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Un mundo nuevo: Saga: Entremundos
Un mundo nuevo: Saga: Entremundos
Un mundo nuevo: Saga: Entremundos
Libro electrónico956 páginas13 horas

Un mundo nuevo: Saga: Entremundos

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Un mundo nuevo es el segundo libro de la trilogía «Entremundos». Labrando su destino, primer libro de la trilogía, también fue editado por Caligrama.

La historia comienza poco después de la unificación de las sociedades y de las tribus más importantes. El mundo ha experimentado un gran cambio y la adaptación del individuo a esos cambios no resulta fácil en todos los casos. Sigue existiendo un mundo en el que la ciencia, la sanidad, la educación, el bienestar físico del hombre... están muy desarrollados; y otro mundo que aún no ha sido capaz de despojarse, o no ha querido, de las tradiciones y de esa unión invisible que une al hombre a la Tierra y a las enseñanzas de sus antepasados.

José, biznieto de Pepe, es quien protagoniza esta segunda entrega y, como su bisabuelo, se ve inmerso en los asuntos más importantes de la época que le ha tocado vivir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418203541
Un mundo nuevo: Saga: Entremundos
Autor

Germán G. Cobián

Germán G. Cobián vino al mundo en Madrid en la primavera del año 1956, en el seno de una familia humilde, aunque, como se decía antes, «humilde pero honrada». Ha tenido una infancia feliz, una adolescencia no tan feliz, y, a partir de ahí, su felicidad ha sido como una montaña rusa. Su formación y el trabajo con el que se ha ganado y sigue ganándose la vida ha sido puramente técnico, aunque siempre, de una forma u otra, ha estado vinculado a alguna actividad artística: guitarra, artesanía, fotografía e, incluso, hace bastantes años, escribió un libro, muy malo, de poesía que le regaló a la que entonces era su novia y hoy, su esposa. Por una serie de desgraciadas circunstancias, en el año 2012 y hasta no hace mucho, pudo disponer de mucho tiempo libre y, desde esa época, no ha dejado de escribir. Actualmente ha escrito más de veinte novelas. Humanos (2019) es su primera obra publicada.

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    Un mundo nuevo - Germán G. Cobián

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    Un mundo nuevo

    Saga: Entremundos

    Germán G. Cobián

    Un mundo nuevo

    Saga: Entremundos

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203091

    ISBN eBook: 9788418203541

    © del texto:

    Germán G. Cobián

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Pepe fue uno de esos pocos hombres que, con su aportación, habían mejorado la vida del ser humano.

    Puede que esos hombres hubieran pasado inadvertidos en otras circunstancias, que solo se tratase de estar en el lugar y en el momento precisos y haber sabido tomar las mejores decisiones en cada uno de esos momentos, o puede que, por una serie de circunstancias, esos hombres llegaran a reunir tal cúmulo de experiencias que les hicieran ser diferentes a los demás.

    No todos los que habían sido capaces de cambiar la vida de los hombres lo habían hecho desde la bondad o desde la premisa de querer mejorar las cosas. La mayoría de ellos lo hicieron para su propio beneficio y el de una pequeña élite que los sustentaba en el poder, pero ese no fue el caso de Pepe. Ese hombre siempre antepuso el bienestar de los demás al suyo y, sin él proponérselo, consiguió que la humanidad diera un gran paso en su evolución. Pero solo era eso, un paso.

    Cuando Pepe dejó de presidir el Gobierno y desapareció en su montaña, el mundo conocido solo había empezado a echar a andar en la nueva dirección y el camino que tenían por delante no iba a estar exento de dificultades. El propio hombre, como había ocurrido siempre, se encargaría de colocar obstáculos y hacer que la pendiente se hiciera más pronunciada. Aun así, ahora el mundo era un lugar mejor, un lugar en el que se comenzaban a valorar conceptos olvidados, como la libertad, la bondad, la justicia… Valores que el hombre había olvidado o que, realmente, nunca había poseído.

    Pero ahora existía esa posibilidad, y eso alegraba el corazón de los hombres. Ahora el mundo en el que vivían les pertenecía, ahora tenían oportunidades, tenían la esperanza de que se beneficiarían del legado y la sabiduría de sus antepasados. Comprendieron que caminando juntos la pendiente se haría menos pronunciada, que ayudándose los unos a los otros tendrían mayores posibilidades de éxito.

    Aquella nueva forma de pensar fue como el renacimiento del hombre, pero todavía quedaban muchos que seguían creyendo en los viejos valores y añoraban su antigua forma de vida.

    Antes de la unificación, las sociedades se gastaban ingentes cantidades de dinero en el desarrollo científico y tecnológico, pero ahora la mayor parte de esos recursos se empleaban en el bienestar de las personas, en educación, en sanidad, en dotar a las familias de cómodos hogares... Y ese era uno de los principales argumentos de los detractores del nuevo sistema. Consideraban que eso era un estancamiento o, más bien, un retroceso en el desarrollo del hombre, pero la inmensa mayoría pensaba que el verdadero desarrollo consistía en la mejora de sus vidas, en que cualquiera pudiera beneficiarse de lo que antes solo se beneficiaban unos pocos.

    Era el eterno dilema del hombre. ¿Solo por el hecho de vivir en esa sociedad todos tenían derecho a todo? No, todos tendrían derecho a llegar a conseguir sus objetivos, pero luchando en igualdad.

    Todos sabían que el hombre que posee lo mismo que los demás, sin que ello suponga el más mínimo esfuerzo, tiende a la desidia.

    El mundo conocido solo había comenzado su nueva andadura, pero en ese inmenso planeta había otros pueblos ajenos a lo que allí estaba sucediendo.

    La familia de Pepe gozaba de una buena posición en esa nueva sociedad, no es que tuvieran más y mejores posesiones que los demás, pero casi todos ellos contribuían con sus amplios conocimientos en diferentes disciplinas. Unos eran médicos, otros científicos, otros mantenían la tradición de la carpintería y la viticultura. Y el más joven, José, el bisnieto de Pepe, que ahora contaba con dieciocho años de edad, desde que nació se interesó por todo lo relacionado con el hombre, de su historia, de cómo vivían los antepasados, de los otros pueblos que cohabitaban el planeta.

    Su padre, Pepito, el nieto de Pepe, había escrito y publicado la biografía de su abuelo. Para José, ese libro era como su biblia particular. Lo había leído en innumerables ocasiones y casi lo podía recitar de memoria. Pero no solo conocía bien a su bisabuelo a través de ese libro, muchos familiares y amigos que le habían conocido le contaban cosas de él que no aparecían en la biografía.

    La admiración por su bisabuelo no podía ser mayor.

    Desde muy joven, todos le decían que se parecía a su bisabuelo Pepe, y era cierto, pero no solo en el aspecto físico, sino que cuando hablaba y expresaba sus opiniones parecía que era el propio Pepe quien lo hacía.

    Terminó sus estudios poco antes de cumplir los veintiún años y ante él tenía toda una vida.

    Era un joven sano y bien formado, tanto intelectual como físicamente, que había alcanzado la suficiente madurez como para plantearse su futuro.

    Siempre había vivido con sus padres, Pepito y Lucía, pero había llegado el momento de emanciparse, de empezar a andar su propio camino.

    —Ahora que has terminado tus estudios —dijo Pepito—, ¿has pensado en qué vas a hacer?

    —Tengo varios planes. Lo primero que quiero hacer es abandonar el nido.

    —¿Cómo dices? —exclamó Lucía con sorpresa.

    —Sí, mamá, ya soy un adulto y quiero hacer mi propia vida. Pero no me interpretéis mal, con vosotros estoy muy a gusto y os quiero, pero ha llegado el momento de dar el siguiente paso.

    —Te comprendo, hijo —dijo Pepito—, pero no quiero que te precipites. Haz lo que consideres que tienes que hacer, pero no tengas prisa, aún eres muy joven. ¿Te has planteado de qué vas a vivir?

    —Mañana empiezo a trabajar en la facultad como ayudante junior del profesor de geoecología.

    —¡Vaya! No nos habías dicho nada.

    —No he tenido oportunidad, me lo propuso ayer mismo y me ha parecido una buena forma de comenzar mi andadura profesional.

    —¿Te quieres dedicar a dar clases? —preguntó Lucía.

    —Alguna tendré que dar, pero mi trabajo, básicamente, consistirá en la investigación.

    —¿Investigación?

    —Sí. A pesar de que somos una sociedad bastante desarrollada, ahí fuera aún viven muchos pueblos de los que no sabemos nada.

    —¿Estás diciendo que tendrás que salir de los límites de la sociedad?

    —Sí. Quiero conocer otros pueblos, quiero viajar como se hacía antes.

    —Vamos, que quieres hacer lo que hizo tu bisabuelo —dijo Lucía—. Pero eso es peligroso, nadie sabe lo que te podrías encontrar ahí fuera.

    —Sé que puede ser peligroso, pero desde que tengo uso de razón me ha atraído la idea de conocer cómo es realmente el mundo.

    —Tu bisabuelo fue un gran hombre y tuvo que pasar muchas calamidades hasta acercarse a sus objetivos —dijo Lucía—, pero tú no eres él.

    —Lo sé. Nunca habrá nadie como él.

    —Tú tienes que vivir tu propia vida, él ya vivió la suya.

    —Soy consciente de eso, pero no conozco un mejor ejemplo que seguir.

    »No tenéis por qué tener miedo, todos estos años me he estado preparando a conciencia para lo que voy a hacer ahora.

    —Nadie se puede preparar para lo desconocido, y ahí fuera está lo desconocido —dijo Pepito con preocupación.

    —También soy consciente de eso, pero cada individuo debe elegir su camino, y yo he elegido el mío.

    —Hijo —dijo Pepito—, no voy a intentar hacerte cambiar de opinión, solo te pido que cada paso que des sea firme y que siempre antepongas lo que es justo a todo lo demás.

    —De todas formas, aún tendré que permanecer en la sociedad un tiempo. Primero tengo que elaborar un proyecto y elegir una zona en la que investigar.

    —¿Tendrás que ir solo?

    —No necesariamente, eso lo decidirá Alex, mi profesor y jefe del proyecto.

    —¿Cuándo te irás de casa? —preguntó Lucía.

    —Ayer estuve viendo un apartamento, está muy bien y muy cerca de la facultad. Lo he alquilado antes de venir hacia aquí. Mañana me mudaré.

    Los pobres padres se quedaron desconsolados ante ese inesperado giro, pero sabían que ese día llegaría, lo que no sospechaban era que fuera a llegar tan pronto.

    El apartamento era idóneo para un joven. Tenía un salón grande donde se hacía la mayor parte de la vida, además, una pequeña cocina, un dormitorio y un cuarto de aseo.

    José pasaba la mayor parte del tiempo en la facultad, elaborando su proyecto con la ayuda de Alex y Sandra, una compañera recién licenciada, como él. Alex decidió que ella se uniera al proyecto y acompañara a José en la investigación.

    Sandra era una joven con la misma edad que José y, como él, había destacado en sus estudios. Los dos jóvenes se llevaban bien y desde que se conocieron, hacía siete años, ambos mostraron gran interés en conocer lo que había ahí afuera.

    Ese primer proyecto era como una especie de doctorado. Ambos saldrían a pie desde el límite este de la sociedad. A partir de ahí, tendrían que arreglárselas por sí mismos, no llevarían instrumentos, comunicadores, chips de rastreo… Nada, solo una mochila con lo más básico y una libreta electrónica donde poder tomar notas de sus descubrimientos.

    El viaje de ida y vuelta duraría aproximadamente seis meses y se tendrían que preocupar de su alimentación y su seguridad. Era como una aventura, pero se habían preparado para ello. Conocían las plantas con las que se podrían alimentar, los principales rasgos geográficos de las zonas por donde irían…

    Además de la libreta, llevarían unas pocas piezas de oro y plata para ser utilizadas en caso de extrema necesidad y un pequeño botiquín.

    En ningún concepto podrían divulgar a nadie el motivo de su visita ni su lugar de procedencia. Era un proyecto, como todos los anteriores, en el que solo se quería obtener información, sin alterar la vida de los que se pudieran encontrar.

    Todo estaba preparado para la partida. Los padres de ambos jóvenes y el profesor fueron a despedirse de ellos al aeropuerto. Los jóvenes subieron a una pequeña aeronave que los transportaría a unos quinientos kilómetros hacia el este, donde se encontraba el límite de la sociedad. A partir de ahí se quedarían solos ante un mundo desconocido.

    Desde la altura donde se encontraba la nave, pudieron ver el lugar donde comenzarían su aventura. Se trataba de un espeso bosque de pinos junto a la ladera de una montaña, donde no les fue fácil encontrar un claro para aterrizar.

    Cuando la nave despegó y comenzó a alejarse, los dos jóvenes tuvieron una sensación que nunca antes habían sentido. Ahora nadie podría protegerlos, solo contaban con sus propios medios.

    —Bueno —dijo José—. Aquí empieza nuestra aventura.

    —Sí. Ha llegado el momento de poner en práctica lo que hemos aprendido, aunque me temo que todo va a ser distinto a lo que me he imaginado.

    —Otros antes que nosotros han hecho lo que tú y yo vamos a hacer ahora y en todos los casos les han ido bien las cosas, aunque en esta zona somos los primeros en aventurarnos.

    »No me gustaría que nuestra aventura se limitara a describir los sitios por donde pasamos, me gustaría tener contacto con los pueblos que habiten por aquí.

    —Puede que no encontremos a nadie, es lo más probable, aunque yo espero lo mismo que tú.

    —Vamos a empezar la marcha, aún queda mucho hasta que anochezca.

    —De acuerdo.

    Los dos jóvenes comenzaron a andar, siempre hacia el este. Cada día tenían previsto hacer entre veinte y treinta kilómetros, aunque eso dependería de la orografía del terreno y de lo que se pudieran encontrar. Si todo iba según lo previsto, en tres meses, que era cuando tenían que iniciar el regreso, se habrían alejado del punto de aterrizaje unos dos mil kilómetros.

    Era el comienzo de la primavera, una buena época para viajar, no solo por el esplendor de la naturaleza, sino porque el clima sería más benigno.

    Los primeros días sirvieron para que se adaptaran a ese nuevo entorno, ambos eran hijos de una sociedad en la que apenas tenían contacto con la naturaleza, al menos con ese tipo de naturaleza. No había senderos y la vegetación ocupaba la mayor parte del terreno, lo que hacía más lenta la marcha al tener que rodear zonas de imposible acceso.

    Cada alto que hacían lo empleaban para anotar sus descubrimientos, las plantas que habían visto, los insectos, los pequeños mamíferos, los pájaros. Era un nuevo mundo para ellos, pero eran hombres deambulando por el planeta que los albergaba y se sentían como en su propia casa.

    Antes de que anocheciera, buscaban un sitio donde resguardarse para alimentarse y poder dormir sin preocupase de nada.

    Una de esas noches, sentados junto a una pequeña hoguera, mientras cenaban unos tubérculos que habían recogido durante el día:

    —Llevamos cinco días caminando y no hemos encontrado nada diferente a lo que vimos el primer día —dijo Sandra—. Según mis notas, mañana o pasado nos encontraremos frente a una cordillera que tendremos que atravesar.

    —Aunque nos costará atravesarla, ya tengo ganas de que cambie el paisaje. Desde que hemos empezado a andar, apenas hemos visto la luz del sol por la espesura del bosque.

    —Sí, yo también tengo ganas de notar los rayos del sol en la cara.

    —¿Te has preguntado alguna vez por qué hemos querido hacer esto?

    —Es algo con lo que llevo soñando desde niño. Quizás sea influencia de mi bisabuelo Pepe. Él pasó una gran parte de su vida viajando o viviendo en medio de la naturaleza. Siempre que tenía que pensar, tomar alguna decisión o simplemente distraerse, recurría a la naturaleza.

    »¿Cuál es tu motivo?

    —Como te ocurre a ti, es algo que llevo soñando desde siempre. Desde que nací, siempre he estado rodeada de paredes, de objetos, de normas… Creo que nuestra sociedad está muy alejada de nuestro entorno natural.

    —Quizás solo se trate de una forma de autoprotección. Hemos creado un entorno seguro en el que tenemos de todo, medicina, educación, un techo bajo el que sentirnos seguros.

    —Pero cada vez más alejados de nuestro entorno natural.

    —A veces, ese entorno natural puede ser peligroso. ¿Supongo que habrás leído la biografía de Pepe?

    —Por supuesto.

    —Entonces sabrás que lo perdió todo en dos ocasiones, su familia, sus amigos…

    —Sí, lo sé, pero logró sobreponerse en todas las ocasiones.

    —A veces me pregunto qué significa lo de entorno natural. Los hombres somos parte de la naturaleza, probablemente representemos el estadio evolutivo más alto de la vida en nuestro planeta y hemos creado nuestro propio entorno, ¿por qué ese entorno no iba a ser un entorno natural?

    —El hombre, en infinidad de ocasiones, ha hecho cosas que van en contra de la naturaleza. Ha creado virus artificiales para acabar con otros hombres, ha destruido millones de hectáreas de terreno fértil y rico para hacerse con sus materias primas, ha exterminado especies enteras de seres que compartían nuestro planeta… Yo creo que el hombre se ha alejado definitivamente de la naturaleza.

    —Puede que eso sea cierto, pero ahora, nuestra sociedad ha comprendido que debemos acercarnos a nuestro entorno natural, se ha creado una nueva conciencia de respeto y preservación de la naturaleza.

    »Puede que aún nos quede mucho camino por recorrer, pero, al menos, creo que es un principio en la buena dirección.

    —José, creo que eres algo ingenuo, pero esa es una de las características tuyas que más me gustan.

    Tal como había dicho José, dos días después se encontraban frente a una colosal cordillera, cuya base estaba cubierta de árboles, y sus cimas, de nieve.

    Ahora se enfrentaban al reto de encontrar un paso por el que poderla atravesar.

    Iban bien equipados y ambos eran expertos en la escalada, pero ninguno de los dos sabía el grado de dificultad con el que se iban a encontrar.

    Esa noche, la pasaron bajo la protección de ese bosque que cubría la base de la cordillera.

    Se despertaron con los primeros rayos de luz y después de desayunar se dispusieron a seguir su camino.

    —¿Cómo atravesaremos esas montañas? —preguntó Sandra.

    —Desde lejos, todas las montañas parecen paredes verticales imposibles de atravesar, pero según te vas acercando, parece como si la pendiente se suavizara. Seguro que encontraremos algún paso.

    —¿Y si no lo encontramos?

    —La rodearemos.

    —Eso podría suponer una importante pérdida de tiempo.

    —No tenemos prisa, pero confiemos en encontrar un sitio por donde cruzarla.

    Aunque la cordillera perecía cercana, tardaron toda la mañana en llegar, hasta encontrarse donde la pendiente comenzaba a ser más pronunciada; allí hicieron un alto para reponer fuerzas.

    Tras media hora de descanso, comenzaron la ascensión. Al principio era una pendiente aceptable, aunque pasadas unas horas de marcha se iba haciendo más pronunciada, y eso se hizo sentir en sus piernas.

    No faltaba mucho para que anocheciera y decidieron buscar un sitio para dormir antes de que todo estuviera oscuro.

    Encontraron un buen sitio para pasar esa noche. Se trataba de un pequeño llano rodeado de grandes rocas de granito que les servirían de cobijo del frío viento nocturno.

    Cuando se despertaron, después de asearse y desayunar, reemprendieron la marcha ladera arriba. Según iban ascendiendo, la vegetación iba cambiando. Por allí apenas había árboles, solo alguno disperso, algunos arbustos de hojas estrechas con flores de color amarillo y algún yerbajo diseminado por la zona.

    A lo lejos vieron algo que los animó; se trataba de un grupo de cabras montesas. Serían unas cincuenta y galopaban velozmente ladera arriba.

    —¿Has visto? —dijo José con expresión alegre.

    —Son una maravilla, solo las había visto en documentales y en libros. No creía que todavía existieran.

    —Son preciosas. Debe de haber, al menos, cincuenta cabras, y seguro que no son las únicas que viven en estas montañas. Espero poder ver más y más de cerca.

    —¡Podríamos ir hacia ellas!

    —Están muy lejos.

    —Como tú dices, no tenemos prisa.

    Decidieron ir hasta allí, aunque estaba bastante más lejos de lo que parecía a simple vista; además, se encontraron con un obstáculo. Se trataba de un arroyo de unos tres metros de ancho por el que transcurría abundante agua a gran velocidad.

    —¿Ahora qué hacemos? —preguntó Sandra con cierto desconsuelo.

    —Desde luego, por aquí será imposible cruzar. Podríamos seguir el arroyo ladera arriba, a ver si encontramos un sitio donde el arroyo sea más estrecho.

    —De acuerdo.

    Cuando se disponían a seguir subiendo, vieron que, a unos quinientos metros de ellos, había otro pequeño grupo de cabras.

    —¡Mira!, allí hay más —dijo Sandra.

    —Vamos a acercarnos, pero debemos ser sigilosos. Seguro que esos animales nunca han visto a un ser humano.

    Las cabras parecían distraídas mientras se alimentaban, pero cuando José y Sandra se encontraban cerca de ellas, de forma simultánea, levantaron la cabeza y salieron corriendo hacia arriba hasta que desaparecieron de su vista.

    —Han debido olernos —dijo José.

    —Es extraño. Si han captado nuestro olor y se han ido a toda prisa, es posible que no sea la primera vez que han percibido ese olor.

    —Y si han salido huyendo a toda prisa, puede que asocien nuestro olor con el peligro.

    —Si es así, supondría que hay otras personas por aquí.

    En ese momento, oyeron el sonido de lo que parecía ser un cuerno, proveniente de no muy lejos del sitio donde se encontraban.

    —¡Vamos allí! —dijo José señalando unas rocas—. Vamos a escondernos.

    Los dos jóvenes salieron corriendo a toda prisa hacia esas rocas. Cuando llegaron…

    —¿Qué ha sido eso? —preguntó Sandra.

    —Lo he oído antes en películas y en documentales. Creo que es el sonido de un cuerno.

    Asomaron sigilosamente las cabezas por detrás de las rocas y la contestación a sus dudas no se hizo esperar.

    A lo lejos, vieron aparecer a un grupo de unos diez hombres. Iban vestidos con pieles y llevaban la cabeza cubierta con una especie de yelmo. Unos llevaban arcos y hachas sujetas al cinturón, otros portaban largas lanzas.

    Los jóvenes no sabían qué hacer, pero tuvieron claro que lo mejor era no moverse para no ser descubiertos.

    Los hombres se desplegaron por la ladera y comenzaron a mover la cabeza de un lado a otro, como el que olfatea a su presa. Sin hablar entre ellos, cada uno ocupó una posición y se quedaron quietos.

    De más allá volvió a sonar el cuerno y, al momento, varias cabras que corrían desbocadas se encontraron en medio de los hombres, que las esperaban. Tras ellas venía otro grupo de hombres haciendo sonar sus cuernos.

    Cuando las cabras estuvieron a tiro, los que esperaban comenzaron a lanzar sus flechas. Uno tras otro, los pobres animales caían inertes al suelo.

    Pasaron varios minutos hasta que los cazadores detuvieron la carnicería.

    Para José y Sandra fue el espectáculo más horrible que habían presenciado en sus vidas. Ambos estaban aterrorizados al comprobar el trecho tan corto que existe entre la vida y la muerte.

    Mientras ellos permanecían ocultos, sin poderse mover del sitio, los cazadores se reunieron mientras lanzaban gritos de alegría. Después de un buen rato felicitándose los unos a los otros, se dispersaron para recoger sus presas y colocarlas todas juntas.

    Al rato, apareció otro grupo de personas, esta vez más numeroso, entre los que se encontraban mujeres y niños transportando grandes y pesados fardos, palos, marmitas. Cuando todos estuvieron reunidos, comenzaron a moverse. Las mujeres preparaban hogueras, otros hombres clavaban palos en el suelo sobre los que colocaron pieles, los niños ayudaban en lo que les decían y el resto de los hombres comenzó con algo aún más horrible que lo que habían hecho hacía un rato. Con sus hachas, cortaron las cabezas de las más de treinta cabras que yacían muertas, después les cortaron los cuernos, mientras otros las desollaban para después descuartizarlas.

    En unos grandes agujeros que habían hecho en el suelo, depositaron los restos de los animales, las cabezas sin cuernos y las vísceras, después cubrieron de tierra esos agujeros.

    José y Sandra estaban atónitos y atentos a todo lo que estaba sucediendo y trataron de sobreponerse al impacto que habían sufrido. Además, ese era el objeto de su trabajo, ver cómo era realmente la vida fuera de los límites de la sociedad.

    Sin que nadie dijera nada, al menos José y Sandra no se percataron de ello, todos los presentes, que debían ser unos doscientos individuos, rodearon los agujeros que acababan de cubrir y uno de ellos comenzó a recitar unas extrañas palabras en voz alta.

    La ceremonia duró algo más de una hora. Cada individuo se acercó al montículo y se tumbó bocabajo encima de él durante unos segundos mientras murmuraba algo en voz baja.

    Los jóvenes seguían con máxima atención lo que estaban haciendo esos extraños hombres y no se dieron cuenta de que alguien los observaba a ellos.

    Un niño rubio, de unos seis años, tiró de la chaqueta de Sandra. Esta, al percatarse, dio un grito que se oyó a cientos de metros. Como si tuvieran un resorte, los hombres y mujeres que aún seguían con la ceremonia se irguieron y miraron hacia dónde procedía el grito.

    Cuando Sandra y José se dieron la vuelta para saber de qué se trataba, vieron a un pequeño que, con una simpática sonrisa en la cara, les decía cosas ininteligibles.

    Al momento, los hombres llegaron en tropel. El que debía ser el padre del pequeño le cogió del brazo con brusquedad y le apartó de aquellos raros extraños.

    Era un hombre alto y fuerte que no dejaba de hablarles en un tono que no dejaba lugar a duda. Aunque los jóvenes no entendían lo que les decían, supieron que estaban en peligro.

    Cuando el hombre dejó de hablar, varios de los que le acompañaban se abalanzaron hacia ellos y les ataron las manos por detrás de la espalda; después, fueron conducidos a un lugar próximo al improvisado campamento. Una vez allí, les ataron los pies y los obligaron a sentarse en el suelo.

    Los hombres volvieron a sus quehaceres y José y Sandra se quedaron solos.

    —¿Qué querrán hacernos? —dijo Sandra con pánico en la expresión.

    —No lo sé, pero si quisieran hacernos daño, creo que ya nos lo habrían hecho.

    —Son salvajes, como los que salen en las películas. Tengo mucho miedo.

    —Cálmate. De momento, lo único que sabemos es que se trata de una tribu de cazadores.

    —Sí, de una tribu que mata a otros seres vivos.

    —Que mata a seres vivos, probablemente, para poder alimentarse.

    —¿Alimentarse de la carne de los animales?

    —Sí, Sandra. Mi bisabuelo, mi abuelo e incluso mi padre han comido carne para poder sobrevivir. Ellos y casi todo el mundo en aquella época lo hacían.

    —Es terrible. Preferiría morir antes que alimentarme de carne.

    —Vamos a tratar de ser positivos. Nos hemos tropezado con un grupo de hombres, hombres que parecen primitivos. Puede que sea una buena oportunidad para hacer nuestro trabajo.

    —Pero no podemos comunicarnos con ellos. Nunca antes había oído hablar en esa extraña lengua.

    —Yo ya la había oído antes.

    —¿Dónde?

    —Antes de la unificación de la sociedad, esa era la lengua que se utilizaba en la mayoría de las tribus. Cuando mi padre y mi abuelo se juntaban, a veces les gustaba hablar en esa lengua y yo los escuchaba, me gustaba oírlos hablar así; de hecho, mi padre me enseñó algunas palabras.

    —¿Has entendido lo que nos decía ese hombre?

    —Solo algunas palabras sueltas, pero no sé lo que nos estaban diciendo.

    —Nos han quitado las mochilas.

    —Querrán saber qué es lo que llevamos, pero me gustaría no perderlas, ahí llevamos las notas de nuestro trabajo y todo lo que necesitamos.

    »Tranquilízate, estás temblando —le dijo José al ver el estado de su compañera.

    —Nunca había sentido tanto miedo.

    —El miedo es un sentimiento que dicen que se puede controlar.

    —Pues dime cómo.

    —Yo también estoy asustado y, como te ocurre a ti, nunca antes me había visto en una situación como esta, pero debemos ser fuertes y no dejarnos dominar por el pánico.

    Estuvieron hablando un buen rato, hasta que se calmaron y pudieron pensar con algo de claridad. A partir de ese momento, permanecieron callados, imbuidos cada uno en sus pensamientos.

    La noche se les empezaba a echar encima y, como en noches anteriores, el frío viento volvió a soplar. Para protegerse, juntaron sus cuerpos, pero el frío era intenso.

    —Me estoy quedando helada.

    —Cada vez hace más frío y aquí nos pega el viento de lleno.

    —Espero que esos salvajes se acuerden de que estamos aquí.

    —No los llames así. Puede que sean un pueblo primitivo, pero no tienen por qué ser unos salvajes.

    —Después de lo que hemos visto, no me queda lugar a duda.

    —Mi propio padre tuvo que cazar para alimentarse y él nunca ha sido un salvaje. Solo es una cuestión de necesidad.

    —Yo jamás podría matar a un ser vivo.

    Mientras hablaban, vieron acercarse a dos mujeres que venían del campamento. Ambas portaban grandes bultos. Al llegar al lugar donde se encontraban los jóvenes, una de ellas desenvolvió unas pieles con las que los cubrió.

    Sandra comenzó a hablarles:

    —¿Qué van a hacer con nosotros? ¡Suéltennos!

    Las mujeres permanecieron calladas, como si nadie les estuviera hablando.

    La otra mujer metió la mano en una bolsa de cuero y sacó unas tiras de carne seca que puso frente a la boca de los jóvenes; al unísono, ambos volvieron la cabeza con expresión de repugnancia, pero la mujer insistía y no dejaba de ofrecerles el alimento. Cuando se dio cuenta de que su insistencia era inútil, volvió a guardar la carne seca en la bolsa.

    —¡Agua! —dijo José—. ¡Agua!, por favor.

    Intentó recordar cómo se decía esa palabra en el idioma de esa gente.

    Cuando las mujeres volvían al campamento, se acordó. Gloa, así se lo enseñó su padre.

    —¡Gloa!, ¡gloa! —gritó una y otra vez.

    Las mujeres no se detuvieron y desaparecieron de su vista.

    —No te han entendido.

    —Puede que no se diga así, hace muchos años que no digo una sola palabra en ese idioma.

    —Al menos nos han traído algo de abrigo, con estas pieles no tendremos frío.

    Pasados unos minutos, volvieron a ver a esas mujeres aproximándose a ellos. Cuando estuvieron a su lado, una de ellas sacó una especie de bolsa de cuero que contenía agua. Primero se la ofreció a Sandra, pero esta la rechazó girando la cabeza, pero cuando se la ofreció a José, este acercó los labios y bebió.

    —Bebe, Sandra, es agua y está fresca.

    —Me da asco beber ahí, cualquiera sabe la cantidad de gérmenes que tendrá ese pellejo.

    —Aquí tienes que dejarte de escrúpulos y beber.

    La mujer volvió a acercar el pellejo a la boca de Sandra y, en esa ocasión, bebió hasta saciarse.

    Cuando terminaron, las mujeres regresaron al campamento y, ahora más reconfortados, se volvieron a quedar solos.

    —Me está empezando a entrar sueño —dijo Sandra.

    —Acércate un poco más, vamos a intentar dormir.

    Se acurrucaron el uno junto al otro y al instante se quedaron dormidos.

    Cuando los primeros rayos del sol anunciaron el nuevo día, se despertaron. A pesar de la incomodidad, se encontraban bien, pero los brazos y las piernas los tenían entumecidos por las ataduras.

    —¿Has pasado frío? —preguntó José.

    —No, estas pieles abrigan más de lo que suponía.

    —El hombre lleva miles de años usándolas, por algo será.

    —Pero no puedo dejar de pensar en que esta piel ha pertenecido a un ser vivo que ha tenido que morir para que yo no pase frío.

    —Tienes que dejar de pensar de esa manera. Ahora no estamos en nuestra sociedad.

    —Creo que ha sido un error salir de allí.

    Desde el lugar en el que se encontraban se podía ver a lo lejos el campamento. Nada más hubieron salido las primeras luces, vieron cómo aquella gente se afanaba en sus tareas. Iban y venían de un lado a otro y parecía ser que cada uno de ellos sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

    Tres individuos salieron del recinto del campamento en su dirección.

    —Mira —dijo José—, parece que vienen hacia nosotros.

    —Tengo miedo —dijo mientras se acurrucaba contra él.

    Cuando los hombres llegaron, les ofrecieron agua. En esa ocasión, Sandra no tuvo reparos en beberla, después los desataron y, con gestos, les indicaron que los siguieran hacia el campamento.

    Al llegar, fueron conducidos a uno de esos improvisados habitáculos construidos con palos y pieles. Al entrar se sorprendieron al ver que aquello era mucho más confortable de lo que suponían.

    Sentados en el suelo, frente a ellos, había tres hombres, uno era el que apartó al niño cuando los encontraron, otro, sentado en el centro, era un hombre anciano con largas barbas y ojos inteligentes, el tercero era corpulento y, al igual que los otros dos, tenía largos cabellos y barba.

    El anciano les hizo gestos para que se sentaran. Una vez en el suelo:

    —¿Qué quieren de nosotros? —dijo José.

    Los hombres giraron las cabezas y comenzaron a hablar entre sí en voz baja. Al momento, el más anciano dirigió su penetrante mirada a los jóvenes y comenzó a hablar:

    —¿Qué hacíais tras esas rocas?, ¿nos estabais espiando?

    —¡Habla usted nuestro idioma! —dijo Sandra con alivio.

    —Contestad a mi pregunta.

    —Cuando ustedes aparecieron, nos asustamos y nos escondimos —dijo José—. En ningún momento hemos querido espiarlos.

    —¿De dónde venís?

    —De lejos de aquí.

    —¡De dónde!

    —Señor. No nos está permitido desvelar nuestra procedencia.

    —Bien, eso lo dejaremos para más adelante. Ahora, decidme, ¿qué hacéis aquí?

    —Acabamos de finalizar nuestros estudios y recorremos estas tierras para elaborar un informe sobre las cosas que veamos.

    —Así que sois de la sociedad y os han enviado aquí para espiarnos.

    —No, señor —dijo Sandra—. Ni siquiera sabíamos que existieran, los hemos encontrado por pura casualidad.

    —Qué ingenuos sois los de la sociedad. ¿Acaso creéis que estáis en un viaje de fin de estudios?

    —Se podría llamar así. ¿Puedo hacerle alguna pregunta?

    —Inténtalo.

    —¿Quiénes son ustedes?

    —Un grupo de personas a quienes les gusta vivir a su manera.

    —¿Y cómo es que usted sabe hablar en nuestro idioma?

    —Es mi lengua materna, aunque hacía años que no la hablaba.

    —Si es su lengua materna, significa que usted ha vivido en otra sociedad diferente a esta.

    —Así es.

    —¿Qué pretenden hacer con nosotros?

    —Aún no lo hemos decidido, primero tenemos que asegurarnos de algunas cosas.

    —Pregunte lo que quiera, no le ocultaremos nada.

    —Lo sé.

    —No le entiendo —continuó José—. Nosotros no tenemos la más mínima intención de perjudicarles; sin embargo, nos han tenido toda la noche atados en medio de la ladera y nos dice que aún no sabe lo que van a hacer con nosotros.

    —Todavía no lo comprendéis, pero lo haréis en poco tiempo.

    —¿Comprender qué? —dijo Sandra alterada.

    El anciano volvió a hablar con los otros dos hombres y, al momento:

    —Creo que es suficiente. Permaneceréis con nosotros hasta que tomemos una decisión. No os vamos a volver a atar, podréis vivir entre nosotros y os ganaréis vuestros alimentos y vuestras pieles, pero os quiero advertir una cosa, no se os ocurra huir, somos rastreadores muy hábiles y no tardaríamos en encontraros.

    —No tienen derecho a obligarnos a quedarnos aquí.

    —Sí, tenemos derecho y lo vamos a ejercer, os lo aseguro.

    »Por cierto, debéis estar hambrientos, me han dicho que anoche no quisisteis comer nada.

    —Nunca hemos comido carne —dijo Sandra—. De donde venimos solo se comen alimentos que brotan de la tierra.

    —Pues si queréis sobrevivir aquí, tendréis que comer carne, es casi el único alimento que nos podemos permitir.

    Después de esa breve conversación, salieron de la tienda y se vieron en medio de un poblado en el que cada uno se dedicaba a sus cosas, sin preocuparse de la presencia de los extraños. Los niños jugaban y revoloteaban por todas partes, algunos adultos manipulaban la carne de las cabras cazadas el día anterior, la sazonaban y la envolvían en trozos de tela. Otros cavaban zanjas, probablemente para encauzar las aguas de la lluvia, otros fabricaban flechas y lanzas. Todos se afanaban en sus tareas.

    —Qué gente tan extraña —dijo Sandra.

    —Son diferentes a los que conocemos, pero creo que solo son un pequeño pueblo que se dedica a lo suyo.

    —¿Qué vamos a hacer?

    —Creo que el anciano lleva razón al decirnos que será mejor que no intentemos huir. Estos hombres deben conocer bien esta cordillera y no tendríamos ninguna posibilidad de escapar.

    —Entonces, ¿nos tendremos que quedar aquí hasta que ellos nos dejen ir?

    —De momento no veo otra opción.

    En pocos minutos habían recorrido todo el campamento y no sabían qué hacer.

    —Tengo hambre —dijo José.

    —Y yo. Un hambre voraz.

    —En nuestras mochilas teníamos unos tubérculos, ahora nos vendrían muy bien.

    —Vamos a hablar con el anciano para que nos las devuelvan.

    —Mira, allí está.

    Los jóvenes fueron hasta donde se encontraba el anciano, que hablaba cariñosamente con un grupo de niños.

    —Señor —dijo José—. En nuestras mochilas teníamos algunos alimentos, ¿nos las podría devolver?

    El anciano dejó lo que estaba haciendo y prestó su atención a los jóvenes.

    —Vuestras mochilas ardieron anoche en la hoguera.

    —¡Eran nuestras cosas! —dijo Sandra—. ¿Por qué las han quemado?

    —Llevabais cosas peligrosas.

    —¿Peligrosas?

    —Igual que vosotros no queréis decirnos de dónde venís, nosotros tampoco queremos que nadie sepa de nuestra existencia.

    —Antes nos ha dicho que ya lo entenderíamos —dijo José—, ¿qué tenemos que entender?

    —Cada cosa a su tiempo. Por cierto, ¿cómo os llamáis?

    —Yo soy Sandra, y él, José. ¿Y usted?

    —Todos me llaman Grico, significa ‘halcón’ en vuestro idioma y deberíais dejar de llamarme «señor», yo no soy un señor, soy un hombre de las cumbres.

    —Tenemos hambre.

    —Si queréis, os puedo ofrecer carne, es lo único que tenemos.

    —Somos vegetarianos.

    —Pues buscad vuestros alimentos, aunque por aquí apenas crecen plantas.

    —¿Podemos salir del perímetro del campamento?

    —¿Por qué no?

    —Hace un momento nos ha dicho que no huyamos.

    —Así es, pero eso no quiere decir que tengáis que estar siempre en el campamento.

    »Anoche pronunciaste una palabra en nuestra lengua, gloa. ¿Cómo es que conocías esa palabra?

    —Me la enseñó mi padre.

    —¿Cómo es que tu padre conocía nuestra lengua?

    —Es una historia larga.

    —¿Tienes prisa?

    —No.

    —Pues me gustaría conocer esa historia.

    —Bien. Mi padre nació en una tribu, todos la conocían como la tribu del este. Su padre, mi abuelo, cuando se declaró una de las numerosas guerras, salió de esa tribu con toda su familia y, por una serie de circunstancias, encontró un sitio donde vivir. Se trataba de una cueva en la que se establecieron varios años.

    »Después se integraron en una de las antiguas sociedades, antes de la unificación, que es cuando nací yo.

    —Yo conocí a un gran hombre que, durante varios años, vivió en una cueva.

    —¿Y tú de dónde vienes?

    Grico se quedó pensando la respuesta durante un momento.

    —Yo nací y viví muchos años en la misma tribu en la que vivió tu padre, la tribu del este.

    —¿Y cómo has venido a parar aquí?

    —También es una larga historia. Y ahora tengo otras cosas que hacer. Tendremos tiempo para seguir hablando.

    »Os sugiero que busquéis esos alimentos y que contribuyáis en los trabajos del campamento.

    —¿En qué podemos contribuir?

    —Ayudando a los demás en sus tareas.

    »No tenemos muchas normas, pero una de ellas es que todo el que vive en esta tribu tiene que contribuir con lo que pueda.

    Grico se dio la vuelta y desapareció de la vista de los jóvenes.

    Salieron del perímetro del campamento y comenzaron la búsqueda de alimentos. No iba a ser tarea fácil, ya que estaban a mucha altitud y allí apenas crecían plantas.

    Divisaron un pequeño grupo de pinos ladera abajo y se dirigieron hacia ellos; era como un oasis en medio de la nada. Entre los árboles crecían unas plantas con fuertes hojas del tamaño de una mano.

    —¿Conoces esas plantas? —preguntó Sandra.

    —No las había visto nunca.

    José se agachó para verlas más de cerca y arrancar una. Después de examinarla con atención, se la acercó a la boca y dio un pequeño mordisco.

    —¿Cómo saben?

    —No muy bien. Toma, pruébala tú.

    Nada más meterse la hoja en la boca, su expresión cambió.

    —¡Está muy amargo!

    —Podríamos hervirlas, quizás desaparezca el amargor.

    —Podríamos probar.

    —Vamos a coger unas pocas y vamos al campamento a hervirlas. Además, he visto que esas personas tienen sal, se la estaban poniendo a la carne.

    Estuvieron cogiendo hojas hasta que consideraron que tenían suficientes.

    —Vamos a regresar —dijo Sandra.

    —Espera un momento, voy a subir a ese pino a coger unas pocas piñas.

    —Seguramente no estén maduras.

    —Voy a comprobarlo.

    José subió a uno de esos pinos y pudo arrancar algunas piñas que iba dejando caer al suelo.

    —Baja ya —dijo Sandra.

    Antes de descender, José vio algo que le erizó los cabellos.

    —¡Sube al árbol! —gritó desde lo alto.

    —¿Qué ocurre?

    —¡Sube a toda prisa! Se acercan dos lobos.

    Sandra soltó las hojas y escaló el árbol a toda velocidad hasta llegar a donde se encontraba José.

    —Míralos —dijo José—, ahí llegan.

    Se trataba de un gran macho y una hembra, pero no daban muestra alguna de agresividad.

    Desde arriba pudieron ver cómo los animales olisqueaban por todas partes, las hojas arrancadas, las piñas. El macho se acercó al tronco del árbol donde estaban los jóvenes y lo olisqueó para después mirar hacia arriba.

    La mirada del animal era penetrante y serena.

    Cuando sus miradas se cruzaron, los jóvenes dejaron de tener miedo; esa mirada les transmitía sosiego y supieron que no corrían ningún peligro.

    Cuando el macho apartó la mirada, volvió a olisquear el suelo y comenzó a excavar con sus patas delanteras hasta que dejó algo al descubierto, era un tubérculo. Con suavidad, lo sacó del agujero y lo depositó en el suelo.

    El lobo se giró y salió corriendo ladera abajo, seguido por su compañera.

    Desde arriba, los dos jóvenes no podían dar crédito a lo que acababan de ver. Unos lobos les habían enseñado la manera de conseguir alimentos.

    —Acabo de alucinar —dijo Sandra—. Esos animales nos han dicho cómo encontrar alimentos.

    —No sé qué pensar. Es como si conocieran nuestras intenciones y han venido a ayudarnos. Vamos a bajar.

    —¿Estaremos seguros?

    —No me cabe duda. No existe peligro.

    Cuando bajaron del árbol, fueron a ver qué era lo que había desenterrado el lobo.

    —Es un tubérculo —dijo José mientras se lo acercaba a la nariz para olerlo—. Huélelo tú.

    Sandra se acercó al tubérculo y lo olió.

    —Huele bien, pero no sé lo que es.

    —Yo sí lo sé, es una trufa, mi abuelo me enseñó a reconocerlas.

    —¿Son buenas?

    —Son muy buenas y muy difíciles de encontrar. Sirven para acompañar a los alimentos, proporcionan muy buen sabor.

    —Vamos a buscar más.

    —Con esta que nos ha desenterrado el lobo, tendremos suficiente de momento.

    »Recojamos las cosas y vamos al campamento a hervir estas hojas.

    Recogieron las hojas, las piñas y la trufa y se dispusieron a regresar.

    Por el camino:

    —Según cuenta la leyenda, tu bisabuelo se convirtió en un lobo.

    —Has dicho bien, solo se trata de una leyenda.

    —Pero, a pesar de las innumerables búsquedas, nunca encontraron sus restos.

    —Él quiso morir en su montaña. Aquello es enorme y es casi imposible encontrar ningún resto. La propia naturaleza se encarga de eliminarlos.

    —¿Te imaginas que la leyenda fuera cierta?, ¿que tu bisabuelo se hubiera reencarnado en un lobo?

    —Me lo puedo imaginar, pero mi sentido común se niega a aceptar algo así. Me gusta ser pragmático y solo creo en lo que veo.

    —¿Qué me dices de lo que acabamos de presenciar?

    —Tengo que reconocer que ha sido algo que no me puedo explicar.

    Cuando llegaron al campamento, todos seguían con lo suyo y fueron a buscar a Grico.

    Le vieron charlando con un grupo de hombres. Se acercaron al grupo, y estos, al ver a los jóvenes, dejaron de hablar.

    —¿Qué traéis?

    —Hemos recogido estas plantas, creo que son comestibles, pero necesitamos algunos utensilios para prepararlas.

    —Hemos estado hablando de vosotros, de cómo podríais colaborar.

    —¿Qué queréis que hagamos?

    —Os vais a ocupar de buscar leña y traer agua a la comunidad. ¿Qué os parece?

    —Bien —contestó Sandra—. Lo de la leña va a ser algo más complicado, pero el agua la tenemos ahí mismo.

    —Empezaréis mañana. Ahora seguidme, os voy a dejar una marmita y algo de leña para hacer el fuego.

    Siguieron a Grico hasta una de las tiendas.

    —Hemos construido esta tienda para vosotros, aquí podréis descansar y protegeros de la intemperie.

    —Gracias, Grico, es todo un detalle.

    —Mientras estéis aquí, tendréis los mismos derechos y las mismas obligaciones que los demás, y una de vuestras primeras obligaciones es que aprendáis a hablar nuestra lengua.

    —¿Quién nos va a enseñar?

    —De momento, yo os enseñaré lo más básico, el resto depende de vuestro esfuerzo.

    »Emplearemos un rato cada tarde, pero no os preocupéis, es un lenguaje parecido al vuestro que no os costará mucho aprender.

    »Ahí tenéis algo de leña y una marmita, en ese recipiente hay agua, y en esa caja, un poco de sal.

    —Has pensado en todo —dijo José.

    —Creo que con esto tendréis suficiente. Dejadme ver lo que vais a cocinar.

    Cogió una de las hojas y le dio un pequeño mordisco.

    —Esta planta se llama tula y la podéis comer sin problema, pero es bastante amarga.

    —¿Conoces esta planta?

    —Sí, yo antes conocía bien las plantas.

    —¿A qué te dedicabas?

    —A nada y a todo, pero siempre me han interesado las plantas.

    »Cuando tenía vuestra edad, yo también era vegetariano.

    —¿Por qué ahora comes carne?

    —Porque es lo que hay en mi entorno. Además, he comprendido que comer carne no es tan malo como se dice ahora. Aporta casi todo lo que necesitamos para tener una vida sana.

    —Pero está la cuestión ética —dijo Sandra.

    —Si se da el caso de que vivas algún tiempo en un entorno como este, comprenderás que no es menos ético comer carne que comer plantas. El hombre lleva comiendo carne desde que empezó a andar a dos patas y, probablemente, comer carne haya sido el motivo de su evolución. Es algo que nunca se sabrá.

    —Mientras recogíamos estas hojas, nos ha ocurrido algo inexplicable.

    —¿Qué ha pasado?

    —Hemos encontrado estas plantas junto a unos pinos, después me he subido a uno de ellos para coger unas piñas y de repente…

    Le contó con detalle lo de los lobos.

    —¿Así que esos animales os han ayudado a encontrar la trufa? Sí que es extraño. Normalmente los lobos que merodean por aquí están hambrientos y no suelen dejar escapar una presa.

    —Lo que más me ha impresionado ha sido su mirada —dijo Sandra—. Era una mirada noble que transmitía serenidad.

    —Hay muchas historias relacionadas con los lobos.

    —Y muchas leyendas —dijo José.

    —Mientras preparáis la comida, os voy a contar una de esas historias.

    Hará unos treinta años, un hombre desesperado, un hombre que lo había perdido todo y a todos los suyos en una de esas malditas guerras, decidió alejarse del mundo, quizás en busca de su propia muerte. Se dirigió hacia el este y se convirtió en un ermitaño que sobrevivía con los alimentos que encontraba por el camino, hierbas, roedores, aves. Anduvo años por el mundo sin apenas cruzarse con ningún otro ser humano. Y el hombre se adaptó a ese tipo de vida y se integró en el entorno. En esa época vivía en una gran montaña a varios miles de kilómetros de donde nos encontramos ahora. Creía que había encontrado su sitio en este mundo, aunque cada día añoraba más a sus seres queridos, pero ya no existían y tenía que aprender a vivir sin ellos. Una noche, notó la presencia de algo, aunque no sabía de qué o de quién se trataba. Esa misma sensación se repitió varias noches, hasta que, en una de ellas, la sensación de esa presencia fue mayor; entonces, se levantó y miró a su alrededor. Al momento vio cómo se movían unos arbustos frente a él. «¡Sal de ahí!», dijo el hombre gritando. Al momento apareció un lobo enorme, pero su mirada era tranquila, sin la más mínima muestra de agresividad.

    El hombre y la bestia estuvieron mirándose a los ojos durante un tiempo que pareció infinito. Cuando el hombre quiso reaccionar, se encontraba solo; el lobo había desaparecido, pero en su mente se había grabado un mensaje, un mensaje que probablemente le salvó la vida.

    Desde esa noche, su principal obsesión era dirigirse al oeste. Ese mensaje le decía: «Ve hacia el oeste y salva a tu pueblo».

    —¿Qué os parece la historia?

    Los jóvenes estaban atentos al relato y tardaron en reaccionar.

    —Conozco una historia parecida —dijo José.

    —¿Eres tú ese hombre? —preguntó Sandra.

    El anciano tardó en contestar.

    —No sé si solo fue un sueño o una realidad, pero aquello me salvó la vida. ¿A qué historia te refieres? —dijo mirando a José.

    —Mi bisabuelo tuvo varias experiencias parecidas.

    —¿Tu bisabuelo?

    —Sí, se llamaba Pepe y fue uno de los precursores de la unificación de las sociedades y las tribus del este y el sur.

    Al anciano se le notó la sorpresa por lo que acababa de oír.

    —Pepe. Yo conocí a ese gran hombre.

    —¿Conociste a mi bisabuelo?

    —Yo era un joven guerrero, como todos los jóvenes que vivíamos en la tribu del este. Un día, Pepe se acercó a mí y me pregunto qué era lo que yo esperaba de la vida. Como era lógico, yo le dije que quería servir a mi tribu, que quería ser un buen militar, y todas esas cosas que nos habían enseñado a decir.

    »Después de unos segundos, me dijo: ¿Por qué no intentas pensar por ti mismo? Nunca dejes que sean las ideas de otros las que marquen tu destino.

    »Aquello me impactó y me hizo pensar, creo que fue entonces cuando empecé a hacerlo.

    »Desde ese momento, mi vida cambió, comencé a cuestionarme cosas que antes daba por sentadas y, poco a poco, comencé a tener mis propias opiniones. A veces, esa nueva forma de ver las cosas me causaba problemas, pero empecé a valorarme a mí mismo, y eso llevó a que comenzase a valorar también a los demás.

    Cuando las hojas, junto a un poco de trufa y sal, hubieron hervido suficiente, se dispusieron a probar el guiso.

    —Pruébalo tú primero —dijo Sandra.

    José metió una cuchara en la marmita y cogió una pequeña cantidad, se la acercó a la boca y sopló varias veces hasta estar seguro de que no se iba a quemar. Se metió la cuchara en la boca y al momento:

    —¿Qué tal? —preguntó Sandra—. ¿Amarga?

    —Toma, pruébalo tú misma.

    Cuando lo hubo probado:

    —Está muy bueno.

    —Pues no perdáis el tiempo —dijo Grico, que aún no se había ido.

    —Come con nosotros —dijo José—, aquí hay suficiente comida.

    —No os preocupéis por mí. Comed vosotros, que debéis estar hambrientos.

    Los jóvenes se pusieron un buen cuenco humeante de ese guiso y al momento había desaparecido la comida.

    —Vaya, hacía tiempo que no veía comer a alguien de esa manera —dijo Grico sonriendo.

    —Llevábamos mucho tiempo sin probar bocado —contestó Sandra.

    —Bueno, yo os tengo que dejar. Luego vendré a buscaros para empezar con lo del idioma.

    Estaban cansados y, tras esa reparadora comida, se quedaron dormidos.

    A partir de ese día, no tuvieron problemas para alimentarse. Además de esas hojas, encontraron tubérculos parecidos a los nabos y algunas plantas cuyos tallos y hojas eran comestibles.

    La vida de la pareja consistía en proveer de agua y leña a la comunidad, en aprender el nuevo idioma y en buscar alimentos por los alrededores.

    Ya conocían los rudimentos de esa lengua, y eso les permitió poder relacionarse con el resto de la gente.

    Sandra había hecho buenas migas con aquel pequeño que los descubrió tras la roca y pasaba largos ratos con él y con otros niños, jugando y contándoles historias, cosa que les gustaba mucho a los pequeños.

    José estaba encantado de la situación. Había ido a parar al sitio idóneo para realizar su trabajo. Allí podría conocer cómo viven otros pueblos de fuera de la sociedad, sus costumbres, su lengua, su historia.

    Uno de esos días, hablando con Grico:

    —Ha sido una suerte haberos encontrado —dijo José—. Con todo lo que estoy aprendiendo aquí, podré hacer un buen trabajo.

    —Tengo algo para ti —dijo Grico—. Toma, os devuelvo las mochilas.

    —¿No las habíais quemado?

    —No, pero queríamos estar seguros de quiénes erais antes de devolvéroslas.

    —Hay algunas cosas de vosotros que no entiendo. ¿Por qué esa desconfianza? Al menos, al principio.

    —Hay cosas que desconoces, cosas que están ocurriendo y que ponen en peligro a mi pueblo.

    —¿Qué cosas?

    —Preferiría que las descubrieses por ti mismo. Vivimos en un mundo deshumanizado y tenemos que ser muy prudentes para poder conservar nuestra libertad, incluso para poder seguir viviendo.

    »Te propongo que hagamos algo que seguro responderá a muchas de tus preguntas.

    —¿De qué se trata?

    —¿Te apetece hacer un viaje?

    —¿A dónde?

    —Lejos de aquí, a tres semanas andando.

    —¿Qué me quieres enseñar?

    —Será bueno para tu trabajo. Te enseñaré sitios por donde el hombre apenas ha pisado, valles llenos de vida, ríos que parecen mares, y lo que quizás sea más importante, al final del camino podrás ver a otros hombres.

    —¿Conoces otros grupos de hombres?

    —Sí, y aunque estamos muy diseminados, hay otros muchos grupos.

    —Por lo que veo, has debido viajar mucho.

    —He pasado la mitad de mi vida yendo de un sitio a otro.

    —Supongo que hasta que encontraste a toda esta gente.

    —Algo así. ¿Qué me dices, te animas a viajar?

    —¿Y Sandra?

    —Si quiere, puede venir, a ella también le interesará.

    —Se lo preguntaré, pero la veo muy a gusto aquí. Creo que está enfocando su trabajo a través de los niños. En nuestra sociedad no hay muchos y los que hay son muy diferentes a los vuestros.

    —¿En qué son diferentes?

    —En mi sociedad, los niños, desde muy pequeños, son educados en los conceptos de la disciplina, las normas sociales. Son niños sanos y alegres, a los que no les falta de nada, pero a veces pienso que no hacen vida de niños. Apenas salen solos a la calle, se pasan horas y horas estudiando o jugando solos en su apartamento. Aquí, sin embargo, veo a los niños correteando, jugando en grupo y creo que disfrutando plenamente de la vida.

    —Sí, son niños felices y sin preocupaciones, pero no todo es tan bonito como parece. Muchos de estos niños no llegarán a ser adolescentes, las enfermedades y las vicisitudes del entorno matan a muchos de ellos.

    »Ese es otro aspecto más de las paradojas de este mundo. Si quieres vivir en libertad y disfrutar al máximo de las cosas buenas de la vida, corres riesgos, y muchos, al contrario de lo que ocurre aquí, que prefieren perder parte de esa libertad en pro de la seguridad.

    —La vida es complicada, aunque creo que el hombre va dando pasos hacia un mundo mejor.

    —Yo no estaría tan seguro de eso. No digo que no se den pasos hacia adelante, pero también se han dado y se seguirán dando hacia atrás.

    —Sí, eso es cierto, pero yo quiero confiar en el hombre.

    —Desde luego que sí, y eso es natural tratándose de un hombre tan joven. Espero y deseo que cuando tengas mi edad sigas pensando así. Las cosas que vas viendo a lo largo del tiempo hacen que tus opiniones vayan cambiando.

    »Desgraciadamente, yo he visto y he sufrido en mis propias carnes la maldad y la injusticia de muchos hombres, por eso el hecho de ver que tu vida va llegando a su fin no resulta tan duro.

    —Hablas poco de ti, pero cuando lo haces, lo haces con amargura.

    —Así somos los viejos, la mayoría unos amargados.

    »Bueno. ¿Qué te parece lo del viaje?

    —Me encantaría hacerlo. ¿Cuándo saldríamos?

    —No hay nada que nos retenga, podríamos salir mañana mismo.

    —Se lo diré a Sandra. En cualquier caso, mañana partimos.

    ¿Tengo que preparar algo?

    —No tenemos que llevar nada, encontraremos todo lo que necesitamos por el camino.

    En cuanto Grico se marchó, José fue a buscar a Sandra para decirle lo del viaje.

    Como siempre, la encontró jugando con un grupo de niños.

    —Hola, chicos, hola, Sandra. Tengo que hablar contigo.

    —Estamos en medio de un juego. Dame un rato.

    —De acuerdo, te espero en los pinos, quiero coger una trufa.

    —Vale, enseguida me reúno contigo.

    José se había acostumbrado a llevar una vara de madera siempre que salía del campamento, con la que se encontraba más seguro y, además, le servía de herramienta para cavar en la tierra, alcanzar algún fruto al que no llegaba con la mano, etc.

    Cuando llegó a los pinos, se sentó en una roca mientras pensaba dónde empezar a cavar en busca de la trufa. En ese momento, se dio cuenta de que no estaba solo. Frente a él, apareció la figura de ese enorme lobo con su penetrante mirada dirigida hacia él.

    José no se asustó, dejó la vara en el suelo y se puso de pie sin dejar de mirar a los ojos del animal.

    Ambos permanecieron quietos durante más de un minuto, hasta que el lobo apartó la mirada y desapareció lentamente ladera abajo.

    «Qué extraño —pensó José—, un animal salvaje que se comporta de esa manera». Un animal que, en condiciones normales, le habría atacado y acabado con su vida.

    Sin embargo, ese lobo transmitía calma.

    José no entendía qué significaban esas apariciones, quizás nada, quizás solo se tratase de curiosidad de ese animal hacia él.

    Al rato, llegó Sandra.

    —¿Sabes lo que me ha ocurrido? He vuelto a ver al lobo que nos desenterró la trufa.

    —¿Se ha ido? —preguntó mientras que, con rapidez, giraba la cabeza de un lado a otro.

    —No temas, se ha ido, además, no parece un animal agresivo.

    —Un lobo siempre será un lobo. Un ser imprevisible.

    —Te aseguro que este lobo no nos hará nada malo.

    —¿Cómo puedes saber eso?

    —Lo he visto en su mirada.

    —Pues a mí me da miedo. ¿Por qué no nos vamos de aquí?

    —Espera a que encuentre una trufa. Además, te quería decir algo.

    »Antes he estado hablando con Grico y me ha propuesto hacer un viaje.

    Le contó la conversación con Grico.

    —¿Qué te parece?

    —Creo que no es un buen momento para mí. Ahora estoy inmersa en el trabajo con los niños y no me gustaría dejarlo a medias.

    —Tardaríamos en estar de regreso unos sesenta días, luego podrías continuar con los niños.

    —Id vosotros solos, mi trabajo está aquí.

    —Me gustaría que nos acompañases, pero si es lo que quieres...

    —Sí, lo prefiero. Ve tú, a ti te gustan esas cosas más que a mí.

    Por más que insistió, no pudo convencerla.

    Grico y José salieron del campamento con las primeras luces. Solo iban provistos con un pellejo de agua y una vara de madera cada uno.

    —Bueno, la aventura da comienzo —dijo Grico.

    —Sí, y estoy deseando conocer esos sitios de los que me has hablado.

    —Vamos pues.

    Tomaron dirección sur, bordeando la cordillera, tal como le había dicho Grico. La mayor parte del camino era de descenso y, a medida que se alejaban, la vegetación iba siendo más abundante.

    Mientras caminaban, iban charlando.

    —¿Cuántos años tienes? —preguntó José.

    —Unos sesenta.

    —¿No lo sabes con exactitud?

    —No, cuando me convertí en un ermitaño dejé de tener noción del tiempo. No sé cuánto estuve viviendo así, cuatro, cinco años. No lo sé.

    »¿Tú cuántos tienes?, ¿veinte?

    —Veintiuno.

    —Cuando tenía tu edad, ya estaba casado y había nacido mi primer hijo.

    —Cuéntame cosas de tu vida en esa época.

    —No hubo nada interesante, aunque para mí fue una época muy feliz.

    »Como ya sabes, yo era soldado, lo fui desde que cumplí los quince años. Ingresar en el ejército era lo mejor que me podía ocurrir, al menos eso creíamos yo y todos los chicos de mi tribu.

    »Ser aceptado en el ejército significaba la aceptación de los tuyos, era algo como haber alcanzado el estatus de ser un miembro adulto más, con tus obligaciones y con tus derechos, aunque rápido te dabas cuenta de que había más de lo primero.

    »Parece ser que lo militar se me daba bien y, en poco tiempo, me ascendieron a ayudante de segunda. Eso significaba algo más de salario, dejar de hacer los trabajos más duros y una serie más de prerrogativas.

    »Entonces, mi jefe directo era un suboficial, se llamaba Casto, tendría unos cuarenta años. Era fuerte y todos lo respetábamos. A mí me trataba bien, incluso me invitó a comer un día en su casa, y ese día conocí a la mujer de mi vida, su hija María.

    —Pero erais muy jóvenes.

    —En aquella época y en aquel lugar, un hombre con dieciséis años era considerado un adulto.

    —Os conocisteis y os casasteis.

    —Sí, pero no fue un camino de rosas. Cuando Casto se enteró, se opuso tajantemente a nuestra relación. Lo primero que hizo fue degradarme y volví a ser un soldado más, aún peor, él se ocupó de que me asignaran los trabajos más duros y peligrosos.

    »En aquella época existía lo que se llamaba «lucha por

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