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El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules
El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules
El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules
Libro electrónico376 páginas8 horas

El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules

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“Pionero en su tipo en nuestro país —escribe David Olguín refiriéndose a este libro en el Prólogo—, [s]e centra en el sentido esencial del acto de dirigir: ¿cómo?, ¿qué herramienta se debe pulsar para lograr qué?” Esta obra constituye, por tanto, una aportación invaluable para el análisis del trabajo de uno de los creadores escénicos más importante
IdiomaEspañol
EditorialPaso de Gato
Fecha de lanzamiento28 jul 2021
ISBN9786078584499
El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules
Autor

María Teresa Paulín Ríos

María Teresa Paulín es doctora egresada de la Universidad de la Sorbona, la Escuela Internacional de Teatro Jacques Lecoq y del Foro Teatro Contemporáneo; es actriz, directora e investigadora en artes escénicas. Realizó una maestría, gracias a una beca de excelencia académica, otorgada por el gobierno francés, especializándose en teatro transcultural. En 2011 fue becada para seguir sus estudios en el extranjero por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. A través de este apoyo realizó un doctorado en Estudios Teatrales, bajo la dirección de Marie-Christine Autant-Mathieu. Actualmente es becaria del Programa de Apoyo a la Docencia, Investigación y Difusión de las Artes (PADID) y forma parte del Programa para el Desarrollo de Personal Docente (Prodep). Directora artística de la compañía franco mexicana Naranja-Escena, trabaja como profesora investigadora en el Instituto de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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    El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules - María Teresa Paulín Ríos

    El_teatro_depurado_y_sin_concesiones_de_Ludwik_Margules_portada.jpg

    Serie Teoría y Técnica

    El teatro depurado y sin

    concesiones de ludwik margules

    María Teresa Paulín Ríos

    Prólogo

    David Olguín

    Primera edición electrónica, 2021

    ISBN: 978-607-8584-49-9

    © María Teresa Paulín Ríos

    D. R. © Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas, A. C.

    bajo el sello editorial de Paso de Gato

    Retorno 814 #8, Colonia Centinela, Alcaldía Coyoacán,

    c. p. 04450, Ciudad de México

    Teléfonos: 55 7573 5951, 55 7573 5952

    Correos electrónicos: direccion@pasodegato.com, editor@pasodegato.com

    www.pasodegato.com

    Diseño de portada: Galdi González

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra en cualquier

    soporte impreso o electrónico sin autorización.

    Hecho en México

    Dedico este libro a mi madre

    AGRADECIMIENTOS

    Quiero agradecer a un gran número de personas su valioso apoyo, sin el cual este enorme trabajo hubiera sido imposible: Armand Álvarez, Katia Ríos, Sylvain Dupont, María Teresa Ríos, Eduardo Ríos, David Ríos, Hilda Valencia, Lydia Margules, David Olguín, Laura Almela, Alain Ramírez, Jonathan Beiko y a mi directora de investigación, Marie-Christine Autant-Mathieu, por haber confiado en mí. Gracias de todo corazón.

    PRÓLOGO

    UN TEATRO DE LA ESENCIA

    David Olguín

    E l actor —decía Margules— da cara; ese dar la cara, más allá de la verdad o mentira de su comportamiento escénico, nos habla de la condición esencial del actor: vive el presente de la acción. El texto, por su parte, es verbo encarnado: chilla, duele, suena, gime, goza. Las palabras encarnan en un cuerpo al punto de que el texto transpira: uno las puede tocar de tanta fisicalidad que invocan. El escenógrafo también construye una materialidad, da espacio y habitación propia a lo invisible a partir de dimensiones, texturas, color, movimiento, traduce imágenes en algo concreto. Y siguiendo este orden de ideas, a la corporeidad de todo lo que pasa en escena, cabría inclusive añadir la luz, es intensidad, duración y color, por no hablar de los instrumentos que la generan.

    El teatro, esa reunión de saberes y personas, cosas y trastos, triques y vestuarios, emociones e ideas que encarnan, sucede en un presente donde hay una materialidad de la experiencia y un vínculo donde el espectador mira desde un encuadre específico. Es una completud que se fundamenta en la reunión de las partes. De ahí que Alejandro Luna diga que la escenografía no existe, existe el teatro. Y en esa parcela, por ejemplo, la del espacio, las personas se relacionan en rincones específicos y se dejan atravesar por las palabras y la luz. Como en el mundo, todo lo que conforma la escena afecta a quienes hacen teatro. Las partes ocupan un lugar en el todo y son visibles desde el patio de plateas.

    El arte de la dirección, en cambio, se teje con hilos invisibles: cabalga sobre el tiempo y luego, en solitario, mira sus resultados desde afuera. El director de escena invoca los saberes colectivos, organiza, da sentido, convoca, habla a través de otros, y en el conjunto, cuando todo entona, cuando todo está en su sitio, pareciera que su trabajo es más invisible que nunca. Como en la lógica de los poderes políticos, es curioso que un arte tan poco visible en su materialidad resultante le haya dado tanto poder a una sola persona que, en el apogeo del concepto de puesta en escena en el siglo xx —y por más horizontal que fuera en sus modos de expresarse a través de los demás—, fue considerada la fuente de la que manaba el sentido supremo del espectáculo. Poeta creador, lo llamaba Margules; constructor de un hecho polifónico, el hacedor del mundo. La puesta entendida como acto poético convirtió al director, de la generación de Ludwik, en un gran demiurgo de mundos de ficción.

    Así, podríamos pensar que el arte de la dirección escénica lo es todo: materialización de una visión del mundo: acto creador que transfigura en visible lo invisible: ejercicio de control de una mirada al punto de que, en el ideal de Ludwik Margules Coben, un director que se respete no puede llegar al primer ensayo sin haber visualizado absolutamente todos los componentes de su puesta en escena. Pero tras vivir la vorágine de la construcción, las mil y una dificultades para concebir, nutrir, pulsar la vida, una puesta en escena, como las criaturas de un día, tras el oscuro final, es polvo, nada, memoria en el mejor de los casos.

    El dramaturgo, por el contrario, le apuesta al tiempo en su escritura. Sin actualidad no hay vínculo con el otro en el presente de la teatralidad, pero el anhelo más hondo del dramaturgo sería decir: esto lo escribí mañana, y eso implica la posible resurrección de las palabras a futuro. Pero si dejamos de lado al dramaturgo, es curioso y casi un contrasentido la voracidad de permanencia en un arte cifrado en el transcurrir del tiempo. Las artes escénicas no satisfacen nuestro dur désir de durer. Por el contrario, celebran la más profunda de nuestras metamorfosis: ser otros con límite de tiempo, emplazados, fluir sin alto posible, construir mundos y verlos cómo se extinguen tras el oscuro final. Como un mandala pacientemente trabajado con arenas y pigmentos de diversos colores, las puestas en escena desaparecen en un acto de aterradora belleza.

    El actor es instrumento y resultado, decía Ludwik. La madurez artística del actor está en su persona y esa persona vive, se transforma, pulsa y es pulsada por el tiempo, aun cuando el cine le pudiera dar la ilusión de permanencia; el escenógrafo, la gente de vestuario y de iluminación pueden aspirar al museo o al libro de arte en un acto de vanagloria, pero la parte desprovista del todo no es teatro y el teatro sólo existe en presente, el resto es silencio o, insisto, algo más valioso, memoria y, por tanto, experiencia humana, sentido al porqué de nuestros emprendimientos.

    Esta condición entrañable, frágil, profundamente conmovedora de la acción teatral encierra una extraordinaria lección de vida. Nadie más que el director lo sabe pues su arte, al tiempo que nace, muere; es, diría Francisco de Quevedo, presentes sucesiones de difunto. Y lo más curioso, en el caso del director, es que, a diferencia del actor, el escenógrafo, el vestuarista, el dramaturgo, el maquillista, el diseñador sonoro y muchas otras posibles especialidades convocadas al convite, el director se prodiga en otros y su puesta existe, como la vida, mientras vive, luego se dispersa, cada quien se lleva el plato que trajo al convite pero ya vacío, consumido y gozado por todos, pero ya no es.

    El arte de la dirección de escena —que bajo la idea marguliana del mundo debe controlar hasta el último pelo de una cabellera, omnipresente, omnisciente, omnisapiente— encierra también la más elemental lección: somos tiempo, un soplo, pero ese soplo encierra la grandeza de frases que condensan una sabiduría teatral y de vida inmensas: el gran teatro del mundo, sólo lo inútil tiene sentido, tanto para nada, la vida es un teatro donde cada quien actúa su papel —y tantas otras por el estilo—. La condición efímera del teatro, donde la mayor aspiración es construir vida a través de técnica y verdad, nos remite una y otra vez a lo invisible.

    Al director ningún saber humano le resulta ajeno porque tendrá que vérselas con todos los destinos, todas las historias, todos los actos. Ningún saber le resultará innecesario u obsoleto. La experiencia humana es su campo de estudio y las tablas, efectos de la metonimia y la sinécdoque, el mundo, la pequeña parcela desde la que vive y piensa todos los avatares del ser y el existir. Esa comparación clásica de la parte por el todo da la dimensión y grandeza de un arte complejo e inabarcable por definición. Y sin embargo el verdadero hábitat del director de escena no es el escenario. Es, por antonomasia, el desterrado de la escena. Su trono es aún más pequeño: la butaca, un ilimitado imperio donde el director mira desde afuera. Acaso nadie conozca tanto la materia de la que se hablará en el escenario pero otro, no el director, tiene que pensar por sí mismo para hacer. Dirigir es propiciar el momento para que lo esencial suceda y lo invisible aparezca de manera corpórea en las tablas.

    En algunos sistemas de producción, el director entrega, así se usa la palabra, entrega su puesta y ya no tiene derecho más que a verla. Es más, como norma relativamente común en Broadway, por ejemplo, el director deja de dirigirse personalmente a los actores; en algunos casos la norma establece por contrato que la comunicación, una vez estrenada la obra, se hará a través del asistente de dirección. El destierro no puede ser más definitivo en esos casos: esto que tú hiciste convocando el hacer y las artes de otros, ya no es tuyo, es de ellos, pero es tuyo en el título de propiedad. El programa de mano dice puesta en escena de mengana o fulano de tal y, en efecto, ahí queda tu mirada, una forma de entender y pulsar la cuerda pero tú no eres el instrumento que suena, ni el ejecutante en el presente de la acción. No te queda más que mirar como un Dios a tu Gólem o embelesarte ante la grandeza de otro que llega a lo que llega gracias a lo que tú propiciaste. Desde esta perspectiva, se entiende uno de los grandes lemas de Ludwik a propósito del actor: gloria y obstáculo de la creación escénica.

    En otros sistemas de producción o relación teatral, el director está muy presente durante las funciones, al grado de hacer sonar las llaves de su bolsillo en un movimiento exasperado, como Ludwik cuando las cosas no iban bien en escena, o de dar notas obsesivas a los actores en cada función. Así el director influye todavía o cree al menos que lo hace en su infinita voracidad de perfección o de control; a veces, de manera acertada, poda las adherencias superficiales que crecen en su construcción de aire, cuida, mejora, sugiere, escucha con oído de tísico y sigue desde un rincón radiofónico el conflicto, el tempo, el ritmo, las sutilezas de la acción interna y externa. Verifica que todo vaya bien pero, por más que haga rabietas o círculos de concentración con arengas de por medio, hay que decirlo con toda claridad, no habita la escena.

    En un sistema o en otro, el director es el que está afuera. Es la mujer de pie junto a las butacas, el hombre del pasillo, de la cabina, el corredor, la que en silencio sufre porque la función esa noche no es lo que es pero acaso sólo ella lo sabe de tan distanciada que ya está de la grey congregada a ver el evento, es el hombre alejado con terror de los espectadores pero que aún así ve su gólem juzgándolo, atento a cualquier acierto o error. Y aunque el director ocupe un lugar entre el público, tampoco es público, su energía es otra por más camuflaje que lleve a cuestas y aunque al final se aplauda a sí mismo en un acto por demás candoroso. Su función es mirar con distancia cómo otros viven en riesgo, en el mejor de los casos, una vida brutalmente compleja.

    Si el actor es instrumento y resultado, una persona que lleva su lenguaje, técnica y poética en sí mismo, el director es una mirada y una manera muy particular de expresarse a través de otros. Esta condición de expresividad indirecta convierte el arte de la dirección en una fuente inagotable de conflicto, la palabra esencial en el arte de Margules, pero también la fuente inagotable de sabiduría humana que brinda el teatro como espacio de experimentación emocional y relaciones entre personas.

    Entre tantas enseñanzas del maestro Margules al pulsar técnicas e instrumentos de dirección, las más valiosas parecían propias de la metafísica o la teología en tanto materias invisibles. Algo así encerraban sus ideas sobre el calado de alma: un barco puede parecer de igual tamaño y capacidades, pero la verdadera diferencia entre uno y otro está en la distancia vertical desde la línea de flotación hacia abajo, hasta la base o quilla del barco, incluido el casco. Una vez más, en lo invisible se ubica el calado de alma. El teatro marguliano entendido como teatro de la esencia, su énfasis en el calado actoral, tócate, repetía una y otra vez, invitando a pulsar las cuerdas de la profunda intimidad del actor, la resonancia interna sin límites, la reverberación de la experiencia en el cuerpo, la identidad, la memoria.

    Transgresión y soberanía también son conceptos esenciales en el arte de la dirección, según Ludwik, a la par que lo fueron ideas técnicas como adelgazar la situación y potenciar el conflicto, por un teatro sin maquillaje, desnudar la escena de ornamentación, no al capricho disparatado y al efecto per se, el trazo entendido como estrategia en la revelación de un tema, la depuración radical de un estilo, los enlaces a manera de puntuación del espectáculo —fuente de ritmo de la puesta—; música entendida como tempo y ritmo, velocidad del pensamiento; matiz como enlace de emociones donde una lleva y conduce a la otra en la búsqueda de profundización; no a los colores cálidos y a la estridencia en la luz; el ensayo como espacio supremo de la creación teatral; el sentido poético del espacio y otros principios que María Teresa Paulín estudia de manera espléndida en este libro. Pero si este breve recuento de un estilo nos habla de la depurada visión técnica de Margules, de su radicalidad, habría que destacar su respeto a puestas de otros directores a los que perdonaba el uso de herramientas que no eran compatibles con su estética, siempre y cuando hincaran los dientes en lo esencial de la materia escénica, según Margules: la verdad y la realidad humanas.

    Si el director de escena habla a través de otro; si lo ajeno, cuando mejor está, cuando fluye de manera tan certera, ocurre en forma tan aparentemente fácil que se podría decir que no se ve la mano del director, a menos de que se sea un Kantor invocando los númenes desde el escenario; si el director es ese ser que mira desde afuera, casi un fantasma una vez que estrena, la sabiduría que encierra y convoca el arte de la dirección pareciera radicar en la forma de ver la vida y, por tanto, el escenario.

    El poeta, como el actor, tiene algo de soplo divino. Hay zonas de su hacer que la técnica no enseña; el director, por el contrario, como el novelista, como los vinos reposados, madura con el tiempo. No sólo se trata de vivir intensamente y de ver y hacer de todo, uno de los peores consejos que a veces se da en la academia a los jóvenes actores para adquirir experiencia de vida. El punto esencial es cómo se mira, cómo se asimila esa parcela de experiencia que te ha tocado ver y vivir.

    El teatro madura en la persona y la persona madura en el teatro, decía Margules; a veces, también decía: no recuerdo las fechas de una muerte o de un nacimiento de los míos, pero sí la puesta en escena que estaba haciendo en esos momentos y, a través de ellas, entiendo lo que me sucedía en ese entonces. Esto es, la dirección en escena como sucedánea de la vida, como arte que testimonia la extinción del mundo, arte del tiempo y que lleva en sí el germen de la desaparición de lo vivido y, por tanto, el reconocimiento trágico, privilegiado del calado que deja la experiencia en téminos de testimonio, medio de expresión y de investigación de las preguntas técnicas más sofisticadas del arte de la puesta en escena.

    Rubén Szuchmacher llama la atención sobre esta especie de doble condición del hacer del director de escena al comentar cómo en Argentina empezó a ser frecuente el doble crédito Puesta en escena y dirección:

    Muchas veces les pregunté a colegas con experiencia y sobre todo a los directores más jóvenes que usan puesta en escena y dirección para indicar su tarea, el porqué de esa doble denominación. La respuesta más frecuente fue algo parecido a esto: la puesta en escena se refiere a la concepción estética del espectáculo y la dirección, al trabajo con los actores.

    Efectivamente los términos puesta en escena y dirección se refieren a dos cuestiones muy distintas dentro del hecho teatral, complementarias en algún sentido, pero diferentes.

    ¿Pero en qué se diferencian estos dos conceptos según entiendo personalmente? En que la puesta en escena es un objeto y la dirección es un acto. ¹

    Szuchmacher entiende que el objeto está en el tiempo, que se modifica en ese ir y venir de manos diversas, donde todos juntos construimos el castillo de naipes hasta llegar al espectador que es, en última instancia, quien termina por darle sentido a los hilos que tejen la materia teatral de la manera más sutil. En este contexto, más allá de lo discutible que son esas divisiones entre el autor de la dirección de actores y de la concepción estética —como si fuera posible diferenciar ambos factores— o del movimiento escénico y de la dirección —como si lo primero no fuera un mecanismo esencial de la expresión del director—, Szuchmacher hace una muy interesante observación que nos remite directamente a los procedimientos del director.

    En una ocasión le escuché a Hugo Hiriart decir que viendo las fotos de las puestas de Poesía en Voz Alta encontraba algo naive en ellas y que teníamos que creer a aquellos que vieron esos montajes y se sorprendieron por su novedad. Hiriart colaba la duda sobre la relativa idealización del pasado de una vanguardia, pero a la palabra creer le daba un énfasis verdadero. ¿Creer qué? Que allá atrás, en esos años cincuenta que no vimos, se pulsó verdaderamente la vida y la novedad técnica, los procedimientos que aquellos espectadores consideraron inusitados.

    La mirada del futuro, bajo esta perspectiva, siempre será relativamente injusta con la imagen del pasado pues el porvenir nos digiere. Lo real es que el teatro existe en un presente que se va. De ahí la importancia, entre muchos otros aspectos, de este libro de María Teresa Paulín. El director de escena habita en la boca de sus contemporáneos, hoy en día deja fotografías, videos y otras huellas de su hacer, pero requeriríamos de una verdadera invención de Morel que volviera a reconstruir una puesta del pasado y aún así nos faltaría una pieza imposible: regresar de entre los muertos al público que vio todo aquello.

    Por esto el estudio de María Teresa Paulín llega en un momento por demás oportuno para revisar los procedimientos de un artista excepcional que sigue entre nosotros. Este libro, pionero en su tipo en nuestro país, analiza de la mejor manera el arte de Margules. Se centra en el sentido esencial del acto de dirigir: ¿cómo?, ¿qué herramienta se debe pulsar para lograr qué? Ella rescata la biografía sólo en la medida en que refuerza la voracidad artística del maestro; deja de lado los cuentos, el anecdotario múltiple de un hombre tan pródigo en pequeños relatos de vida que a más de diez años de su muerte le siguen dando carta de identidad entre las nuevas generaciones de gente de teatro, para dar lugar al rescate de la mirada de Margules.

    A María Teresa Paulín le interesa cómo fue su hacer, qué instrumentos depuró y por qué, esos porqués que a Ludwik le obsesionaban al punto de la rabia. ¿Por qué por un teatro sin maquillaje?, como decía Margules. ¿Cómo se construyó su teatro de la esencia, su teatro de las bestias, su teatro de depuradísima técnica que recurrió a textos de clásicos de siempre y de su ayer sin volverse un director subordinado al texto, un director de ilustración literaria? ¿Y la manera de cocinar?, ¿horizontalidad o verticalidad?, ¿a través de qué mecanismos se expresa la mirada particular que convoca y propicia la reunión de los distintos componentes de la puesta en escena? ¿Cómo se construye una situación y qué es actuar para este director excepcional que hizo de las tablas su vida?

    Entre las virtudes del libro de María Teresa Paulín, que con inteligencia y amplio conocimiento de la materia, rescata, testimonia, adjetiva —a veces de manera hiperbólica al magnífico Ludwik— pero que también lo estudia con distancia y un aparato teórico impecable, encuentro al crítico que se compromete a estudiar objetos por los que ya pasó la extinción. Se compromete críticamente con un pasado reciente y lo rescata. Por tanto, hace una apuesta al futuro y discute también con los procedimientos del presente y con las estéticas contemporáneas y con las flaquezas éticas del mundo de las tablas en nuestros días. María Teresa vuelve a ponernos un espejo que ya no está en sus resultados pero sí en sus ideas y procedimientos. Conocedora de que el arte de la dirección es materia invisible, que pende de hilos en términos del duro deseo de durar, hace un trabajo doble con alta consistencia: por una parte, se ampara en una metodología impecable, respaldada en referencias de punta y, por otra, se aproxima a su materia de reflexión desde ángulos diversos que la apoyan: su experiencia directa en el contacto con el ya longevo maestro cuando ella era muy joven, una sólida investigación de campo a través de entrevistas con actores, colegas y colaboradores de Margules, y una inmersión depurada en testimonios y críticas que nos aproximan a las reacciones del público que vio el arte de este ya legendario director nuestro.

    Dar batalla en buena lid era una de las frases que siempre sonaban en la boca de Ludwik. Entre muchas otras cosas nos enseñó que la dirección es un arte de la mirada sobre el mundo, de los sentidos pero que sin ideas ni emociones corre el riesgo de apenas rozar la espuma; ejercicio para el oído, pero que sin pasiones encarnadas, puede ser letra muerta. No es literatura pero es una construcción intelectual que se confronta a tal punto con las palabras que dirección y literatura se acercan por lo mismo que se diferencian; no es música y sin embargo hace del sentido de duración, del tempo y del ritmo un corolario de la física que nos habla de la medida del movimiento, así como del ir y venir de los ritmos internos del pensamiento. Es el ojo del tornado, la serenidad desde la que se mira girar un torbellino de pasiones. Por algo a Ludwik le gustaban tanto los isabelinos, por la frecuentación de esos estados que nos permiten discutir y razonar, pensar apasionadamente, cuando estamos en la cresta de la ola.

    Una parte de todo aquello, la puesta en escena entendida como objeto responde a la lógica de la extinción y de la comparación ineludible del teatro con la vida:

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