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Poetas líricos en lengua inglesa
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Poetas líricos en lengua inglesa

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El presente volumen muestra el talento y, en muchas ocasiones, la genialidad de veintiocho autores fundamentales en la historia de la poesía escrita en lengua inglesa: desde Geoffrey Chaucer hasta Oscar Wilde, pasando por William Shakespeare, John Donne, John Milton, Alexander Pope, William Blake, S. T. Coleridge, lord Byron, John Keats, Elizabeth Barret, Edgar Allan Poe, Walt Whitman, entre otros.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento31 mar 2017
ISBN9786077351740
Poetas líricos en lengua inglesa

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    Antología breve pero disfrutable. El cuidado estudio preliminar de Silvina Ocampo basta para justificar esta lectura.

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Poetas líricos en lengua inglesa - Varios

Introducción

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

LOS EDITORES

Propósito

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

LOS EDITORES

Estudio preliminar, por Silvina Ocampo

Semejantes a las láminas de los libros donde los niños aprenden a leer, en la poesía primitiva las palabras representan los objetos con alegre y deslumbradora precisión. Una rosa es una rosa; no es la mejilla de una mujer amada, ni un jardín idéntico a su fragancia, ni un laberinto en miniatura donde se esconde la luz, ni el rocío de la noche sobre la blancura de una paloma dormida; el deleite que produce, todo lo que sugiere y recuerda, todo lo que en ella deja de ser rosa, no define mejor su forma, ni su existencia, que su nombre. En virtud de ella existirán todas las rosas de los futuros poemas; resplandecerá en el amor, en las batallas, en los ríos del poniente; adornará los mosaicos de un palacio o el pecho oscurecido de un leproso; hecha de barro, de papel o de fuego, servirá de emblema o de presagio: será la misma rosa.

Cuando retrocedemos hasta las fuentes de la poesía, internándonos por los inversos caminos del tiempo, nos sorprenden el color intenso de las palabras y la claridad de las imágenes. Al perder los adornos retóricos, los poemas se vuelven más plásticos. Después de pasar por Rossetti, Wordsworth, Donne, Milton y Shakespeare llega un momento en que la poesía inglesa deja de ser musical, como lo es todavía en la obra de Spenser, para ser ardientemente plástica, como en la de Chaucer.

Poco antes del nacimiento de Geoffrey Chaucer, en el siglo XIV comienza la feliz, la admirable historia de la poesía lírica inglesa. Antes de Chaucer, y en el intervalo que se extiende entre él y Spenser, hay otros poetas; pero sus genios no son comparables con los de estos hombres célebres. Intentar un estudio de los méritos o deméritos de aquellos otros poetas incumbe a los eruditos de la antigüedad y no a los enamorados de la poesía actual¹. Nada o casi nada se conoce de la vida ni de los nombres de los poetas ingleses anteriores. En una época en que sólo algunas personas privilegiadas podían leer, en una época en que no se enseñaba el idioma inglés en las escuelas y en que se ignoraban los rudimentos de la prosodia y de la composición, Chaucer, el padre de la poesía inglesa, como se le ha llamado, emprendió la difícil tarea de escribir largos poemas narrativos en un idioma en formación. Primeramente bajo la influencia francesa, luego bajo la influencia italiana, cumplió con éxito su propósito. Se ha dicho que hizo progresar tanto el idioma, que al morir, nadie, salvo su discípulo escocés, el rey Jacobo, pudo seguir su ejemplo.

Un cúmulo de manuscritos ha sido atribuido a Chaucer y se han hecho largos trabajos para dilucidar los originales.

Su obra puede dividirse en tres períodos: el primero, de influencia francesa, incluye Le roman de la rose, traducción de un poema de Guillaume de Lorris, ampliado, cuarenta años después, por Jean de Meung; el segundo, de influencia italiana, Troilus (que adaptó de Boccaccio), The House of Fame (sugerido, tal vez, por Dante), The Knight's Tale (de Boccaccio); el tercero, que ha sido considerado el más importante, Canterbury Tales, donde el poeta trató de prescindir de toda influencia extraña.

En Canterbury Tales Chaucer describe vívidamente el mundo que conocía. Sus peregrinos recorren sendas gloriosas similares a las que recorren los reyes, las damas, los nobles y los caballeros ataviados de acero, de terciopelo o de tejidos de oro que pintó su amigo Froissart, en Francia.

Se ha dicho que Chaucer clasificó los hombres como Linneo las plantas. Introdujo por primera vez en la poesía inglesa personajes que no son, como fueron hasta ese momento, puramente míticos, sino personajes verdaderos, heterogéneos; y si es cierto que no fue capaz de inventar un solo argumento, supo pintar, en cambio, con extraordinaria lucidez, escenas y anécdotas pintorescas.

Chesterton dijo: Nunca existió un hombre más creador que Chaucer. Creó un idioma nacional, casi una nación.

Tres siglos transcurrieron antes de que fuera apreciada, además de la técnica narrativa, la técnica poética en la obra de Chaucer.

"Breve es la vida, el arte ¡qué lento es de aprender!

¡Qué duro es el ensayo! ¡Qué aguda la conquista!

Las dichas siempre atroces, volándose anhelantes:

Todo esto para mí quiere decir amor"².

Como presintiendo la lentitud con que sería conocida su obra, con estos versos, donde triunfa en la línea final el amor, deplora Chaucer la brevedad de la vida y las lentas dificultades del conocimiento. Sus versos ásperos, a veces prosaicos, hacen resaltar la transparente musicalidad de los de Edmund Spenser, su sucesor.

"Suave Spenser, moviéndose por su nublado cielo

Con belleza de luna y con paso lento" ³,

escribió el extasiado Wordsworth. Los versos de Spenser fueron, sin lugar a duda, fuente de inspiración. Sus poemas deleitan más a los poetas que a los lectores comunes; por eso Charles Lamb lo llama "el poeta de los poetas".

Un monótono y largo intervalo se extiende entre la desaparición de Chaucer y la aparición de Spenser. Surgen los nombres de William Dunbar (que disputa con Burns, el primer lugar entre los poetas escoceses), Gower, Occleve, Lydgate, Wyatt (el autor del primer soneto en idioma inglés) y Surrey.

Cabe también mencionar aquí las baladas, ya que fueron fuente incesante y preciosa de inspiración para los poetas. Pertenecen a distintas épocas, a épocas a veces anónimas, remotas. De menor felicidad verbal, menos ingeniosas que los romances de la poesía española, menos crueles, variadas y extrañas, pero no menos seductoras, no menos candorosas, estas baladas tienen un sabor inconfundible. Algunos títulos acuden a mi memoria: Robin Hood and Guy of Guisbourne, Sweet William's Ghost, Queen Dido, The Spanish Virgin or Effects of Jealousy, The Lady Isabella's Tragedy, Fair Rosamond, Edward Edward, King Cophetua.

La vida de Spenser, como la de Chaucer, fue activa; sus aventuras fueron numerosas. A su primera juventud pertenece el libro Hymnes in Honour of Love and Beautie. Complaints (publicado en 1591) es un conjunto de poemas escritos en diferentes épocas de su vida; algunos son traducciones de los sonetos de Joachim Du Bellay y de Petrarca; dos de ellos, The Tears of the Muses y Mother Hubberd's Tale, tienen valor intrínseco. La elegía Astrophel, y The Shepheards Calender, (obra que consta de doce églogas, que describen los doce meses del año), fueron dedicadas a Sir Philip Sidney. Amoretti y Epithalamion son cantos de amor inspirados por su novia, Elizabeth Boyle.

En su obra más famosa, Faëry Queen, aparece la estrofa spenseriana. Sobre el origen de esta combinación métrica (de nueve versos) interminablemente discutieron los estudiosos de la prosodia inglesa. Se dijo que fue una adaptación de las que se emplearon en las viejas baladas francesas; también se dijo que era de origen italiano y que Spenser, que estaba familiarizado con la octava rima, trabajó sobre ese modelo: modificó levemente la rima, agregó una línea entre la cuarta y la quinta y convirtió el último verso en un alejandrino. Byron, Keats, Shelley, Campbell, Tennyson y otros poetas emplearon la estrofa spenseriana.

El brillante manuscrito del Faëry Queen acompañó a Spenser en extrañas aventuras; el poeta acudía a sus hojas en los momentos de recreo. El esquema original del poema es el de la Morte d'Arthur. Algunas narraciones provienen del Orlando furioso, de Ariosto. Es un romance alegórico, que refiere la situación de Inglaterra, de Irlanda y del Continente durante el reinado de Isabel. La obra debió desarrollarse en doce libros; se publicaron sólo seis; algunos se perdieron; el último no fue escrito.

Los últimos años de la vida de Spenser fueron tristes: en 1597, cuando fue nombrado jefe de policía de Cork, durante una rebelión su casa fue saqueada y quemada. Murió en Westminster, arruinado. Ben Jonson asegura, erróneamente, que murió de hambre y que al rehusar las últimas monedas de oro enviadas por el conde de Essex agregó que no tendría tiempo de gastarlas.

Los versos de Spenser fueron severamente juzgados por Sidney, Ben Jonson y otros de sus contemporáneos. Southey mencionó a Spenser como el gran sacerdote de todos los misterios de las musas⁴. Milton, respetuosamente, lo llamó nuestro sabio y serio poeta.

Sir Philip Sidney, autor de los famosos sonetos de amor Astrophel and Stella, tuvo gran influencia sobre los poetas de su generación. Ninguna de sus obras fue publicada durante su vida. Su muerte heroica inspiró a Spenser la elegía Astrophel.

Durante el siglo XVI, las mascaradas⁵, representaciones con abundantes cantos y bailes, que se efectuaban en la corte y en las casas de los nobles, alcanzaron un éxito que fue un feliz presagio para el teatro elisabetano. Las mascaradas de Lyly y de Peele fueron muy aplaudidas, pero el mismo público exigía otros entretenimientos, otros espectáculos. Las universidades tuvieron pronto sus autores, sus actores aficionados. Una era brillante comienza para el teatro; su esplendor llenará de nostalgia el futuro.

La mayor parte de los primeros dramaturgos elisabetanos se consideraban discípulos de Séneca, pero sus obras resultaron pesadas y muchas de ellas se olvidaron. Entre los importantes dramaturgos que introdujeron cambios considerables en el teatro de aquella época aparecieron: Marlowe, que escribió ese memorable discurso sobre la insaciable aspiración de la poesía, discurso que comienza con el panegírico del rostro de Zenócrate:

"Donde la belleza, madre de las musas, preside,

y comenta volúmenes con su pluma de marfil..."⁶;

Ben Jonson, que a veces escribía en prosa los poemas y luego en verso; Webster, tan admirado por Swinburne y por Lamb; John Ford, que buscó para sus obras situaciones más anormales que horribles; Fletcher y Beaumont, que colaboraron tan unidos que perdieron la individualidad; Massinger, cuyas obras (no todas, pero gran parte de ellas) fueron quemadas por la cocinera de Warburton, en 1815, en el fondo de una budinera. —En un paréntesis mencionaré por razones cronológicas a Chapman, el traductor de Homero—. Entre estos importantes dramaturgos brilla y se destaca en la historia de la literatura universal el nombre de Shakespeare.

De la vida de William Shakespeare sólo conocemos algunos datos que figuran en las crónicas de su tiempo; los otros fueron sugeridos por sus obras, o inventados. Sin descanso se han discutido la cultura, la identidad y las obras de Shakespeare: todos estos elementos dispares podrían formar varias vidas de poetas y podrían también negar la única y secreta del que las inspiró. Se ha dicho que Shakespeare no era Shakespeare sino Bacon. Se supone que fue educado en una escuela de Stratford y que a los trece años (Bacon tenía la misma edad en esa época) fue a Cambridge. En 1594 Shakespeare era miembro de una compañía de actores, que representó sus obras. Después de la publicación de muchas de sus tragedias, en 1593 y 1594 dio a la imprenta los poemas Venus y Adonis y Lucrece, dedicados ambos a Henry Wriothesley, conde de Southampton. Escribió los sonetos entre 1593 y 1596; los últimos en 1600. ¿A quién los dedicó? Existen dos teorías: una sostiene que el W. H. de la dedicatoria es William Herbert, conde de Pembroke; la otra, que es el conde de Southampton. Se ha supuesto que la dama morena que figura en ellos era una dama de honor, Mary Fitton, pero nada prueba la veracidad de la hipótesis. Estos sonetos no tienen la forma italiana: no repiten en la segunda estrofa las rimas de la primera.

Shakespeare, que en sus obras de teatro se ha burlado de los sonetos y de los sonetistas, legó el conjunto de sonetos de amor más famoso en la historia de la literatura. Los amantes no necesitarían, ni en sus epístolas, ni en sus coloquios, inventar otras frases. Como las cartas de amor que al quemarse, con un vuelo anaranjado y negro, se convierten en mariposas, dragones, demonios o ángeles, por efecto del fuego, en nuestra mente flota y se eleva, en un proceso renovado, el recuerdo candente de estos versos. Quisiéramos retenerlos y no se dejan captar. Quisiéramos traducirlos y son, tal vez, intraducibles. No parecen escritos con palabras sino con llamas; el dolor no los apaga, los ilumina; la confusión no los empaña, los embellece; la pasión no los destruye, los eleva.

Mi canto no es tentador como el de las sirenas, pues soy áspero, dijo el visionario John Donne. Pero los defectos o las virtudes de sus versos no radican sólo en la aspereza, sino en la oscuridad.

John Donne era de una familia católica. En Cambridge desechó las creencias religiosas que le inculcaron sus padres. En Oxford estudió el castellano y admiró obras místicas, como las de Santa Teresa y Luis de Granada. En sus primeras sátiras se advierte la influencia de Persio, el joven satírico romano.

Donne acompañó al conde de Essex en dos expediciones navales a España y durante una de las travesías asistió a una memorable tormenta, que le inspiró el poema The Storm. Durante algunos años vivió en Italia y en España. Ben Jonson dijo que Donne escribió antes de los veinticinco años sus mejores poemas; en efecto, casi todas sus elegías, cantos y sonetos fueron escritos en la juventud. Entre sus poemas místicos, a mi juicio, se encuentran sus mejores versos; recuérdese A Hymn to Christ, las elegías XII, XVI y XIX y Hymn to God my God, in my Sickness.

John Donne componía lamentaciones en verso para los muertos y largas cartas. En 1610 escribió sus obras teológicas Pseudo-Martyr, Ignatius his Conclave y Biathanatos. Dedicó el primero de estos libros al rey Jacobo I, quien más tarde le indujo a tomar los hábitos en la iglesia protestante.

Se refiere que estando en París se le apareció, en una visión, su mujer —que estaba en Inglaterra— con un niño muerto en los brazos. Aquel mismo día su mujer dio a luz un niño muerto.

En memoria de la hija de Sir Robert Drury of Hawsted, que murió en la juventud y a quien jamás conoció, Donne pensó escribir todos los años un poema: no llegó a escribir sino los dos primeros, The First Anniversary y The Second Anniversary. En agradecimiento por estos poemas, Sir Robert protegió a Donne y a su familia.

Ya en la edad madura, Donne tomó los hábitos. Fue un predicador famoso. Sus Holy Sonnets son hermosos y nobles; algunos de ellos me recuerdan versos de poetas españoles. Ben Jonson, que consideraba a Donne el primer poeta del mundo en algunas cosas, agregó que perecería, por ser incomprendido. Dryden y Johnson lo cuentan, con Abraham Cowley, entre los principales poetas metafísicos.

Eclipsados por la brillante aparición de uno de los más importantes poetas ingleses, mencionaré entre los poetas menores (algunos fueron llamados Cavalier lyrists⁷) a Carew, Suckling, Lovelace, Drayton, Wither, Quarles, al orgulloso y agradecido discípulo de Ben Jonson, Robert Herrick, que amó tanto la música, al candoroso George Herbert, que escribió poemas en forma de altares, alas y otros objetos piadosos, y al deslumbrado Richard Crashaw.

Musical y severo, arbitrario y fastuoso, brillantemente personal, John Milton fue el primero de los grandes poetas ingleses que no se dedicó exclusivamente al drama. Como después lo hicieron Wordsworth, Shelley, Tennyson y Browning, Milton cultivó libremente las inclinaciones de su genio. En la infancia, su belleza física, casi afeminada, y su carácter insubordinado llamaron la atención en el colegio. Después de cursar sus estudios se consagró con entusiasmo a la enseñanza. Sus primeras obras fueron escritas en italiano y en latín. Entre los primeros poemas escritos en inglés figuran L'Allegro e Il Penseroso. Desde el comienzo se nota en su modo de versificar una nueva combinación de palabras, una elección laboriosa de epítetos. Hasta entonces no se habían escrito tantas variedades de versos octosilábicos, alegres y graves.

En 1634 Milton escribió Comus (una mascarada). Durante un viaje a Italia, en memoria de la muerte de su amigo Edward King, compuso Lycidas. Este poema, severamente censurado por los críticos, no adolece, a mi juicio, de los defectos que señala Johnson, sino de otros más complejos. Johnson reprocha a Milton el haber compuesto un poema en el cual, sin bastante seriedad, llora a un amigo, añorando recuerdos pastoriles inventados y nombrando en vano personajes mitológicos. Los argumentos que esgrime para atacarlo son de orden moral y no literario. Cuando sobra el tiempo para la ficción dice Johnson, es porque hay poco pesar. Pero ¿acaso escribir un poema no es ya una ficción? ¿Sería posible versificar nuestro dolor sin inventarlo, sin recrearlo, sin verlo desde afuera, sin que sus personajes se transformen en otros personajes?

En 1650 Milton, con resolución inflexible, penetró en el Paradise Lost; este poema (escrito en blank verse⁸) se desarrolla en escenarios grandiosos: el universo, el caos, el cielo y el infierno. El tema es el destino humano: lo que el hombre podría ser y lo que es. Dos años después, Milton, ya ciego, prosigue su trabajo, lo termina en 1663, y comienza Paradise Regained y Samson Agonistes. Este último poema fue escrito de acuerdo con los cánones de las antiguas tragedias griegas.

Deploraremos siempre que Andrew Marvell, el amigo de Milton a quien debemos los poemas más exquisitos de esa época, no haya dejado una obra más extensa. Sus poemas son como flores de cuyo perfume nunca podremos saciarnos. Siempre sentiremos que los poemas que Andrew Marvell no escribió están en alguna parte. Esos manuscritos invisibles, no del todo perdidos, vuelan por los jardines de la primavera, buscan los labios que podrían pronunciarlos o el oído que podría escucharlos. Son como pequeños fantasmas nacidos de la insatisfacción.

La obra de John Dryden es importante y numerosa. La influencia que tuvo Ben Jonson sobre la generación siguiente de poetas y la que después tuvo Pope son similares a la que ejerció Dryden. A través de Pope, como a través de un filtro, Dryden influyó sobre muchos poetas del siglo XVIII. The Secular Masque, The Fair Stranger, Alexander's Feast or The Power of Music, On the Death of Mr. Purcell, son poemas memorables y traslúcidos.

Alexander Pope, que en la infancia fue llamado, por la musicalidad de su voz, el pequeño ruiseñor, nació en 1688. A los doce años, por causa de su tenaz aplicación a los estudios, quedó físicamente deformado. Este niño prodigio fue muy tarde a la escuela. Una tía le enseñó a leer y él aprendió solo a escribir, imitando los caracteres impresos de los libros. Como Cowley y Milton, se distinguió por su extraordinaria precocidad. Según su propio testimonio, escribió Ode on Solitude a los once años, a los catorce el poema sobre el silencio, y a los dieciséis muchas de las Églogas.

Pasaba días enteros leyendo y traduciendo (para entretenerse) los clásicos. A los catorce años hizo una versión del primer libro de La Tebaida.

The Rape of the Lock, tal vez uno de sus más inspirados poemas, fue dedicado a Mrs. Arabella Fermor. La epístola de Eloisa a Abelardo, de un monótono y apasionado dramatismo, contiene algunos de los más memorables versos de desesperanza y de pasión. Eloísa, en sus lamentos, confunde a Abelardo con Dios. La composición de esta epístola, escrita en versos pareados, es original y expresiva: sin embargo, se ignoran los motivos por los cuales Pope repudió más tarde esta obra. Tal vez porque trataba de un tema que él jamás había abordado.

Como Van Gogh quiso unir la pintura a la música, Pope quiso unir la pintura a la poesía. En algún momento de su vida lo obsesionó esta idea y estudió pintura con Jervas. Sin embargo, en sus versos no se advierten, como en los de Rossetti o en los del mismo Blake, coloridos y formas que revelen la nostalgia, la preocupación, de vanos ensueños pictóricos.

Después de haber traducido la Ilíada y la Odisea, creyó su deber imitar la obra perdida El Margites, poema épico atribuido, tal vez erróneamente, a Homero. Trató de dar a su obra la misma forma épica y un título similar, de acuerdo con el antiguo estilo griego: The Dunciad. En esta sátira, dirigida contra la imbecilidad, y que causó gran escándalo, Pope ridiculiza a casi todos los autores de su época. Con minucioso desprecio describe el reino de la imbecilidad o del aburrimiento. Cibber (poeta laureado de 1730) es el héroe de la sátira.

An Essay on Man consta de cuatro epístolas. Habrá que considerar esta obra como un mapa general del hombre, escribió Pope a St. John Bolingbroke, explicándole su proyecto.

Pope ensayó todos los estilos: escribió una comedia, una tragedia, un poema épico, epístolas y panegíricos dedicados a todos los príncipes de Europa.

Tenía fe en sí mismo y ésta fue una de sus más grandes fuerzas. Cuando alcanzó la madurez, destruyó muchas de sus obras, que juzgó pueriles. Alcander, poema épico inspirado en la leyenda de Santa Genoveva, fue quemado por sus propias manos.

Este poeta estudió durante toda su vida. Infatigablemente leía: según sus propias declaraciones, de los catorce a los veinte años, para entretenerse; de los veinte a los veintisiete, para instruirse; y el resto, para repudiar o admirar las obras. Confiesa que en el comienzo de su vida sólo quiso conocer, y en el final, juzgar.

Pope ¿fue un poeta? Esta pregunta ha sido formulada por muchos enemigos de Pope, dando lugar a diversas discusiones. Coleridge fue uno de sus más apasionados adversarios y Byron uno de sus más fervientes defensores.

Parecería que los poetas se confabularan para reunirse con más ímpetu y felicidad en ciertas épocas de la historia. Un descolorido lapso se extiende, para la poesía inglesa, después de la desaparición de Shakespeare, Donne, Milton, Dryden y Pope, hasta la aparición de Blake, de Burns y de los poetas laquistas (Wordsworth, Coleridge, Southey), que inician una nueva y venturosa era. Durante ese lapso merece recordarse el nombre del célebre Samuel Johnson, que escribió poemas con más inteligencia que inspiración. Sus versos aislados pueden ser admirables, pero agrupados, en marcha monótona, en vez de estimular la lectura, pesan, entorpecen, desaniman y descorazonan la atención. Sus poemas más notables son London y The Vanity of Human Wishes. Mencionaré también las inspiradas imposturas de James Macpherson y de Thomas Chartterton: los poemas de Ossian, vagos, retóricos, falsamente grandiosos, admirados por Goethe y por Napoleón, y los discutidos y asombrosos poemas de Thomas Rowley.

Escribo cuando estoy inspirado por los espíritus, e inmediatamente después de haber escrito, veo volar las palabras por mi cuarto, en todas direcciones. Entonces mi obra ya está publicada: los espíritus pueden leerla. El manuscrito ya no sirve para nada y estoy a punto de quemarlo, pero mi mujer no me deja. Después de leer esta frase, que cita Crabb Robinson en sus reminiscencias, agradecemos que Mrs. Blake haya contribuido a conservar esos preciosos manuscritos y permitido que no sean aquellos espíritus amaestrados los únicos que hayan tenido el privilegio de conocer la obra del exaltado y extraño poeta.

Un acierto de nuestro siglo es el renombre otorgado a William Blake. Nunca faltará quien justifique la vida de un poeta: agrada a los hombres admirar a un artista que fue despreciado, porque la admiración, en este caso, significa casi un descubrimiento, y descubrir es crear. Sucede a menudo que el poeta que no fue admirado en su época, lo es en la siguiente con mayor fervor: a Blake se le debía este homenaje, esta apasionada justicia, esta consagración. Sus contemporáneos lo consideraban un demente con cierto talento artístico y poético. Algunas importantes historias de la literatura inglesa no lo mencionan. Su obra es anacrónica: en realidad, parece un producto de nuestra época. Desordenado y violento, este visionario, este profeta infatigable ha dejado una obra que asombra por su genialidad. Si ha existido Blake, si existe su obra es porque existe la inspiración. Podemos imaginar el rostro arcaico de la musa que dictó sus versos.

En sus más caóticos poemas, inesperadamente, como piedras preciosas, surgen versos deslumbrantes, que perduran en la memoria entre los más famosos, entre los más clásicos.

Blake vivía sumido en la contemplación de sus visiones. Cuenta Crabb Robinson que la mujer de Blake conocía las visiones de su marido como si las hubiera visto ella misma. En una ocasión le oyeron decirle: Sabes, querido, la primera vez que viste a Dios tenías cuatro años. Lo viste en la ventana y comenzaste a gritar.

Los encuentros que Blake tenía con Milton, según su propio testimonio, eran frecuentes. Decía que el retrato más parecido de Milton se encontraba en el volumen IV de Hollis's Memoirs. En sus visiones solía verlo joven o anciano. Un día le había rogado que corrigiera un error que había cometido en Paradise Lost. Blake se habría negado rotundamente, contestándole: Tengo que ocuparme de mis obligaciones.

La muerte no arredraba a Blake, quien había dicho: No puedo pensar en la muerte como algo más importante que salir de un cuarto y entrar en otro. Un día de 1827 cantó una canción improvisada, Ut migraturus!, mientras pasó de un cuarto a otro saludando a la muerte.

Con la apasionada simplicidad con que Villon componía sus poemas en idioma francés, Robert Burns compuso sus canciones en un idioma no menos candoroso y nacional. La naturalidad, la frescura y la gracia son las virtudes primordiales en la obra de este poeta, que murió a los treinta y siete años (1796), dejándonos en su lenguaje natal impresiones de alegría y de luminosidad.

En esta época romántica comienza una especie de emancipación del verso inglés: sus características fluyen, numerosas, en los manuscritos de poetas nacidos con cinco o seis años de diferencia, en el norte o en el sur de Inglaterra: William Wordsworth, Walter Scott, Samuel Taylor Coleridge, Robert Southey, Charles Lamb, Walter Savage Landor.

La vida de William Wordsworth fue extraordinariamente tranquila y feliz. Decidió ser poeta y lo fue. Diariamente observaba la naturaleza, diariamente componía versos. Su obra es numerosa y desigual. Sin desdeñar a veces las cosas más triviales, versificaba todo lo que pensaba y todo lo que sentía, con igual afán, pero no con igual felicidad. Ningún poeta fue tan orgullosamente modesto ante el mundo y tan humilde ante la naturaleza. En The Prelude nos cuenta toda su infancia y su estada en Francia desde fines del año 1791 hasta comienzos del 1793. Esta obra, compuesta en blank verse, fue considerada por Wordsworth subsidiaria de otra más importante, The Recluse. Después de haber estudiado los orígenes y progresos de sus posibilidades intelectuales, se le ocurrió escribir este poema semifilosófico, del cual existen cien versos (escritos también en blank verse), y que habla de las sensaciones y opiniones de los poetas que vivían apartados del mundo. The Excursion estaba destinada a ser la segunda parte.

Como los poemas que escribió George Herbert en forma de altares y de alas, The Recluse iba a ser una especie de catedral gótica; The Prelude representaba una parte importante del edificio y los poemas líricos representaban las pequeñas celdas, oratorios y recintos sepulcrales.

Wordsworth fue feliz con el afecto de su hermana Dorotea y de su mujer. Ninguna pasión atormentó su vida, salvo un episodio fugaz y patético de su juventud, en Francia, con una muchacha llamada Annette. Siempre extasiado frente a la naturaleza, viajó por Escocia, donde compuso Yarrow Unvisited, Yarrow Visited y Yarrow Revisited. Definió así la poesía: la emoción recordada en la tranquilidad. Wordsworth es el poeta de todo lo que es simple. El IX de los Miscellaneous Sonnets lo dice con elocuencia:

Ni el amor ni la guerra ni el henchido tumulto

de conflictos civiles, ni las ruinas del tiempo,

ni el deber combatiendo contra el dolor extraño

inspiran solamente la lira musical.

Mas donde la quietud y la armonía moran,

allí, también la musa preside complacida,

contemplando al crepúsculo el humo de las granjas,

que asciende sobre el cielo de una cañada entre árboles.

Ama en las soledades la humilde aspiración,

el alegre saber y la melancolía.

En la visión de un río de cristal se deleita,

un río que es muy diáfano, pues corre lentamente;

suave, suave es la música que puede encantar siempre;

y la flor de fragancia más dulce es siempre humilde⁹.

Me aventuraría a decir, con Andrew Lang, que las más hermosas obras de Wordsworth son Intimations of Inmortality from Recollections of Childhood y Tintern Abbey, si no existieran versos tan deslumbrantemente puros en The Prelude, The Excursion, Laodamia y algunos de sus sonetos.

Podrás ver a Coleridge —preside sombríamente

con la excesiva luz y con la pura

e intensa irradiación de su mente,

encandilado por su propia luminosidad interior,

vacilando, fatigado, a través de las tinieblas y las desesperanzas—,

un meteoro del aire rodeado de nubes,

un águila encapirotada entre parpadeantes lechuzas¹⁰.

Estos versos de Shelley (en Letter to Maria Gisborne) describen al poeta desesperado: al poeta de los proyectos más heterogéneos, más fantásticos, más apasionados; al poeta más fracasado, con relación a lo que aspiraba ser, a lo que hubiera podido ser; al amigo, al admirador de Wordsworth.

En su infancia, Samuel Taylor Coleridge fue uno de esos niños soñadores, inteligentes, que no saben jugar, sino contemplar a los que juegan. Leyó mucho durante su adolescencia. A los veintitrés años, inocentemente, comenzó a tomar opio; el vicio lo persiguió y afectó su carácter a lo largo de la vida, oponiéndose, tal vez, a que realizara gran parte de su obra proyectada. Su elocuencia, su cultura, su imaginación eran extraordinarias, pero no le impidieron practicar el plagio. Fue inmensamente admirado y combatido por sus contemporáneos.

Ciertas frases de Coleridge parecen escritas por un Wordsworth desapacible. En los poemas To the Autumnal Moon y Melancholy, algunos versos nos quedan en la memoria enlazados a los de Wordsworth, con una especie de amistad parecida, tal vez, a la amistad personal que los unía —una amistad donde reinaba la ternura de una mujer.

"Guillermo, ¡mi cabeza y mi corazón! Querido Guillermo

[y querida Dorotea,

Tenéis todo el uno en el otro; pero yo estoy solo y os necesito"¹¹.

Estos versos

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