Las fuerzas de Tariq que en 711 cruzaron el Estrecho no eran un grupo de desharrapados, sino un curtido ejército, heredero del que, en apenas unas décadas, había puesto contra las cuerdas al Imperio bizantino (sitios de Damasco y Jerusalén, anexión de Egipto) y al sasánida (conquista de Persia). Si el primero sobrevivió a las embestidas de los califas, fue a costa de perder la mayor parte de su territorio, que se incorporó a la esfera de la pujante dinastía Omeya, tendente a respetar la cultura y administración de los pueblos sometidos a cambio del pago de un tributo, o yizia.
De este modo, en la Laguna de la Janda —verosímil escenario para la batalla de Guadalete—, se vieron las caras un imperio en expansión, desbordante de confianza en sí mismo, y un reino que había conocido tiempos mejores. Tiempos en los que, no lo olvidemos, habían visto la luz el de Recesvinto, las coronas y cruces del tesoro de Guarrazar o las de san Isidoro. Eso, irremediablemente, se tradujo en la vitalidad de sus respectivas culturas, si bien en la península ibérica el despegue de la musulmana no fue inmediato. Es lógico: el siglo octavo, con el inicio de la resistencia astur, la batalla de Poitiers (732) o las rebeliones que trataron de socavar la autoridad del emirato de Córdoba, forjado por Abderramán I en 756, no se prestaba a las sutiles gracias del intelecto. Como sostiene el arabista Julio Samsó, «si durante una primera etapa (711-821) parece existir un cierto vacío que los conquistadores rellenaron recurriendo a los humildes saberes latino-visigodos, el reinado de Abderramán II (821-852)