Díptico de luna
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Díptico de luna - Pepa Luna Casanova
RELATOS
Enya dijo sí
«Dije sí quiero, sí. Me casé, sí», escribía en su diario Enya, aprovechando la ausencia de su marido Brian, que se encontraba trabajando.
Hacía un mes que se habían convertido él en marido y ella en mujer. Las mujeres de la sociedad patriarcal de Irlanda de finales del siglo XIX empezaban a dar señales de su individualidad y del colectivo en general, pero el matrimonio seguía siendo para ellas su fin y su razón de ser. Así, la unión de Enya y Brian había quedado pactada desde su infancia.
«Hoy me pregunto qué pude sentir durante el casamiento, si mi presencia fue solo física», seguía escribiendo Enya. «¿Tendrá que ver con lo que siento ahora y entonces tenía dormido? ¿O, tal vez, es que nunca he sentido nada porque solo importaban los deseos de Brian? Lo cierto es que aquel sí me ha cerrado todas las puertas del no. ¡Cuánta cárcel puede haber detrás de dos monosílabos tan sencillos como sí y no! Tanto en un caso como en otro, cuando quiero expresarlos en libertad, observo que tienen consecuencias.
Ya pasó un mes desde aquel esplendoroso día para Brian y funesto para mí. Las mujeres nacemos presas de nuestro propio sexo y de nuestro propio cuerpo. Después del matrimonio dejamos una cárcel para encerrarnos en otra, con el agravante de que esta lleva carcelero. Me pregunto si las demás mujeres piensan o sienten como yo. No he tenido la oportunidad de hablarlo con ninguna. Cuando sutilmente he querido sacar el tema con algunas de ellas, me rehúyen con delicadeza y se quedan en la superficie. En general, se procura hacer bien, que para eso nos han domesticado, y porque, en caso contrario, nos enmendarían la plana con un par de azotes.
Cada día me acuerdo de mi padre, al que le estaré agradecida de por vida. Mi curiosidad e insistencia le llevaron a enseñarme a leer y escribir. La escritura me permite hablar conmigo, ya que no puedo hacerlo con nadie más, ponerle palabras al desasosiego permanente en el que vivo desde que me casaron. De aquí para afuera no me permiten ser libre, pero nada me impedirá serlo hacia adentro.
Esta noche toca, esa es mi función, el deber marital. Son diez minutos escasos que se me hacen una eternidad. Las primeras semanas, como no me relajaba, me dolía mucho. La rigidez y contractura de mi musculatura más íntima impedía la entrada al enhiesto energúmeno, que pretendía a toda costa penetrar en mis entrañas. Cuando por fin lo conseguía, me dejaba allí, abierta en canal y con el veneno inoculado chorreando entre mi dolorida vulva. Apenas se marchaba, me levantaba corriendo para vomitar. Así un día tras otro, y en ocasiones por la mañana y por la tarde.
Estoy aprendiendo a prepararme para que esos momentos me sean leves, que no me supongan una tortura. Tenía que tomar una decisión. Hacer de mi condena algo más llevadero. Incorporé, previo a esos momentos de cúpula consentida, pero no deseada, un pequeño ritual, que desde hace poco estoy llevando a cabo. Me preparo una copa de Agua de Vida, que tiene Brian reservado para las visitas masculinas, que me sumerge en un clima envolvente y liberador. Los pensamientos que despiertan mi deseo, y que antes desechaba nada más aparecer por mi mente, ahora los invito a quedarse y a que dancen libremente por mis sentidos. Cuando mi marido viene a quitarme la ropa, me enfundo el traje de la sensualidad, cierro los ojos, abro mis piernas y me voy con mis pensamientos lujuriosos. La humedad chorreante de mis entrañas en esos momentos es un fragmento de la libertad encarcelada que me permite vivir el goce prohibido. Mañana continuaré, Brian acaba de llegar y he de poner a buen recaudo mi