La Maldición De Iturbide
Por Navarro-Leal
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Un viaje dramtico, risueo y tierno al corazn de un sencillo pueblo que arrasado por los avatares del pasado y las modernizaciones del presente, lucha por conservar la fuerza de su inquebrantable fe
Navarro-Leal
Ramiro Navarro López es profesor de Ciencia Política y Filosofía General en la Universidad Estatal de Tamaulipas y ha escrito, entre otras publicaciones, la novela El Rincón Brujo, Los Ferrocarriles en México y diversos artículos sobre la problemática del desarrollo regional. Rosa Gabriela Leal Reyes es profesora de Ciencia Económica y Metodología de la Investigación en la Universidad Estatal de Tamaulipas y ha escrito, entre otras publicaciones, Los Ferrocarriles en México y diversos artículos sobre la violencia de género, y sobre el fenómeno migratorio.
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La Maldición De Iturbide - Navarro-Leal
Copyright © 2015 por Ramiro Navarro López, Rosa Gabriela Leal Reyes.
Fotografía de portada: Gabriela M. Navarro Leal
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2015935921
ISBN: Tapa Dura 978-1-5065-0165-9
Tapa Blanda 978-1-5065-0164-2
Libro Electrónico 978-1-5065-0163-5
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 23/03/2015
Palibrio
1663 Liberty Drive
Suite 200
Bloomington, IN 47403
CONTENTS
LA TEMPESTAD
EL FUSILAMIENTO
LA VILLA
LAS LUCHAS ANTICLERICALES
EL ÉXODO
LAS SIETE PLAGAS
A Gabriela Natalia
LA TEMPESTAD
LOS RELÁMPAGOS
Por fin todo había concluido. La aventura había terminado, y ya era momento de recibir oficialmente el pueblo de manos de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, cerrar el libro de la odisea vivida y empezar a construir el futuro, en el seno de la nueva comunidad.
Sin que nada los perturbase, los representantes de los poderes municipales y las fuerzas vivas del poblado, regidores y síndicos, descansaban en la confortable oficina del Presidente Municipal, ubicada en el segundo piso del Ayuntamiento, dialogando tersa y cómodamente, en espera de iniciar la festiva reunión a que habían sido convocados. Bajo el resguardo de las blancas paredes se sentían protegidos de los calcinantes rayos solares, cuya intensidad se había dejado sentir desde temprana hora, manteniendo en calma a la población. El ardiente calor ya anunciaba que ese año, más que en otros anteriores, sería tan severa la canícula como grave el estiaje, que seguramente sobrevendrían.
Y mientras afuera se desplegaba modorra y apacible la tarde, con el bochorno de las estaciones de primavera —sólo alterada por el croar de los sapos pardos que pronosticaban humedad— en el interior del edificio, la seguridad de los compromisos cumplidos, causaba complacencia y a la vez agitación, entre los presentes.
En una mesilla lateral ya estaban listas las copas para brindar por el feliz término de la dura tarea que los había reunido para trabajar conjuntamente desde hacía tres años, desde que estaban todavía en el viejo pueblo, ahora abandonado. Esa tarea, que fue la construcción de la presa y la reubicación de la villa, no fue una labor nada fácil y por lo tanto su culminación bien merecía un pequeño e íntimo festejo.
Tras el escritorio, formal, callado y satisfecho, permanecía enclavado en su cómodo y fino sillón negro, don José Vargas Muñoz, el recién electo presidente municipal, y frente a él, sentados, relajados, conversando y en espera de sus bebidas, aguardaban respetuosos sus invitados.
Cuando todos los presentes habían recibido ya de las gentiles edecanes las brillantes y transparentes copas, suspendieron por un momento la charla, como preámbulo para que el alcalde iniciara el mensaje del obligado brindis. El edil se dispuso a hacerlo. Irguiéndose, levantó la cristalina copa rebosante del fino ámbar adquirido para la ocasión, tosió discretamente para ser seguido en el gesto por los concurrentes, miró complacido a su alrededor y cuando tomó aire para decir las primeras palabras, un estampido tan fuerte como prolongado, hizo temblar el edificio, vibrar los muebles y sacar a la concurrencia una sonora exclamación de temor; sobrecogido y titubeante el edil, en silencio, bajó la copa hasta colocarla sobre el escritorio, y oteando hacia un lado, en dirección al monumental reloj de pared, vio que las grandes manecillas marcaban las tres cincuenta y cinco de la tarde. Dio vuelta al mueble para salir de ahí apresuradamente y después proseguir hasta la calle, seguido por uno de los síndicos del cabildo, donde de pie y sobre suelo firme, observaron con sorpresa, al elevar la vista, el inusual e intenso color verdoso de las nubes que se aproximaban por las alturas, presagiando el cataclismo que ya se avecinaba aquel día que jamás olvidarían.
—Regresemos a la oficina —sugirió preocupado el síndico, al observar el amenazante fenómeno—. El aguacero está por llegar.
Antes de volver para resguardarse en el interior del nuevo edificio, todavía durante un instante, ambos pudieron observar, cómo en lo alto del cielo los deslumbrantes chicotazos que soltaban los relámpagos, partían en mil pedazos la incipiente oscuridad, y claramente sintieron cómo los truenos hacían retumbar el suelo bajo sus pies, electrizando el aire con la fuerza incontenible de la naturaleza, que esa tarde, se estaba desbocando.
Algo no está bien, parecía que la naturaleza les impediría celebrar felizmente el término del traspaso del pueblo
, pensó el alcalde, mientras de regreso, subía los veinte peldaños de la escalinata central del edificio municipal, cuyas paredes aún olían a pintura fresca.
—¿Qué pasa allá afuera? —preguntaron curiosos los invitados, asomándose por la ventana al cielo—. ¿Viene la lluvia?
—Ya viene el agua y las nubes están verdes, parece que no será una lluvia cualquiera —respondió el presidente y agregó—: ahora veremos si las casas que hizo el gobierno son tan resistentes como dijeron.
LA CATÁSTROFE
A las cuatro de la tarde del veinticinco de abril de 1972, el mundo se ensombreció. La gente del pueblo se asomó para ver, temerosa, cómo en lo alto, se agolpaban acechando, desde todos los rincones del cielo, los grandes nubarrones oscuros. Amenazantes corrientes ascendentes se acercaban de norte a sur, cubriendo poco a poco, con su espesa niebla, todo el cielo del pequeño y nuevo caserío color blanco que uniformemente se levantaba dentro de la cuadricula que dibujaban las amplias calles, en cuyas orillas apenas se levantaban algunos pequeños y flacos árboles recién plantados.
Al prolongado concierto de truenos, le siguió un silencio sepulcral. Un fino viento empezó a escurrir, calando entre las piernas de la gente, primero suave y acompasado, y después potente y sin orden para silbar hasta convertirse en un furioso ventarrón; y de súbito… cesó todo ruido nuevamente, y cuando parecía que ya nada ocurriría, el cielo materializándose, se desplomó sobre el poblado. El caos se apoderó de la incipiente villa. Enormes corpúsculos de cristal se despeñaron desde las alturas, golpeando y destruyendo todo lo que tocaban en su caída. Secas, las grandes piedras de hielo, cayeron como alud sobre los techos de asbesto de las casas recién estrenadas, haciéndolos saltar en pedazos. Los aparentemente sólidos bloques de las paredes se abrieron en grandes boquetes con el nutrido golpeteo de la granizada que a cada momento se intensificaba más. Ante aquella fuerza incontenible, las ventanas se agitaron vapuleadas, los marcos y vidrios volaron en añicos y las puertas se vencieron en un santiamén por los golpes de hielo que las aporrearon para meterse, traqueteando, hasta el fondo de las casas.
Bajo esa metralla de ráfagas heladas, fueron cayendo uno a uno los animales que brincaban y corrían a la intemperie. En los corrales los cerdos, chivas y gallinas, y en el campo los conejos y víboras. Sólo las nutridas hordas de perros y gatos callejeros comandados por el perro pinto, que habían percibido la proximidad de la amenaza, corrieron a tiempo para protegerse. Los pocos árboles que había, igual mezquites que barretas, fueron arrasados, pereciendo sus hojas junto con los pájaros, palomas y urracas, que cayeron al suelo empapadas, duras y desplumadas, con la panza destripada y los ojos desorbitados. En las calles, sin salvarse de la súbita metralla, los camiones y coches de los sobrecogidos dueños recibieron tantas pedradas de hielo, que en un instante quedaron cicatrizados, como piedras de molcajete.
En su nueva casa, ubicada por la bajada al río, sola, en la repentina penumbra de su cocina, guisaba unas pocas migas doña Petrita, cuando empezó la granizada. Se sobresaltó al escuchar los impactos, de seguro son balazos
, pensó. Pero enseguida, se percató de que caía una tromba con granizo del tamaño de una pelota de béisbol. La tormenta empezó a desgajar el techo del cuarto y en un desesperado intento por protegerse, asustada, soltó la cuchara y la sartén, para correr hasta la habitación contigua, donde se metió rápidamente bajo el catre, logrando por poco y de milagro, con la ayuda de Dios
, protegerse de las pedradas. Desde su refugio, hecha nudo y rezando, alcanzaba a distinguir el alto y oscurísimo cielo por los huecos que dejaban tras de sí los enormes granizos en las frágiles láminas destrozadas. Se persignó y después cerró los ojos.
Don Beto, el dueño del cine, fue sorprendido por la granizada cuando regresaba en su camioneta de anunciar por las calles la cartelera del día. Sin hallar otra guarida cercana, al sentir que los primeros y nutridos golpes rompían el parabrisas, corrió a refugiarse bajo la propia camioneta, sin que le importara la fría humedad y el lodazal que se fueron formando y extendiendo debajo de él hasta empaparlo. Desde ese lugar, pegado al suelo, pudo ver cómo crecía el extravío de los vecinos, que corrían de un lado a otro, sin rumbo, por las calles ahora empedradas de hielo.
La pequeña feria que se encontraba de paso en el poblado, instalada en la calle ancha, entre la plaza y la escuela, se debatía igual entre la fuerza del agua y el ventarrón. Las altas estructuras de los juegos mecánicos se tambaleaban peligrosamente. La rueda de la fortuna rechinaba y oscilaba sin control. El ayudante del dueño, Panchito Zavala, corría a su alrededor sin ver la forma de detener su caída. Aún buscaba cómo hacerlo, cuando sucedió lo inminente: la gran rueda se desplomó y cayó sobre él, aplastándolo bajo los retorcidos hierros cuyas largas puntas finalmente quedaron recargadas sobre la pared de la escuela primaria. Tirado e inconsciente, entre el agua y el lodo quedó, hasta que uno de los vecinos, arrastrándolo como pudo y luchando contra la ventisca, logró llevarlo hasta el interior del palacio municipal.
En la escuela primaria, los niños, curiosos, se despabilaron para asomarse por las ventanas cuando los salones de clase se ensombrecieron. Al observar que la tormenta se acercaba, los maestros ordenaron a gritos y aspavientos que partieran a sus casas, pero cuando todavía, despavoridos y atropelladamente corrían a lo largo de las calles, fueron alcanzados por la repentina lluvia de granizo. Se resguardaron unos temblando y llorando de frío en la iglesia, otros en el Ayuntamiento y la mayoría