Empecemos por el principio. Imaginémonos que entendiéramos que nuestra condición de animales dotados y constituidos de lenguaje es la causa de todos los males pasados, presentes y futuros que nos asolan. Que consideramos que todo conflicto o acción bélica empieza por una palabra, que toda enfermedad contagiosa empieza por una palabra, que el hambre en el mundo se acabaría simplemente con dejar de utilizar la palabra, que el desprecio, la violencia, el engaño, la hipocresía, la injusticia, el sometimiento, la desigualdad… en resumen, que todo guarda relación con la palabra. Ante esa creencia, intentaríamos optar por una solución radical, callarnos para siempre. Al hacer esto quizá, en esa concepción del mundo que hace del lenguaje nuestra maldición, conseguiríamos que el voto de silencio fuera obligatorio pero empezarían a surgir-nos dudas que harían que, indefectiblemente, nuestra radical solución fracasase. Lo primero sería que sí, que todos nos hemos callado, pero lo que no podemos dejar de hacer es pensar, es decir, utilizar las palabras (en silencio) para intentar comprender el mundo y a nosotros mismos. Uno puede estar calladito pero lo que no puede es dejar de seguir pensando, porque uno, por más que no pronuncie palabra, «es» lenguaje.
La segunda cuestión que nos haría fracasar en nuestra vocación de erradicar el lenguaje de nosotros es que, si no nos comunicamos, no existimos, los humanos somos sujetos interdependientes que aprenden y crean una existencia en su relación que mantienen con los demás. Sin esta no nos distinguiríamos de un pedrusco, no creceríamos ni como colectivo, no nos transmitiríamos conocimientos, no conoceríamos nuestro pasado ni podríamos proyectar nuestro futuro, no tendríamos porvenir, nada habría por llegar.
La tercera cuestión es que no podríamos evitar considerar que si bien cualquier conflicto empieza en el lenguaje, también lo hace cualquier satisfacción. No diríamos «eres un imbécil» o «yo no he sido» (cuando en realidad he sido) o «llego a las cuatro de la tarde» cuando en realidad he dicho «a las tres de la tarde» y tú me has entendido mal, no diríamos exabruptos, palabras malsonantes o tacos pero tampoco podríamos decir «te amo». Caeríamos en