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El actor pide. El director pide. El espectador pide. Como si de organizar una gran cómplicidad se tratara donde podamos seguir interrogándonos por el valor de una acción y una palabra.
El actor pide retoma los lugares más fecundos de un diálogo de Stanislavski abriendo vías hacia un conocimiento profundo y comprometido con la esencia de la actuación.
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El actor pide - Jorge Eines
I. EL ACTOR PIDE
1
En cada espacio de trabajo, en cada ensayo que se inicia, reaparece con renovada solidez la incógnita de cómo ir resolviendo aquello que todo director sabe, tan complejo de predeterminar.
Porque si algo caracteriza a la tarea de dirigir es la especificidad de un vínculo determinado por una condición que es sólo inherente a lo humano: la subjetividad.
Hace ya muchos siglos que el arte del actor viene siendo ejercido por seres humanos, y no se prevén demasiados cambios al respecto en las próximas generaciones. Por lo tanto, habrá que ver qué se puede hacer con el tema de la subjetividad, sobre todo cuando ésta está configurada por pulsiones narcisistas, miedos ancestrales o ansias de creación. Pasiones a menudo asociadas que interactúan en la singularidad de la relación entre el actor y el director. Sin duda, esa misma subjetividad no facilita la reflexión. Nos instalamos en ella cuando hablamos desde algún lugar de la experiencia, y no por muy recurrente deja de ser cierto que cuando hablamos de experiencia nos referimos a los errores.
Un viejo, prepotente y siempre renovado error parece perseguir a todos los directores: la incapacidad para escuchar. Como decía Thomas Mann, «una crítica que no es al mismo tiempo una confesión, no sirve». No parece lícito pues cuestionar la escucha de los demás si no se empieza por la de uno mismo. Quiero decir que puedo recoger desde los lugares más fértiles de la experiencia una relación directa entre el error y la incapacidad para escuchar.
Nunca han dejado ni dejarán de surgir problemas en los procesos de trabajo ligados a la creación, siempre estarán ahí, en medio de cada ensayo, al igual que las demandas de los individuos con los cuales se trabaja.
Una primera opción aparece en el repertorio de recursos de quien dirige; se pueden asumir esas demandas y volcarse en ellas, o bien negarlas y optar por preocuparse unilateralmente de las imperfecciones de la escenografía o del efecto lumínico que no entra en ese instante exacto que se desea.
Someterse a la tentación de ignorar al actor y ocuparse de otros problemas. Siempre es factible engañarse y justificar con abundantes y sólidos argumentos que aquello que hay que resolver es prioritario respecto a lo que el actor pide.
Y aunque muchas veces a quien dirige le agradaría que no fuera así, el actor pide. El buen actor que ha experimentado lo que puede recibir de un director interesado por su trabajo, siempre pide.
El actor que ha transitado alguna vez por un proceso creativo en el que los logros obtenidos han estado unidos a un intercambio constante con quien lo dirige no puede dejar de pedir.
Pide con palabras o pide con el cuerpo, con intentos de acercamiento dialéctico o con actitudes que hacen manifiesta su disconformidad. Pide con la desgana para asumir el compromiso que se le exige, con las llegadas tarde a los ensayos o con las repetidas preguntas por un vestuario que no acaba de recibir.
El actor tiene que pedir porque eso es lo que caracteriza la conducta de los seres humanos, pedir que nos quieran, y si algo desea un actor –como un aspecto inherente a su condición de artista– es ser querido, valorado, recompensado. Podríamos pensar que a este respecto hay ciertas tendencias neuróticas que hacen casi imposible sostener la demanda de algunos individuos, pero de ser así habría que poder reconocerlo y no incluir por definición a todos los actores en un supuesto comportamiento patológico.
El actor intentará pues mostrar su necesidad, y el director podrá hacer como que escucha, disponerse a una actitud civilizada frente a las palabras del otro, pero en definitiva mirar hacia otro lado.
Alguna imperiosa urgencia llama desde algún otro sitio para que la prioridad la tenga cualquier otra cosa que no sea la llamada del actor. Siempre es posible encontrar un centro de atención que exija una resolución inmediata, mucho más visible en su resolución que la subjetiva necesidad del intérprete.
Cualquiera de las instancias funcionales que inciden en la elaboración de un espectáculo, y que habitualmente se presentan como conflictos a resolver ajenos al acto interpretativo, tienden a constituirse en prioridades.
A pesar de ello, si el actor insiste en no reconocer la decisiva importancia de lo que monopoliza la atención de quien lo dirige y no cede en su demanda, nada más fácil para un director que esconderse durante los ensayos posando los ojos sobre los papeles elaborados fuera de los mismos.
Ello evita tener que comprobar, mirando a los actores, que éstos nunca serán capaces de reproducir lo que uno había imaginado. Siempre es más fácil creer que el actor es incapaz de reflejar lo que hemos pensado que soportar el reconocimiento de nuestra propia incapacidad. Asumir que no sabemos qué hacer para conseguir durante los ensayos un desarrollo armónico que conduzca a la mutua satisfacción. Atrapado como estamos en la ignorancia, los directores acabamos adjudicando al talento o a los recursos técnicos de los cuales es propietario el actor la obtención de un buen o un mal resultado.
Buen momento para olvidar que el arte es la lucha del espíritu con la materia, y que ésta adquiere forma de ser humano en el teatro. Si quienes dirigimos no medimos nuestros logros de forma proporcional a la aparición de resultantes dialécticas, terminaremos creyendo que el actor es el principal enemigo de nuestra
