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Cómo Tener Hijos Felices y Adaptados
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Cómo Tener Hijos Felices y Adaptados
Libro electrónico262 páginas4 horas

Cómo Tener Hijos Felices y Adaptados

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Padres modernos han hecho creer que los niños requieren una atención constante. Psicólogo John Rosemond sabe que no es cierto. Dr. Rosemond ofrece consejos para sacar lo mejor de cada miembro de la familia con su 'plan de seis puntos.' 1. Los padres deben hacer que matrimonio la primera prioridad. 2. Los padres deben esperar que los niños obedezcan. 3. Los padres deben asignar tareas del hogar a los niños con el fin de establecer la responsabilidad. 4. Padres: no tengáis miedo de decir "no" a tus hijos. 5. Eliminan los juguetes innecesarios. 6. No permiten que tus hijos ven demasiada televisión. Los padres que practican este plan simple están ayudando a sus hijos a ser felices y responsables en el futuro.


IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2014
ISBN9781449460297
Cómo Tener Hijos Felices y Adaptados
Autor

John Rosemond

John Rosemond is a family psychologist who has directed mental-health programs and been in full-time private practice working with families and children. Since 1990, he has devoted his time to speaking and writing. Rosemond’s weekly syndicated parenting column now appears in some 250 newspapers, and he has written 15 best-selling books on parenting and the family. He is one of the busiest and most popular speakers in the field, giving more than 200 talks a year to parent and professional groups nationwide. He and his wife of 39 years, Willie, have two grown children and six well-behaved grandchildren. 

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    Cómo Tener Hijos Felices y Adaptados - John Rosemond

    La familia centrada en los padres

    Debido a mi reputación de experto en educación infantil, siempre me hacen preguntas sobre el tema. Estas preguntas son variadísimas. De hecho, no miento si afirmo que no ha habido dos personas que me hayan dirigido exactamente la misma pregunta. Por otra parte, a pesar de la variedad, parece que, en realidad, todos los padres siempre me preguntan lo mismo: «John, ¿dónde está el secreto, la clave de educar a niños sanos y felices?».

    A primera vista, esta pregunta exige una respuesta larga y bastante compleja. De hecho, en estos últimos años se han escrito bastantes libros con este propósito, y seguro que aún hay muchos en el tintero. No obstante, después de ser esposo durante veintiún años y padre durante veinte, he llegado a la conclusión de que «la respuesta» no es tan complicada después de todo.

    En realidad, hay dos formas igual de simples de responderla. Optar por una u otra depende de si estoy hablando con matrimonios o lo hago con una madre o un padre sin pareja. Empezaré por el principio y dejaré para después mis opiniones sobre cómo educar a un hijo en solitario. En cualquier caso, gran parte de mis observaciones sobre los matrimonios con hijos son también aplicables a los progenitores solos.

    Para los matrimonios, el secreto de educar a niños sanos y felices reside en dedicar más atención al matrimonio que a los pequeños. Si usted es capaz de conseguirlo, sus hijos crecerán sin problemas.

    Esta respuesta suele sorprender bastante porque la gente no se la espera. Están preparados para oír algo relacionado con fomentar la autoestima de sus hijos u otros argumentos igual de centrados en el niño. En lugar de ello, mi respuesta alude más bien a la salud de la familia en su conjunto que a la de un miembro de la mísma en concreto. En mi opinión, si usted es capaz de ordenar las prioridades de su familia como es debido, concederá a sus hijos la mejor garantía de felicidad.

    «¡Mis hijos son lo primero!»

    Hace unos años dirigí una serie de talleres sobre educación infantil para madres trabajadoras. Al empezar todas las sesiones, entraba en la sala y escribía en la pizarra: «En mi familia, mis hijos son lo primero». Luego me volvía y pedía que las mujeres que compartieran aquella afirmación levantaran la mano. Se veían manos por todas partes y muchas de las mujeres se miraban, sonreían y asentían como diciendo: «¿Qué? ¡Pues claro! Todas sabemos lo importante que es eso, ¿no?». En cambio, para mí, aquellas manos levantadas y aquellos intercambios tácitos de gestos y miradas reflejaban hasta qué punto ha confundido nuestra cultura el orden de prioridades de la familia.

    Desde el término de la Segunda Guerra Mundial, la educación de nuestros hijos nos ha estado obsesionando hasta el punto de la neurosis. Esta labor que solía ser bastante pragmática ha caído en las redes de la ciencia. Educar a nuestros hijos se ha transformado en una ardua responsabilidad. Les hemos atribuido una posición central en el seno de la familia que no les corresponde, que desde luego no se merecen y que evidentemente en nada los beneficia. En el seno de una familia centrada en los hijos está implícito que éstos son los miembros más importantes y que la relación padres-hijos es la más importante. Y cuanto más centradas en sus hijos se han vuelto las familias, más egoístas y exigentes se han vuelto los niños. Y cuanto más nos exigen los niños, más nos exige la tarea de educarlos.

    Para justificar la frustración que produce esta inversión de papeles, hemos acuñado la idea de que educar a nuestros hijos es difícil por definición. Una y otra vez oigo a los padres quejarse de que es lo más difícil que han hecho jamás. Pero, tras las quejas, percibo un sentimiento de orgullo, como si necesilaran que la educación de sus hijos fuera difícil para sentir que no lo están haciéndolo mal.

    Pues bien, si desea que la educación de sus hijos sea difícil, bastará con que los convierta en el centro de su familia. Si los considera lo primero, les prepara el terreno para que sean manipuladores, exigentes y no valoren nada de cuanto usted hace por ellos; para que crezcan creyendo que pueden hacer lo que les viene en gana, que es injusto por parte de usted esperar que asuman la más mínima responsabilidad en el hogar y que usted está irremisiblemente obligado a darles todo lo que quieren. Si pone a sus hijos primero, también preparará el terreno para que su educación sea para usted una de las tareas más frustrantes y menos gratificantes que haya hecho jamás. Asimismo, sus hijos serán infelices, pues la felicidad sólo se alcanza si uno se hace responsable de sí mismo, no abrigando la creencia de que hay otra persona que responde por nosotros.

    Una vez más se trata de una cuestión de prioridades. En la familia, el matrimonio debe ser lo primero. A fin de cuentas, fue el origen de la familia y el que la sostiene. El matrimonio precedió a los hijos y se espera que los suceda. Si no lo pone en primer lugar y lo mantiene en esta posición, acabará convirtiéndose en un espejismo.

    La vida de una célula

    Mi definición de la familia centrada en el matrimonio y los padres se asemeja bastante a la forma en que un biólogo describe una célula. El biólogo define la célula como la unidad estructural básica de la vida biológica. En el centro funcional de cualquier célula viva hay un núcleo que «lleva la batuta», por expresarlo de alguna forma. Es la autoridad ejecutiva en el seno de la célula. Como tal regula el metabolismo, la reproducción y otras funciones esenciales de la célula. También regula su relación con las células colindantes y determina su función en el organismo del que forma parte. Además, el biólogo sabe que si el núcleo celular está sano y desempeña correctamente sus funciones, la propia célula estará sana y tendrá la facultad de contribuir de manera positiva a su organismo hospedador. Por otra parte, si el núcleo no está sano, si se halla enfermo o invadido por un organismo extraño, pierde su facultad de desempeñar bien su función y la célula empieza a deteriorarse.

    De forma análoga, la familia es la unidad fundamental de la vida social. Es una célula social en el seno de un organismo social más grande que se llama sociedad. Asimismo, la familia tiene un núcleo. Si los padres no están separados, el núcleo es el matrimonio. Si se trata de padres solos, el núcleo es la madre o el padre. Además, si las necesidades del matrimonio o del padre único se encuentran satisfechas, la familia estará sana como sistema y los individuos que la forman, también. En otras palabras, si el matrimonio se cuida o si lo hace la madre o el padre, los niños estarán, casi con toda probabilidad, perfectamente. Se sentirán protegidos. Se sentirán seguros. Tendrán un claro sentido de su propia identidad y, por tanto, dispondrán de una base sólida en la que fundamentar su autoestima.

    Por consiguiente, el matrimonio ha de tener una posición prominente. Debe ser la relación más importante en el seno de la familia y tiene que ser más importante que cualquier individuo que la forma. No obstante, a menudo las personas asumen esta idea de palabra pero luego actúan como si la relación padres-hijos fuera lo más importante en la familia. La última causa de esta incoherencia es el mito más destructivo que jamás se haya inventado y vendido a los padres. Es la idea, totalmente falsa y muy difundida, de que los niños necesitan mucha atención.

    ¿Mito? Sí, señor. Es fruto de la imaginación. En el mejor de los casos, puede entenderse como un malentendido surgido a raíz de un idealismo equivocado. En el peor, y sobre todo cuando procede de las altas instancias y de la mano de un presunto experto en educación, una mentira. En estos últimos cuarenta años, el mito de que «los niños necesitan mucha atención» ha ejercido una tremenda influencia en las prácticas educativas de los padres, y ha tenido resultados desastrosos para los niños, los padres y las familias en su conjunto.

    Atención: el primer hábito

    Los niños no necesitan mucha atención. De hecho, necesitan muy poca. Déjeme que le ayude a digerir este hueso duro de roer hablándole, brevemente, de los pequeños y la comida.

    Los niños necesitan comida. Pero no en exceso. Si usted insiste en darles más de la que precisan, desarrollarán una dependencia a recibir más comida de la necesaria. Si usted fomenta esa dependencia, se convertirá en una obsesión que actuará como un factor determinante en su vida. Su sensación de bienestar se sustentará cada vez más en la idea de que, para sentirse seguros, deben tener acceso a tanta comida como quieran. Finalmente desarrollarán un hábito que les pesará como una condena y frenará el desarrollo de su autoestima.

    Ahora, retroceda y vuelva a leer este último párrafo sustituyendo la palabra «comida» por la palabra «atención». Adelante, lo espero.

    ¿Ya está? Muy revelador, ¿verdad? Como ve, es tan absurdo decir que los niños necesitan mucha atención como decir que necesitan mucha comida. Un exceso de atención es tan perjudicial como un exceso de comida. Todos estamos de acuerdo en que nuestra labor como padres implica poner límite a la cantidad de comida que un hijo necesita. De ello se deduce que nuestra labor como padres también implica poner límite a la cantidad de atención que un niño debe recibir en el seno de la familia. No obstante, muchos padres –si no la mayoría– son incapaces de fijar los límites adecuados a la atención que deben dedicar a sus hijos. Así pues, en muchas familias –o en casi todas– siempre te encuentras uno o más niños que, en apariencia, nunca reciben suficiente atención.

    Es muy probable que usted ya conozca alguno; se trata de un niño que interrumpe constantemente las conversaciones de los adultos, quiere «estar en el ajo» cuando sus padres se hacen caricias, habla sin parar (y muy alto), hace tonterías, como si actuara a todas horas y, si le dan a elegir, preferiría quedarse en casa con otros adultos que salir a la calle a jugar con un grupo de niños.

    Estamos hablando de un adicto. Y el pequeño que crea una dependencia a la atención tiene bastantes más probabilidades que la media normal de transferirla a las drogas, al alcohol o a otras conductas autodestructivas de alto riesgo. En el mejor de los casos, es probable que el niño adicto a la atención nunca madure y jamás logre emanciparse en el aspecto emocional.

    Anteriormente, he comparado a la familia con una célula. En cierto sentido, la familia también está organizada como un sistema solar, el cual, si lo piensa, es una especie de célula galáctica. El centro está constituido por una fuente de energía que nutre y estabiliza el sistema. Alrededor de ese núcleo central giran una serie de planetas en diversas etapas de «madurez».

    Del mismo modo, la familia necesita centrarse en una fuente de energía potente y estabilizadora. Las únicas personas aptas para asumir esa posición de poder y responsabilidad son los padres. Su labor consiste en definir, organizar, dirigir, nutrir y sustentar la familia.

    Los hijos representan a los «planetas» del sistema. Cuando son muy pequeños giran en una órbita muy próxima al sol paterno porque necesitan mucho amor y guía. A medida que se hacen mayores, sus órbitas van alejándose de forma que, alrededor de los veinte años, ya deberían ser capaces de contrarrestar la fuerza de atracción que ejercen sus padres y embarcarse en una vida propia. En definitiva, el deber de nuestros hijos es alejarse de nosotros y el nuestro ayudarlos a hacerlo. En cambio, permitir que un niño sea el foco de todas las miradas obstaculiza el desarrollo de su independencia. Un niño no puede ser el centro de atención de la familia y al mismo tiempo estar alejándose de él. O una cosa o la otra.

    Si convierte a su hijo en el centro de su familia, está forjando en él la ilusión de que es la persona más importante de ella. Esta posición es tan cómoda, acogedora y placentera que el niño que la ocupe querrá conservarla tanto tiempo como le sea posible.

    En 1972, un grupo de investigación seleccionó una muestra de alumnos preuniversitarios procedentes de todo Estados Unidos. Al cabo de cuatro años, una encuesta reveló que aproximadamente el 25 por ciento seguía viviendo con sus padres. En 1984, esos mismos investigadores encuestaron a una muestra similar de la promoción que se había graduado en 1980. Esa vez, la encuesta reveló que casi el 50 por ciento de los sujetos seguían solteros y viviendo con sus padres. Estas estadísticas nos indican que los hijos de hoy cada vez tienen más dificultades para emanciparse. ¿Es debido a la inseguridad en el trabajo? ¿Nos estamos aferrando a ellos, o bien lo están haciendo ellos a nosotros, o ambas cosas a un tiempo?

    Madurar

    Hasta que cumplí los siete años, mi madre me educó sola. En ese período compartíamos con mi abuela un piso muy pequeño ubicado en lo que ahora es el centro histórico de Charleston, Carolina del Sur. En aquellos tiempos no era más que «el barrio viejo».

    Durante el día, mi abuela trabajaba y mi madre iba a la universidad de Charleston para cursar sus estudios de biología. Por la noche y durante los fines de semana trabajaba a jornada parcial en la estafeta de correos, clasificando la correspondencia. Durante varios años estuve al cuidado de una mujer que se llamaba Gertie Mae. Un año antes de ir al colegio me llevaron a un centro de educación infantil. Mi madre estaba muy ocupada en aquella época. La universidad, el trabajo y un hijo no le dejaban mucho tiempo libre. Hubo muchas noches en que no estuvo en casa para meterme en la cama y mi abuela lo hizo en su lugar, leyéndome siempre cuentos de autores clásicos, como Julio Verne o Rudyard Kipling.

    Cuando mi madre estaba en casa, ella solía estudiar. Durante mi infancia no pasó mucho tiempo conmigo porque no disponía de él. De hecho me instaba a que no me quedara mucho tiempo con ella. Cuando lo hacía, me miraba con severidad y me decía, por ejemplo: «Te tengo pegado a mis faldas. No hay motivo para que te quedes conmigo. Tendrías que estar afuera, distrayéndote». Dicho esto, me hacía salir y yo me encontraba compartiendo la acera con otros niños a los que también habían echado de casa. Pero nos lo pasábamos bien jugando juntos. Aunque mi madre disponía relativamente de poco tiempo para mí y quería que yo fuera bastante independiente, nunca me sentí poco querido ni rechazado o ignorado. Todo lo contrario. Me sentía muy querido y muy independiente a la vez. Mi madre siempre estaba cuando la necesitaba, pero también me decía enseguida si mi necesidad no era en absoluto necesidad sino un mero capricho.

    Retrospectivamente, ahora me doy cuenta de que «despegarme de sus faldas» era su forma de demostrarme que yo también poseía una vida propia. Al no permitirme que dependiera excesivamente de su presencia y atención, mi madre me dio carta blanca para que madurara y me independizara de ella.

    Ésa es precisamente la función que debemos desempeñar los padres. Ayudar a nuestros hijos a que salgan de nuestras vidas. Cuando digo estas palabras en público, hay personas que se echan a reír y otras que no salen de su asombro, como si yo acabara de decir algún tipo de sacrilegio o alguna obscenidad, o ambas cosas. Pero no hablo en broma, y en absoluto no pretendo escandalizar con ello. Es la verdad. Cuando lo despojas de tantas florituras y tanto sentimentalismo, te das cuenta de que el propósito de educar a tus hijos es sencillamente ayudarles a que salgan de tu vida e inicien una propia que les satisfaga. Se llama emancipación. No obstante, la emancipación no es un acontecimiento que ocurre alrededor de los veinte años. Es un proceso que tarda unos veinte años en completarse y dar fruto. Y no resulta tan complicado ni tan complejo. Se trata, ni más ni menos, que de hacer lo que mi madre hizo conmigo.

    Debido a sus circunstancias personales, mi madre se hizo experta en definirme la diferencia entre mis necesidades y mis caprichos. Si la necesitaba de verdad, ella siempre acudía. Por otra parte, si quería que me hiciera algo que yo solo sabía hacer o de lo que podía prescindir, enseguida me instruía al respecto. Yo no era el centro de su vida y mi madre se aseguró de que, a medida que me hiciera mayor, ella fuera dejando de ser el centro de la mía. Yo tenía que madurar y ése era su propósito.

    Hacer esta distinción es una de las responsabilidades fundamentales de los padres. Al principio, ellos la hacen en nombre de su hijo. Al final, éste aprende a hacerla por sí solo. Eso es «madurar» y en ello consiste precisamente ser niño. No en recibir mucha atención.

    Por eso es tan importante que los padres sepan que las dosis de atención que dedican a sus hijos enseguida tocan techo. En cuanto se alcanza ese tope, la atención es más perjudicial que beneficiosa para el proceso de emancipación. A medida que el niño se emancipa, desarrolla iniciativa, inventiva, creatividad, independencia, afán de superación y, por consiguiente, autoestima. Así pues, cuando digo a los padres que presten más atención a su matrimonio que a sus hijos, no estoy abogando por un abandono egoísta. Si presta más atención al matrimonio, lo hará por el bien de sus hijos, además de por el suyo propio.

    Los juegos que se inventa la gente

    Poner al matrimonio en primer lugar conlleva, entre otras cosas, que hombre y mujer ejerzan primordialmente el papel de cónyuges. En definitiva, a ello se comprometieron el día de su boda. No obstante, cuando una pareja tiene hijos, su papel de esposos a menudo pasa a un segundo plano. Lenta pero irremisiblemente, la mujer deja de actuar como esposa en primer lugar y, en vez de ello, comienza a desempeñar primordialmente el papel de madre. Al mismo tiempo el varón cambia su papel de marido por el de cabeza de familia. Este proceso tiene lugar sin que ellos se den cuenta. Es como si el nacimiento de un hijo activara programas culturales que dijeran: «Esposa, ahora tu obligación primordial son tus hijos» y «Marido, tu obligación primordial es ahora velar por la seguridad económica de tu familia». Y, con esto, el contrato original –el compromiso entre marido y mujer– empieza a desmoronarse. Cuando este insidioso cambio de roles se produce, la mujer (ahora madre) empieza a calibrar su autoestima en función de la buena conducta de sus hijos y de su rendimiento en la escuela, en la sociedad y en varias actividades en que ella se siente obligada a iniciarles. Asimismo, el marido (ahora cabeza de familia) empieza a calibrar su autoestima en función de cuánto dinero gana, sus ascensos y el prestigio que obtiene para él y su familia.

    Sin que ellas se percaten, estas dos personas han tomado direcciones opuestas que no se complementan. La mujer está cada vez más volcada en sus hijos, más obsesionada y preocupada por los problemas y responsabilidades de ser madre. De igual forma, el marido está más volcado en su carrera. Pasa cada vez más tiempo en la oficina. Cuando acaba la jornada, a menudo se lleva la oficina a casa; si no físicamente en forma de voluminoso maletín, sí mentalmente en forma de dolores de cabeza, preocupaciones y otras manifestaciones del estrés. Si su mujer quiere tener relaciones sexuales con él, primero ha de hacerle olvidar su preocupación por el trabajo. Por otra parte, si es él quien llega a casa con ese propósito, antes deberá conseguir que ella olvide las preocupaciones que la educación de sus hijos le ocasionan.

    Cuando se producen estas divergencias, el resentimiento empieza a instaurarse en la relación. Al marido le molesta cada vez más que su mujer dedique más tiempo a los niños que a él, incluso cuando está en casa. A la mujer cada vez le molesta más que su marido dedique más tiempo a su carrera que a ella. Ella

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