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EL CALIFATO OMEYA DE CÓRDOBA

En los primeros siglos del islam, el puesto de califa fue el de mayor relieve en los extensos territorios dominados por esa religión. A la muerte de Mahoma, en el año 632, sus sucesores se otorgaron el título de Jalifat Allah, “representante de Dios”, como herederos del poder temporal que había alcanzado el Profeta, así como de una parte de su liderazgo espiritual. Durante décadas, sin embargo, la comunidad musulmana estuvo dividida a la hora de decidir quién debía ser investido califa. Mahoma había muerto sin dejar hijos varones, pero su hija, llamada Fátima, se había casado con un primo del Profeta, Ali ibn Abi Tálib, uno de sus seguidores más leales y tempranos. Para muchos, por lo tanto, era lógico que Ali ibn Abi Tálib y sus descendientes ostentaran el liderazgo de la comunidad musulmana.

Esta postura, sin embargo, no encontró un respaldo unánime. Algunos pensaban que el cargo de califa debía ser electivo y recaer en el mejor musulmán, “incluso aunque fuera un esclavo”. Otros, en cambio, comenzaron astutas maniobras políticas después de que las primeras conquistas convirtieran

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