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Comandante Renard: policía de París
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Libro electrónico292 páginas4 horas

Comandante Renard: policía de París

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Información de este libro electrónico

¿Se puede robar la Venus de Milo que se supone protegida y con un peso que ronda la tonelada? ¿Y los diamantes de la sala Apolo? ¿Es la Gioconda expuesta en el Museo del Louvre la que pintó Leonardo da Vinci o una excelente copia? ¿Se pueden hacer falsificaciones de moneda perfectas?
A Paul Renard, comandante de la Policía Nacional en París, cuyo mayor deseo es llevar una vida tranquila, le «caen», sin que él lo pretenda, estos casos, además del robo de cuadros de Van Gogh del Museo D'Orsay por parte de la mafia rusa.
Nunca ha aspirado a sobresalir en nada, más bien a que se olviden de él y lo dejen en paz, sin embargo, ejerce su labor de forma eficaz, a veces un poco a regañadientes, pero sin que nunca se le haya visto escurrir el bulto.
Se podría decir que vivía a gusto con su vida de policía detective, sin brillo, pero sosegada, hasta que todo cambió con una llamada telefónica informando del posible robo de los principales diamantes del Museo del Louvre. A partir de ese momento se ve envuelto en una sucesión de casos de los que llaman la atención de todo el mundo.
A pesar de los métodos, no siempre ortodoxos de Renard y, hay que reconocerlo, con un poco de suerte, todos terminaron bien, o más o menos bien.
Paralelamente, comienza la relación con una de sus compañeras habituales de trabajo, la teniente Margot, que se va consolidando a lo largo de la resolución de los casos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2024
ISBN9788410685383
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    Comandante Renard - Carlos Olmedo Manrique

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Carlos Olmedo Manrique

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1068-538-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    LOS DIAMANTES DEL LOUVRE

    El comandante Paul Renard, de la policía de París, esperaba un día tranquilo.

    Mediados de octubre y lloviendo a cántaros: estupendo.

    Cada vez que los del tiempo anunciaban lluvias al comandante se le alegraba la cara. El agua bendita ahuyentaba a los turistas y desanimaba a los delincuentes y eso significaba menos trabajo. Dónde se metían unos y otros no era su problema, el caso es que desaparecían de las calles y lo dejaban tranquilo a él y al resto de los ciudadanos.

    No es que no le gustara su oficio, aunque tampoco le entusiasmaba, ni que fuera un vago, si bien a veces, las cosas como son, lo parecía, pero no dejaba de pensar que, cuanto menor fuera la tarea, mejor para todos, especialmente para las víctimas. Tan solo le quedaba la duda de que tal vez fuera una manera de convencerse a sí mismo de que su actitud se debía más a su interés por la seguridad ciudadana que a sus pocas ganas de trabajar.

    Cuando de crío le preguntaban qué quería ser de mayor, se encogía de hombros y mostraba una mueca, como de sorprendido y extrañado, que hacía suponer al preguntador que aún no se lo había planteado, pero no era así, en realidad, algo sabía: quería dedicarse a cualquier cosa que le permitiera llevar una vida tranquila y económicamente desahogada. Pasaba que aún no estaba seguro de qué actividad se la podría proporcionar. Además, es de esos a los que les cuesta tomar decisiones y solo lo hace cuando no queda más remedio, tal como sucedió al final de la enseñanza media cuando hubo de optar entre continuar estudiando, y en este caso, elegir qué le convenía más de entre lo que estaba a su alcance, o buscar un empleo. En cuanto a gustos, más bien intereses, no tenía nada claro y solo había descartado los trabajos que consideraba demasiado penosos para él, minero, por ejemplo, o aquellos con salarios escasos, no porque aspirara a hacerse rico. De los potentados envidiaba pocas cosas y repudiaba muchas, pero no le apetecía nada prescindir de las que, grandes o pequeñas, definen a la pequeña burguesía, clase de la que esperaba formar parte sin que le importara nada que no gozara de muy buena prensa. Se conformaba con poco, pero quería estar seguro de no perderlo una vez conseguido y esto lo conducía, casi de forma inevitable, hacia la Administración. Seguramente, por ello estudió Derecho. Lo de ingresar en la Policía Nacional fue puro accidente.

    El bachillerato no se le había dado mal, aunque tampoco es que destacara demasiado. Obtenía buenas calificaciones, pero nada más. A nadie le oyó nunca decir: «Este chico llegará lejos». No obstante, en los resultados de las pruebas psicopedagógicas que les hicieron en el último curso antes de acceder a la universidad se reconocía que estaba capacitado para superar estudios universitarios, no se especificaba cuáles, pero le recomendaban campos relacionados con las letras. Quedó, por supuesto, satisfecho con los resultados, pero eso no resolvía el problema principal: la cuestión económica. Sus padres no nadaban en la abundancia, precisamente, a pesar de lo cual se mostraron encantados porque su hijo accediera a la universidad, algo en lo que su familia ni siquiera había pensado antes de que el chico terminara el bachillerato. En casa siempre se había dado por sentado que eso era algo de ricos o de los especialmente listos, no para él. Incluso ya matriculado en la Facultad de Derecho, Paul tenía la impresión de que su familia no se terminaba de creer que fuera capaz de concluirlos con éxito, al menos hasta después de finalizar los dos primeros cursos con calificaciones que, sin ser sobresalientes, tampoco estaban mal. Parece que fue en ese momento cuando a sus padres se les disiparon las dudas porque pudo apreciar su contento por disponer de un abogado en casa a quien consultar las cuestiones legales, pero, sin querer, su actitud anterior había acentuado la inseguridad del futuro poli acerca de su capacidad, algo que lo acompañaría, en mayor o menor grado, siempre, a pesar de que, en el fondo, era un optimista. De todas formas, no se puede decir que entonces, ni tampoco después, tuviera un alto nivel de autoestima, si acaso a ratos, porque padecía una cierta bipolaridad, de manera que a veces —pocas— se sentía capaz de comerse el mundo y otras como una miserable hormiga, suponiendo que haya alguna hormiga miserable. Debiera haber aprendido ya que esos miedos que le entran cada vez que una tarea nueva lo amenaza suelen desaparecer en cuanto la enfrenta, pero no acaba de acostumbrarse del todo.

    Por si no se había dado cuenta antes, durante su etapa de estudiante tuvo ocasión de conocer cómo son las cosas en buena parte de esta sociedad que unos disfrutan y otros padecen. Fue en esa época, al menos así lo cree él, cuando empezó a reflexionar sobre el porqué del asunto y de quien sería la culpa, suponiendo que haya algún culpable, si de todos en general, puesto que todos, de un modo u otro, colaboramos, o de una casta que nos controla sin que podamos hacer nada por evitarlo. Hasta ese momento ni siquiera había pensado en ello, y no porque ignorara la existencia de ricos y pobres, de los abusos de los más fuertes y de todas esas cosas que algunos consideran injustas porque facilitan la vida, la única, que se sepa, que tendremos, de unos a costa de los otros, sino, sencillamente, porque le había parecido natural que fuera así.

    Uno de los compañeros con los que tuvo trato, Jean Pierre, era de esos, aunque entonces Paul lo ignoraba, que no tienen amigos, tan solo intereses, y si bien se relaciona con todo el mundo, distingue perfectamente quién es quién y cómo debe tratar a cada cuál para obtener lo mejor de cada uno, naturalmente, en su propio provecho. Se lo permitía ser hijo de un abogado brillante y rico con un bufete de mucho éxito. No obstante, a Paul no le fue mal con él. Hacia la mitad del segundo curso les tocó, por casualidad, hacer un trabajo en equipo y se complementaron bien. Jean Pierre tenía un buen conocimiento de las leyes, pero, algo paradójico en un tipo como él, problemas para identificar cuál de ellas era la más apropiada para cada caso, cómo aplicarla y para detectar posibles lagunas o grietas por donde introducir la palanca que hiciera saltar el sistema para aprovecharse de él, daba igual que fuera para defender a alguien o para atacarlo, y esta fue la parte a la que se aplicó principalmente Paul. La cuestión esencial era cómo utilizar la ley en beneficio propio, y eso a Jean Pierre le costaba un poco. Técnicamente, conviene aclarar, porque la ética no era algo que contara demasiado, aunque lo cierto es que superó esos problemas de comprensión —técnicos, conviene insistir— con rapidez porque el chico ponía voluntad y aprendió deprisa. En el trabajo se planteaban dos supuestos, uno laboral y otro mercantil, relativamente sencillos, nada comprometedor para los estudiantes o para el profesor, es decir, nada del tipo, trabajadores inmigrantes explotados por los empleadores aprovechando el círculo vicioso, no tienes trabajo, no tienes residencia, no tienes residencia, no tienes trabajo legal o empresas que fundan una filial en un paraíso fiscal para evadir impuestos legalmente en sus actividades de exportación, casos que conocería demasiadas veces en los años siguientes. La contrapartida es que no permitían mostrar la habilidad y el cinismo que se suponen imprescindibles para los abogados que se encargan de los casos más difíciles o aquellos en los que están implicados personajes conocidos y con frecuencia detestados por el público, pero que, precisamente por eso, suelen ser los más lucrativos. A pesar de ello, el modo de desenvolverse, un poco contradictorio, del futuro poli llamó la atención de su compañero: por un lado, construía razonamientos bien estructurados y agudos en cuanto a la elección de la ley y su interpretación, pero por otro, daba la impresión de ser absolutamente ingenuo en cuanto a las intenciones de las leyes, es decir, las de quienes las han elaborado y las de quienes finalmente deben interpretarlas.

    No obstante estar en la misma clase y haber trabajado juntos, Paul y Jean Pierre apenas se trataban. Sin embargo, coincidieron, se saludaron y charlaron varias veces en la cafetería y una en el comedor universitario, en el que compartieron mesa; este era un lugar que raramente pisaba el hijo del abogado que no consideraba lo que allí se consumía, comida sencilla, pero bien elaborada y saludable, digno de su paladar, a pesar de que no era raro que la sustituyera, sin que viera contradicción en ello, por hamburguesas, pizzas o similar, pero ello les dio oportunidad de hablar y a Jean Pierre de proponer a su compañero de estudios hacer prácticas durante el mes de julio en el bufete de su padre.

    La experiencia le resultó interesante y, en cierto sentido, provechosa —aprendió mucho de la vida allí—, aunque no siempre agradable. Durante el verano casi la mitad de la plantilla estaba de vacaciones, pero el trabajo no disminuía en la misma proporción y la manera de resolver el problema era reclutando, que no contratando, estudiantes de derecho quienes, a cambio de aprendizaje, de la posibilidad de un futuro trabajo en el bufete y de una propina que les venía muy bien, se encargaban de tareas burocráticas al tiempo que actuaban como ayudantes de los titulares: se podría decir que eran una especie de pasantes de los pasantes.

    Acostumbrado al salario de su padre, la visión de las nóminas de los abogados principales y, en menor medida, de los pasantes, lo dejó un poco asombrado primero y fascinado después, y eso que solo vio los ingresos declarados —porque se rumoreaba por la oficina que de cuando en cuando se los premiaba con alguna prima en dinero negro que el bufete había recibido de ciertos clientes—, tanto que de no haber mediado, entre otros, lo que él llamaba el caso de los currantes y alguna cosa más, tal vez se hubiera mantenido cerca de Jean Pierre para tener alguna posibilidad de acceder a una de esas plazas tan bien remuneradas, pero el malestar que le produjo ese caso y otros similares, junto con la observación de lo mal que aprovechaba el dinero la mayoría de esos tipos, lo convenció de que viviría mejor dedicándose a otra cosa.

    El caso de los currantes no lo llevaban en el bufete, allí no aceptaban esa clase de trabajos, supo de él porque un día que acompañó a un abogado a un juicio, este se encontró con un colega, antiguo compañero de estudios, que defendía a un grupo de inmigrantes sin papeles que habían sido estafados por su empleador que, además de no inscribirlos en el sistema de seguridad social, les pagaba la mitad que a los legales y, por si fuera poco, los despidió cuando, informados por un compañero, se enteraron del asunto y protestaron.

    —Si no estáis de acuerdo con el salario, sois libres para buscar otro empleo, por mi parte, puedo encontrar a otros que lo hagan por menos que vosotros —les espetó.

    Nuestro abogado sonrió de oreja a oreja con suficiencia y una buena dosis de esa satisfacción que produce sentirse superior a alguien, a quien, no obstante, en el fondo, se sabe mejor, en cuanto vio a su colega rodeado por sus clientes.

    —¿Todavía te dedicas a estos afers? —lo saludó.

    —Alguien tiene que hacerlo —le respondió el otro en un tono que denotaba reproche más que resignación.

    —Mientras te paguen… —Torció la sonrisa maliciosamente nuestro abogado.

    —Lo que pueden, que para mí es bastante.

    —Allá tú, pero con tus conocimientos y capacidad podrías vivir mucho mejor, creo yo.

    —Así vivo bien y con la conciencia tranquila.

    —Yo también duermo bien, si es que eso te preocupa, todo lo que hago es legal y me permite acceder a un buen nivel de vida.

    —Legalidad no siempre significa justicia, tú lo sabes, lo hemos hablado más veces y, por lo que te oigo, creo que sigues confundiendo nivel de vida con nivel de ingresos.

    Lo de la confusión entre nivel de vida y nivel de ingresos le hizo pensar a Paul y no solo entonces, porque es algo sobre lo que siguió reflexionando de manera recurrente y, de momento, siempre con la misma conclusión: «Los ingresos son importantes porque permiten acceder a bienes y servicios que nos hacen la vida más fácil y agradable y parece evidente que a mayor nivel de ingresos, mayor nivel de consumo, pero quizás conviene no olvidar que hay un límite en la cantidad de cada bien que podemos consumir, lo que nos conduce —eso pensaba Paul— a situar el foco en la clase más que en la cantidad, una vez satisfechas las necesidades básicas. Es cierto que podríamos hacer, como dicen que hacían los romanos, comer y vomitar después para volver a disfrutar de la comida, o cambiar de automóvil cada cuatro años, o de mobiliario o de lo que sea, pero, suponiendo que de verdad los romanos hicieran tal cosa y nosotros los imitáramos, ¿qué satisfacción se obtiene a cambio?», se preguntaba Paul, que ni esforzándose era capaz de encontrar placer en ello; tampoco en cambiar continuamente de coche, de muebles o de ropa para adquirir productos similares. Y no era solo una suposición teórica. Su interés por la buena vida, pero entendida en el amplio sentido de la palabra, lo llevó a fijarse en la de quienes disponían, según las nóminas, de los mayores salarios en el bufete y lo que vio lo convenció de lo inútil de disponer de tanto dinero, incluso para aquellos que obtienen placer en el mero hecho de ganarlo, que no era el caso de Paul a quien de los billetes le importaba solo lo que podía obtener con ellos. A veces, les oía alardear de haber comido en tal o cual restaurante carísimo, pero, a la hora de la verdad, reconocían que la tortilla con patatas fritas que de vez en cuando cenaban en un bistró, les sabía mucho mejor, a pesar del precio y del vino modesto con que la acompañaban.

    ¿Merece la pena, entonces, vender el alma al diablo? Es decir, empeñarse en ganar más dinero y tener una vivienda más cara, no necesariamente más cómoda, cenar, de cuando en cuando, en algún lugar caro del que es más probable que salgas con hambre que satisfecho, viajar muy lejos para encontrar lo mismo, o menos, que al lado de casa y a cambio sufrir el estrés del trabajo, devorar comida basura durante la mayor parte del tiempo, es decir, de la vida, y llegar reventado a casa pensando en las vacaciones y en el maravilloso viaje que haremos a un lugar exótico y lejano cuyo mayor placer lo sentiremos cuando haya terminado y por fin estemos de vuelta en casa.

    Si tenía alguna duda sobre el carácter del personal que poblaba el bufete, al menos en los puestos que llamaban de mayor responsabilidad, aunque a la hora de la verdad, nunca la asumieran, siempre encontraban un pringado a quien cargar con las culpas de sus errores, lo que ocurrió el primer catorce de julio que pasó en el bufete le ayudó a disiparlas. Desde las oficinas se podía ver el desfile de las fuerzas armadas y ese día era fiesta especial en el bufete. Siendo festivo, nadie estaba obligado a ir, pero nadie faltaba, fuera por patriotismo, por las buenas viandas y el champagne que se servían o por lo que pudiera pasar si notaban la ausencia, allí estábamos todos más puntuales que ningún otro día. Empezaban izando la bandera en una de las ventanas y cantando la Marsellesa. Aquello le parecía ridículo, más aún cuando algunos gritaban «¡Vive la France!» al paso de los militares, proclamaban su amor a la patria y brindaban por la Grandeur y más todavía cuando al día siguiente, sin que a nadie le pareciera contradictorio, se afanaban con entusiasmo a la tarea de optimizar el resultado fiscal de los clientes, o sea, a buscar formas de evadir impuestos que, entre otras cosas, iban destinados a mantener esas tropas a las que habían vitoreado, pero al parecer eso solo le pasaba a Paul.

    Sin embargo, al reflexionar sobre el asunto, se dio cuenta de lo coherente que era todo, solo era cuestión de dar a cada cual lo que pide, naturalmente, después de que, a través de la llamada tradición y de la educación, se le haya dicho lo que necesita y, por tanto, lo que debe pedir, todo ello sustentado sobre la firme base del egoísmo y la estupidez que caracterizan a la gran mayoría de los humanos.

    Al parecer, la clave estaba en el sentimiento, que debía sustituir a la razón. Uno debe sentir amor a la patria, da igual que no sepa explicar por qué ni en qué consiste, pero sí que implica el orgullo de ser francés o de cualquier otro lugar y alegrarse de los méritos y triunfos de sus paisanos que interpreta como propios, aunque no saque beneficio de ellos, incluso le supongan sacrificio o, peor aún, que sean esos mismos paisanos quienes le compliquen la vida en lugar de ayudarlo.

    Empezaba a entender, por ejemplo, por qué si la razón le decía que para la mayor parte de la población de su ciudad era preferible que su equipo de fútbol perdiera y descendiera de categoría o, mejor, que desapareciera de manera que se ahorrarían las subvenciones y privilegios que les concedían las autoridades locales —que podrían dedicarse a fomentar el ejercicio, el deporte aficionado y la vida sana en general—, justificadas porque algunos hosteleros incrementaban sus ingresos con las visitas de los aficionados de otros equipos; sufría, sin embargo, cuando lo hacía y se alegraba enormemente cuando ganaba, aunque fuera de manera notablemente injusta, que esta era otra, por decirlo de algún modo, porque resulta que cuando el árbitro se equivocaba a favor de su equipo lo interpretaba como un simple error que cualquiera puede cometer, pero cuando ocurría al revés, veía confabulaciones por todas partes para destruir no solo al equipo, a quien, conviene recordar, veía mejor fuera de este mundo o, al menos, fuera de su ciudad, sino también la cultura y el modo de vida de sus conciudadanos. En fin, un lío que no entendía, pero que le ayudaba a comprender el porqué del comportamiento propio y el de los demás.

    Tampoco es que sacara mucho en claro con estos pensamientos, pero al menos lo alejaron del fútbol y, de todas formas, lo pasó bien durante la fiesta nacional, incluso hubiera podido ser un buen día de no ser por la decepción que sufrió con Colette, una compañera en el bufete que también cursaba estudios de Derecho en el mismo nivel que Paul, aunque en otra Universidad. Era bastante guapa y al futuro poli le hizo tilín enseguida, pero, de nuevo las contradicciones, por un lado le parecía demasiado guapa para él, y por otro le gustaba precisamente por eso. Se mostraba atento con ella y a la muchacha parecía agradarle, por lo que se atrevió, aprovechando el ambiente reinante en el bufete a cuenta de la fiesta nacional, a lanzarle lo que él creía un pequeño tejo o insinuación lo bastante prudente como para no comprometerse él ni asustarla a ella.

    —¿Qué es lo que más te gusta en un hombre? —le preguntó en la primera ocasión que se le presentó.

    La muchacha, que entendió perfectamente las intenciones de Paul y cuyo interés se centraba en Jean Pierre, lo miró con cierta extrañeza y, para que no hubiera equívocos, le aclaró las cosas de forma contundente.

    —Ya me he dado cuenta de que te gusto —le dijo mirándolo con absoluto desdén—, pero paso de ti total y absolutamente. —Y por si acaso no lo había entendido, le explicó por qué—: No ganas bastante dinero, físicamente no eres mi tipo y no eres especial por nada, así que no te molestes.

    No se molestó ni le sorprendieron las calabazas, no eran las primeras, pero le dolió el modo, sin embargo, había ya tenido tiempo de aprender que el dolor de amor, si se digiere bien, pasa pronto, ni siquiera se alegró cuando Jean Pierre le dio puerta, el tipo se sabía deseado y se aprovechaba, en eso era como los abejorros o los zánganos, o como se llamen esos bichos que van de flor en flor libando su néctar, pero sin detenerse en ninguna de ellas.

    En el bufete estuvo tres veranos y unos meses después de terminar la carrera con un contrato cuyo mayor atractivo residía en la esperanza de mejorarlo en el futuro. Esperanza pequeña, no obstante, porque, aunque no le sorprendiera, era demasiado grande y demasiado patente la diferencia de trato entre el hijo del jefe y los demás. Paul estaba convencido de que trabajaba más y mejor que Jean Pierre, sin embargo, los emolumentos de este eran significativamente mayores y su currículo, en el que se inscribían casos

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