el espíritu y la materia, descartada la desnaturalizada clase media burguesa, la vieja aristocracia anquilosada y las fuerzas despóticas y corruptas. Y junto a la busca de una verdad personal, íntima, se pone la superación de los códigos del honor y de la tradición para vencer los prejuicios de la sangre y para recuperar la esperanza de la historia.

    En resumen, Menéndez Onrubia sintetiza los temas de Galdós en dos grandes núcleos: la corrupción y el fanatismo. «Ambos vicios en la vida y en la obra de este escritor están íntimamente conectados. El fanatismo genera corrupción y la corrupción, a su vez, vuelve a producir fanatismo».[13] De forma compatible con esta síntesis, Gonzalo Sobejano, por su parte, ordena el mensaje que Galdós trasmite a la sociedad española en cuatro puntos que forman una escala de valores superiores: la verdad (contra las mentiras de la sangre y de la conciencia y como expiación del error); la libertad (contra el fanatismo y la hipocresía); la voluntad (fuerza, laboriosidad, empeño que debe ser dirigido y dominado por el espíritu); la caridad (generosidad, abnegación, renuncia y fraternidad).[14]

    Si Menéndez Onrubia habla de tragedias (contra el fanatismo) y de comedias (contra la corrupción), Sobejano establece dos grandes categorías de dramas: los que terminan en la separación o segregación de los portadores del conflicto; y los que terminan con la frustración de los espíritus ausentes. En el primer caso, de la separación puede surgir una nueva realidad, según la hipótesis utópica de Galdós, como en La de San Quintín o Mariucha; o puede instaurarse un espacio de libertad y autonomía personal sobre valores auténticos: Electra. El ideal será siempre la armonía de los opuestos (La loca de la casa).

    La crítica del momento no fue siempre complaciente con esta perspectiva ideológica y social de Galdós, en cuanto a la viabilidad de las soluciones propuestas en la situación real de España. Así, José Yxart, en general favorable, censura, respecto de su drama La loca de la casa, que se quiebren los principios que dominan los dos primeros actos en los dos siguientes. Pero es La de San Quintín la que provoca las palabras más severas: primero, por el uso de resortes teatrales (hijo natural, carta, móvil de la venganza) que son concesiones al oficio y a la convención; segundo, y sobre todo, porque la esperanza del porvenir en la unión de la aristocracia antigua (y arruinada) con el socialismo moderno —entendido de manera particular en el personaje de Víctor— no corresponde a ninguna realidad ni prospectiva.

    Sin embargo, los factores generales positivos son importantes para este crítico a la altura de 1893. Yxart aboga por ampliar los límites que la crítica al uso establece para el teatro y ve en Galdós el avance de la naturalidad, complejidad y capacidad de análisis, en la línea del teatro social europeo (Ibsen, Hauptman). En especial resalta la capacidad del autor para acercar el lenguaje teatral al tono sencillo, vivo, de las situaciones dramáticas y de la prosa moderna castellana.

    Pero Galdós no solo desarrolló una línea, bastante sistemática, dentro de las variantes obligadas, de drama social, sino que reflexionó acerca del teatro y formuló una cierta teoría crítica, a partir de las determinaciones de su época. Como ya ha aparecido, la cuestión se propone en términos de «nuevos y viejos moldes», la anticipada por Clarín cuando, en uno de sus «Paliques», escribe: «Burlarse de la manoseada metáfora de los nuevos moldes no es alegar razones contra el argumento poderoso que nos muestra la historia de la poesía dramática a favor del cambio que se solicita, o mejor, en favor de la realidad de la tendencia a buscar esa reforma del teatro [...] siempre ha cambiado el teatro y no hay razón para que no siga cambiando...».[15] La inevitable conexión entre novela y teatro la establece Galdós con estas palabras en el «Prólogo» a su novela El Abuelo: «En toda novela en que los personajes hablan late una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la novela moderna constituye acciones y caracteres».[16] Y después advierte que el arte dramático coetáneo se ha encerrado en un módulo estrecho y pobre. Aunque Clarín replicaría: «Pero ni eso es todo lo que necesita el teatro, ni está probado que deben ser maestros en el arte de la novela realista los poetas dramáticos que traigan nueva vida a las tablas». La discusión o la polémica no impidió a Galdós seguir su camino.

    Ampliando así los moldes establecidos, cree Galdós acercarse a algunos de los grandes modelos de la dramaturgia mundial, como La Celestina o Shakespeare, y romper el amaneramiento dominante. Estas son sus palabras: «convenced al público de que soporte actos de más de cuarenta minutos, hacedle comprender que debe prestar atención a un diálogo de carácter analítico, que no hay razón estética para que los actos terminen con una emoción viva; quitadle de la cabeza la preocupación de los caracteres simpáticos, y el teatro ganará en verdad».[17] Y esto es verdaderamente una recuperación, porque si el público pide otra cosa, «no pide nuevos moldes, sino los moldes eternos, inmutables, autorizados y arrinconados hoy».[18] Aparece aquí una de las ideas que estarán en el fondo de las tensiones de la época, al entender los autores que la renovación parte de una vuelta a la tradición consagrada, y exige una ruptura con el presente. También Unamuno veía el camino del futuro del arte dramático en la síntesis de la tradición española (Calderón) y de la modernidad europea (Ibsen). Y otro tanto proponía Ángel Ganivet por medio del personaje de Pío Cid en su novela Los trabajos del infatigable creador Pío Cid.

    Pero Galdós añade un nuevo componente a la fórmula dramática de su realismo utópico: el simbolismo, que podríamos considerar el resultado de una alegorización explícita de los caracteres, elevados a modelos sociales y dotados de una dimensión nueva, es decir, la utópica. Dado el componente ideológico fundamental de ese simbolismo, él mismo lo denomina inicialmente simbolismo tendencioso. Así tenemos la materia y el espíritu en José María Cruz y Victoria, de La loca de la casa, la aristocracia y sus valores y el pueblo y su empuje material en La de San Quintín; la ciencia y el trabajo con el espíritu y la inocencia en Electra; la rama verdadera y la bastarda, según la sangre o según las obras, en El abuelo. La aristocracia inútil y remilgada o el trabajo honrado y redentor en Mariucha. Y esto se muestra incluso en escenas particulares y en diálogos precisos. Basta solo recordar la acción de amasar la harina en La de San Quintín, que explican los personajes: «las yemas y el azúcar: alegoría de la aristocracia de sangre unida con la del dinero... luego cojo yo las aristocracias y las amalgamo con el pueblo, vulgo harina, que es la gran liga...» etc.[19] Y la escena del crisol, mientras los espíritus adquieren temperatura e intensidad, en Electra: ella se compara al aluminio, ligero y tenaz; él al cobre, útil. Y apostilla la joven: «Nos fundimos tú y yo, nos pelearemos en medio del fuego...»[20]

    Pero ya en el nuevo siglo —y más extendido y aceptado otro concepto de simbolismo, menos alegóricamente representativo— Galdós estrena, con bastante incomprensión, Alma y vida, y ahí propone nuevos matices diferenciadores del concepto, cuyo fundamento no cambia, pero se amplía (como ocurre en sus novelas últimas). No es por ello extraño que el entonces joven Martínez Ruiz (Azorín) y Valle Inclán la tuvieran presente en sus elogios. Lo sigue llamando realismo tendencioso, pero lo caracteriza de la siguiente manera: «nace como espontánea flor en los días de mayor desaliento y confusión de los pueblos, y es producto de la tristeza, del desmayo de los espíritus ante el tremendo enigma de un porvenir cerrado por tenebrosos horizontes». Si esto nos mantiene en la referencia social directa —obviamente Galdós no es un converso— a continuación añade otro matiz: «Movióme una ambición desmedida... más bien un vago sentimiento que idea precisa, la melancolía que invade y deprime el alma española de algún tiempo acá». Es posible pensar que esa melancolía de los tiempos históricos declinantes, cuya representación y símbolo es la joven Laura, marquesa de Ruy-Díaz, es percibida y expresada por Galdós como una emoción personal, que tiñe la obra de ese espíritu de decadencia y se muestra en el personaje enfermizo y plenamente espiritual, frente a la necesaria fuerza vital del pueblo engañado y despojado (Juan Pablo.) Tal vez por ello, insiste más adelante: «y respecto a la tan manoseada oscuridad del símbolo, tengo que distinguir... No es condición del arte la claridad, sobre todo esta claridad en clave de acertijo que algunos quieren... también puede lograrse el ideal dejando ver formas vagas, bastante sugestivas para producir una emoción que no se fraccione, sino que se unifique en la masa de espectadores y unifique el sentimiento de todos».[21] Los matices indican tal vez un acercamiento de Galdós a las nuevas tendencias, especialmente después de su estancia en París con motivo del estreno de Electra, en 1901. Y por ello parece digno de atención ese procedimiento de las formas sugestivas que producen una emoción que unifica en sí a todos, aunque siga en relación directa con la situación nacional, más que con una aspiración individual.

    La valoración crítica actual del teatro de Galdós debe atender, en resumen, a tres aspectos. El primero atañe a su influjo histórico, al revelar el agotamiento del modelo anterior o inmediatamente vigente y proponer nuevos caminos, no alejados de los que se intentaban en otros países europeos. Y en este sentido, el novelista maduro enlazaba con las dos preocupaciones que estaban en el origen de la rebelión de los jóvenes: el aspecto crítico-ideológico y la renovación de las formas o ruptura de los «viejos moldes». Además de esto, Finkenthal apunta razones más hondas de la modernidad del drama galdosiano, pues muestra las patologías individuales enlazadas con los conflictos sociales, mediante fábulas o argumentos de aparente trivialidad.

    En segundo lugar, si observamos las compañías y locales que acogieron los dramas de Galdós, comprobamos que su iniciativa se dirigía a renovar el teatro consolidado, y a captar al público de esos locales, más que a plantear una alternativa global. De hecho, encontramos a Galdós en la estela del naturalismo propugnado por Zola (aunque con una dimensión espiritual muy propia de esos años finales de siglo) y en relación de respeto y reconocimiento mutuo con Echegaray. A este Galdós le invita a buscar el camino de la naturalidad que luego tomará como propio. Se trata, pues, de un esfuerzo más regeneracionista que de ruptura, de busca de la verdad (desde la convención teatral).

    Pero, en realidad, como ha reconocido José Carlos Mainer, el camino estético propuesto por Galdós era ya inviable, tanto por el modelo de utopía regeneradora y fusionista como por los modos dramáticos en que esta se expresaba: «Trágicamente anacrónica, la utopía galdosiana se apagó en un silencio incluso hostil cuando la rebeldía radical pequeño-burguesa perdió lo que, de alguna manera, cabía llamar su inocencia».[22] Con todo, Galdós aparece en el centro de un importante episodio de esa rebeldía radical, protagonizado por los jóvenes escritores de «fin de siglo».

    Porque, en efecto, es este un tercer aspecto circunstancial pero que ha dejado una significativa huella histórica. Me refiero al caso particular del estreno de Electra (1901) y a sus características ideológicas, episodio que hizo emerger y condensarse el magma de esa actitud radical, centrada en la lucha contra el fanatismo y el clericalismo, como muestras visibles de la degradación del sistema. Ese momento fue configurador de la conciencia social y del inconformismo estético de la gente nueva joven (tradicionalmente identificada con el nombre de «Generación del 98»).

    1.2.2. Bajo el signo de la ruptura: el estreno de Electra, de Galdós. Polémica y conciencia de grupo.

    Estudios recientes han puesto de manifiesto la importante repercusión que la llamada crisis del 98, con toda su complejidad y su larga gestación, tuvo en los autores maduros que habían participado, de algún modo, en los proyectos salidos de la revolución burguesa de 1868.[23] Los más jóvenes vivían inmediatamente ese estado de desasosiego e inconformismo para el que iban a encontrar, poco después, un cauce idóneo que les permitiría manifestar, incluso de manera provocativa, su radical disconformidad con el estado de cosas de esa «España sin pulso» y con el pensamiento y el arte que le acompañaba. Ese motivo lo daría el estreno de Electra, que, con su carácter público, daba pie para lograr una difusión y una repercusión social mucho mayor que cualquier artículo o trabajo ideológico. El hecho es que, en esas circunstancias, se dieron novedades significativas. Por ejemplo, fue la primera obra que realizó un ensayo general con público (29 de enero de 1901), al que le acompañó ya la polémica. Las representaciones sucesivas no solo provocaron aclamaciones dirigidas al autor, sino disturbios callejeros con intervención de las fuerzas del orden. Las razones de todo ello se han encontrado en la delicada situación social y política de esos años, en el incremento del anticlericalismo, frente a las medidas del gobierno Silvela, en las polémicas ocasionadas por el caso de la joven Adelaida Ubao (que ingresó en un convento sin autorización de la familia y fue reclamada por esta judicialmente) y por la boda de la Princesa de Asturias con el hijo del pretendiente carlista al trono.[24] Pero tales circunstancias se llevaron a un texto dramático y a la representación en el momento adecuado. Y de ahí la intensidad de sus efectos. Por eso Inman Fox ha afirmado que Electra fue «uno de los acontecimientos más significativos en la historia intelectual española a comienzos de siglo».

    Y esto fue así porque la obra de Galdós acertó al recoger los valores e impulsos más activos en el cambio de siglo, en el sentido de un liberalismo progresista, y a exponerlos con una oportunidad que podríamos llamar cronológicamente precisa: el caso de la Srta. Adelaida Ubao se falló en los tribunales dos semanas después del estreno del drama. Sin este marco histórico y sin la resonancia pública que alcanzó, la obra no hubiera pasado de ser un suceso literario. Pero lo fue social y político.

    En parte esto ocurrió porque los jóvenes escritores (todos ellos periodistas en activo) hicieron manifestaciones escritas y actos públicos de apoyo a Galdós (frente a los conservadores que tildaron la obra de esperpento y mamarracho). Para ellos, Galdós apuntaba, más allá de los aspectos concretos, a la renovación social española. Y esto les permitía, como Maeztu reconoce, concretar sus aspiraciones vagas; no les propone un programa, sino la elevación, la libertad, el cambio profundo. Con razón constataba Mariano de Cavia: «Galdós ha escrito, con toda su alma de artista y toda su maestría literaria, el drama que hacía falta a toda una generación, a toda una sociedad, cual la española, ansiosa de no concluir siendo un rebaño».[25] Históricamente, pues, el estreno de Electra constituyó también lo que solemos denominar un acontecimiento generacional, ya que sirvió de catalizador a quienes buscaban la modernidad en la ruptura, tanto social como estética. Por ahora, Galdós es su guía, como deja claro el comentario de Andrés Ovejero, quien considera Electra «un hermoso, brillante, magnífico manifiesto de las aspiraciones de la juventud intelectual española que... ha encontrado en Pérez Galdós su indiscutible jefe»[26] Este aspecto particular, en que coinciden nada menos que Baroja, Maeztu y Azorín, junto con otros, ya fue expresamente señalado por Lily Litvak.[27] Y, como sabemos, uno de los efectos del entusiasmo fue la creación inmediata de una revista con ese mismo título: Electra, otro de los núcleos de los jóvenes finiseculares.

    Pero todavía hay que plantear la cuestión de los efectos que esta obra tuvo para la renovación efectiva de la escena española, ya que alcanzó tal repercusión. ¿Sirvió Electra para abrir los escenarios y dar entrada a las nuevas tendencias teatrales? Se puede decir que no realmente, pues no ofrecía —pese a tantos elogios— un modelo positivo, adaptable y repetible por otros autores. La crítica actual no ha considerado Electra una gran obra (aunque sea muy representativa de su autor), y su estructura de melodrama ideológico resulta evidente. En cambio, sí pudo actuar en forma determinante para descartar modelos anteriores y para abrir la posibilidad de expresión de nuevas aspiraciones sociales y políticas, pero también estéticas. Y esto es lo que se pone de relieve en los juicios y declaraciones de los jóvenes escritores radicales, que aprovechan la ocasión para proponer sus ideas.

    Todos ellos se encuentran con motivo del ensayo general y del estreno de Electra (30 de enero de 1901). Ahí están Maeztu, Ricardo Fuentes, Martínez Ruiz, Valle, Manuel Bueno, Baroja, Benavente y otros, mostrando los vínculos que les unen y marcando su distancia respecto de los mayores consagrados. Hay aplausos, hay entusiasmo, hay gritos «subversivos». Martínez Ruiz comenta: «enorme de hermosura»; y Valle Inclán llora de emoción (según Maeztu). Al día siguiente, El País publica varios artículos definidores. Maeztu, en «El público, desde adentro», termina: «Yo os conjuro a todos, jóvenes de Madrid, de Barcelona, de América, de Europa, para que agrupéis alrededor del hombre [Galdós]... y Electra somos nosotros».

    Más allá de los datos de la mera crónica, Baroja y Martínez Ruiz insisten también en el carácter anunciador, profético y estimulante del drama galdosiano. Del futuro «Azorín» son estas palabras: «Yo contemplo en esta divina Electra el símbolo de la España rediviva y moderna... Galdós es su profeta, el estruendo de los talleres, su himno, las llamaradas de la forja, sus luminarias».[28] (Interpretación bien acorde al simbolismo general del teatro de Galdós, como hemos dicho). Y Baroja: «se abre su alma [de Galdós] y nace Electra. La idea reflejo se ha hecho idea aspiración, se ha convertido en fe, en entusiasmo, en fuego... El remedio verdadero, y no porque este sea un plan ni un dogma, ni una fórmula, sino porque es entusiasmo, rebeldía, amor, fe..».

    Como se aprecia en estas palabras, no se quiso ver solamente el aspecto sociopolítico y nacional, sino también —aunque en segundo plano— el logro estético. Más que a la crítica presente se alude al simbolismo, al impulso, a la conjunción de reforma social y renovación artística. Por ello Baroja apostilla en la doble dirección: «Electra es grande, de lo más grande que se ha hecho en el teatro. Como obra de arte es una maravilla, como obra social es un ariete». Y ve en ella la lucha de los dos grandes principios (belleza, vida, bien frente a dogma) que no se puede resolver por la aniquilación violenta de uno de ellos.

    Tampoco quedó en silencio Benavente (ya autor de éxito). En otro texto suyo, publicado meses más tarde, de nuevo relaciona la fuerza del arte dramático («conjunto de todo cuanto puede llegar más directamente por los sentidos al corazón y al entendimiento») con su poder de despertar a la opinión contra «la iniquidad burguesa», ya que «la belleza es el resplandor de la Verdad».[29]

    Precisamente la reflexión propia acerca de los aspectos estéticos de Electra dio pie a un artículo de Martínez Ruiz, contestado ásperamente por Maeztu. Fuera de la injusta acusación de jesuitismo que el segundo lanzó sobre su compañero, interesa resaltar que la sensibilidad del joven alicantino se iba decantando en el sentido que daría a su novela de 1902, La voluntad. Por ello salta Martínez Ruiz sobre el significado social del drama (sin negarlo), ya que los críticos se han fijado en él más que en la verdad del arte. Y tal vez exagerando, afirma: «Nadie ha entendido su obra». Y el segundo nivel de lectura que él propone se refiere a un problema metafísico, al problema de pensamiento que caracteriza a la generación: el problema del conocimiento y el del sentido, el del origen y el del fin. (Parece anticiparse el «Prólogo» de La voluntad). Se trata, nada menos, que del «problema de la vida y del mundo, la perdurable ansia por lo definitivo y verdadero». No tiene más valor, para resolver este enigma, el cientifismo, que guarda su verdad, como el dogma la suya. Parece que Martínez Ruiz hace una lectura abusiva o desplazada de la figura de Pantoja, pero lo importante es que termina separándose del conflicto: «el pensador debe saber que las soluciones son indiferentes y que las dos —ciencia y fe— son supercherías que pretenden acallar nuestras

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