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Poetas dramáticos griegos
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Poetas dramáticos griegos

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El Prometeo y la Orestíada de Esquilo son el aliento épico de Grecia en el teatro. Sófocles alcanza con su Antígona la cumbre de la trágica griega, son una penetrante mirada sobre la condición humana. Eurípides se caracteriza por la pintura de los estados pasionales, que alcanza en Medea su mayor intensidad. Aristófanes, en obras como Los caballeros, nos ofrece una mirada desenfrenada y cáustica sobre la Atenas del siglo IV a.C.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 may 2016
ISBN9786077351566
Poetas dramáticos griegos

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    Excelente estudio preliminar, selección y traducción. Los clásicos Jackson siguen tan vigentes como siempre.

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Poetas dramáticos griegos - Varios

INTRODUCCIÓN

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon -una selección- de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros -fuente perenne de conocimiento- tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula -como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos- el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

LOS EDITORES

PROPÓSITO

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales -por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora- va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

Estudio preliminar

José de la Cruz Herrera

«Dramas líricos», «espectáculos lírico dramáticos», «cantatas históricas», llama Ernest Rys en la colección Everyman's Library, los dramas de Esquilo, que siempre se han conocido con el clásico nombre de tragedias; y objeta esta última denominación so pretexto de que la diferencia existente entre ellos y la tragedia moderna de Shakespeare puede hacer que algún lector imbuido ya en la idea que se haya formado su mente con la lectura de este último, encuentre en la de aquél cierto desencanto por la sencillez y simplicidad de su presentación y ejecución. Prefiere llamar la antigua tragedia «drama lírico» porque es el canto lírico, el himno sagrado la base de la antigua tragedia.

Es cierto. La tragedia, en la forma que adoptó bajo el cincel de Esquilo, fue el gradual desarrollo de la práctica del culto a Dioniso, ingenua, sencilla y sin pretensiones de éxito artístico. Tragedia se llegó a llamar en esos tiempos remotos en que a los cantos religiosos que la constituían en su esencia se asociaba el sacrificio sangriento del chivo, o si se quiere, la alegoría de los celebrantes, disfrazados de macho cabrío; tragedia siguió llamándose cuando después de otros poetas y otras obras menos afortunadas que se ocultaron a los tiempos posteriores, cayó en las manos felices de los tres grandes dramaturgos de los siglos VI-V antes de Cristo; y tragedia fue el nombre consagrado por todos los críticos, entre los cuales aquel coloso, gloria del pensamiento y del saber humano, Aristóteles de Estagira, que ya la define con estas palabras, significativas de su dignidad y de la importancia educativa que le atribuían sus contemporáneos: «La tragedia tiene por fin purificar las pasiones inspirando el terror y la compasión.»

La diferencia de técnica, la menor o la mayor complicación de las situaciones en los dramas antiguos y en los de nuestra edad, y, sobre todo, el punto lejano de donde partió aquél, no justifican que se rechace el nombre tradicional y consagrado para aplicar al género uno decididamente reñido con la idea universalmente admitida.

No cabe duda, volviéndonos a otro ángulo de las observaciones del erudito autor citado, que encontrar el sabor del jugo clásico de la tragedia no es dado al que se aplica de un golpe a paladearlo: necesitamos adecuada aclimatación; pero no es sólo la aclimatación de aquel que, en las palabras suyas, se pone a comparar la idea general que nos traen las representaciones teatrales modernas con las de los griegos de la antigüedad, que las gozaban en presencia de la naturaleza misma, sentados al aire libre en bancos de madera o en puestos tallados en la roca, resonando en sus oídos los alegres ecos báquicos, mucho antes de que Aristóteles trazara las reglas de la composición trágica que no sólo Shakespeare se atrevió a despreciar, pues el incomparable genio español hizo lo mismo simultáneamente. Más profunda y radical, y no más fácil y hacedera, debe ser la preparación: es nada menos que la valoración del clima total en que se desarrollan uno y otro brote del ingenio.

Una vez que el Cristianismo suplantó la manera pagana de considerar los problemas de la conciencia y la ciencia de Dios, estableció en el mundo que así sometió a su dominio una unidad de pensamiento y de pasión que lo constituyó en una sola familia espiritual. El mundo antiguo se extinguió en este sentido, y el concepto de la religión, que ejerce una influencia preponderante sobre la voluntad, el entendimiento, la imaginación y los sentimientos, que rige su actividad y modifica sus formas, puso un abismo entre esas dos grandes eras de la civilización. No quedó en la esfera humana occidental departamento a donde no llegase este poder de remodelación y refundición, esta pujante fuerza renovadora. Rumbo diverso tomaron las costumbres privadas, si no siempre dirigidas y practicadas en paralelismo con la nueva moralidad que se ha venido predicando, sí por lo menos iluminadas por un fulgor nuevo también, que las hace conscientes, ya en el individuo solo, ya en la masa social, de un sentimiento de responsabilidad o de un estado de paz, según el caso, que sólo vislumbraba a veces la conciencia antigua, como que no la guiaba una luz precisa y definida, sino el dedo impreciso y asaz vago de la ley natural. Sobre tales bases no puede esperarse dignidad y pureza en las costumbres del conjunto y en la gran generalidad de esos pueblos.

En la política adelantaron considerablemente, y a partir del siglo VI antes de Cristo asombran los conceptos y prácticas atenienses acerca de democracia y gobierno. Es obvio que las sentencias de buen gobierno y recta moralidad pública y privada diseminadas aquí y allí en las obras de los poetas inspirados en temas prehistóricos, no pueden tomarse como expresión auténtica de la conciencia de esas épocas remotas. En cambio, las leyendas de los dioses, semidioses y héroes, transmitidas por la tradición y recogidas por el arte, son materiales preciosos para fijar las diferencias profundas con los tiempos históricos y apreciar cuánto distan esas civilizaciones de la moderna.

Constituida la sociedad sobre esos fundamentos morales, todas las instituciones sociales tenían por fuerza que adolecer de su adverso influjo. En la ficción de Chateaubriand Los Mártires del Cristianismo hay un hermoso alegato de un sacerdote pagano en favor del culto de los dioses y continuación de la idolatría grecorromana, que daba sus últimas boqueadas. Bien se traduce en ello la actitud piadosa grecorromana enfrente de la naturaleza, poblada de divinidades inferiores y superiores que pululaban por dondequiera, y que según una expresión griega, citada por Will Durant, no dejaban ni un leve vacío por donde pudiera caber el tallo de una espiga de trigo. Este culto de la naturaleza, bello y poético, era la base fundamental, y en último análisis, filosófica, de las instituciones religiosas. El sentimiento y la veneración de esta naturaleza, sinceros sin duda en la masa popular, distan mucho de los motivos a que siglos después obedecieron y obedecen los herederos de su cultura, en su amor y estimación y en la predilección con que se sirven de ella igualmente como tema inagotable del arte en todas sus manifestaciones.

Nuestro objeto primordial es el paganismo y religiosidad grecorromanos; mas las observaciones a que dan lugar, en cuanto se refieren a las bases teológicas y profundas raíces en que se sustentan, no pueden menos que extenderse al paganismo de otros pueblos orientales de donde vienen y se transforman y modernizan al penetrar el alma de la tierra que las importa, muchas de las leyendas que forman la fuente de sus instituciones espirituales y suministran los materiales que alimentan sus artes liberales.

Hemos hablado del culto de la naturaleza en Grecia y en Roma, y no era privativo de estas esclarecidas civilizaciones. Si nuestras noticias sobre las del Asia Menor fueran tan claras y minuciosas como lo son las de los pueblos de que somos descendientes directos, tenemos la íntima convicción de que no nos faltaría un solo eslabón de una cadena que mostrase la sucesión legítima y no interrumpida de los mitos, de Oriente a Occidente. En lo que llamamos la mitología clásica se hallan en gran cantidad elementos que hemos logrado reconocer en la babilonia y asiria, la persa y la egipcia: no sólo en cuanto a los fundamentos filosóficos y teogónicos en general, sino hasta en fábulas singulares de dioses y semidioses, y, lo que es más sorprendente, en ciertos detalles grotescos que ni el refinado buen gusto griego logró reducir a formas menos chocantes y más artísticas. Con esto puede relacionarse el culto de la naturaleza. No puede sostenerse que el de Mitra y Varuna vino, como se ha pretendido, después de las conquistas de Alejandro. Mitra, el dios de la luz, y Varuna, el numen de la sombra, de la religión hindú-védica, con sus poéticos atributos bienhechores o con su influjo preponderante en la vida y en la muerte, no es, como se ha sostenido, importación posterior a las conquistas de Alejandro, sino un culto muy universal y constante de los helenos. A lo sumo podría decirse que después de esa época tuvo un retoque fundamental en presencia inmediata de su fuente, o mejor, que por las anchas vías abiertas por el conquistador cobró en el Occidente un ímpetu vigoroso que lo empujó triunfante y lo esparció por todo el imperio romano, donde reinó desafiando la doctrina de Cristo, hasta el siglo IV de nuestra era. En nuestro concepto la influencia del culto de Mitra en la religión de los griegos, no sólo después del siglo III antes de Cristo, o sea no sólo después del siglo de Alejandro Magno, tiene más de una elocuente evidencia en la teogonía de los paganos del Mediterráneo.

El poético de Adonis tampoco es autóctono. La religión babilonia lo describe con rasgos y delineamientos tales que si estuviésemos más ignorantes de la cronología o si no estuviésemos informados por los griegos mismos, verbigracia, Mosco, podríamos preguntarnos si vino a Grecia de la Mesopotamia o si ésta lo adoptó de aquélla. Las sagradas orgías dionisíacas guardan la mística de Atis y reviven o continúan el espíritu de ese culto singular de la naturaleza en que se diviniza y venera como cosa celestial y sagrada en sí misma toda manifestación de ella; y este género de filosofía y teología da a todas esas religiones su carácter fatalista, en que las cosas y sucesos y los acontecimientos individuales y colectivos tenían de necesidad que ocurrir como se presentaban, sin que hubiese fuerza ni poder humano capaz de alterar su curso ni modificar su resultado; y sin embargo de esta fatalidad, ante la cual nada valía el alma con su voluntad y poder, los hombres víctimas de ella solían ser castigados con terribles sanciones.

Desde estos puntos de vista es fácil colegir todo lo que se seguía en el panorama social. Es preciso apacentar los ojos sobre aquella parte del Asia Menor donde los monoteístas judíos observaban otro culto y otros principios, para hallar hombres más lógicos con los dictados íntimos del corazón y principios más constantemente de acuerdo con las instituciones públicas. No se puede concebir fácilmente que razas fatalistas en donde el hado ciego y tiránico ejerce el gobierno de los hombres y dirige sus actos sin que valga protesta ni influencia del alma individual, tuviesen tribunales de justicia que castigaban crímenes en cuya comisión no habían participado más que de un modo verdaderamente instrumental y mecánico.

Por otra parte, ese culto tan extraño al sentimiento místico moderno, al parecer ausente en muchos, que muchos creen no poseer, pero no por eso menos cierto e influyente en sus pensamientos y sentimientos; ese que pone en el hombre un respeto evidente hacia las personas y las cosas, y oculta a los ojos de los demás lo grosero e inverecundo de la naturaleza, marcadamente en los temas y en las relaciones sexuales; ese culto, decimos, se mostraba en toda su desnudez en la celebración de los misterios de la fecundidad y reproducción humana, y sus símbolos externos eran representados en las artes plásticas con escándalo para nuestros ojos modernos, y reproducidos en las grandes fiestas de Dioniso. El amor, en efecto, estaba distanciado por un abismo de la manera como el Cristianismo acostumbró al mundo a considerarlo. Si éste estableció como objeto y fin de la unión de las parejas humanas el amor y la procreación, sin que una de estas dos inclinaciones tuviese supremacía sobre la otra, el culto de la naturaleza entre los antiguos, atestiguado por el arte y por la historia, daba preponderancia, si no dominio absoluto, a la segunda. A la verdad, la literatura da la impresión de que el paganismo no conocía la virtud del amor, amor de sentimiento, sino el amor a la manera del de Urano y Gea o la Tierra, de Afrodita o Venus y su gran cantidad de amantes celestiales o terrestres; de Zeus o Júpiter con sus innumerables concubinas: amor de sensación, para adoptar el adjetivo de Leopoldo Augusto de Cueto. De aquí a la unión por el mero deleite material no había sino un paso, y lógica era la naturalidad con que se miraban las prácticas sensuales contra la naturaleza. Anacreonte y Jenofonte, Teócrito y Mosco, Virgilio y Horacio, cantaban como institución social corriente las relaciones homosexuales; las consagraban y estimulaban las leyes de Esparta y Creta; las de Atenas las proscribían, pero más poderosas que ellas eran la aceptación general y la práctica común: Aristófanes y los demás representantes de la comoedia prisca son testigos irrecusables; lo es Platón en su Banquete; nadie ignora las relaciones entre Harmodio y Aristogitón, prohombres atenienses; y es notable la exhortación que al respecto dirige a Sócrates su discípulo Critón en los minutos que precedieron a su muerte, y que el traductor tiene que arropar en eufemismos para no chocar con los sentimientos de la civilización moderna. Por otra parte, la inversión sexual no era sólo masculina: existía la femenina también, el amor lesbio, del que se señala un testimonio famoso en la Oda II de Safo.

La piedad filial no es tampoco moneda de la literatura antigua, aunque a medida que van corriendo los tiempos hacia la era de Cristo va acentuándose la aparición de esta virtud, y el Pius Æneas de Virgilio da al poema, sobre todos los de la antigüedad, un tinte más moderno que lo hace algo así como precursor de la nueva poesía.

De aquí otra falla: la del sentimiento de la ternura. Raros son los ejemplos en que se puede adivinar ese sentimiento. Homero presenta uno, acaso el único de sus poemas, en la despedida de Héctor y Andrómaca. Cuando en los trágicos cree uno acercarse a una escena que promete intensa emoción de ternura, pronto llega al desencanto. Rafael María Merchán, el prócer, crítico y poeta cubano, sintetiza en un feliz soneto, Lo que le faltó al arte antiguo, la ausencia de este tema tan común en todas las literaturas posteriores: la madre cuya ternura la mantiene en vela al pie de la cuna de su hijo inocente.

Estas lógicas derivaciones del naturalismo religioso, atmósfera y ambiente de los paganos, apenas si lograban moderarse con ciertas instituciones fundamentales de los antiguos tales como el matrimonio y algunas sanas prácticas piadosas. Poca era su influencia en la moral privada y pública; pero a la verdad, si el hombre de Grecia, el hombre pagano, se hubiese atenido a su religión, a sus dioses, a sus mitos, para dirigir su conducta, la moral habría sido totalmente desastrosa y la raza no hubiera alcanzado jamás la preeminencia que le dio victorias tan señaladas en la guerra, en la literatura y en los demás géneros de arte. Todo esto podría decirse también de los pueblos politeístas de los otros continentes; mas nuestro objeto es únicamente señalar las peculiaridades de vida de uno solo de esos pueblos con quien estamos vinculados históricamente.

Los dioses tenían todos los vicios humanos exaltados y sublimados como consecuencia de sus poderes extraordinarios, que los hacían no dechados de virtudes sino modelos de abominaciones.

Si los hombres aspiraban a una vida mejor después de la muerte o siquiera a la recompensa de una vida terrena exenta de trabajos y tribulaciones, creían conseguirlo mediante la práctica de procedimientos rituales de culto externo; el espíritu no se contaba en ello para nada. Es también extraño que con un Zeus polígamo y corrompido existiesen los hogares de esposas e hijos dotados de respeto protegidos por el Estado. Y no era sólo Zeus quien suministraba el ejemplo permanente de actos y afectos disolutos y pasiones inhumanas. Apenas si podía contarse uno solo de los dioses mayores y menores, de los semidioses y héroes, que no estuviese ligado con historias innumerables de violación del orden moral como hoy lo concebimos o siquiera como lo establecían las buenas costumbres debidas al respeto ingénito que engendra la ley natural en la conciencia, y al orden que espontáneamente tiende siempre a establecerse en una sociedad, tanto más cuanto más avanzada esté en el proceso de su organización.

No cabe duda de que el exquisito gusto estético de los helenos, que de un modo u otro tiene acción sobre el aspecto moral de las cosas, fue quien los salvó de sumirse irremediablemente en el abismo de la abyección y los fortaleció en el camino de consolidar fuertemente sus instituciones sociales; fue también quien dio forma a su espléndida y abundante literatura; quien labró tantos pensamientos, sistemas y construcciones ideales por boca de sus filósofos, entre los cuales fueron tantos y de tanto precio los aciertos y las escuelas, que dejaron una huella sin precedentes en el mundo occidental y contribuyeron a nuestra cultura, la cual pudo considerarse cimentada cuando Platón en los estudios de los Santos Padres, y Aristóteles en la Edad Media, y muy particularmente en Santo Tomás de Aquino suministraron la materia prima que, insuflada del espíritu y doctrina de Cristo, como forma substancial, quedó así cristianizada y modernizada. No hubo departamento ni rincón del saber que no explorara el espíritu universalista de esa civilización, y todos, al través de Roma o por virtud de trascendencia directa, al caer el imperio de Constantinopla bajo el alfanje otomano, constituyeron los pilares firmísimos que sustentan el edificio de la civilización moderna. La historia, la elocuencia, la filosofía, la arquitectura, de que nos quedan modelos como el Partenón; la escultura, que nos legó sus estatuas incomparables; la pintura, que nos asombra aun en sus ánforas y vasos, son fuente inagotable de inspiración y desarrollo; lo es la poesía más aún; pero «la poesía no es humana música de palabras, sino música divina de pensamientos», y pensamiento en literatura no significa solamente algo meramente intelectual. Si en la concepción del entendimiento no entran como parte consubstancial el sentimiento que le da calor y la emoción que le presta vida, movimiento, actividad, en vano buscamos la poesía. No hallaremos otra cosa que palabras, dotadas quizá de colorido imaginativo, de ritmo acompasado, de expresión galana, de todo menos de alma, de forma espiritual, como quien dice, de meollo y verdadera substancialidad poética: su parte no perceptible al oído sino sensible al espíritu, el quid divínum que da al poeta nombre y categoría de vate, revelador de cosas ignoradas del alma, por más que en ella estaban contenidas.

Cuando se lee la poesía de los antiguos sin una adecuada preparación cultural, no decimos que ella escapa totalmente a las facultades perceptivas de lo bello; porque el ritmo original cuando es accesible a nuestros oídos, como en los sáficos adónicos, y las preciosidades del pensamiento, las filigranas de expresión y las figuras de pensamiento y dicción son encantos que nos ganan y seducen; pero como vivimos en ambiente espiritual absolutamente distinto, buscamos en vano el resultado emocional que sacudía a los antiguos; nos falta totalmente el elemento subjetivo adecuado que suministra la comprensión completa, el hecho de sentir como cosa real, y no como artificio sin verdadera vida y alma, esa religión de la naturaleza, origen y fuente de sus mitos, y las simbólicas leyendas que son la forma objetiva de su expresión. Cuando mucho, se considera esa amena literatura como resultado ingenioso del inteligente y feliz juego de imaginación de pueblos juveniles. Se halla el espíritu tentado a considerarla como cosa pueril y deleitable, lejos de la seriedad de creencias hondamente sentidas. Quien lee el idilio I de Bion a la muerte de Adonis, experimenta una impresión altamente deleitosa, y no pasará de ahí: de gozar y admirar el arte del cincel del poeta, digámoslo así. Pero no mirará ni penetrará como cosa real, verdaderamente sentida por todo un pueblo, el tejido opulento de religiosidad que incluye el culto de Adonis, tan extendido y practicado en la Hélade. Podemos estar bien informados en cuantos incidentes contenía el rito, y que desde luego son garantía de su sinceridad. Y en efecto no se ignora cómo se iniciaban y se prolongaban por ocho días con actos en que no faltaba el luto que vestían y observaban los pueblos ni los actos simbólicos y pintorescos de las procesiones de Venus y Adonis y el arrojar los «jardines de Adonis» al mar o al río más cercano: culto en que Adonis representa al Sol, y la anémona que nace de su sangre, vertida por la dentellada del jabalí, es un signo de inmortalidad. No obstante la prolija información, y la comprensión de todo lo que simboliza cada detalle y el conjunto de la fábula, el corazón no se nos mueve como lo haría un poema de nuestro ambiente por remoto que fuera dentro de nuestra era. Son líneas elegantes, rasgos risueños, pero no podemos gozar la intimidad sentimental de la poesía: aunque no completamente igual, es algo semejante al procedimiento de ciertos parnasianos que profesaban no despertar las olas del sentimiento. Falta algo muy esencial: falta un alma como la nuestra que responda simpática a las evocaciones.

Para comprobar la variedad de uno y otro ambiente, el pagano y el cristiano, no necesitamos comparar con los modernos los poetas antiguos. Hay por fortuna para el caso en los de nuestra era, quienes dan de sí una y otra manera de crear la poesía. Uno de ellos es nada menos que don Fernando de Herrera. Para celebrar la hazaña de Lepanto compone una de las obras de nuestro Parnaso que pueden presentarse como acabado modelo en español de una oda horaciana: la canción A don Juan de Austria. Para ello nada falta: grandiosidad de imágenes, metálica sonoridad del verso, rapto poético que parece elevarlo en alas de un águila a regiones de la luz, dicción que no decae jamás de la dignidad poética, imágenes

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