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Renacimiento
Renacimiento
Renacimiento
Libro electrónico674 páginas9 horas

Renacimiento

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Renacimiento es el tercer y último libro de la trilogía «Entremundos». Labrando su destino y Un mundo nuevo, primeros títulos de la trilogía, también fueron editados en esta misma editorial.

Después de que a José, a su hijo Jos y a su amigo Noac les haya sido revelado el que, probablemente, fuera el secreto más importante en la historia del hombre, da comienzo esta nueva historia.

Tras la unificación de las distintas sociedades y de las tribus más importantes que dan lugar a la sociedad actual, algunos hombres con poder se dan cuenta de que este nuevo sistema de convivencia que se ha creado con la unificación es demasiado frágil; que cuando ellos desaparezcan, poco a poco, todo volverá a ser como antes. Y se les ocurre una idea para que eso no suceda.

Con los conocimientos aportados por la antes sociedad científica, esos hombres construyen un mega sistema informático, una máquina, que asume el control total de la nueva sociedad, relegando al hombre a un segundo plano. El hombre ya no lleva las riendas de su vida. La máquina es una réplica de los hombres que la crearon, con sus mismas opiniones, creencias..., pero incapaz de tener sentimientos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9788418548178
Renacimiento
Autor

Germán G. Cobián

Germán G. Cobián vino al mundo en Madrid en la primavera del año 1956, en el seno de una familia humilde, aunque, como se decía antes, «humilde pero honrada». Ha tenido una infancia feliz, una adolescencia no tan feliz, y, a partir de ahí, su felicidad ha sido como una montaña rusa. Su formación y el trabajo con el que se ha ganado y sigue ganándose la vida ha sido puramente técnico, aunque siempre, de una forma u otra, ha estado vinculado a alguna actividad artística: guitarra, artesanía, fotografía e, incluso, hace bastantes años, escribió un libro, muy malo, de poesía que le regaló a la que entonces era su novia y hoy, su esposa. Por una serie de desgraciadas circunstancias, en el año 2012 y hasta no hace mucho, pudo disponer de mucho tiempo libre y, desde esa época, no ha dejado de escribir. Actualmente ha escrito más de veinte novelas. Humanos (2019) es su primera obra publicada.

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    Renacimiento - Germán G. Cobián

    Renacimiento

    Saga: Entremundos

    Germán G. Cobián

    Renacimiento

    Saga: Entremundos

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418548673

    ISBN eBook: 9788418548178

    © del texto:

    Germán G. Cobián

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    De regreso a Jorsilón, José, Jos y Noac permanecían callados. Cada uno de ellos reflexionaba sobre lo que acababa de ocurrir.

    José entendía ahora el interés que tenía Albe en que fueran a la montaña.

    Allí les desvelaron el que, probablemente, era el secreto más importante en la historia del hombre. Un secreto que ellos ahora compartían.

    Estaban abrumados por esa información, información que todavía eran incapaces de asimilar. Era algo del todo inesperado y sus mentes se resistían a aceptar como cierto algo así.

    —¿Qué os parece? —preguntó José cuando se recuperó del impacto.

    —Qué nos va a parecer —contestó Jos dirigiéndose a su padre—. Tú y yo ya sabíamos lo de Jorge, aunque siempre he tenido cierta resistencia a admitirlo, pero esto lo cambia todo.

    —Todos ellos, incluso Ans, son el producto de la ciencia —dijo Noac.

    —Un producto muy desarrollado —dijo José—. A partir de hoy no voy a estar seguro de si estoy hablando con una máquina o con un ser humano.

    —Lo cierto —continuó Noac— es que muchas veces me he preguntado por qué Ans no ha variado su aspecto físico durante los últimos años. Ahora lo entiendo.

    Probablemente lleve muerto decenas de años.

    —Me vienen a la cabeza infinidad de dudas y preguntas —dijo Jos—, pero hay una que no deja de repetirse desde que hemos salido de la montaña. ¿Por qué nosotros?, ¿por qué no ellos mismos adoptando la forma de una persona cualquiera? No lo entiendo.

    —Yo también he pensado en eso y, como te ocurre a ti, tampoco lo entiendo —dijo José.

    —¿Creéis que volveremos a ver a Ans? —preguntó Noac.

    —No lo sé —contestó José—, pero nos han dicho que la primera fase del plan se ha culminado. Puede que, a partir de ahora, todo sea diferente.

    —¿Os dais cuenta de la que se nos ha venido encima? —preguntó Jos—. Es como si hubieran puesto en nuestras manos el destino de todos.

    —Ahora entiendo algunas cosas —continuó José—; por ejemplo, ahora entiendo cómo es posible que una secretaría como la mía funcione, a pesar de que apenas haya personas trabajando en ella. En realidad, quien lo organiza todo, quien toma las decisiones… es lo que hay en el interior de la montaña. Ese megasistema al que no sé cómo denominar.

    —Mi mente se niega a aceptar que una máquina, por muy sofisticada y avanzada que sea, pueda crear algo que a la vista de los demás no se diferencia de un ser humano —dijo Jos.

    —Yo he convivido con Ans muchos años —continuó Noac— y nunca podría haber pensado que no fuera una persona como cualquier otra. Al menos en el aspecto físico.

    —Según nos han dicho, pueden adoptar cualquier forma —continuó José—, un lobo, un hombre… Quién sabe cuántas formas más. Incluso cabe la posibilidad de que alguno de nosotros tres no seamos lo que parecemos.

    No sé. Estoy demasiado confuso. Tengo mucho en que pensar.

    Durante el resto del trayecto, apenas hablaron.

    José, Jos y Noac necesitaban darse tiempo para asimilar la nueva situación y decidieron seguir con sus vidas hasta tener algo claro.

    Jos regresó a El Paso junto a Adele y Pepito, Noac regresó a su mundo junto al grupo a quien cuidaba y José volvió a sus quehaceres como secretario de colonias.

    Dol, el que hacía tiempo fuera capitán soma, era ahora su mano derecha y hombre de confianza, y con All, el jefe de su grupo de seguridad, mantenía una estrecha relación más allá de la estrictamente profesional. Se podría decir que ahora esos dos hombres eran, además de su familia, los más cercanos a él.

    Había pasado ya un mes desde su visita a la montaña y continuaba como el primer día, sin tener nada claro, aunque, en realidad, no había tenido mucho tiempo para reflexionar.

    A Sandra y a todos los demás los quiso dejar al margen de lo que le había sido revelado aquel día, pero desde entonces él no había vuelto a ser el mismo.

    —Quiero que hablemos —le dijo Sandra después de cenar, cuando estaban solos.

    —Creo que sé lo que me vas a decir.

    —Desde que volviste de aquel viaje te encuentro cambiado, apenas te ríes, apenas hablamos y siempre estás ensimismado en tus pensamientos. ¿Qué te ocurre?

    —Tengo demasiadas cosas en la cabeza, solo es eso, pero se me pasará.

    —Creo que no fue una buena idea que aceptaras el cargo de secretario.

    —A veces no queda más remedio que asumir las responsabilidades que te impone la vida.

    —Sé que eres un hombre responsable, que no puedes mirar hacia otro lado cuando crees que tienes que hacer algo, pero también tienes que pensar en ti y en nosotros.

    —Precisamente eso es lo que hago, pensar en mí, en ti, en nuestros hijos, pero ahora también tengo que pensar en los demás, en qué hacer para mejorar la vida de la gente. Pocos tienen en su mano la posibilidad de mejorar las cosas y, por suerte o por desgracia, ahora yo tengo esa posibilidad. ¿Sabes, Sandra? No sé cómo, pero ahora estoy seguro de que estamos ante un cambio, ante algo que lo cambiará todo, nuestras vidas y las de los demás. En cualquier caso, te pido que tengas paciencia conmigo. Quizás solo necesite tiempo para adaptarme a mi nueva vida.

    —José, a mí no me tienes que pedir paciencia. Iría contigo al fin del mundo, pero me preocupa verte así. Sé que sufres en silencio, que te sientes impotente, que a veces no ves salida, pero hagas lo que hagas, tienes mi apoyo y el de los que te quieren.

    —En ese sentido, soy un hombre afortunado. Sé que puedo contar con vosotros para cualquier cosa y eso me da ánimos. Saber que siempre estaréis ahí, que cuando regreso cansado y desanimado a casa estáis ahí para reconfortarme con vuestro calor.

    —José, creo que te conozco bien y sé que algo te perturba, también sé que si no me lo dices es porque crees que es lo más conveniente. Solo quiero que sepas que sea lo que sea tiene solución.

    —Gracias, Sandra. Es cierto que me conoces bien, quizás mejor que yo mismo. Llevo una temporada dándole vueltas a una idea, pero puede que eso nos mantenga separados durante algún tiempo.

    —¿Cuándo vas a salir?

    —¿Cómo dices?

    —Sé que estás atravesando un momento muy importante en tu vida y que tienes que pensar en muchas cosas. Creo que sería bueno para ti salir de tu entorno durante un tiempo para aclararte las ideas.

    —Sí, eso creo yo.

    —¿Qué piensas hacer?

    —Ayer lo estuve hablando con Jos y él está de acuerdo. Me gustaría conocer personalmente las colonias, al menos unas cuantas. Eso me proporcionaría mucha información y creo que ayudaría a aclararme las ideas.

    —¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?

    —No lo sé.

    —¿Te vas a llevar a Jos?

    —Él quiere venir, pero creo que es mejor que se quede. Se lo he dicho a All y a Dol. Ellos sí vendrán.

    —¿Y Albe? Hace mucho que no le veo.

    —Él no creo que vuelva por aquí. Me han dicho que se ha jubilado y se ha ido a vivir con su familia a las Islas del Mar.

    —¿No se ha despedido de ti?

    —No, pero la última vez que hablamos me insinuó algo en ese sentido.

    —No lo entiendo. Creía que erais amigos.

    —Y lo somos, pero la gente viene y va.

    —¿Cuándo sales?

    —Dol está organizándolo todo, quizás en una semana.

    —¿Y tu trabajo?, ¿quién lo hará?

    —Por eso no te preocupes, mi secretaría funciona sola, la mía y todas las demás.

    —¿Qué te vas a llevar?

    —Lo de siempre, algo de ropa, el comunicador; en cualquier caso, si tengo que volver por algún motivo, con la aeronave podré estar aquí en unas pocas horas. Por cierto, mañana tengo que ir a El Paso, tengo una reunión en la secretaría.

    —¿Volverás para cenar?

    —No lo sé. Después he quedado con Jos.

    Estuvieron hablando un rato más hasta que se fueron a dormir.

    A primera hora del día siguiente, José partió en su aeronave hacia El Paso, como siempre, acompañado por su guardia y por Dol.

    Después de la reunión, fue al sitio donde había quedado con su hijo. En esa ocasión, quedaron en un parque en el centro de la ciudad.

    —Hola, hijo, ¿cómo estás?

    —Bien, ¿y tú y la familia?

    —Muy bien, ¿qué tal Adele y Pepito?

    —También bien. Me ha dicho Adele que vengas esta noche a cenar al apartamento, ¿podrás venir?

    —Por supuesto, además, tengo muchas ganas de verlos a ella y a mi nieto.

    —Perfecto.

    —Entonces pasaré aquí la noche y mañana volveré a Jorsilón.

    —¿Cómo vas?, ¿has llegado a alguna conclusión?

    —No sé, hijo. Lo que nos dijeron es algo que tarda en asimilarse, creo que solo es cuestión de tiempo que aprendamos a vivir con lo que sabemos.

    —Yo no dejo de pensar en ello, hasta Adele se ha dado cuenta de que me ocurre algo.

    —Sandra también se ha dado cuenta.

    —Yo intento abstraerme para ver las cosas con mayor objetividad y voy teniendo algunas cosas claras, por ejemplo, tengo claro que estamos gobernados por una máquina.

    —Una máquina que representa todos los rasgos humanos de quienes la crearon.

    —Pero no deja de ser una máquina, y lo que me ha empezado a preocupar es algo que nos dijeron: que ellos son capaces de evolucionar como cualquier ser vivo. ¿Recuerdas?

    —Sí, y también es algo en lo que he pensado.

    —También dijeron que ellos nunca harían nada que no hubieran hecho en su vida anterior. Todo hombre tiene en su interior cosas buenas y también malas. Seguro que todos los que estaban allí tenían muchas más de las primeras, pero, como todo el mundo, también de las otras.

    —Muchos hombres han vivido en la bondad, pero puede que esos mismos hombres, en determinados entornos o circunstancias, no se habrían comportado igual. Imagínate a alguien que haya nacido en una tribu de saqueadores, como alguien a quien conocimos, no creo que esa parte buena, por grande que sea, hubiera podido predominar en ese entorno de violencia y de falta de respeto hacia la vida en el que te han educado. Seguro que ese hombre se comportaría como se espera de él y jamás hubiera dejado salir de su interior esa parte buena.

    —En cualquier caso, nosotros sabemos que Pepe era una persona buena, pero no conocemos cómo eran los demás. De hecho, Jorge era el jefe de la sociedad individualista y aceptó la unificación porque no le quedó más remedio. Mucho tuvo que cambiar para poder considerarle una buena persona.

    —Hace unos cuantos siglos hicieron una película que tiene una cierta similitud con lo que ocurre en nuestra sociedad. No me acuerdo de cómo se llamaba, pero se trataba de que, en aquella sociedad, las máquinas habían evolucionado mucho y llegado un punto se rebelaron contra sus creadores, los hombres. Lo primero que hicieron las máquinas fue intentar exterminar al hombre lanzando simultáneamente todas las armas de destrucción masiva de las que disponían.

    No me acuerdo de cómo terminaba la película.

    —El problema de las máquinas inteligentes es que, llegado un momento, son capaces de evolucionar sin que el hombre tenga que intervenir en esa metamorfosis.

    —¿Crees que eso es posible?

    —Desde luego que lo es. Es un hecho demostrado por la ciencia. En el hospital donde trabajo, tenemos una máquina de diagnóstico. Se le introducen los datos del paciente, grupo sanguíneo, resultados de diferentes pruebas, síntomas, y la máquina, mediante el software que se le ha introducido, analiza todos esos datos y da un diagnóstico y un tratamiento.

    »No hace mucho tiempo, tuvimos un caso en que el enfermo tenía un cuadro médico que nos tenía desconcertados. No cuadraba nada, pero ese hombre estaba a punto de morir. Los médicos no éramos capaces de saber que le ocurría y, como solemos hacer en esos casos, recurrimos a la máquina de diagnósticos.

    »Igual que nos ocurría a los médicos, la máquina no daba un diagnóstico. Introdujimos los datos una y otra vez sin obtener ningún resultado. Varios días después de haberlo dejado de intentar, la máquina emitió un diagnóstico con su correspondiente tratamiento que, por cierto, salvó la vida del enfermo.

    »Nos pusimos en contacto con el fabricante de la máquina para saber qué era lo que había pasado y unas semanas después recibimos su informe. El informe decía que, a pesar de que el software con el que trabajaba la máquina no estaba diseñado para dar una solución a una enfermedad tan extraña, la máquina por sí misma había desarrollado un software alternativo.

    —Eso viene a decir que esa máquina ha evolucionado sin ayuda del hombre.

    —Así es. Y en nuestra sociedad hay millones de máquinas como esa o de mayor capacidad. Si una de esas máquinas es capaz de evolucionar por sí misma, ¿de qué no será capaz la que hay bajo la montaña?

    José agachó la cabeza y varios segundos después dijo:

    —Me aterra pensar que eso pueda ser posible.

    Tras un momento de silencio.

    —Vámonos al apartamento, tengo hambre y estoy deseando ver a Adele y a Pepito.

    José cenó con la familia y después se fue a dormir a la residencia que tenía asignada como secretario.

    A primera hora del día siguiente, partió hacia Jorsilón.

    Llegó a su apartamento a media mañana y, después de comer algo y de refrescarse, se fue a su despacho a continuar con el trabajo, aunque no era capaz de concentrarse. La conversación del día anterior con su hijo no le dejaba pensar con claridad.

    Mientras divagaba en sus pensamientos, sonó el comunicador.

    —Secretario —dijo uno de sus ayudantes.

    —Dime.

    —Dol está aquí. Quiere hablar contigo.

    —Dile que pase.

    Cuando Dol entró.

    —Hola, secretario, ¿qué tal el viaje a El Paso?

    —Bueno, bien. ¿Qué querías?

    —Tenemos que decidir a qué pueblos o ciudades quieres que vayamos. Si quieres que salgamos la semana próxima, hay que decidirlo ya. Tendremos que avisar a los delegados y preparar lo que nos tenemos que llevar.

    —Lo cierto es que tengo dudas. De lo único que estoy seguro es de que tengo que ir a la provincia Alfa. Un querido amigo me quiso llevar allí hace muchos años y, como sabes, no pudimos llegar.

    »Otro sitio al que quiero ir es a las Islas del Mar. Si es correcta mi información, allí viven algunos de mis familiares y, aunque ha pasado mucho tiempo, me gustaría verlos. Creo que el resto de los destinos los podríamos ir decidiendo sobre la marcha.

    —Como quieras, pero creo que sería mejor establecer un itinerario.

    —No, quiero tomarme este viaje como parte de mi aprendizaje sobre los pueblos y las colonias. No quiero que esté todo previsto. Es más, en este momento, se me está ocurriendo que, de camino hacia la ciudad Alfa, nos detengamos en Catania y ver cómo andan las cosas por allí.

    —Pero, secretario, esa es una zona que está fuera del control de la sociedad. Podría ser peligroso.

    —Vamos, Dol. No seas tan precavido. Además, tú ya has estado en ese pueblo, aunque sé que no fue una buena experiencia para ti.

    —Desde luego que no. Allí sufrí todo tipo de humillaciones y penurias.

    —Quizás enfrentarte a tus demonios te pueda venir bien. ¿Sabes quién controla ahora ese territorio?

    —No, pero me enteraré, aunque estoy seguro de que quien lo controla es la coalición de tribus que aniquiló al pueblo randa.

    —Por favor, entérate de qué es lo que se cuece en ese pueblo. Creo que puede ser interesante pasar allí unos días.

    —No quiero ser pesado, pero ni tu estatus ni tus credenciales servirán allí.

    —Casi lo prefiero.

    —No insistiré más y me pondré con los preparativos.

    —Antes de irte, todos los que vamos a viajar deberíamos procurar tener un aspecto parecido al que tiene la gente con quienes vamos a estar. Diles a los demás que desde hoy no se rasuren la barba.

    Los días que siguieron a esa conversación y hasta la partida no ocurrió nada fuera de lo normal, y a José, a medida que se acercaba el momento de irse, las ganas de hacerlo le iban aumentando.

    El día de la partida, en el hangar donde se guardaba la aeronave del secretario le esperaban Dol y All con sus diez escoltas.

    —Bueno —dijo José cuando llegó—. Como probablemente sepáis, no tenemos un itinerario fijo y no sé cuánto tiempo vamos a estar fuera, aunque intentaré que sea el menor tiempo posible.

    —Nosotros estamos aquí para hacer lo que nos ordenes, secretario —dijo All.

    —Lo sé y sé que lo hacéis de buen grado. Antes de iniciar el viaje, quería comentaros algunas cosas. Somos trece miembros en el grupo y, probablemente, nos vamos a encontrar en situaciones difíciles de imaginar en este momento, pero como he dicho, somos un grupo, y un grupo debe permanecer unido y, entre todos, proporcionarnos mutua seguridad y apoyo.

    »Desde el momento en el que subamos a la nave, para vosotros dejaré de ser secretario. Olvidémonos de jerarquías y de parafernalias. Yo seré uno más, tratadme por mi nombre, igual que yo os trato por el vuestro; ninguno deberá desvelar quién soy ni el propósito de este viaje si no os lo digo yo.

    »Mi idea es que pasemos inadvertidos. De esa manera, será mucho más fácil conseguir el objetivo de nuestro viaje.

    —Pero no va a ser fácil pasar inadvertidos —dijo Dol—. Y no estoy seguro de que sea una buena idea viajar a través de un mundo tan hostil sin protección.

    —Tú y yo hemos vivido muchos años en ese mundo hostil y hemos sobrevivido, ¿por qué no lo íbamos a hacer ahora?

    —Sí. Yo he vivido en ese mundo hostil y he sufrido esas hostilidades.

    —Es uno de los riesgos que tiene la vida, si la quieres conocer de cerca, tienes que abandonar muchas cosas, entre otras, la seguridad.

    —No temo por mí, pero el mundo es mejor con alguien como tú en él. Tú me has salvado la vida y has hecho que vuelva a sentirme digno, me has hecho recuperar la autoestima. Esto que digo no lo interpretes como unas palabras de coba o agradecimiento, más bien deberías hacerlo como una muestra más de mi egoísmo.

    —Vaya, Dol. No sé qué decir. No temas, no me va a pasar nada. Por cierto, he hecho traer ropa como la que se usa fuera de la sociedad. Antes de salir de la aeronave, todos debemos ir vestidos con ella.

    Despegaron y tomaron rumbo sur. El viaje hasta las inmediaciones de Catania duraría algo menos de dos horas.

    Mientras se dirigían a ese primer destino:

    —¿Te has enterado de cómo andan las cosas por Catania? —le preguntó José a Dol.

    —Toda la zona está bastante convulsa. Al principio, la coalición de tribus estableció allí un cuartel, pero esa unión no duró mucho y se produjo una guerra entre los antiguos socios, una guerra que no hace mucho tiempo que terminó. Las pérdidas humanas han sido tremendas y sus poderosos ejércitos se han disuelto. Ahora solo quedan unos pocos guerreros dispersos intentando recomponer sus fuerzas, pero les llevará años. Catania intenta ser ahora lo que fue antes de ser invadida por el ejército de Cata.

    —¿Tienen un jefe o algo parecido?

    —Sí, y le conozco. Se llama Anso. Le capturó el ejército de Cata mientras reclutaban tropas, pero él se resistió y mató a varios soldados, aunque finalmente fue capturado y llevado a Catania. Cata quiso divertirse y le obligó a mantener un combate a muerte con ella, pero Anso se negó. Entonces Cata hizo que le inmovilizaran y le cortó los genitales con sus propias manos.

    —Cuánto mal ha hecho esa mujer. ¿Hablaste alguna vez con Anso?

    —En alguna ocasión, pero muy poco. Ten en cuenta que entonces yo era un siervo de Cata.

    —¿Qué opinión tienes de ese hombre?

    —Como te he dicho, apenas le conozco, pero es un hombre que antepuso sus principios a su propia vida. Creo que eso dice mucho de una persona.

    —Sí. He conocido a unos pocos hombres así. Tengo ganas de conocer a ese hombre, pero me estoy dando cuenta de que será mejor que, de momento, no te vea a ti.

    —Llevas razón. Él solo sabe que yo era un miembro de la casta política de Catania.

    Mientras conversaban, All se acercó.

    —Ya estamos por la zona. Catania está a dos kilómetros. ¿Qué quieres que hagamos?

    —No te acerques más al pueblo. Aterriza en una zona donde no nos puedan ver. Tú y dos de tus guardias me acompañaréis. Iremos hasta Catania andando. Vamos a vestirnos con las ropas que hemos traído.

    Aterrizaron y José, All, Blas y Knas, así se llamaban los dos guardias que los acompañaban, comenzaron a andar en dirección a Catania.

    Por el camino:

    —¿Qué vamos a decir cuando lleguemos? —preguntó All.

    —Diremos que somos vendedores de semillas en busca de clientes.

    —Si nos preguntan algo sobre las semillas, no sabré qué decirles, no sé nada de ellas.

    —Por eso no te preocupes, si preguntan algo, dejadme hablar a mí.

    —Si nos preguntan de dónde venimos, a dónde vamos, ¿qué dirás?

    —Venimos del norte y nos dirigimos a la sociedad Alfa, que estamos de paso y que solo queremos reponer fuerzas y comprar algunos víveres.

    —¿Con qué los vamos a comprar? —preguntó Knas.

    —Tomad —dijo José mientras sacaba unas cuantas piezas de cobre del bolsillo—. Esto nos servirá para poder dormir bajo techo y comer algo.

    —Esto es dinero, ¿verdad? —preguntó Knas.

    —Sí. En la mayoría de los sitios de fuera de la sociedad, si quieres algo, lo tienes que pagar con dinero. De todas formas, no habléis, hacedlo solo si no tenéis más remedio, no quiero levantar sospechas sobre nuestra procedencia. Todos vosotros conocéis el idioma que se habla en las tribus, pero cualquiera se daría cuenta de que no es vuestro propio idioma.

    —¡Mirad! —dijo Blas asustado.

    Se trataba de un grupo de cinco cadáveres de guerreros a los que solo les quedaban los huesos bajo sus armaduras.

    —Son guerreros. Estos cuerpos deben llevar aquí muchos meses —dijo José.

    —Nunca había visto algo así —dijo Blas sin poder dejar de mirar los restos de los guerreros.

    —¿No habías visto nunca un cadáver? —preguntó José.

    —Solo en los documentales y el de mi padre cuando murió.

    —Este mundo es distinto al que conocéis, aquí no es difícil ver estas cosas.

    —¿Tú has visto muchos? —preguntó Blas.

    —Deja en paz al secretario —dijo All de forma autoritaria.

    —No, déjalo. No me importa que me pregunte, y recuerda, aquí soy José, tratante de semillas.

    —Disculpa, pero me cuesta acostumbrarme.

    Unos minutos después, estaban frente a las puertas del pueblo. Allí había un centinela que los paró.

    —¿A dónde vais? —preguntó el centinela.

    —Solo queremos descansar y comer algo.

    —Esto no es un albergue.

    —Tenemos dinero con que pagar.

    —El dinero aquí no sirve para nada, así que daos la vuelta y seguid vuestro camino.

    —Observo que sois un pueblo poco hospitalario.

    —¿Sabes para lo que nos sirvió la hospitalidad?

    —No.

    —Nos invadieron y nos esclavizaron. Para eso sirvió.

    —Nosotros no os vamos a invadir, solo somos cuatro y venimos sin armas. ¿Qué podríamos haceros?

    —Tengo órdenes. Solo hago mi trabajo.

    —¿Por qué no le preguntas a tu jefe si podemos pasar?

    —Él mismo me dio las órdenes.

    —Mírame a los ojos.

    —Ya te estoy mirando, ¿qué quieres?

    José dejó de hablar y miró fijamente al centinela, este se quedó inmóvil mirando a José.

    Transcurridos varios segundos, el centinela hizo un gesto como si se sobresaltara.

    —¿Quién digo que quiere entrar?

    —Cuatro tratantes de semillas que buscan cobijo.

    —Enseguida vuelvo.

    El centinela cerró la puerta tras de sí y el grupo de José tuvo que esperar un buen rato hasta que la puerta se abrió.

    Al centinela le acompañaba un hombre alto y fuerte, con cabellos rubios y ojos claros.

    —Soy Anso, jefe del pueblo de Gión. ¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?

    —Yo soy José, mis acompañantes son All, Blas y Knas —dijo mientras los señalaba—. Nuestra única intención es descansar y poder comer algo. Somos tratantes de semillas y estamos de viaje hacia la sociedad Alfa.

    —Querrás decir la provincia Alfa.

    —Es cierto. Creo que ahora se han unido a la sociedad.

    —No estáis bien informados para ser unos viajeros que vienen de tan lejos.

    —Venimos del norte y allí no llegan muchas noticias.

    —Si os acogemos, ¿qué nos daréis a cambio?

    —Le hemos dicho al centinela que podríamos pagar con dinero, pero nos ha contestado que aquí no lo usáis.

    —Así es. Lo abolimos hace cerca de un año.

    —No llevamos nada de valor, pero podríamos pagar con nuestro trabajo.

    —¿Qué sabéis hacer?

    —Compramos y vendemos semillas, pero somos hábiles con las manos. Decidnos en qué os podemos ayudar y lo haremos.

    —Tenéis un aspecto muy extraño. A pesar de ser hombres adultos, apenas tenéis barba.

    —En nuestro pueblo casi nadie se la deja, pero viendo que por aquí la tiene todo el mundo, hemos decidido dejárnosla también.

    —Por aquí no pasa casi nadie, por lo que no estamos acostumbrados a albergar a viajeros. ¿Quién me dice que no sois ladrones o criminales?

    —¿Te parecemos ladrones o criminales?

    —No, pero he aprendido a no fiarme de nadie.

    —A veces es bueno confiar en la gente. En cualquier caso, ¿qué garantías te podría dar de que no somos lo que has dicho? Ninguna.

    —¿Y por qué habría de arriesgarme?

    —Porque a veces hay que confiar en el instinto. ¿Qué te dice tu instinto?

    Anso miró a los ojos de José, como escrutándole, y José se abrió a ese hombre.

    —Podéis pasar, pero os alojaréis en mi casa, así os tendré cerca y podré vigilaros.

    —No queremos molestarte, ni a ti ni a tu familia.

    —No me molestaréis, además, aquí no hay hospederías y yo no tengo familia.

    José, All, Blas y Knas cruzaron la puerta y siguieron a Anso hasta su casa.

    Cuando llegaron:

    —Podéis dormir en esta habitación —dijo Anso mientras les enseñaba una amplia habitación situada junto a la sala principal—. Luego os traeré unas colchonetas.

    —Gracias, Anso —dijo José.

    —Tendréis hambre, ¿verdad? Os puedo ofrecer algo de fruta, carne seca y pan.

    —Te lo agradecemos.

    —No hace falta que me lo agradezcáis, y os pido disculpas por el recibimiento. Nos han ocurrido muchas cosas malas y se nos han olvidado los buenos modales.

    —No muy lejos de aquí, hemos visto cinco cadáveres de guerreros. Por su aspecto deben llevar ahí mucho tiempo.

    —Están por todas partes. Llevamos enterrándolos desde que terminó la guerra, pero creo que todavía tendrá que transcurrir mucho tiempo antes de haberlos enterrado a todos.

    —¿Cuánto hace que terminó la guerra?

    —No llega a un año. Los que sobrevivimos aún estamos atónitos. Miles de guerreros, ancianos, mujeres, niños perdieron su vida por algo que aún no comprendo.

    —Las guerras son actos incomprensibles, actos que siegan la vida de muchos inocentes.

    —En esta guerra, nadie sabía quiénes eran sus amigos o sus enemigos; todos luchaban contra todos. Fue como si el hombre se hubiera vuelto loco.

    —La guerra es la consecuencia de la locura de unos pocos. ¿Luchaste tú en esa guerra?

    —Todos nos vimos inmersos en ella y no tuve más remedio que coger las armas y defenderme. Maté a muchos. Era eso o morir.

    —A veces, la vida te pone en encrucijadas de las que no puedes escapar y tienes que elegir, aunque cualquier elección sea mala, la cuestión es elegir la menos mala.

    —Observo que has pensado en estas cosas.

    —Sí. Yo también me he visto en encrucijadas y he tenido que elegir.

    —No hablas como la mayoría de la gente que he conocido.

    Anso se giró y miró a los otros tres.

    —¿Vosotros no decís nada?

    Tras unos segundos dudando, All habló.

    —Yo he tenido la suerte de no haber vivido ninguna guerra. Debe ser algo terrible.

    —Tienes una extraña forma de hablar.

    —Venimos de lejos. Allí tenemos otra lengua.

    —Creía que todos hablábamos el mismo idioma, al menos, todos los que vivimos fuera de la sociedad. Yo viajé por el norte. Mi padre quiso que conociera el mundo y anduvimos todo un año recorriendo lugares y no recuerdo haber oído hablar otro idioma que no fuera el mío. Sois personas extrañas, vuestro aspecto, vuestra forma de hablar, esas manos que delatan que no trabajáis con ellas.

    —Mis manos no son muy diferentes a las tuyas —dijo José mientras se las mostraba—. Míralas. Estas manos han trabajado en el campo, cogido peso, también han acariciado a sus seres queridos y, por desgracia, también han arrancado vidas.

    Anso se le quedó mirando sin saber qué pensar de ese extraño visitante.

    —¿Por qué me dices eso?

    —No lo sé, pero mi instinto me dice que puedo confiar en ti.

    —A ti no se te nota el acento, como a tus compañeros. ¿Has vivido por aquí?

    —He vivido en muchas partes.

    —No venís del norte, ¿verdad?

    —No, venimos de la sociedad.

    Anso se quedó pensando unos segundos antes de continuar hablando:

    —¿Quiénes sois y a qué habéis venido?

    José le dijo quiénes eran y cuál era el propósito de su presencia.

    Cuando José terminó de hablar:

    —¿Así que tú eres un secretario de la sociedad?

    —Así es.

    —Entonces estoy hablando con uno de los hombres más poderosos que existen. He oído cosas sobre ti. Dicen que, cuando eras enlace de los somas en Jorsilón, fuiste un hombre justo. Incluso que mataste a cinco soldados de Cata para defender a unas mujeres que estaban siendo violadas.

    —Sí, soy ese José. Pero me extraña que hayas oído hablar de eso.

    —A veces el mundo es más pequeño de lo que suponemos y hay noticias que vuelan. Cuando nos enteramos de aquello, todos nos alegramos de que alguien parase los pies a los guerreros de ese demonio.

    —Sin embargo, todavía me siento sucio por aquel acto.

    —Es como decías tú antes, la vida a veces te pone en situaciones en las que tienes que elegir, aunque cualquier elección sea mala.

    —Sé lo que te hizo Cata.

    —Soy una de sus pocas víctimas que han sobrevivido.

    —No muy lejos de aquí, hay alguien como tú, alguien que sobrevivió a su maldad. Se llama Dol y él te conoce.

    —Conocía a un Dol, era miembro de la corte de Cata. Sí, ese hombre también probó su maldad. Pero creía que había muerto.

    —No, está vivo y ahora es uno de mis hombres de confianza. ¿Quieres que le diga que venga?

    —No le conocí mucho, pero sí, me gustaría verle.

    José sacó un comunicador del bolsillo y le dijo a Dol que viniera al pueblo.

    —¿Puedo hacer algo por vosotros? —preguntó José.

    —Como habrás podido ver, nuestro pueblo es muy pobre. Todo lo que teníamos se lo llevaron Cata y la guerra, y sí, necesitamos muchas cosas, pero nos apañaremos.

    —Os podría ayudar.

    —Trabajamos para volver a ser lo que éramos antes, campesinos y ganaderos que quieren ver crecer a sus hijos sanos y ocuparnos de nuestros asuntos —dijo con cierta melancolía—. Aunque yo me tendré que conformar con ver crecer a los hijos de los demás.

    —Siento lo que te pasó.

    —Tengo que aprender a vivir con ello.

    —Te propongo un trato. Tú me das lo que he venido a buscar y yo te ayudaré a sacar a tu pueblo adelante.

    —En realidad, no sé lo que has venido a buscar.

    —Quiero conocer el mundo, saber cómo vive la gente, cuáles son sus ilusiones, qué podría hacer para ayudarlos.

    —¿Sabes lo que haría yo si estuviera en tu lugar? Emplearía todo mi poder para evitar las guerras, para que la gente pudiera tener una vida digna. Para la mayoría de las personas que he conocido y conozco, vivir es algo tortuoso. Muchos desean abandonar cuanto antes este mundo cruel.

    —Acabáis de pasar por algo muy duro y es lógico que aún penséis así, pero en el mundo hay más luces que sombras. A veces nos cuesta reconocer la luz, pero hay que abrir bien los ojos.

    —Hay algo que no entiendo. ¿Cómo es posible que una sociedad como la tuya, una sociedad tan poderosa y desarrollada, sea capaz de permitir que la injusticia siga imperando en el mundo?

    —Los pasos en el desarrollo del hombre son cortos y lentos, pero entre todos debemos conseguir que el mundo sea un sitio mejor.

    —¿Crees que realmente tu sociedad quiere eso?

    —Creo que sí. Yo, desde luego, así lo quiero.

    Mientras conversaban, el centinela que los había retenido en la puerta apareció en la sala.

    —Anso, hay tres hombres en la puerta que quieren entrar. Uno de ellos me ha dicho que se llama Dol.

    —Déjalos entrar y tráelos aquí.

    A los pocos minutos, Dol y dos guardias más entraban a la casa de Anso.

    —Me acuerdo de ti —dijo Anso.

    —Y yo de ti.

    —Hace un rato le decía a José que creía que estabas muerto.

    —Estuve cerca de la muerte, pero José me salvó. Me alegro de que tú también hayas podido sobrevivir.

    —Y yo de que tú lo hayas conseguido. Ambos somos unos de los pocos que hemos sobrevivido al demonio.

    —Sí, cuando has mirado a los ojos del demonio, por mucho que lo intentes, nunca te quitas de la mente esa mirada. Aunque ahora no estoy seguro de que eso sea malo, te hace tener presente que existe ese lado oscuro, el lado del mal.

    —En la naturaleza del hombre existen esos dos lados, el del bien y el del mal, y ambas partes luchan entre sí para predominar sobre la otra.

    —En el caso de Cata, esa lucha tuvo un claro vencedor.

    —Las personas como ella hacen mucho mal, pero a quien más mal hacen es a ellas mismas. Esas personas son incapaces de albergar sentimientos, de valorar la vida. Bueno, os voy a sacar algo de comida.

    Anso llevó a la mesa una hogaza de pan, una bandeja de carne seca, fruta variada y una jarra de vino.

    —Sentaos, vamos a comer algo.

    Mientras comían:

    —Gracias por estos alimentos —dijo José.

    —No tienes por qué dármelas. Aquí somos pobres, pero nos gusta compartir lo que tenemos, además, hoy es un día que recordaré. He conocido a personas que no creía que existieran, personas cuyas palabras coinciden con mis pensamientos.

    —Tu forma de hablar no parece la de un campesino —dijo Dol.

    —No siempre he sido campesino. Mi padre era el jefe de la tribu donde viví hasta que me secuestraron los soldados de Cata. Éramos un pueblo pacífico que se ocupaba de sus cosas. Desde que nací, mi padre me estuvo instruyendo para que le sucediera en la jefatura cuando él muriera, pero esa idea nunca me atrajo. Yo quería conocer mundo, ver el mar, subir a las montañas. Viajé mucho, pero fuera donde fuera, veía cómo sufría la gente, cómo vivían entre la miseria, cómo arruinaban sus vidas haciendo lo que les obligaban a hacer otros.

    »Después de varios años, volví junto a los míos. Estaba desencantado de lo que vi ahí fuera y regresé. Poco después del regreso, apareció el demonio. Ahora he encontrado un sentido a mi vida. Quiero ayudar a esta gente a salir adelante, quiero que sean felices, que aprovechen sus vidas.

    —Es un noble propósito —dijo José—. Creo que tú y yo somos parecidos. Ahora ya no tengo dudas. Os quiero ayudar.

    —¿Cómo nos quieres ayudar?

    —Cuidaré de que nadie pueda haceros daño y os proporcionaré lo que considero más valioso. Conocimientos.

    —¿Qué quieres que conozcamos?

    —Cómo mejorar vuestras cosechas, cómo manipular los metales, cómo sanar a los enfermos.

    —¿Sabes, José? No estoy seguro de querer esas cosas. Sé que crees que sería bueno para nosotros, pero, aunque padezcamos penurias, prefiero una vida sencilla. ¿Mejorar las cosechas para qué? Si con lo que ahora obtenemos de la tierra nos es suficiente para alimentarnos. Sabemos manipular algunos materiales, ¿para qué necesitamos una casa mejor? Con nuestras casas de madera y piedra estamos bien. Lo que quiero decir es que todo el mundo quiere más y mejores cosas; casas más grandes y cómodas, vehículos que los transporten sin tener que cansarse al ir de un sitio a otro caminando, no tener que preocuparse de los alimentos. ¿Hacia dónde nos llevaría eso?, ¿hacia una sociedad como en la que vivís vosotros? Tenéis todo lo que se puede pedir desde un punto de vista material, pero ¿sois más felices por eso?

    »Sois más longevos al tener una sanidad muy desarrollada, pero ¿acaso es el objetivo del hombre vivir tantos años, viendo cómo tu cuerpo y tu mente se van deteriorando?, ¿tiene sentido prolongar la vida más allá de lo que establece nuestra naturaleza? Como veis, me cuestiono esas cosas, pero tengo que reconocer que no estoy seguro de nada.

    —Nadie puede estar seguro sobre esas cosas —continuó José—. Al menos, yo no lo estoy y con frecuencia me planteo lo mismo que tú. ¿Hasta dónde desarrollarse?, ¿desarrollarse sin límites?, ¿decidir que este punto de desarrollo es el adecuado? Los que construyeron la casa en la que nos encontramos ahora podrían haber pensado que era mejor seguir viviendo en una choza, pero la construyeron porque querían vivir en un sitio mejor. Quizás querer desarrollarse sin límites nos lleve hacia el materialismo y nos aparte del verdadero sentido de la vida.

    »Por otro lado, querer que nada cambie habría supuesto que el hombre aún seguiría viviendo en los árboles, sin que hubiéramos podido desarrollar nuestro intelecto. Lo que es un hecho es que ahora somos seres racionales que nos encontramos en un grado evolutivo concreto. Ahora no podemos echar marcha atrás en eso, pero sí podemos elegir hacia dónde dar el siguiente paso. Como puedes ver, yo tampoco lo tengo claro.

    —La ciencia y la tecnología, en principio, son cosas buenas, pero esos avances científicos también han servido para esquilmar el planeta en el que vivimos, para desarrollar armas capaces de extinguir la vida de todos los seres vivos.

    —La ciencia también ha salvado la vida a millones de personas, ha conseguido que muchos hombres no pasen hambre.

    —La cuestión es saber si estaríamos mejor con ella que sin ella. Y creo que nadie podría responder a esa pregunta después de haberlo meditado. La vida es un cúmulo de dicotomías. La ciencia o el no a la ciencia, lo blanco o lo negro, arriesgarse o no arriesgarse. Quizás la verdad no esté en ninguno de los dos extremos, sino que tenga que haber un poco de cada y cada hombre tenga que establecer su propia proporción.

    El resto de los presentes no abrieron la boca durante la conversación. Puede que ninguno de ellos se hubiera planteado nunca antes esas cosas. Pero las ideas son como la semilla que germina cuando es plantada y alimentada por el agua y el sol, que crece hasta convertirse en un ser vivo desarrollado.

    Después de comer, José y Anso salieron a dar un paseo por el pueblo.

    Aún se podían apreciar los efectos de la guerra. Había alguna casa quemada, jardines descuidados, las fachadas, en su mayoría, estaban manchadas de hollín; sin embargo, la gente con la que se cruzaban parecía alegre. Muchos se acercaban a ellos para preguntar quién era el forastero o para darle la bienvenida y los niños los seguían como si se tratase de un correcalles.

    —La gente parece contenta —dijo José.

    —Ya se van recuperando, pero lo han pasado muy mal. En todas las familias ha habido alguna víctima de la guerra y muchas de esas familias ya no existen, todos sus miembros han sido asesinados.

    »Al principio estábamos amargados, como si no tuviéramos ganas de seguir viviendo, pero algunos comprendimos que esa actitud solo serviría para hundirnos aún más. Así que decidimos luchar para seguir adelante. Íbamos de casa en casa para hablar con la gente y hacerles ver que la vida continuaba y que lamentarse no serviría de nada.

    »Poco a poco, la gente fue cambiando de actitud. Creo que más que por las palabras, el cambio se ha producido porque, dada la situación en la que nos encontrábamos, solo cabía una opción, mejorar. Reconstruir nuestros campos, nuestras tierras de labranza, mejorar nuestras vidas y la de nuestros hijos.

    —Es cierto. Cuando alguien lo ha perdido todo, solo caben dos opciones, acurrucarse en un rincón y autocompadecerse, lo que seguro que lleva a la autodestrucción, o intentar mejorar, y en esas condiciones es fácil hacerlo, ya que cualquier logro, por pequeño que sea, mejora tu situación del día anterior, y eso da ánimos para seguir en esa senda. Como hablábamos antes, la cuestión es saber hasta dónde queremos llegar con esas mejoras.

    —En mis viajes he conocido pueblos de todo tipo, los que no quieren que cambien las cosas, los que se han lanzado a una carrera por el progreso y que ya no recuerdan el fin por el que iniciaron esa carrera, y al final resulta que la carrera se ha convertido en el fin. Creo que el hombre atraviesa una etapa muy confusa.

    —El hombre siempre ha estado confuso, al menos en su conjunto. Solo algunos individuos han sabido encontrar la verdad.

    —En aquel viaje que hice al norte con mi padre conocí una sociedad bastante curiosa. La llamaban la sociedad de la Tierra. No era una sociedad muy grande, aunque eran muy ricos y peculiares. Allí conocí a una joven de la que me enamoré. Era guapa e inteligente —dijo con melancolía—. Ha sido la única vez que me he enamorado de verdad. Aún pienso en ella todos los días.

    —Por tu forma de hablar, supongo que la perdiste.

    —Como he perdido todo lo que me ha importado en esta vida.

    —Aún eres joven. Quizás encuentres a alguien a quien amar.

    —Recuerda que soy un eunuco, que me arrancaron los órganos genitales —dijo con amargura.

    —Lo sé. Perdona, no he pensado bien lo que he dicho.

    Te seguiré contando lo de esa sociedad —dijo intentando no dar importancia a las palabras de José—. Aparentemente se trataba de una sociedad como cualquier otra, pero cuando la fui conociendo mejor, me di cuenta de que casi todo era una fachada.

    Según me contó Julia, así se llamaba aquella chica, su sociedad la fundaron hace trescientos años unos nómadas que se dedicaban a la minería. Viajaban en busca de nuevos yacimientos de metales y minerales y tuvieron suerte, dieron con una inmensa veta de un metal muy valioso y escaso. Los nómadas se establecieron allí y en pocos años habían progresado enormemente.

    Mucha gente, sabiendo que había trabajo y dinero, abandonó sus pueblos para ir allí con la esperanza de mejorar sus vidas. Y así fue, los que llegaban pobres en pocos años tenían sus propias casas, sus jardines, sus familias. Todo les iba según sus secretas ilusiones. En poco tiempo, la población había crecido exponencialmente. Cuando yo los conocí, tenían varias decenas de ciudades con cientos de miles de habitantes en cada una de ellas.

    Allí había riquezas para todos y a nadie le preocupaba el día de mañana. Sabían que, al final de cada semana, cobrarían su salario. Al principio se creó una pequeña gestora para administrar la incipiente sociedad, pero algunos pensaron que no era suficiente para administrar semejante riqueza.

    En aquella época, casi la totalidad de los habitantes de la sociedad empleaban su tiempo en trabajar para extraer, depurar y vender sus metales y, poco a poco, fueron surgiendo ideas que, según decían, iban dirigidas a mejorar las cosas. Mejorar la producción, la distribución, la gestión.

    Crearon universidades para que los jóvenes lo aprendieran todo sobre minería, aunque ese pueblo custodiara los mayores conocimientos de esa ancestral actividad.

    Esos jóvenes licenciados eran ahora los que decían a los demás cómo había que trabajar, pero no importaba, eran tan ricos que se podían permitir eso.

    Algunos trabajadores se dieron cuenta de que la irrupción de esos jóvenes sabios podría poner en peligro su tradicional estatus y se les ocurrió crear algo a lo que llamaron sindicatos. Ellos representarían a los trabajadores para que no perdieran ni uno de sus derechos. Otros se dieron cuenta de que los transportistas, dada su alta cualificación, debían obtener mayores beneficios, ya que sin ellos sus productos no podrían llegar al mercado. El resultado fue que se creó otro sindicato. Los médicos, los maestros, los mecánicos, los agricultores. Todos los gremios y grupos productivos de la sociedad tenían sus representantes.

    Otros vieron una buena oportunidad en esa situación y creyeron necesario crear un organismo que lo administrara todo, a sindicatos a propietarios de los yacimientos, a los médicos, a los maestros; a todos.

    Así nació el primer partido político y, tras él, otro y otro y otro. Cada uno de ellos decía representar una ideología diferente. Unos decían defender a los más débiles, otros decían querer un reparto más justo de la riqueza, otros que cada uno obtuviera en función de lo que aportara a su sociedad. Los había para todos los gustos.

    Se crearon asociaciones de todo, de accidentados, de jubilados, de patronos, de pescaderos, de agricultores, de almacenistas, de médicos, de enfermeras, de celadores, de puestos intermedios, de músicos, dentro de los músicos de acordeonistas, de guitarristas, de pianistas. Asociaciones de barrenderos, de banqueros, de cajas de ahorros, de lucha contra las enfermedades, de deportistas de cada una de las disciplinas, de licenciados en esto y en aquello, de exconvictos, de personas divorciadas, de patrones de barcos, de marineros, de oficiales del ejército, de suboficiales, de exmilitares, de técnicos de esto y de lo otro, de víctimas, de homosexuales, de jueces, de abogados, de pintores, de fontaneros, de electricistas, de los aguadores de las minas, de personas altas, de enanos, de los que no eran ni una cosa ni la otra, de tontos, de listos. Miles y miles de asociaciones.

    Los políticos y los sindicatos no se quedaron quietos e hicieron lo mismo que los demás, creando cargos. Presidente, vicepresidente, secretario, vicesecretario, jefe de primera, de segunda, alcalde, teniente de alcalde, representantes territoriales, concejales, diputados, senadores, directores generales, subdirectores generales, consejeros, viceconsejeros. Se produjo una situación en la que los que extraían, manipulaban y vendían los metales llegaron a ser minoría y eso se notó en su calidad de vida, ya que otros muchos que no producían, ni manipulaban, ni vendían vivían del trabajo de otros, y no solo vivían del trabajo ajeno, sino que lo hacían mucho mejor que los que trabajaban. Sus salarios y acceso a los servicios eran mucho mayores.

    Llegó un momento en el que los que con sus conocimientos y con su esfuerzo crearon esa sociedad vieron cómo otros se apoderaron de la riqueza que ellos producían.

    De cada diez miembros de la sociedad, solo uno producía, mientras que los otros nueve vivían de su trabajo.

    Cuando yo anduve por allí, a pesar de que seguían siendo una sociedad rica, muchos comenzaron a quedarse sin trabajo, ¿y sabes qué?, que fueron los que producían los que lo perdían. Los que dirigían la sociedad, políticos, funcionarios, banqueros, sindicatos, etcétera, no perdieron un solo puesto de trabajo, es más, seguían aumentando sus plantillas, lo que suponía tener que pagar más sueldos, lo que suponía, a su vez, tener que aumentar los impuestos a los productores.

    —¿Has vuelto a saber algo de ellos?

    —No,

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