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Las lágrimas de Allah
Las lágrimas de Allah
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Libro electrónico417 páginas6 horas

Las lágrimas de Allah

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El valí de Elvira abandona su exilio y regresa a Córdoba, ante el requerimiento inesperado del emir y la desaprobación de su consejo, que rechaza la presencia del antiguo general. Su llegada hará tambalear los cimientos de Al-Ándalus, como ya lo hiciera en el pasado, cuando un hecho insólito rompió el fuerte lazo de amistad entre ambos. Tan solo el amor de dos jóvenes, condenados a mantener su relación en secreto, pondrá en jaque las pretensiones del Emirato y hará salir a la luz la gran verdad que durante años ha permanecido silenciada.
Traición, poder y ambición, corrompen la corte andalusí de Al-Hakam, tercer emir omeya, el más cruel y sanguinario que recuerdan las crónicas…

Las lágrimas de Allah es una historia de ficción recreada en un episodio histórico, que aconteció en la Córdoba musulmana en el siglo IX. En ella se mezclan personajes reales con otros inventados, creándose situaciones cotidianas y conflictos dentro de la época. El autor no pretende contar cómo se desarrollaron los hechos, sino utilizar el contexto histórico para dar vida a esta historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 may 2024
ISBN9788410685161
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    Las lágrimas de Allah - Enrique Matrán Huete

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Enrique Matrán Huete

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-536-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Agradecimientos

    A Laly, por su inestimable ayuda en los primeros pasos de esta andadura…

    Rabhí y AbdelKrim, por aliviar mis dudas…

    Y, sobre todo, a mi mujer Yolanda y mi hijo Enrique, por su infinita paciencia y comprensión…

    Abderramán I. El príncipe errante

    Desde el fallecimiento de Mahoma en el año 632, los omeya gobernaron durante un siglo desde su capital en Damasco, marcando así los primeros años del Islam. Con la dinastía en el Califato, la expansión del Islam fue fulgurante en Oriente medio y África: llegaron en el año 710 a la India, por el este, y hasta el estrecho de Gibraltar desde el norte de África por el oeste. El mundo musulmán estaba gobernado y regido por el califa, líder espiritual y político, puesto que ocupaba en representación del mensajero Mahoma.

    A partir del año 740, muchos musulmanes empezaron a ver que los omeya no eran los gobernantes ideales, hecho que desembocó en un deterioro de su mandato. Los enfrentamientos con la dinastía rival abasida desencadenaron una rebelión sin precedentes, con continuas presiones y conflictos por hacerse con el poder, que reclamaban afirmando que su linaje descendía del profeta Mahoma.

    Los omeya perecieron cuando el último califa, Marwán II, fue expulsado de la capital por los abasidas para morir finalmente en Egipto. Se aseguraron de que nunca más volvieran al poder, masacrando a todos los miembros de la familia, excepto uno: el príncipe Abderramán, que consiguió escapar de la matanza.

    En su huida, se refugió con las tribus beduinas en el desierto, pero los abasidas, que eran temidos por su crueldad, le persiguieron sin tregua para acabar con él. Al no poder ocultarse empezó una huida angustiosa que duró un total de cuatro interminables años, sin un rumbo fijo, con la sola finalidad de sobrevivir. Las circunstancias le llevaron desde Egipto hasta Túnez.

    Sin embargo, las confusiones por el cambio de dinastía en el Califato de Damasco produjeron un relevo de poder en el norte de África, al caer en manos de los emires y gobernantes locales de los antiguos califas omeyas. Abderramán pensó que podrían unirse a su causa, pero buscaban la independencia de manera aislada en continuas luchas internas para alzarse con el poder.

    Una vez más tuvo que huir con algunos hombres fieles a su causa, y esta vez se adentró en los territorios africanos del interior con las tribus de los bereberes.

    Fue en el año 755, oculto en Ceuta, cuando fijó su atención en Hispania, donde Yúsuf gobernaba Al-Ándalus aprovechando la confusión todavía existente en Damasco. Consciente de que en Hispania todavía quedaban vestigios y simpatizantes de su dinastía, Abderramán mandó un emisario a tantear el terreno, dio a conocer sus intenciones y ganó adeptos a su causa.

    Desembarcó en Almuñécar en el año 756. Con el apoyo de los simpatizantes de su familia y los detractores de Yúsuf, llegó al poder y desafió al Estado islámico de Damasco controlado por los abasidas. Como solo podía haber un califa en el imperio musulmán, se proclamó emir o príncipe entre iguales.

    Así nació el Emirato independiente de los omeya. A partir de entonces, su reinado seguiría un proceso paulatino de consolidación, culminado en el año 780 con el inicio de la construcción de la Gran Mezquita de Córdoba, símbolo de poder y soberanía en su mandato, que le permitió proclamarse gobernador de la península. Durante los dos siglos y medio siguientes, Córdoba se convertiría en uno de los dos centros intelectuales y de comercio más importantes del mundo…

    Introducción

    Qurtuba, «Córdoba musulmana». Año 818 del Emirato independiente omeya en Al-Ándalus. Al-Hakam, tercer emir de la dinastía constituida por su abuelo Abderramán I, más temido que amado por su pueblo, no dudaba en rodearse de mercenarios, traidores y renegados para enfrentar y resolver los problemas que le salían al paso. A nivel interno tuvo que sofocar varias revueltas de una parte de la población formada por alfaquíes, mozárabes y muladíes, que vivían ahogados por las continuas subidas de impuestos, y también con alzamientos entre las distintas etnias musulmanas de yemeníes, sirios y bereberes. A nivel externo, tenía que lidiar con las pretensiones del Califato de Bagdad de establecerse en Al-Ándalus. Cauto y desconfiado, él mismo supervisaba los asuntos de Estado, rodeado siempre de juristas, sabios y filósofos. Amante de la poesía, le gustaba recitar con gran elocuencia temas de amor y batallas épicas de otros tiempos.

    CAPÍTULO I

    El retorno de Kháliq

    Antes de que los primeros rayos de sol empezasen a iluminar la ciudad, el almuédano o muecín se dejaba ver en el minarete, la parte más alta de la mezquita, desde donde anunciaba la llamada a los creyentes. Su voz firme y serena, dotada de gran personalidad vocal, empezaba a cantar al-Adhán, impregnando cada rincón de la Medina. Tan solo el canto de los gorriones se distinguía entre la oración acompasada, profunda y melódica en la confesión de la fe. La suave brisa matinal empujaba el eco del intérprete, de manera sutil y delicada, los preceptos del Islam a todos los hijos de Allah. Al término de tan hermosa sinfonía espiritual, la ciudad empezaba a cobrar vida con su actividad. Las grandes puertas de acceso al recinto, en el sur de la fortaleza, se abrían al unísono, e invitaban al viajero a entrar en tan bella obra de arquitectura.

    El río Guadalquivir acogía el impresionante puente romano, de dieciséis arcos y trescientos metros, la única vía para entrar en la ciudad desde el sur de la península. Fue construido en el siglo I, durante la época de dominación romana, como parte de la denominada Vía Augusta, que iba desde Roma hasta Cádiz. Se alzaba robusto y poderoso sobre el caudaloso río, hasta desembocar a las mismas puertas de la Medina, que rendía pleitesía a la magnificencia de la Córdoba omeya.

    Un conjunto arquitectónico sin igual, de una belleza inusitada, que conjugaba todos sus elementos con una fastuosidad sin precedentes. La ornamentación de sus edificios ensalzaba las construcciones más notables en un deleite para los sentidos. Fachadas esculpidas y labradas a mano, con continuos relieves y formas imposibles, engalanaban las estructuras. Aparecían motivos decorativos nuevos, como el ataurique, con formas de plantas, animales, vegetales y frutos, de una riqueza y una plasticidad ornamental maravillosas.

    Las columnas y los pilares se alzaban estilizados y majestuosos. Coronados por capiteles de avispero, con formas geométricas perfectas, albergaban motivos florales en un tallado minucioso de diminutos orificios en la piedra, como si de un panal de abejas se tratara. Y sobre ellos, el arco de herradura de origen visigodo era perfeccionado y estilizado con gran maestría, constituyendo una de las señas de identidad de la Corte andalusí.

    Como complemento a tan magna obra de diseño y urbanismo, el agua era uno de los elementos más visibles, circulando por estanques y fuentes, mediante un sistema de canalización y distribución magistralmente definido. Los parterres y plantas exóticas, cuidadas con mimo, ensalzaban más aún el esplendor de las calles y edificios de la ciudad. En el jardín del Alcázar real, se alzaba erguida y hermosa la gran palmera que Abderramán I plantó con sus propias manos.

    Al oeste de la gran metrópolis se encontraba la musara, una gran extensión verde que acogía las grandes huertas y zonas de plantación para aprovisionar a la población. Las nuevas técnicas de regadío implantadas por los árabes constituían una revolución para el sector agrícola.

    Se incorporaron productos nuevos, como el arroz, cítricos, frutos secos, plantas de plátano, dátiles, alcachofas, espárragos, árboles de coco y, por supuesto, las especias, muy presentes en la gastronomía, como el azafrán, jengibre, canela, sésamo, anís y nuez moscada: un reclamo importante en el resto de Europa y uno de los pilares del comercio omeya.

    *

    La actividad recobraba su pulso una vez acabada la llamada a la oración. Era un ir y venir incesante de personas atareadas en un entramado de calles pintorescas y bulliciosas, donde se podía adquirir cualquier producto, y también contratar personas especializadas en los distintos oficios como eran carpinteros, aserradores, sastres, médicos, escribanos, curtidores y un sinfín de artesanos.

    Don Julián, como cada mañana, no se demoró en transitar la zona para atender sus negocios y emprender otros. Le gustaba recorrer los puestos, ver el género, visitar a los mercaderes y sobre todo relacionarse socialmente.

    Llevaba el oficio en la sangre. Descendiente de una de las familias de comerciantes venecianos más importantes de la época, su abuelo, don Luca de Bravenza, había llegado a la Corte de Toledo para afianzar una de las vías principales de comercio de la España visigoda en el año 710. En la Corte toledana se enamoró de una joven cristiana, doña Leonor, sobrina del gobernador de Talavera, a la que tomó por esposa.

    Sus deseos de partir a la península itálica se vieron truncados por la inestabilidad política durante el reinado del rey Rodrigo y la incursión musulmana de Tarik y Muza en el año 711. No dudó en acogerse al estatuto legal de la Dimma —protección otorgada por el Islam, mediante la cual, la comunidad musulmana concedía hospitalidad y protección a miembros de otras religiones monoteístas con un libro sagrado, ahl-Kitáb—. A cambio, estos debían cumplir una serie de obligaciones a modo de impuestos y acatar la dominación musulmana.

    El Veneciano, como así lo llamaban, era un hombre de recursos, inteligente y culto. Dominaba varias lenguas, hablaba latín y griego, y se defendía con el árabe, ya que su actividad como marino y comerciante le había llevado por todo el Mediterráneo occidental. Pronto empezó a desplegar todo su buen hacer y experiencia entre el gremio de los mercaderes. Mantenía sus contactos en los distintos puertos marítimos y, aunque no podía cruzar ciertos pasos fronterizos para cerrar acuerdos por el veto musulmán, lo hacía a través de correspondencia o mediación de otros. En unos pocos años su posición se consolidó de manera notable, ya no trabajaba para otros como intermediario. Don Luca tenía su propia estructura mercantil en Toledo, centro neurálgico de entrada y salida de mercancías y una de las ciudades más importantes del interior de la península. En poco más de una década, estaba a cargo de un tercio de los negocios que se producían en Toledo. A la edad de treinta y siete años llegó su único hijo, Gonzalo (quien sería padre de don Julián).

    Don Luca le procuró la mejor educación, contrató los mejores matemáticos, filósofos y profesores cualificados de la época. Cuando el joven Gonzalo era un adolescente, su padre empezó a enseñarle el oficio, le acompañaba en cada subasta, en cada trato, en la fijación de precios. Aprendió de la maestría de su padre y se convirtió en un joven ambicioso, de gran proyección y determinación.

    Tras la muerte de su progenitor en el año 750, puso su mirada en Córdoba, consciente de las oportunidades que la gran capital ofrecía, pero su condición de mozárabe no ayudaba para abrirse paso en un gremio hermético y enteramente musulmán, que le excluía cada vez que intentaba hacerse un hueco entre los mercaderes cordobeses. Tuvieron que transcurrir dieciséis años, cuando Abderramán I empezó la ampliación territorial de la ciudad con la construcción de nuevos arrabales —barrios ubicados a las afueras de la medina—, y tuvo que dotar de infraestructura y solidez al comercio, artesanía, manufactura y cualquier oficio que las gentes llegadas de otros lugares pudieran desempeñar. Gonzalo no dudó ante la llamada del emir en instalarse en uno de los barrios más prósperos y de mayor influencia, el arrabal de Saqunda. Así fue como la familia Bravenza desembarcó en Córdoba, cuando el pequeño Julián contaba seis años de edad. Con el paso de los años se convertiría por derecho propio en un tayr, uno de los grandes comerciantes de Córdoba.

    Mantenía su cultura, religión y costumbres dentro del estatus legal de los dimmíes como mozárabe, no creyente en el Islam. Era no solo tolerado sino también respetado, y contaba con ciertas coberturas legales que, debido a su posición, eran mucho más amplias respecto al pago de impuestos de obligado cumplimiento. El resto de comerciantes y mercaderes tenía buena relación con él, y la autoridad islámica veía con buenos ojos la actividad mercantil, primero porque era uno de los pilares fundamentales de su economía y segundo porque su propio profeta, Mahoma, también fue comerciante antes de la llamada de Allah a la Revelación.

    Como todas las mañanas, don Julián pasó por la freiduría del zoco para tomar uno de sus dulces favoritos, los pestiños de miel, y mientras saboreaba tan delicioso manjar, vio cómo se acercaba Harid, el almotacén, la persona encargada de velar por el buen funcionamiento del zoco: la designación de los puestos, calidad del género y fijación de precios. Mantenían una relación de fuerte amistad desde su juventud, cuando empezaron a trabajar juntos en una de las mayores alianzas mercantiles de Córdoba.

    Ten cuidado con los pestiños… el fajín ya empieza a resentirse.

    Tienes razón, pero no puedo evitarlo, es una tentación para mi paladar. —Don Julián se chupaba los dedos embadurnados en miel—. Ahora llevo una vida menos agitada desde que mi hijo se encarga de los negocios —comentó con cierta resignación.

    —Por cierto, hace días que no lo veo… ¿ha regresado ya?

    —Partió la semana pasada a Qartayannat, «Cartagena». Estamos esperando la llegada de las naves mercantiles desde Génova. Quiso ir él a supervisarlo todo, ya lo conoces.

    —Te veo preocupado, ¿ocurre algo? —preguntó Harid intrigado.

    —Antes de que partiera, recibimos noticias de saqueos por parte de piratas bereberes en el Mediterráneo a otras embarcaciones procedentes de Egipto. No sabemos aún qué suerte han sufrido las nuestras —contestó con gesto serio.

    —Siempre dispones de información privilegiada, y en estos tiempos, esa información te da una ventaja considerable sobre el resto, amigo mío —expresó el almotacén con cierto asombro.

    —Como bien sabes, nuestras embarcaciones enarbolan la bandera de mi familia. Después de tres generaciones, nuestro apellido sigue teniendo cierto prestigio en las vías marítimas —detalló—. Los continuos conflictos internos y las turbulencias políticas con los imperios emergentes dificultan cada vez más las expediciones, y eso aumenta los costes considerablemente —se resignaba el comerciante cristiano.

    —Tan pesimista como siempre, no tienes remedio, Julián. —Harid negó con la cabeza.

    —¿Pesimista dices? La subida continuada de impuestos hace que las gentes apenas tengan para salir adelante, y en nuestro caso, el incremento de tasas recaudatorias es cada vez más asfixiante —se lamentaba con hartazgo—. Son momentos muy delicados, Harid, tú mejor que nadie deberías saberlo —le reprochó—. La inestabilidad es cada vez mayor y nuestro emir no hace más que acrecentarla. El arrabal está cada vez más agitado y temo lo peor —expresó con voz temblorosa—. Acuérdate de lo que pasó hace unos años y cuál fue la respuesta de tu señor.

    El comerciante cristiano recordaba con gran pesar y amargura lo ocurrido en el arrabal de Saqunda en el año 805, cuando un grupo de vecinos, formado por alfaquíes —intérpretes de leyes, y teólogos—, culparon al emir de excederse en los impuestos, alejarse de la ortodoxia religiosa, y actuar de manera déspota y cruel. Al-Hakam ejecutó a setenta y dos personas, entre ellos, algunos notables alfaquíes y comerciantes, amigos de la familia de don Julián.

    —¡Cuidado, Julián! —exclamó Harid mirando a su alrededor—, te conozco bien y sé el sentido con el que pronuncias tus palabras, pero en otros oídos podrían ser motivo de tu decapitación. —Alzó la voz—. No eres alguien que pase desapercibido, amigo mío. Has amasado fortuna, bienes y una gran estructura a través de tu familia con el paso de los años, pero la realidad es que no formáis parte de la umma —comunidad musulmana—, y empezáis a ser demasiado visibles —prosiguió el almotacén algo más moderado—. Las arcas están vacías por las continuas insurrecciones internas y guerras con los reinos cristianos del norte —dijo mientras se alejaban de la calle principal donde estaban.

    —¿Qué intentas decirme? —preguntó el comerciante con cierto recelo.

    —Lo que trato de decirte, es, que si acogéis «nuestra religión y costumbres» muladíes, vuestra situación cambiará: quedaréis exentos de la mayoría de los impuestos que os imponen. Es hora de que te plantees la conversión, sabías que este momento llegaría, no es la primera vez que lo hablamos.

    —Por el amor de Dios, Harid, ¿sabes lo que me pides? Eso sería como traicionarme a mí mismo, renegar de mi familia, de mi propia existencia y de mi propio Dios… y ¿qué pensaría mi hijo? —entonó indignado.

    —No te lo pido, tan solo te lo sugiero. Es la única opción que tienes para resolver tus problemas. Dificultades ha habido siempre, revueltas y exaltación. Es cierto que a nuestro señor Al-Hakam nunca le ha temblado la mano, ni ha tenido escrúpulos a la hora de solucionar problemas, pero se rumorea que se avecinan cambios importantes de Estado. Sé paciente, mi tenaz amigo; cuando Rodrigo esté de vuelta, hablaremos.

    Harid se marchó a atender sus obligaciones, y don Julián permaneció inmóvil con la mirada perdida. Pensaba en las palabras de su amigo el almotacén, hasta que una voz le hizo despertar del ensimismamiento en que estaba sumido.

    —¡Han llegado! ¡Han llegado! —El mercader cristiano reaccionó al ver correr al pequeño Anís hacia él.

    Anís era el hijo de Hixem, hombre de confianza y uno de los almacenistas que la familia tenía en el litoral donde descargaban la mercancía y procedían a distribuirla después del pago de tasas a las autoridades musulmanas. El pequeño mozalbete llegó exhausto hasta él, correspondencia en mano. Con cierta ansiedad, don Julián empezó a leer la carta. Estaba escrita de puño y letra por su hijo.

    —¡Alabado sea Dios! —exclamó aliviado—. Han llegado todas las embarcaciones, no pueden ser mejores noticias. Mañana llegarán Rodrigo y tu padre. Vamos a casa, estoy seguro de que estarás hambriento.

    *

    En el Alcázar, Al-Hakam despachaba con su Consejo de Estado. La decisión tomada por el emir caía como un jarro de agua fría, y el rechazo no se hizo esperar. El háyib, primer ministro y mano derecha del emir, no dudó en alzar la voz.

    —Mi señor, os lo ruego, recapacitad; no esperábamos una decisión así. ¿Acaso no hay hombres cualificados en Qurtuba para asesorar a vuestro hijo? Entenderéis que la elección del príncipe deja al margen a este Consejo, y silencia su voz en favor de un hombre que lleva exiliado veinticuatro años. ¿Por qué? ¿Qué motivos le han empujado a tomar una decisión así?

    El despliegue dialéctico del primer consejero mostraba sus dudas y malestar por sentirse excluido. Con gesto serio y mirada penetrante, el emir se levantó de su estrado y dio por terminada la reunión de Estado, no sin antes dirigirse al primer consejero.

    —Entiendo vuestras dudas, háyib, pero la decisión está tomada. Acataréis la voluntad del príncipe, que es la mía. Nada más tengo que decir.

    Al-Hakam se retiró, y con él sus ministros. La gran estancia omeya empezó a despejarse, hasta quedar solo el primer consejero. Hombre de mediana estatura, vestía ropa holgada y de colores oscuros para disimular su corpulencia. Lucía una barba espesa y desaliñada que dejaba crecer, para cubrir su cara rechoncha y una prominente papada.

    Un casquete de fieltro, que quedaba demasiado ajustado, ceñía su cabeza. Debajo del tocado partían varias arrugas, anchas y marcadas, que coqueteaban con dos cejas pobladas, todo ello acompañado de una mirada incómoda y sibilina.

    —Duro revés habéis sufrido, pero lo que deberíais preguntaros es cómo lo ha encajado el emir. Todos sabemos que la decisión del príncipe no es del agrado de su padre y, sin embargo, la ha aceptado.

    —Siempre tan oportuno, Isthar —respondió incomodado ante la presencia del hakim del emir, médico de la familia omeya.

    La imagen deslucida y grotesca del háyib contrastaba con el refinamiento y elegancia del hakim, que lucía una vestimenta de colores pastel, y unas babuchas de punta retorcida con bordados plateados.

    —No sé qué detesto más, vuestras incisivas palabras o la vestimenta que portáis —contestó con repulsa la mano derecha del emir.

    —Las palabras, como mi vestimenta, las utilizo como creo oportuno, y permitidme que os diga, que no habéis sido muy hábil al cuestionar a nuestro señor —respondió con voz serena.

    —¡Sabéis tan bien como yo que detrás de esta farsa hay algo más! No me preocupa el emir, es de su hijo del que no me fío. Dos meses de ausencia, sin que nadie sepa dónde ha estado, y a su regreso nos encontramos con este agravio. Me resulta extraño que, dada la relación y cercanía que tenéis con el príncipe, no sepáis absolutamente nada —interpeló con desconfianza—. Todavía me pregunto cómo se os permite la entrada al Consejo, cuando no formáis parte de él; deberíais estar con vuestros brebajes y ungüentos —concluyó con desdén.

    —Mis brebajes y ungüentos, como burlonamente los llamáis, son mi trabajo en el campo de la medicina, disciplina que practico entre otras muchas. Y a vuestra pregunta, os diré que, en ausencia del príncipe, soy sus ojos y sus oídos. No conozco los motivos que han empujado a mi señor a ausentarse durante este tiempo, pero de algo estoy seguro, y es por qué no os ha elegido para este cometido. Demasiada ambición atesoráis. El príncipe necesita lealtad y principios —respondió con temple y firmeza.

    Las palabras vertidas con dureza por parte del hakim hicieron revolverse al primer consejero y responder en tono amenazador.

    —¡Cuidado, Isthar! No os conviene poneros en mi contra, sería una pena que tuvieseis que salir de Qurtuba, para practicar vuestra disciplina entre la muchedumbre. Sois los ojos y oídos del príncipe, es cierto, pero yo soy la mano derecha del emir, no lo olvidéis —advirtió en tono amenazador mientras se retiraba.

    *

    Al-Hakam se dirigió presto a la sala principal de recepción custodiada por los soldados de su guardia, llamados al-jurs, «los silenciosos». El emir, cauto y desconfiado, escogió él mismo a su guardia personal para la custodia del Alcázar, formada por mercenarios extranjeros. El Alcázar omeya contaba con más de cuatrocientas estancias, jardines, baños, despachos oficiales, galerías, pasillos, viviendas destinadas al servicio, y un acceso en alto, que enlazaba con la mezquita, llamado el sabat, usado por el emir para llegar a la sala de oración. Todo ello custodiado por su guardia, con fuerzas de caballería en la misma entrada del recinto, que hacían de su morada una fortaleza inexpugnable.

    El valí de Elvira, Kháliq ibn Mubárak ha llegado, gran príncipe. Se ha dispuesto todo como ordenasteis —anunció el visir, jefe de protocolo y personal.

    Hacedle pasar, cerrad las puertas y que nadie nos moleste —ordenó el emir con voz firme y autoritaria.

    Ante la atenta mirada del emir, una figura entró desde el exterior con paso firme y acompasado. La vestimenta militar de gala le confería un porte autoritario, imponente y notable. A sus cincuenta y cinco años, Kháliq ibn Mubárak conservaba una complexión fuerte y estilizada, con una estatura que superaba la media. Su mirada, seria y solemne ensalzaba la presencia del antiguo general. A medida que se acercaba hasta su señor, un escalofrío empezó a recorrer su cuerpo, algo inusual en un hombre de su experiencia y posición.

    No era la primera vez que estaba en la Corte andalusí, ya que, en tiempos, fue general destacado bajo las órdenes del padre de Al-Hakam, el entonces emir Hisham I, quien le encargó la tarea de formar e instruir a su hijo para sucederle cuando llegara el momento. Al encontrarse de nuevo en ese lugar, los recuerdos e imágenes volvían a su mente a un ritmo vertiginoso.

    A medida que se acercaba a su señor, recordaba con angustia y gran pesar aquel fatídico día en el que los cimientos de Al-Ándalus y la sucesión se tambalearon, y la relación entre ambos se deterioró. ¿Cómo le recibiría Al-Hakam? ¿Acaso los años no deberían haber suavizado las desavenencias causadas por aquel insólito incidente? O quizás, por el contrario ¿se habían acrecentado? ¿Qué hombre encontraría? Todas esas preguntas atormentaron sin descanso a Kháliq ibn Mubárak, desde el momento en que recibió la orden de volver a Córdoba. Un requerimiento inesperado que lo llenó de incertidumbre.

    Habían pasado años, a lo largo de los cuales el valí de Elvira pidió audiencia varias veces, todas ellas rechazadas por el emir, que negaba su presencia y la entrada a la gran ciudad. Pero el momento más doloroso, fue cuando Al-Hakam prohibió a su antiguo maestro la entrada a Córdoba para el funeral de su padre.

    Gran príncipe, en qué os puedo servir —expresó con voz enérgica, inclinándose hacia su señor.

    —Levantaos, mi buen muealam —maestro—, permitid que este antiguo talab —alumno— os salude como merecéis.

    La voz de Al-Hakam se tornó serena, tranquila, entrañable ante la presencia de su antiguo maestro. La expresión corporal del emir se relajó. Hombre alto, delgado y erguido con mirada penetrante y el ceño fruncido, cambió de manera espontánea al acercarse a su viejo mentor.

    ¡Bienvenido a Qurtuba, valí! Ha pasado una eternidad desde la última vez que nos vimos —exclamó con mirada penetrante.

    —Así es, gran príncipe —contestó sin variar ni un ápice la postura mantenida ante su señor.

    Tenéis la misma rectitud de siempre, Kháliq, prescindid de las formas y hablemos tranquilamente, mi erudito amigo.

    En ese instante en que el emir dio licencia a su súbdito, el valí de Elvira recompuso la figura hasta encontrar la mirada de su señor, desconcertante y perturbadora. Hablaron durante un buen rato, recordaron tiempos pasados y anécdotas. El tiempo pareció detenerse para Al-Hakam, que estaba relajado, sosegado e imprevisiblemente soltaba alguna tímida carcajada, en ocasiones forzada y delirante, en otras, acompañada de una mirada desafiante que helaba la sangre, lo cual descolocaba al valí de Elvira. La personalidad y conducta mostradas por el emir, poco o nada tenían que ver con las de aquel joven que su maestro recordaba con admiración, y que estaba llamado a ser el máximo exponente de rectitud y sabiduría, el líder absoluto que su pueblo necesitaba.

    —Dejemos las anécdotas para otro momento. Os preguntaréis cuál es el motivo de vuestra presencia en Qurtuba.

    El valí de Elvira volvió a sentir incertidumbre y nerviosismo, todo su cuerpo se tensó ante la pregunta de Al-Hakam sin saber qué contestar…

    —Estáis aquí por cuestiones de Estado. Estoy cansado, hastiado de tanto batallar. Los acontecimientos se precipitan, los problemas y las decisiones se suceden de manera continuada, sin respiro, sin tregua, llevándome a la extenuación. Sé que me queda poco tiempo, Kháliq. A estas alturas no confío en nadie, salvo en mi hijo. Pienso en mi padre, y los problemas a los que tuvo que hacer frente, y sobre todo en mi abuelo, el Gran Abderramán y me pregunto… ¿Qué habrían hecho ellos? ¿Cómo hubiesen actuado? ¿Acaso no he estado a la altura? ¿Cómo me juzgará la historia? Esa es la gran pregunta que me persigue y atormenta…

    Sin duda no era el recibimiento que el valí esperaba por parte del emir, quien parecía hundido y atormentado. ¿Acaso había olvidado su antiguo alumno el momento en el que sus vidas se separaron de manera tan trágica? O por el contrario, ¿estaban ocultas en su actitud y en aquella confesión las verdaderas intenciones del emir? «No seré yo quien mencione el aciago desenlace que provocó la ruptura de nuestra amistad» pensó de inmediato el valí de Elvira mientras analizaba la situación en la que se encontraba.

    —Las decisiones tomadas y la manera de llevarlas a cabo no siempre traen consigo la solución al problema, gran príncipe. Las grandes responsabilidades solo están a la altura de los elegidos. ¿Acaso lo habéis olvidado? Los grandes hombres de la historia también tuvieron que soportar sobre sus hombros el peso de la responsabilidad. La condición humana nos hace imperfectos, pero tenemos que saber afrontarlo, reconocerlo y aprender de los errores. ¿Acaso Mahoma nunca se equivocó? ¡Por Allah! ¡Sois el emir! ¡Sobreponeos! ¡No penséis en cómo os juzgará la historia! ¡Pensad en vuestro hijo, y qué va a recoger cuando os suceda!

    La reprimenda firme y rotunda de Kháliq dejó al emir perplejo y en silencio durante unos instantes hasta que reaccionó…

    —¡Cómo osáis hablarme así! ¡Estáis ante el emir! —gritó en un arranque de cólera.

    —Podéis castigarme, e incluso quitarme la vida, pero no voy a consentir ver a mi señor compadeciéndose de sí mismo delante de su súbdito.

    Al-Hakam se recompuso de inmediato ante las palabras sinceras de su antiguo mentor.

    —Mi padre no se equivocó al elegiros. Levantaos —ordenó con voz conciliadora.

    La conducta del emir era imprevisible, descolocaba y ponía a prueba al valí de Elvira, que asistía estupefacto al carácter irascible y cambiante por momentos del hombre que una vez estuvo bajo su tutela.

    —La razón de que estéis aquí es mi hijo. El joven príncipe es un hombre totalmente capacitado, Kháliq, más y mejor de lo que yo lo estaba a su edad, y ha llegado el momento que me suceda. Está todo dispuesto —afirmó.

    ¿Está preparado, mi señor?

    —Nunca se está del todo preparado, eso es algo que he aprendido durante todos estos años. No deseo que mi hijo reciba un legado dañado por las decisiones erróneas de su padre —musitó cabizbajo—, quizá no he sabido rodearme de las personas adecuadas… Pero las circunstancias internas y externas tampoco han ayudado. Soy consciente de la situación actual, de los problemas, y no quiero que mi hijo los herede —se sinceró con desasosiego.

    —Entiendo, señor. ¿Qué proponéis?

    —En primer lugar, ya he dispuesto vuestro nuevo nombramiento como gran cadí de Qurtuba. —Mandatario que impartía justicia en todos los territorios musulmanes de acuerdo con las leyes religiosas establecidas, siendo ejemplo de conducta, honradez y moralidad con un alto dominio de las leyes del Corán.

    —Es un gran honor, mi señor, pero… ¿Porqué yo? ¿Qué méritos tengo para desempeñar tan digno cargo? —preguntó sorprendido ante su nuevo nombramiento.

    —Reunís todas las cualidades para desempeñar el cargo, sois una persona respetada con gran dignidad y, sin lugar a dudas, el pueblo acogerá de buen grado el nombramiento. Necesito que mi hijo esté rodeado de fieles consejeros y tenga el mejor asesoramiento.

    —Quizá no sea del agrado del joven príncipe, ni cumpla sus expectativas —comentó Kháliq con cierta preocupación.

    ¡Fui yo quien os eligió!

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