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El descuento: 100 relatos de fútbol más allá del partido
El descuento: 100 relatos de fútbol más allá del partido
El descuento: 100 relatos de fútbol más allá del partido
Libro electrónico392 páginas5 horas

El descuento: 100 relatos de fútbol más allá del partido

Por Varios

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El descuento es una compilación de 100 relatos breves que tienen en el fútbol su punto de partida, para a través de él narrar y reflexionar acerca de cuestiones vitales que trascienden el deporte. Una amplia y variada selección de historias contadas por 100 escritoras y escritores entre los que destacan Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Sergi Pàmies, Belén Gopegui, Martín Caparrós, Eduardo Sacheri, Carlos Zanón, Pepe Colubi, Miqui Otero, Santiago Roncagliolo, Marta San Miguel, Miguel Pardeza, Jordi Puntí, Lucía Taboada y Enrique Ballester.
IdiomaEspañol
EditorialPanenka
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788412741148
El descuento: 100 relatos de fútbol más allá del partido

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    El descuento - Varios

    Peluca

    (Atención, es peluca y no pelusa)

    Martín Caparrós

    Yo tenía un sueño, sabe, tenía un sueño. ¿Sabe qué era lo que más quería, yo, cuando era pibe? Yo quería jugar en la primera de Boca, pero sobre todo quería jugar un Mundial, ese era mi sueño, y después quería ganarlo. Sí, ganarlo, quería ser campeón del mundo, imagínese, campeón del mundo... Y venía bien. Yo no sé si era porque los chicos no se dan cuenta, pero cuando tenía 12 años yo estaba seguro de que lo iba a conseguir, mi sueño.

    ¿Usté sabe cómo le pegaba a la pelota, cuando tenía 12 años, yo? Él iba más por el medio; yo me mandaba por las puntas y el Turquito organizaba desde atrás. Por las dos puntas, la izquierda, la derecha; yo en esa época le pegaba casi igual con las dos, ¿sabe? La verdad que le pegaba con cualquier cosa: había veces que me parecía que ni tenía que pegarle. Era joda; yo quería que la pelota se fuera para allá y me hacía caso: me hacía caso, la pelota, era de no creer. No sabe cómo me obedecía, la muy puta: era un espectáculo. Desde lejos se venían a vernos jugar: era un espectáculo. Nosotros a veces no teníamos ni para la Coca-Cola, y cuando a uno se le rompía una zapatilla era un desastre: la de golpes que te va a dar tu viejo, boludo, cómo le vas a decir que otra vez las rompiste. Era difícil: allá en Fiorito todo era una lucha, pero por suerte estaba la pelota. Y le dábamos, le dábamos hasta que nos dolían los pies y se hacía de noche y ya no la veíamos y le seguíamos dando igual, hasta que nos caíamos redondos. Y los sábados, los domingos, cuando teníamos partido, se notaba: no nos paraba nadie. Sí, ya se lo dije: desde lejos se venían para vernos.

    Ahora me parece que no nos dábamos cuenta. Nosotros creíamos que era así porque era así, que tenía que ser así, vio, que la vida era así. Ganábamos, ganábamos siempre: ya ni festejábamos, nos parecía que ganar era lo nuestro. Y yo tenía ese sueño: siempre hablábamos, con él, de eso. Él me decía no, loco, estás en pedo, qué campeón del mundo ni campeón del mundo, nosotros si salimos de acá ya es bastante, hermano, si somos unos negritos de la villa, nosotros...

    Negrito sería él. Yo, así como me ve, mi viejo es un laburante que la peleó toda la vida pero se la bancó derecho, nos dio una educación. Siempre venía a vernos jugar, el pobre viejo, y no sabe cómo nos gritaba. Nos puteaba, el viejo, pero al final se quedaba contento; no me decía nada, pero yo sé que se quedaba contento. Es que era un espectáculo, le digo. Y después, cuando se acababa el partido, era mejor todavía. Todos los pibes venían a buscarnos, nos abrazaban, a mí, al Turquito, a él también: éramos el orgullo, sabe, la pasión de la villa. Hasta minas, venían. Y ahí, para qué le voy a contar. ¿Sabe quién se llevaba todas las minas? Bueno, minas; pendejitas, le digo, éramos muy chiquitos, no era de coger, pero bien que me apretaba alguna, después de los partidos. Yo me las llevaba, todas las minitas: yo era el que se quedaba con todas las minitas y los demás me la envidiaban, esa también me la envidiaban. No sabe la gloria que es, jefe, la gloria de saber que te están envidiando, que vos estás haciendo lo que quieren hacer todos los demás, tus amigos: que te están envidiando. A Silvita se la querían voltear todos, imagínese, con el culito que tenía; bueno, voltear es una forma de decir, ya le dije que éramos muy pendejos, pero nos hacíamos cada bocho con ella que para qué le cuento.

    Yo se la cagué. ¿Sabe que se la cagué? Y ni se imagina cómo fue, la milonga aquella. Porque él se hacía mucho el vivo, era un piola bárbaro, en la canchita de pronto lo elegían primero, a veces, otras veces a mí, pero con las pendejas la verdá se iba al mazo, y aquella vuelta no me dijo nada pero yo sé que se quedó caliente. ¿Caliente? ¿Qué le digo, caliente? Recaliente se quedó, aquella vuelta, con lo de la Silvita.

    ¿Y después sabe qué pasó? No me lo va a creer, parece joda: el día que avisaron que se hacía la prueba yo justo no estaba. No fue nada especial: una de esas boludeces. La verdad, ni siquiera me acuerdo bien qué fue. Y no es que no trate de acordarme: no sabe las horas que me pasé pensando qué carajo habrá sido ese día, si estaba con angina, si fue la vieja que no me dejó salir porque había hecho alguna cagada, si me había rajado para Ramos a buscar a unos ñatos. No me acuerdo, la verdad no me acuerdo: tengo un agujero en la cabeza. La cosa es que ese día no fui y la prueba era al día siguiente y ninguno de esos hijos de mil puta fue capaz de venir a avisarme, sabe, ni uno solo: ¿se acuerda lo que le decía de la envidia? Bueno, ni uno solo. Fueron, al otro día. El Turquito y él quedaron: imaginese, él y el Turquito; si habría ido yo quedaba sin problema, fija que quedaba. Pero nadie fue capaz de venir a avisarme.

    Y después, a la semana siguiente, cuando me dijo que él y el Turquito no podían jugar el domingo con nosotros porque habían quedado en Argentinos, yo le pregunté si no podía ir yo también a probarme y él me dijo que sí, Peluca, claro, en cuanto hagan otra prueba te digo y te venís, todos juntos de nuevo. Todos juntos de nuevo, me dijo, y todavía ni siquiera se había ido, el muy turrito. Pero se ve que ya se sentía en otro mundo.

    Yo esperé: dos semanas, esperé, tres, no me acuerdo. Ni siquiera me los crucé por el barrio, en esos días. A la canchita no iban: se debían creer que les quedaba chica. Yo pensé en ir a buscarlos a la casa pero me rompió las pelotas: yo no los iba a ir a buscar, no los necesitaba. Y además esos guachos seguro no me avisaban porque sabían que si yo iba a la prueba capaz que les cagaba el puesto, imagínese; o en una de esas fue porque yo era de Boca, mire, ahora que lo pienso. No se me había ocurrido, pero aquellos eran los dos de Independiente y con eso siempre hubo pica, vio, cuando jugábamos juntos eran jodas, no más, pero la pica estaba.

    Así que me mandé solo hasta el club, me tomé el bondi, viajé como un hijo de puta, solo, colgado, hasta el club y les pregunté si me podían tomar la prueba. Sí, pibe, me dijo uno que estaba ahí, cómo no; vos anotate en ese papel y ya te vamos a llamar, quedate tranquilo. Hijo de mil putas: ya te vamos a llamar, me dijo: podía esperar sentado.

    Los mandé a todos a la concha de la lora. El fútbol, a la final, ¿qué carajo es, el fútbol? ¿Para qué mierda sirve, el fútbol? Veinte boludos grandes corriendo detrás de una pelota, mire qué huevada. Ya teníamos pelos en las bolas y lo único que queríamos hacer era correr detrás de la pelota: mire si seríamos huevones, ya era hora de empezar a pensar en cosas serias. Yo estaba enculado, sabe: veía una pelota y escupía. Yo, jefe, peleado con la bocha, qué me dice: de no creer, ¿no le parece?

    Silvita en cambio estaba hecha una fiesta. Claro, yo tenía mucho más tiempo para ella, le daba mucha bola. Ahora te vas a ocupar un poco de mí, Peluca, me decía: vas a ver que no te vas a arrepentir, vida, me decía, y en esos días, al final, después de tanta lucha, me dejó desvirgarla. ¡Qué fiesta, jefe, no se imagina cómo me sentía! Ahí sí que era el más grande de la tierra, jefe, otra que el fútbol.

    Al Pelusa no lo vi más por el barrio. No sé cuándo fue que se mudó pero debe haber sido en esa época. O capaz que un poco después, no sé, pero la verdad que yo ya estaba en otra. La Silvia me tenía agarrado de las bolas y había empezado a laburar en el taller con mi viejo y el fútbol me chupaba un huevo. A veces me venían a buscar para un picado, los muchachos me venían a buscar y yo les decía que no me rompieran las pelotas, que eran cosas de pendejos huevones. Y al Pelusa no lo volví a ver. Me enteraba, sí, de vez en cuando escuchaba algo: que el Pelusa la está rompiendo en la tercera de Argentinos, que le hicieron una nota en no me acuerdo qué revista, que el Pelusa va a jugar en primera. Mi vieja era la que me decía: mi vieja, imagínese, como si a ella le importaran esas cosas. A mí, jefe, la verdad, me chupaban un huevo. Mi vida era otra cosa, y fueron años buenos.

    A la cancha volví por mi viejo. Me rompía las bolas, en el taller siempre me hablaba de Boquita, que Brindisi esto, que Perotti lo otro, y al final un día lo acompañé a La Bombonera. Me agarró la fiebre, sabe: ese día, cuando entré ahí, toda esa luz, esas banderas, los gritos de la doce, me agarró la fiebre. Estaba como loco. No podía entender cómo me había pasado todo ese tiempo sin darle bola, estaba como loco. El lunes me fui a la canchita, sí, a la misma donde jugábamos de pendejos y me entreveré en un picado: ¿sabe qué, jefe?, no había perdido nada: la seguía moviendo como antes, los dejaba parados a todos, me cagaban a patadas y no me podían parar, ni a cañonazos; los llenamos de pepas, yo metí como seis. Esa semana enganché a un amigo del barrio que tenía un conocido en Chicago y le pedí que me arreglara para ir a probarme: ahora sí que no la iba a dejar pasar, ahora iban a ver. Pero el quía me averiguó y me dijo que no, que ya estaba grande, que no agarraban veteranos. Imagínese, jefe, veterano: si no había cumplido 20 años, todavía. No sabe el embole que me agarré: los quería matar a todos, la verdad.

    Pero bueno, me la banqué: me la tuve que bancar. Anduve buscando si conocía a alguno en otros clubes, no encontré, a la final me fui olvidando y que se fueran todos a la concha de sus madres. Me la tomé con soda, sabe, porque yo tengo una filosofía de la vida: no te calentés, Peluca, que los que se calientan son los perdedores. Y yo no era un perdedor, yo la tenía a Silvita, el laburo, andaba con algún mango en el bolsillo, todo bien. Al fin y al cabo el sueño ese del fútbol y el Mundial y toda esa pavada era una cosa de pendejos.

    Todo bien. La verdad que estaba todo bien. ¿Sabe qué es lo que no pude soportar, jefe, la que no me banqué? Cuando se fue a jugar a Boca. Esa se la armó toda él. Boca no tenía un mango, estaba quebrado, no tenía ni para comprar las medialunas, pero dicen que él se inventó todo el paquete, que los apretó, salió a hablar en los diarios y terminó jugando en Boca. ¡En Boca, el Pelusita, jefe, imaginese! Ese sueño era mío. Si él nunca había sido de Boca. De Boca era yo, jefe, de Boca era yo.

    Yo seguía yendo a la cancha. Bueno, la verdad, la verdad, cada vez iba más a la cancha: no me perdía un partido de Boca. Lo seguía por todas partes, a Boquita, adonde fuera lo seguía, y nos hicimos amigos con los muchachos de la doce. Silvia estaba cada vez más embolada y yo le decía que no me rompiera las pelotas: la verdad, ya me empezaba a hartar, Silvita. Y encima cada vez que el Pelusa salía por la tele Silvia se lo comía con los ojos, tendría que haberla visto: se le caía la concha a las rodillas. Y mire que es feo el muy hijo de puta. Pero claro, la guita, la fama, todo eso a las minas les gusta más que el chupetín pelado. Se hacía la boluda, Silvita, pero se le notaba que estaba pensando carajo, si le habría dado bola a él en vez de a vos. Y sí, un par de veces la surtí, jefe, la tuve que surtir, no tuve más remedio. Pero ella se la bancó, porque de últimas es una mina gamba. Lo que yo nunca pude entender es lo de la doce: mire que me he puteado con los muchachos y no hay caso. Yo les digo pelotudos, el pibe nunca fue de Boca, les está vendiendo un buzón en colores pero ellos nada, maradó maradó, se los metió a todos en el bolsillo, el muy hijo de puta, si serán pelotudos. Yo no me lo bancaba.

    Sí, es cierto: no me mire así como si se estuviera por ganar la grande. Ya se lo dije, para qué lo voy a negar: no me lo bancaba. Pero le juro que el fierro no estaba cargado. No por mí, sabe; la verdad que los muchachos dijeron que era mejor llevarlos descargados. Total, no íbamos a tirarles a los pibes de la primera y si se llegaba a armar kilombo y caía la cana, digo, perdón, si se presentaba la autoridad el fierro descargado es más barato, ¿vio, oficial? Total nosotros lo único que queríamos era apretarlos un poco, a los pibes, para que se dejaran las bolas en la cancha, como si fueran de Boca, me capta, oficial, como si fueran de Boca de corazón. No mercenarios, no como el turrito ese, no: bosteros de alma y vida, de ganar el campeonato a mordiscones. ¿Y no va ahí el Pelusa a meterse en el medio y les dice a los muchachos que se queden piolas, que a él no lo apreta nadie y ellos van y se la comen doblada? Carajo, oficial, usté los conoce a esos muchachos. No son de andar charlando, pero esa tarde lo escucharon y se fueron al mazo, se los compró con moño. Yo ahí sí le juro, no me escuche, oficial, no me dé bola pero le juro que si el fierro estaba cargado se lo vaciaba en la cabeza. Y él no sé si en el kilombo no me vio, o será que más bien se hizo el boludo: ni bola me dio, ni un saludo, ni hola qué tal Peluca tanto tiempo. Ahí sí, jefe, la verdad que lo habría reventado.

    ¿Y sabe qué? No me animé. Esa vez no me animé. Yo no soy un cagón, oficial, usté ya lo debe ir sabiendo, pero esa vez no me animé, vaya a saber qué fue que me paró. Por suerte: habría hecho una cagada. Justo después Boquita se fue de gira, usté se acuerda. Ahí los vi en la tele, el otro día. No, el partido no, qué van a pasar ese partido. No, los vi en el noticiero, cuando llegaban a ese aeropuerto de Gabón, de Senegal, de ese país de negros. ¿No lo vio, jefe? Era increíble. Ahí estaba el Pelusa y una parva de negritos se le tiraba encima, le gritaban maradó maradó, se lo llevaron por delante. ¿Sabe lo que debe ser, oficial, vivir así toda la vida? Pobre, Pelusa, ese sí que no puede ir ni al baño, ni en el África va a poder ir a cagar tranquilo. Está jodido, oficial, está jodido. Así que no se preocupe, jefe, yo no lo voy a matar; ni se me ocurriría matarlo, la verdad. Si lo mato le hago un bruto favor: va a ser como Gardel, se muere en su mejor momento y al carajo, queda como el héroe de la patria. Ni en pedo lo voy a matar, jefe, para qué. ¿Para salvarlo de que se pase la vida rajándose de los negritos que lo corren? ¿Usté se imagina vivir así toda la vida? Eso sí que es castigo. Por eso, oficial, se lo prometo. ¿Yo, matarlo? No, yo ni en pedo le haría ese favor.

    (Pese a las evidencias flagrantes en su contra, el declarante, Alberto Vuozzi (a) Peluca, argentino, 22 años de edad, niega su relación con la agresión sufrida el 22 de julio pasado por Diego Armando Maradona, argentino, 21 años, en la entrada del estadio del Club Atlético Boca Juniors sito en la calle del Valle Iberlucea. Por otra parte, nótese que el declarante en su deposición afirma ser vecino de Villa Fiorito, partido de Lomas de Zamora, desde su nacimiento. Las averiguaciones pertinentes nos permiten asegurar que el declarante nació y ha vivido siempre en San Antonio de Padua, partido de Merlo).

    El fútbol que me parió

    Jesús Nieto Jurado

    Mi fútbol son recuerdos de un balón Mikasa duro que me dejó en el rostro su quemazón, que diría Neruda. El fútbol a mí me enseñó poco; quizás que las vocaciones fuertes no pasan de los 14 años. El fútbol me enseñó que el fracaso como futbolista te abre otras facetas de la vida que son más ridículas y menos rentables. En mi caso, el fracaso del fútbol fue un fracaso anunciado.

    Suspendido en inteligencia espacial y negado para la psicomotricidad, fui un ‘cono’ con alma y con pulmones que corría la banda sin sentido. Entonces yo probaba con otros deportes, me colgaban el sambenito de frustrado para el fútbol; y eso me hizo ser autodidacta en otras disciplinas que iban del hockey hielo al balonmano, pasando por el teatro aficionado y por la media maratón cuando el fondo atlético no era, como ahora, una romería dominguera de ejecutivos agresivos. Por eso no puedo emular a Camus y contar que lo que sé de los hombres lo aprendí del fútbol. En el fútbol no aprendí nada o lo aprendí todo: amplitud, profundidad, falta estratégica y vender calzoncillos a la madurez.

    Evidentemente proseguí como futbolista hasta los 18 en categorías inferiores, haciendo como tegumento del equipo entre las novias serias y los primeros alcoholes. En aquella época me fogueaba como cronista deportivo, subía a los palcos y pisaba los banquillos como un Tenorio incapaz de dar un pase en largo con una mínima precisión. Mis entrenadores fueron conmigo un cúmulo de virtudes; a mi alma un tanto sensible no quisieron matarla civilmente en su condición de pelotero. Yo era una negación de manual para el fútbol pero seguía pertinaz en mi afición.

    Me toleraban, me daban la ficha federativa y me llevaban de pueblo en pueblo como mascota consentida; comía banquillo y algunos días hasta ni me colocaba el chándal y me dedicaba a provocar al rival y a sus madres en aquellos estadios en pueblos palurdos y con nombres de alcaldes palurdos. Conocí el salvajismo del balompié patrio regional y pude entender ya por qué Puerto Hurraco, las Hurdes, por qué el Sabino que los arrollo. Y vi navajas reluciendo en no pocos graderíos. Aquella época coincidió con la democratización de la Play, para la que los volubles dioses tampoco me dieron aptitudes. Cuando los primeros porros y el FIFA 98 de Lama, yo ojeaba los manuales de la RFEF para el titulito de entrenador. Me sorprendió la psicología de baratillo que metían en el manual encuadernado con gusanillo: psicología al fin y al cabo en aquellos libritos a doble espacio. Entendí que el fútbol me iba a premiar con una cuota de inclusión social.

    El expediente federativo que me abrió como jugador un campo terrizo se promovió por una sentada del equipo. O yo jugaba, o se disolvía el equipo. Todos, del rocker al crack, del portero disoluto al central con pundonor, sacaron la democracia interna. Borja, ahora entrenador por el Este de Europa, consultó con la directiva y La Mosca CF me dio de alta en la Federación y cumplió su compromiso del deporte como elemento integrador y difusor de valores. Fue así como llevé el sindicalismo al fútbol modesto.

    No había perspectiva de Mundial. Iniesta perdía masa capilar en La Masia con disciplina espartana. Ramos y yo mismo escuchábamos flamenquito en un walkman y nos escapábamos los domingos que no había partido a pegarle cuatro capotazos a una becerra. Recuerdo aquellos tiempos, las canchas de tierra y las suicidas carreras de moto a las que me llevaba de paquete un delantero inglés que vino de Londres en una caravana y que antes vivió la utopía de la Alpujarra.

    Aquella época coincidió con mis lecturas más serias; doblemente diletante, traducía La Ilíada para jóvenes y me iba al ajado césped artificial a dar balonazos. Manolo Campano, entrenador en juveniles, me mandaba a por sus Ducados y me ‘regalaba’ la vuelta: siempre le tenía que poner unos céntimos o dejar fiado a la estanquera.

    El fútbol, entonces, iba mejorando. Cada día veía menos entrecejos en la cancha y la cosa tiraba más a Beckenbauer. Influyó aquel gol de Zidane en Glasgow y que mi equipo y yo mismo viéramos que se podía ser elegante en el juego. Mi relato vital siempre tiene el fútbol. Delante y detrás. Muchos años después volví a tocar balón, cada mañana, en un deporte que he llamado soccer-running y no es más que un correcalle solitario.

    Otro día me iba a entrevistar a Paco Jémez a Vallecas, al siguiente Pardeza me invitaba a café en el Bernabéu horas antes de ir a Ginebra. Como bien he dicho, el fracaso del fútbol en mi caso es un íntimo secreto a voces. En los márgenes del fútbol, este país se lame sus heridas. La madurez nos aleja de cualquier barra brava. Y quizás esa sea la peor tragedia.

    Breve historia de una pelota

    Judith Marrasé

    Esta es la historia cualquiera de una pelota cualquiera. De las quizás millones o trillones o cuatrillones de pelotas que deben de haber en el mundo. Pelotas de tenis, de waterpolo, de ping pong, de bádminton, de golf. Pelotas hechas con papel de plata, de plastilina o de las que dan vueltas y más vueltas peinando los desiertos mexicanos de las películas americanas. Pelotas de baloncesto, pelotas vascas, incluso pelotas de goma.

    Pero la historia que hoy quiero contar es la de una pelota de fútbol. La de una pelota cualquiera pero única al mismo tiempo, sin copias ni hermanas mellizas. La historia de esta pelota. De mi pelota.

    Mis amigos me llaman Kone y vengo de una de estas regiones remotas que los europeos llaman el África subsahariana. Da igual de dónde, tampoco es que importe mucho. Pero como no estoy contando mi historia, sino la de mi pelota, voy a intentar ceñirme a ella.

    A mi abuelo le llevó unos días fabricarla. Lo hizo en la aldea en la que vivíamos y usando materiales estrictamente naturales, nada de fibra sintética ni todas estas cosas que se usan hoy en día. Era del color de la tierra y tenía las costuras de un rojo granate, como se tiñe la sangre cuando se coagula. También recuerdo el tacto perfectamente. Rasposo y suave al mismo tiempo, no puedo describirlo del todo.

    No me separaba de ella. Mi abuelo me decía que no tuviera tanto miedo de perderla, que las cosas que tememos acaban sucediendo más fácilmente. Pero yo no podía soltarla, y cuando la cedía para jugar algún partido con mis amigos, sentía siempre una tensión espantosa que no podía controlar y me bloqueaba, y no podía jugar porque todos los músculos de mi cuerpo se paralizaban e impedían que me moviera con naturalidad. Y entonces mi padre se ponía muy nervioso. Y me chillaba que tenía que jugar, y jugar muy bien. Y volvía a repetirme que no se sabía cuándo iba a pasearse por la aldea uno de esos europeos ricos que trabajan para grandes clubes de fútbol buscando nuevos talentos. Y yo volvía a rechistar diciéndole que todo eso no eran más que chismes alimentados por la imaginación de la gente que se aburría en la aldea, y él volvía a abofetearme, preso de la rabia y de una frustración vital que nunca iba a abandonarle.

    Pero un día cualquiera el destino de mi pelota cambió y de golpe se vio envuelta en un fajo de tela blanca que le privaba de la cálida luz del sol africano. Y empezó el peregrinaje. Cruzamos medio continente, ahora a pie, después subidos en un viejo autocar mal pintado, finalmente entre ganado montados en un camión.

    Cuando destapé por fin mi pelota era de noche y una superficie infinitamente negra nos desafiaba, quieta y callada. Y entonces recordé las veces que mi amigo Abdou me había descrito el mar como algo hermoso, brillante y conmovedor. Y pensé que por qué me había mentido de aquella manera. O quizás aquel no era el mismo mar del que todos hablaban. De repente, una luz cegadora, los susurros nerviosos, movimientos y empujones. Había que subir rápidamente a la barcaza. Al rato de zarpar, la superficie aterradora nos rodeaba por todas partes, como una mano negra amenazante. El silencio era sepulcral. Y al cabo de unas horas, mientras todos dormían, el viento empezó a soplar con más fuerza y la barcaza a zozobrar como un títere a punto de romperse. Y la lluvia, y las olas. En nada, habíamos volcado. Nadie sabía nadar, y en unos minutos dejaron de oírse los gritos frenéticos, poco a poco, y las voces solitarias en medio de la nada se deshincharon como se deshincha un globo cuando pierde todo su aire, su razón de ser. Yo cerré los ojos y empecé a rezar, como me había enseñado mi abuelo que debía hacer una vez llegara el momento. Pero no había llegado. El estruendo de un trueno hizo que los abriera de nuevo instintivamente y el rayo cegador que cruzó el cielo a continuación me dejó ver un objeto redondo a un par de metros de donde me encontraba. Mi pelota. Desconozco todavía cómo, pero el hecho es que llegué hasta ella, la abracé y permanecí en esa posición durante un tiempo indeterminado. Cuando oí la sirena del barco ya había amanecido.

    No volví a ver mi pelota nunca más. Cuando desperté en aquel yate de salvamento nadie sabía nada de mi balón. Intenté preguntarlo haciendo señas, expresándome de la mejor manera posible, pero todos pensaban que deliraba por el frío y el cansancio y no hacían más que recomendarme que volviera a dormirme. El hecho era que mi pelota se había ido.

    Era posible que se hubiera lanzado al mar —quizás le había gustado el suave balanceo de las olas y el tacto de la sal— o que incluso se hubiera ido con cualquier otro chico subsahariano o europeo que la necesitara más que yo. Incluso era una posibilidad que hubiera encontrado un rincón confortable en aquel barco de salvamento en el que se sintiera como en casa, o que prefiriera quedarse en cubierta observando sin más el terrible drama que azotaba continuamente las aguas malditas sobre las que se mecía.

    Yo, sin embargo, seguí con mi propia historia.

    Remate

    Pepe Colubi

    El delantero recibió el balón con el pecho, lo bajó al suelo e inició una carrera suicida hacia la portería contraria. Tenía la velocidad de su parte y el temor que inspiraba su habilidad convertía a los defensas en frágiles marionetas. Al primer contrario que le salió al paso lo desequilibró con un leve amago de cadera, al segundo lo superó con un inesperado cambio de ritmo y, cuando ya se escoraba demasiado, recortó bruscamente hacia el centro dejando sentado a un tercer rival. Al borde del área retomó la zancada diáfana que le iba acercando a la portería mientras la silueta del guardameta se agrandaba ante él. Pero aún faltaba el capitán. Ni siquiera lo vio acercarse, desbocado como un tren descarrilado, fuego en los ojos y rabia en el gesto, decidido a parar de cualquier manera al malabarista que había dejado atrás a sus compañeros. Resbalando por el suelo como un toro furioso, estiró su pie como un ariete hacia las piernas del regateador cuando el portero ya se les echaba encima y los tres colisionaron con violencia. Justo antes, el delantero tocó el balón como envolviéndolo en un suspiro para que se elevara sobre el arquero y entrara botando mansamente en la portería. Pero al mismo tiempo los tacos de la bota del defensa impactaban contra su tobillo. El crujido seco interrumpió el gesto técnico y el goleador observó horrorizado cómo su propia pierna se le desprendía del cuerpo, volaba unos metros y acababa aterrizando sobre el césped mullido. La extremidad, sola en mitad del área, aún se agitó

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