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Tierra y sangre
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Libro electrónico163 páginas2 horas

Tierra y sangre

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Información de este libro electrónico

Mientras todo el mundo en el pueblo espera ansioso y con grandes expectativas laborales a la llegada del ferrocarril, algo maligno se cuece fuera de las fronteras de sus tierras. La lucha por la supervivencia entre salvajes y autóctonos se recrudece ante algo desconocido que se apodera tanto de unos como de los otros, mientras un hombre aislado del mundo y una mujer junto a su hija, tratarán de sobrevivir a un apocalipsis que amenaza con acabar con todo lo que conocían.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 may 2024
ISBN9788410347236
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    Tierra y sangre - Iván Cedillo

    Tierra y Sangre

    Iván Cedillo

    ISBN: 978-84-10347-23-6

    1ª edición, abril de 2024.

    Conversión de formato de libro electrónico: Lucia Quaresma

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    CAPÍTULO 1

    Aunque faltaban un par de horas escasas para que cayese la noche, los últimos rayos de sol todavía calentaban sin piedad su cabeza desnuda. Ya hacía un buen rato que se había despojado de su estupendo sombrero a causa del calor, aquel que su padre le había regalado al cumplir los dieciocho años, y del que rara vez se separaba: negro, de ala ancha y tremendamente resistente, seguía manteniendo el mismo lustre que el primer día a pesar del paso de los años; ahora, descansaba sobre una vieja camisa que había tirada en el suelo empapada en sudor, al lado de la zanja que su propietario llevaba cavando desde hacía unos meses.

    Ya sin fuerzas para continuar, el hombre retiró el pañuelo con el que protegía nariz y boca de la polvareda que había ido levantando con sus paladas y, con un gesto de satisfacción en el rostro tras un productivo día de trabajo, clavó la pala en uno de los montones de tierra que tenía al lado y estiró después los brazos hacia arriba con un sonoro crujido vertebral de su espalda bronceada por el sol; al hacerlo, cerró los ojos inevitablemente durante un par de segundos, y cuando los abrió de nuevo, divisó una tímida nube de polvo que se levantaba en el horizonte.

    —¿Qué será esta vez…? —se dijo a sí mismo en voz alta.

    Mucho tiempo era el que llevaba viviendo en aquella casa, y sabía perfectamente cuáles eran las múltiples posibilidades: desde una larga fila de carromatos transportando gente, hasta una diligencia cargada con alimentos, materiales e incluso oro; podría ser hasta una manada de caballos salvajes que trotaban libremente no muy lejos de sus tierras, o la fuerza del viento que comenzaba a arreciar, aunque él se inclinaba más por la primera opción de todas.

    Desde que había corrido el rumor de que el ferrocarril podría llegar al pueblo —o como a él le gustaba llamarlo, «la gran ciudad»—, la afluencia de gente que había llegado durante el último año era asombrosa. Aunque al parecer los rumores eran ciertos, el proyecto estaba aún muy verde y tardaría un par de años en arrancar, con lo que la preocupación y el desánimo se apoderaron de la muchedumbre durante los primeros días, hasta que la solución llegó. Recurrieron a lo más sencillo, es decir, hacer lo mismo que llevaban haciendo desde que se colocó la primera viga de madera: construir. A cada familia o grupo de personas se les concedía una pequeña parcela en la que levantar sus propias viviendas a las afueras, lo que supuso un gran beneficio en todos los sentidos para Pueblo Muerto. Sus fronteras crecieron en poco tiempo y, con la próxima llegada del ferrocarril, ya había incluso quien aseguraba que dejarían de ser aquel pequeño pueblo al final del camino que todo el mundo conocía —pero que muy pocos habían visitado— para transformarse en la respetable ciudad que acogería el final de su trayecto.

    Tras unos primeros días de tensión entre autóctonos y extranjeros, todo el mundo parecía ahora contento, sobre todo por la rápida y eficiente solución de la superpoblación y la promesa alentadora de un futuro laboral para todos. Hombres ricos y poderosos de diferentes puntos invirtieron grandes sumas de dinero para que todo esto saliese adelante, no sin antes cerciorarse de que los beneficios obtenidos, al menos, doblasen el capital inicial.

    A él todo eso le daba igual, ya que tenía la suerte de vivir bastante alejado del pueblo y, salvo algún que otro amigo, pensaba que el resto podían arder en el infierno. Casi nunca aparecía por allí, y si lo hacía, era para abastecerse de materiales y comida, o simplemente porque le apetecía tomarse una copa en el antro de Joe; el resto del tiempo lo pasaba trabajando en su rancho por el día y dormitando en el porche de la casa agarrado a una botella de whisky gran parte de todas y cada una de las noches durante los últimos años, hasta que, por un motivo u otro, se despertaba y acababa arrastrándose hasta la cama.

    —Da igual… —dijo, agachándose a recoger sus enseres—. Hasta aquí no van a venir.

    Se encajó el sombrero en la cabeza, echó la camisa sobre su hombro izquierdo y, antes de entrar en la casa con paso lento y cansado, se detuvo a mirar durante unos segundos el montículo de tierra que él mismo había cavado, tapado y coronado después con una cruz, lanzando a continuación un doloroso suspiro.

    CAPÍTULO 2

    Esa misma noche, cuando la mayoría de la gente dormía, las ventanas del burdel desprendían una luz amarillenta a través de ellas que regaba parte de la calle principal. Desde fuera se podían oír las risas estridentes de hombres y mujeres, acompañadas por la animada música de la pianola que reverberaba por todo el local. Ya dentro, tras subir un par de escalones y traspasar la puerta de doble hoja que bailaba de un lado a otro cada vez que alguien pasaba, se extendía un gran salón ocupado con mesas y sillas a la derecha de la entrada, donde hombres de dudosa moralidad jugaban a las cartas y bebían alcohol en vasos de cristal no demasiado limpios; a la izquierda, había un enorme mostrador tras el cual esperaba un hombre de barriga prominente ataviado con un delantal blanco lleno de manchas, espeso bigote rubio y la cabeza totalmente despojada de pelo, que daba la espalda a un par de largas repisas donde descansaban una gran cantidad de vasos amontonados y varias botellas de whisky, ron, ginebra y aguardiente. Desde la entrada, una alfombra desgastada de color rojo llegaba hasta el pie de las amplias escaleras que subían a las diez habitaciones de la planta de arriba, las cuales se encontraban ocupadas en su totalidad muy a menudo. A parte de los hombres que se encontraban bebiendo y charlando en la barra, los que no jugaban o estaban babeando en una silla demasiado borrachos tenían sentada en sus rodillas a alguna prostituta deseosa de subir cuanto antes a alguna habitación que quedase libre en ese momento y cobrar más rápido, si cabía, por sus servicios.

    Con un sonoro estruendo cuando las puertas golpearon la pared al abrirse, el ruido de las bisagras con el balanceo fue lo único que se escuchó durante unos segundos en los que todo el mundo que había allí guardó silencio, clavando su mirada en los dos tipos que acababan de entrar; incluso el hombre que se sentaba a la pianola junto a la escalera dejó de tocar y se giró para mirarlos.

    —¡Putos salvajes de mierda…! —gritó uno de ellos, antes de darse cuenta de que todo el local estaba pendiente de él—. ¿¡Tengo un puto jamelgo subido en mi chepa o qué!? —dijo sin mirar a nadie en concreto, antes de dirigirse a la barra cojeando—. Ponme uno doble ahora mismo —le exigió al tipo que había tras ella.

    Como si alguien hubiese encendido un interruptor, la música y el bullicio se apoderaron otra vez del lugar, mientras que los dos tipos que acababan de entrar ya charlaban con otros dos que estaban apoyados en la barra bebiendo un par de vasos de aguardiente.

    —¿Qué coño te ha pasado, Jimmy? —le preguntó con cierto tono de sarcasmo el más fornido de los dos—. Parece que el ferrocarril hubiese llegado antes de tiempo y te hubiese pasado por encima.

    —Uno de esos salvajes le acaba de salvar la vida… —acertó a decir el hombre que le acompañaba, antes de que el otro apurase su vaso de un trago y le interrumpiese.

    —¡Justo después de que uno de los suyos casi me arranca la pierna de un mordisco! —replicó, dejando el vaso vacío de un golpe sobre la barra—. Putos mierdas… —Se echó la mano a la pernera del pantalón y, subiendo poco a poco con una mueca de dolor en la cara, dejó al descubierto un vendaje limpio que tapaba buena parte de la pantorrilla, mientras una pequeña mancha de sangre parecía querer empezar a abrirse paso.

    —Venimos ahora mismo de ver al Dr. Smith. Le ha desinfectado la herida, se la ha tapado y le ha dicho que guarde reposo, pero me ha obligado a acompañarle hasta aquí.

    —Necesitaba un trago —dijo, señalando al tipo de la barra que le pusiera otra—. Además, ¿quién me llevará a casa cuando esté borracho como una cuba?

    —Pues ese salvaje ha debido morderte con fuerza —le dijo el hombre que bebía junto al fornido, mientras señalaba la herida de la pierna—. Parece que la mancha de sangre está creciendo.

    —El doctor no ha podido parar la hemorragia, pero cuando empezó a sangrar menos, después de desinfectarla, me aplicó el vendaje y dijo que no podía hacer nada más por el momento. Me ha dicho que mañana pasará por casa a ver cómo sigue. —Apuró la segunda copa, pidió otra y bajó la pernera del pantalón con cuidado hasta abajo—. No importa… —prosiguió—, ya parará de sangrar.

    Mientras Jimmy pronunciaba estas últimas palabras, entró en el local un tipo alto, con el pelo castaño cayendo sobre sus hombros y grandes patillas que ocupaban buena parte del mentón; vestía un largo abrigo de color marrón que llegaba poco más abajo de sus rodillas, y bajo él, una camisa azul con ribetes blancos metida cuidadosamente bajo la cintura del pantalón que tapaba sus botas con espuelas. Se acercó a la barra y, después de saludar con un par de palmadas en el hombro al tipo fornido, avanzó hasta el final y se sentó en un taburete medio destartalado que milagrosamente aún se tenía en pie.

    —¿Cuándo cojones vas a cambiar el mobiliario de este puto antro, Joe? —preguntó, al oír crujir la madera bajo su trasero.

    —Cuando mi peor cliente venga más a menudo y acabe rompiéndose la crisma contra el suelo —contestó jocoso, acercándose a él—. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí… ¿Qué te pongo?

    —Ya lo sabes, maldito cabrón. ¿Para qué preguntas?

    —Tan simpático como siempre, ¿eh, Bob? —Con una sonrisa en el rostro, Joe agarró una de las botellas de whisky que tenía más a mano y le puso un trago—. Casi hace un mes que no te veía. Ya te hacía muerto en algún punto de tus tierras con la minga en una mano y una botella de whisky en la otra.

    —No caerá esa breva… —contestó, antes de dar un pequeño sorbo de su vaso—. La última vez me abastecí bien de comida y material. Ya sabes que no me gusta demasiado tener que venir a «la gran ciudad».

    —Puede que algún día este puto pueblo acabe siéndolo, y te nombren alcalde —dijo Joe, soltando una carcajada.

    —Para entonces espero estar criando malvas, créeme.

    —Cualquiera lo diría, viendo la fortaleza en la que estás convirtiendo tu rancho.

    —Una cosa es que la mayor parte del día me lo pase deseando estar muerto y otra muy distinta que me deje matar por cualquiera de esos putos salvajes.

    —Vives demasiado cerca de sus tierras —dijo Joe—. Al final acabarás con una flecha ensartada en tu culo.

    —Ya hemos hablado muchas veces de esto —contestó tajante—. Era nuestro hogar, y no hay ser vivo en la tierra que pueda echarme de él. —El semblante de su cara se tornó sombrío.

    —Hablando de los salvajes… —Joe, consciente de lo que pasaba en ese momento por la cabeza de aquel hombre, intentó que se evadiera de sus pensamientos—. Hace un par de horas que han vuelto los pocos supervivientes de la incursión en sus tierras, y…

    —¿Qué incursión? —le interrumpió sorprendido.

    —Hace unos días el sheriff Crowe comenzó a reunir

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